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CERTAMEN DE PINTURA INSITU - SANTA COLOMBA DE SOMOZA

Pintura rápida

RESULTADOS DEL XX CERTAMEN DE PINTURA IN SITU 2014

BOLOS 2019 Resultados

XXIII TORNEO DE BOLOS MARAGATOS

EDICION 2019

Campeones. Roberto Viloria y Quini Alonso

Subcampeones. Eduardo y Amado

Tercer puesto. Alexander y David

Foto grupal de los cuatro mejores equipos

Preparación, golpe ganador

FINAL 2. Lanzamiento, golpe ganador, ¡Juego!

 

 

LA LEYENDA DEL HIJO DEL CARPINTERO por Bernat Ramoneda Alonso

LA LEYENDA DEL HIJO DEL CARPINTERO

Relato 24

Cuentan muchas historias de la montaña, demasiadas, y así siembran dudas. He aquí la naturaleza de la leyenda.

Se sabe de una historia, una de muy curiosa, que vendría a demostrar la existencia de los llamados guardianes de la montaña.

Cuentan que hace muchísimos años el hijo de un carpintero viudo subió con un pequeño rebaño de cabras a la montaña, en busca de pastos tiernos y verdes. Llegó hasta la Veiga Grande, una extensa planicie alejada del pueblo, a media montaña, cobijada y circundada por altas paredes de roca y monte. Una gran vasija con una única entrada, desagüe natural del riachuelo que la atraviesa.

Se dispuso a pasar allí el día, también la noche.

El sol de primavera se marchitó temprano, dejando que una luna a medio hacer despertara a las primeras criaturas de la noche, zorros y lechuzas. El día había terminado. Esas noches, aún con los aullidos de los lobos en la lejanía, no lograban amedrentar al muchacho.

Encerró el pequeño rebaño en un estrecho corral cercado por viejos tablones, adosado a una pequeña cabaña de piedra para pastores. Comió un poco y dispuso una manta en el suelo irregular del interior.

Despertó. A través de la puerta pudo ver unos veinte pequeños seres antropomorfos de color perla, únicamente ataviados con una aureola blanquecina que reseguía toda su silueta. Le miraban y le llamaban entre susurros. Sus cuerpecitos desnudos se erguían a algo más de un palmo del suelo y la cabeza duplicaba el tamaño del tronco. Sus ojos eran dos cuencas vacías de un gris más oscuro, como dos cráteres asimétricos e irregulares, ocupando dos tercios de la cara. La boca, un pequeño y oscuro surco por debajo de esos agujeros. Unas miradas tristes pero sosegadoras. Uno de esos seres le tendió una minúscula manita. El chico salió de entre las sombras y ofreció su dedo meñique. Deseaban que los acompañara.

Entonces pudo ver que centenares de seres ocupaban esa gran llanura, iluminados por luces eternas, que se iban echando a un lado a su paso.

Llegaron a los pies de un pequeño acantilado, justo para apreciar que una de las criaturas se retorcía en el suelo, con sus pequeñas patitas atrapadas en una de las grietas de la roca. Se oía un leve y desesperado chillido, el de ese pequeño luchando en vano contra esa piedra que le mantenía aprisionado.

Agarró a esa criatura luminiscente con sumo cuidado, sintiendo entre sus dedos la textura gomosa y tibia de una piel que no era piel y lo liberó sin esfuerzo.

Los pequeños duendes, agradecidos, retomaron sus susurros en una suave melodía coral. Eso le sumió otra vez en el sueño y se vio flotando por encima de todos ellos, a poca distancia de los matorrales que cubrían el terreno. Un sueño que le llevó otra vez a la cabaña y que le reposó otra vez en su lecho. Esa mañana despertó recordando todo lo acontecido, cómo quién recuerda sus sueños más hermosos, intentando no olvidar detalle.

Fue sólo un sueño, se dijo, pero en la puerta de la cabaña se hallaba un montículo de pequeñas pierdas redondeadas del color de la luna que, iluminado por los primeros rayos del sol, se erigía como la delicada y cuidadosa ofrenda agradecida de los guardianes de la montaña.

EL RIBERUEÑO por José Quindós Martín-Granizo

EL RIBERUEÑO

Relato 23

 

Esa noche Nito tomó una decisión.

La tormenta era tremenda, y él debería tener miedo (que lo tenía). Pero echaba tanto de menos al abuelo Miguel, que decidió convertirse en una persona de la que él desde arriba pudiera sentirse orgulloso.

El abuelo una vez le contó que no hay que avergonzarse del miedo, que de hecho sólo los tontos no tienen miedo, que lo que hace a los hombres diferentes unos de otros es el cómo manejan ese miedo. Su postura ante las adversidades de la vida.

El antiguo lema de su pueblo “Si tú te tienes, yo no me caigo” parecía haber sido la estrella del norte que guio la vida de su abuelo.

Esa noche, los rayos hubieran asustado a cualquier niño. Pero Nito decidió que cuando pensara en el Riberueño, en el ser que bajaba a la tierra montado sobre un rayo, no pensaría con miedo. Ya no sería un ser maligno, con cara de estar siempre enfadado y que vendría a sembrar el caos, sino que ese ser sería el vínculo entre él y el abuelo, porque fue el abuelo el que le habló de él, de hecho, era el único que creía en él. Les daba igual que tuviera un cráneo suyo, aun así no le escuchaban. Pensaban que eran chaladuras de un viejo. Toda la demás gente del pueblo ya no creía en las antiguas cosas. Ya no hacían filandones y alrededor del fuego ya no se contaban historias. Ya no creían que a la naturaleza había que respetarla igual que a las personas. Ya no saludaban al roble ni al tejo ni les importaba la forma en que la luz penetrara en el bosque (ni por el óculo de la ermita) para sus celebraciones. Los chavales de su alrededor preferían jugar con el móvil que escuchar a sus abuelos, y a su vez los abuelos, al ver que no importaba a nadie lo que contaran, parecían haber decidido callar. El mundo en que vivía había cambiado, ya no era el mismo del que le hablaba el abuelo Miguel. Y eso en sí, no es que le disgustara especialmente, lo que sí le disgustaba es que se perdiera un conocimiento. Cada uno puede elegir sus opciones, eso es la libertad, pero lo que no está bien es no saber que hay opciones. Y al igual que el Riberueño era una conexión entre el cosmos y la tierra, el conocimiento antiguo, las historias del abuelo Miguel, eran la conexión entre un mundo que parecía destinado a desaparecer y éste en el que ahora Nito vivía.

Así pues, esa noche, Nito supo lo querría ser en la vida.

Esa noche Nito decidió que sería un contador de historias.

DE LABERINTOS Y CAZOLETAS por Jesús Francés Dueñas

DE LABERINTOS Y CAZOLETAS

Relato 22

Todo esto era para volver a espiar a las tiñosas que de incógnito se bebían a tragos el agua bendita de los cenobios. Yo me refugié en los templos de la comarca y en los cuerpos obscenos de sus desdentadas gárgolas. Estuve aletargado de nieve en las cumbres heladas de mi morada como a milenio y medio de distancia de los pesares simples de los hombres y de su ruina. Ahora que los tengo delante se me antojan pequeños y olvidadizos, ajenos a mi mundo de semidiós aburrido y profundamente tangenciales y prescindibles. No desprecio al ser humano y su tumulto y casi admiro su vano empeño de ser perdurable, pero no comulgo con su esperanza vana sin fondo ni con su manía obcecada de autodestrucción. Ahora seguiré mi rumbo por entre las rúas de este sueño de maragatos cuando también eran los hijos lejanos de Macondo, donde crujían los terremotos del amor por dentro de las casas. Seguiré buscando a mi amada única entre las calles angostas y supurando mis heridas dolientes y grandes como toronjas.  Aparecí entre la multitud achispada de un baile de disfraces. Era un concurso. Ganó una mujer con un extraño corsé de estrellas y una máscara. La mujer del antifaz dejó por todo su camino de huida un reguero de rayos como de sol fundido. Desde ese día persisto en mi empeño de encontrar a aquel rostro desconocido más propio de mi hábitat paradisíaco que de este inframundo. Desde ese día sigo sus huellas de oro, piso con cuidado por donde ella pisó y mis zancadas se golpean siempre contra el mismo muro. Ni rastro de la lisérgica muchacha.  De cabeza contra la misma pared. Dejé mi martillo junto al suelo seco y afligido, relajé mis manos para adueñarme del misterioso temblor que me aquejaba.  Andaba ya desesperado de encontrarla, comenzando a creer que había sido tan solo el fruto de un sueño travieso cuando alcé la vista al cielo buscando ayuda y mis ojos tropezaron con una imagen del todo extraña: Ropa interior femenina colgando de una reja. Mi sorpresa aumentó cuando supe que se trataba de la iglesia de Santa Marta y que la ventana de donde pendían aquellas atrevidas prendas correspondía ni más ni menos que a la Celda de las Emparedadas. Quise conocer la identidad de la mujer que habitaba aquel cubículo. Se llamaba Muniadona Moure y evidentemente era un seudónimo. Nuestro amor es imposible. Marvel y DC siguen irreconciliables. Pero no me importa. Me conformo con saber que está ahi, al otro lado de la reja. Ahora todas las monjas de clausura de los conventos de la Somoza cosen para mis talleres el exiguo traje de Wonder Woman. Se han puesto de moda los push-up con motivos de petroglifos del  Teleno. Laberintos y cazoletas en vez de barras y estrellas. En cuanto a mí, nevaba más antes. Y antes de antes mucho más. Cuando era tan solo un dios o cuando fui un monte. Esta es mi historia. Algunos, muy pocos, dicen que soy Thor el nórdico. Pero ya no importa. Ahora soy Teleno, la corsetería.

LA CUEVA ¡SO MOZA! por Manuela Bodas Puente

LA CUEVA ¡SO-MOZA!

Relato 21

La leyenda dice que en la cueva ¡So moza! vivió una joven con su retoño durante años.

La tía Restituta era una mujer flaca, alta, enjuta, de pocas palabras y de una belleza inusitada. Era hermana de mi abuela, aunque no se parecían en nada.

Abuela Conce, era regordeta, pequeña y de muchas palabras, con la risa siempre visitando su cara. Conce era de aquellas mujeres mantecosas en las que te gustaba dormir la siesta, escuchar un cuento, dejar que sus manos rechonchas y suculentas, calentaran tus tristezas. Era la belleza trasmitida a cada poro de los que tenían el privilegio de estar cerca de ella.

Contaban que Conce, una tarde de otoño, cuando era una niña que cuidaba el pequeño rebaño que había en casa, mientras su madre se dedicaba al campo y su padre la transporte del pescado en aquellas carretas maragatas que tanto aliento del bueno vinieron a dar a la comarca, oyó algo extraño en aquel paraje que tanto conocía. Con sigilo y la compañía de Lucio, su perro, fue siguiendo el rastro de los desconocidos sonidos que hasta ella habían llegado.

Bueno Lucio, pues tú dirás. Pero es como si alguien intentara tomarnos el pelo. Ahora se oye, ahora no. Y, además. ¿De dónde provienen los ruidos?

Lucio, que lo entendía todo a la primera y a las mil maravillas, estuvo expectante un rato, luego con el hocico, me tanteó los gemelos y me indicó una senda. Seguimos aquel sendero, y antes de que nos diera tiempo a pensar en nada: ¡Plás, allí estaba! La cueva de la que tanto se hablaba en el pueblo.  Algo inaudito había visto o sentido. Mis dientes castañeaban. Y de pronto: ¡Zás, así de sopetón! Un par de ojos nos observaban vigilantes y en alerta.

A mi mente llegó el recuerdo de aquella historia que había oído.

“El rico del pueblo, se había prendado de la hija de uno de sus jornaleros. Vamos la clásica historia, solo que, en esta ocasión, el rico era un desalmado que ejercía el derecho a pernada con cualquiera que respirara y que estuviera dentro de su territorio. Por eso al ver a aquella perla aún sin cultivar, la acorraló en el monte y al son de ¡So moza!, quieta, que te voy a dar telita fina, dejó a una niña tumbada en el camino del Monte de los Sueños, con la vida enfangada entre los cardos que adornaban el camino. La muchacha, reptando y arrastrando su ignominia, llegó al anochecer a la entrada de aquella cueva, y allí se quedó sin atreverse a volver al pueblo. Hasta que abuela Conce, gracias a Lucio descubrió la cueva y se llevó con ella a Restituta, la criatura nacida de una trágica trampa de las que pone la existencia. La bautizó Restituta por haberla restituido a la vida. Ella, que no había tenido hermanos, la adoptó como a una de su misma sangre y desde entonces aquella cueva, sirve de descanso o de cobijo cuando la tormenta te pilla a descubierto.

Dicen que nunca nadie ha sufrido daño alguno si se resguarda en la cueva. La cueva de ¡So-moza! Si aún no la has visitado no esperes. Este verano será un lugar extraordinario para sentir las mejores vibraciones.

CASCADA CON VOCES por Jesús María García Albi

CASCADA CON VOCES

Relato 20

María siente cercana la hora del parto. Su cuerpo está desasosegado. Ello no le impide seguir trabajando su terruño en La Somoza.

José, su marido, acaba de llegar con sus recuas de Galicia. Han sido jornadas agotadoras. Ha hecho el viaje en menos tiempo del habitual para estar de vuelta antes de que nazca su primogénito. Al llegar y observar a María con su prominente tripa trabajando, respira tranquilo.

Introduce sus caballerías en el establo donde les esperaba el forraje fresco y el agua preparados por María, dado que las recuas son su sustento, y decide ir al pilón para lavarse y quitarse el polvo incrustado. Toma jabón casero y un cepillo de cerdas para rascarse “la roña”. Coge algo para secarse y ropa limpia perfectamente planchada, como siempre.

La temperatura es elevada y el pilón aparece tentadoramente desierto. Decide meterse en él con la ropa interior mínima, por si aparece algún vecino inoportuno.

María, al verle, se acerca con las mangas remangadas. Coge el jabón y el cepillo y restriega todo lo que puede a su marido. La ocasión que se avecina lo exige.

-¡Qué apuesto y fuerte es! –piensa con una sonrisa en su rostro.

-¿De qué te ríes, mujer? -Siempre que lo haces pienso que soy muy afortunado.

-Cosas de mujeres. Nada importante. Te voy a tener que dejar en carne viva para quitarte toda esta mugre que traes. Has debido dejar el camino sin polvo.

Luego tomarás una sopa reconfortante, un plato de guiso y natillas.

Después a dormir y mañana estará como nuevo mi hombre.

-Porque estás preñada que si no te agarraba y te metía en el pilón.

-Quita, quita, no seas loco. De esta noche no paso. La señora Consuelo está avisada.

1

En efecto. Antes de amanecer fue en busca de la mujer para que ayudase a traer al mundo a una preciosa niña, con una mata de pelo negro. Una vez cortado el cordón umbilical, aseada y limpia la criatura, María se la entregó a José, que se había tumbado en un lecho especial aderezado al efecto. La atrajo hacia sí mientras simulaba gritos postparto, cual si él hubiese parido.

Era la tradicional Covada.

Acto seguido la mujer preparó el desayuno que le llevó al lecho. Ella, después de almorzar en la cocina, se caló el sombrero y salió a sus tareas diarias. Ya volvería para preparar la comida al nuevo padre. De repente, las fuerzas del cielo y del infierno se conjuraron de forma tal que las luces cegadoras y los sonidos atronadores hicieron temer por que la casa se mantuviera de pie.

-De no haber parido antes, con todo esto hubiese salido despedida la niña.

Se sujetó el sombrero en la cabeza y cruzó hasta la casa. Jarreaba.

Desde el zaguán escuchó a lo lejos la voz tranquilizadora de su marido y el llanto de su hija. Llegó a la alcoba. Al asomarse lanzó un grito desgarrador. La ventana estaba abierta y la cama vacía.

Miró por la ventana y aunque la lluvia le azotaba su rostro, distinguió la silueta de su marido alejarse flotando entre la niebla, con la pequeña en brazos.

Desde aquel día, al amanecer de los días lluviosos, en la cascada del río Cabrito se oyen voces. Una infantil y otra adulta.

¿DE QUÉ COLOR ES EL AMOR? por Mari Fe Ramos González

¿DE QUÉ COLOR ES EL AMOR?

Relato 19

 

Ella era de pocas palabras. La mandaron callar tantas veces que se acostumbró a permanecer en silencio. Salía poco de casa. Cada tarde esperaba la llegada del autobús que venía de Astorga. Miraba a través del visillo, desde una ventana de la galería. Con su imaginación recomponía todo aquello que veía desde lejos.

–              La Vicenta se viene pal pueblo con la maleta de madera-pensaba-, seguro que se ha vuelto a escapar de la casa donde servía, pa librarse del señorito.  Ha llegado el ti Santiago, trae la cara tiznada por el carbón de la mina. Vendrá a preparar su boda con la María.

Un día, su vida cambió para siempre. A través del visillo vio a un hombre joven, guapo, bien vestido y con un extraño maletín en su mano.

Se armó de valor y salió de casa, para hacerse la encontradiza. Cuando estuvieron frente a frente, se miraron…, y ella enmudeció. A él se le cayó el maletín de la mano y se desparramaron por el suelo multitud de tubos de óleo, frascos y pinceles.

-¡Eres mi musa!-  dijo él, sin dejar de mirarla.

Ella abrió la boca para responderle, pero no pudo articular ni una palabra. Sintió, por primera vez, que la miraban con amor… ¡y con deseo! Con una pasión que ella captó al instante. Recogieron juntos las pinturas y los pinceles y lo colocaron en la caja. Él buscó un tubo que estaba sin estrenar y se lo entregó a ella, con delicadeza.

–              Es azul cobalto. El color del cielo cuando no tiene nubes. El color del mar. Cuando pintas con este color atraes hacia ti un amor eterno, como el cielo y como el mar.

Ella lo guardó en el bolsillo de su mandil, como si fuera un tesoro. Posaba para él al amanecer, junto a la laguna Cernea, sobre un musgo que aún conservaba intactas las gotas del rocío. Él acariciaba su pelo con suavidad, como si fuera una ninfa del bosque. Ella descubrió el amor.

Llegaron las habladurías, porque un pintor desconocido estaba seduciendo a una moza maragata. Los hombres del pueblo les comunicaron que, al día siguiente, el pintor debería coger el autobús hacia Astorga, por las buenas o por las malas.

Ella lloró toda la noche, junto a la ventana de la galería. En medio del dolor y las lágrimas, creyó ver la figura del pintor merodeando por su casa, con un candil en la mano.

A la mañana siguiente, cuando salió para despedirle, descubrió que el portón de su casa estaba  pintado de azul cobalto. Fue corriendo hacia el autobús y gritó:

– ¡Pintemos nuestra vida de azul!

Se fueron juntos. Desde entonces, los portones de la Somoza, de azul cobalto, expresan  el deseo de un amor eterno.

LAS SIETE HADAS DEL ARCOIRIS por Lara Suárez-Mira Reija

LAS SIETE HADAS DEL ARCOIRIS

Relato 18

Contaba la leyenda que el arcoíris solo salía una vez cada 2000 años en la comarca de la Somoza Maragata. Se reflejaban los siete colores en todas las casas y lugares recónditos de aquel lugar encantado. La luz coloreada daba calor y reconfortaba hasta lo más profundo del alma, aquellos lugares oscuros y tristes que nadie conocía. Esa luz brillaba constante y hasta conseguía amansar a las fieras. Se dice que la reacción provocada por los rayos en contacto con las almas y corazones producía una melodía sublime. Desde luego, aquella era una comarca encantada. Después de que saliera el arcoíris, miles de pequeñas hadas de cada uno de esos colores sobrevolaban los tejados y prados, llenando de felicidad a todas las personas que allí vivían. No importaba lo mal que lo pudieran estar pasando, puesto que en esos momentos se sentían felices al 100%.

Morgana era el hada mayor y dirigía las operaciones de encantamiento de la población. Su magia era poderosa. Tenía una larga melena rubia que le cubría toda la espalda y formaba hermosos tirabuzones destellantes. Sus alas, prácticamente transparentes, eran sin embargo muy resistentes y la impulsaban a gran velocidad a través del bosque en cada una de sus misiones. Su lugarteniente era la bella Elga, hada de la luna, quien la sustituía en las operaciones que tenían lugar durante la noche, pues tenía una especial habilidad para el vuelo nocturno. Su rostro era de una blancura infinita y sus ensortijados cabellos, de un negro intenso. El resto del equipo lo integraban Anjana (que siempre llevaba una chifla y un tamboril), natural de Santa

Colomba de Somoza y que, por lo tanto, jugaba en casa, Náyade, Brigitte,  Branwen y Grainé. Siete hadas para ayudar a los lugareños en sus problemas cotidianos. A los padres en la educación de sus hijos, a los enamorados en sus amoríos no correspondidos, a los labradores en el cultivo de sus campos, a los comerciantes cuando no les salían las cuentas y a todo aquél que las invocase cuando las preocupaciones le abrumaban.

La que sin duda tenía más trabajo era la buena de Anjana, una golosa empedernida que recibía de buen grado los obsequios que en forma de mantecadas y cecina le regalaban los agradecidos maragatos. Tanta era su afición por la comida, que no siempre conseguía volar para llegar a su destino, no siendo la primera vez que se veía obligada a buscar el auxilio de algún águila para trasladar toda su humanidad a algún hogar en problemas.

En cierta ocasión, el grupo de hadas hubo de emplearse a fondo. Fue un año en que llovió intensamente, durante varios días sin parar. El río incrementó mucho su caudal y los vecinos vieron cómo se desbordaba por momentos, llegando a las puertas de sus casas. Cuando a punto estuvo de inundar sus hogares, todas las hadas se pusieron a batir las alas formando una intensa corriente de aire que evaporó toda el agua. Habían salvado el pueblo. En agradecimiento, el alcalde las nombró hijas predilectas y les entregó las llaves de la ciudad, homenajeándolas con un cocido maragato que Anjana devoró con pasión. Sin duda, eran las mejores protectoras que había tenido el pueblo desde su lejana fundación.

EL REINO DE LOS NIÑOS por María de la Paz Valero Uceda

EL REINO DE LOS NIÑOS

Relato 17

Cuenta la leyenda, que en  Santa Colomba de Somoza, vivía un mago, de amigable aspecto y barbas blancas, era tan alto que con su cabeza casi podía tocar el cielo, pero no era en su aspecto donde residía su magia sino en su gaita, cuando el mago la tocaba, creaba vida, los pinos crecían y los animales llegaban hasta sus tierras, y si algún reino vecino entraba en lucha con él, el mago soplaba fuertemente su gaita y los alejaba  de allí.

El mago  un día empezó a darle vueltas a una idea: crear humanos, su corazón lo deseaba pero también tenía dudas, pues en los reinos vecinos podía ver la mezquindad humana, y esto le daba mucho miedo.

Hasta que un día tuvo un idea, quizás el corazón humano se corrompía a la edad adulta, pero si él soplaba una dulce melodía solo crearía a niños, él se encargaría de cuidarlos y de mantenerlos lejos de ambición y la avaricia.

Y así lo hizo, el mago hizo de Santa Colomba de Somoza el reino de los niños, durante años, les proporcionó alimentos y abundancia en todos sus campos, nunca en este reino se conoció la enfermedad ni la muerte, el mago velaba por cada uno de ellos, sintiéndose orgulloso de su creación.

Un día estos niños crecieron, y se convirtieron en adultos, llegando así las primeras dispuestas, y el reino entró en guerra. El mago lloraba y lloraba y hacía sonar tan fuerte su gaita que todos los habitantes temblaban y se arrepentían, pero cuando el mago volvía hacer sonar su gaita dulcemente, y bendecirlos con alimentos y animales, los habitantes volvían a las disputas, y esto entristecía y enfadaba al mago, él había intentado que su obra fuera diferente, y no lo había logrado, su reino era ahora tan miserable como los reinos vecinos.

Pero el mago, en el fondo de su corazón quería buscar una solución, no se conformaba con lo que sus ojos veían, y tampoco quería soplar tan fuerte para causarles la destrucción, así que como cualquier padre, intentó buscar soluciones para el bien de ellos, les multiplicó las tierras, pero ellos seguían ambicionando más y más, también hizo que llegaran más animales, pero ninguno saciaba la avaricia humana.

Así que el mago se sentó sobre una piedra y lloró tanto que se crearon grandes inundaciones en el reino, los habitantes al ver esto, se llenaron de odio contra el mago, y planearon matarlo, para ellos eran insoportable aquellas lágrimas y aquel sonido tan triste de su gaita que les recordaba su propia mezquindad, la mejor solución para ellos era acabar con él.

Y así lo hicieron, una noche fueron todos los habitantes del reino juntos, iban con armas, y sobre todo con mucho odio, pero al verlo dormido plácidamente, no se atrevieron a despertarlo, tenían miedo que si lo despertaban luchara contra ellos, así que eligieron la opción más cobarde, le quitaron el muelle a su gaita, así el mago jamás volvería a tocarla.

El mago jamás se despertó, pero dice la leyenda que si algún hombre de  buen corazón le pusiera un parche a la gaita, el mago agradecido convertiría de nuevo a Santa Colomba de Somoza en el reino de los niños y habría felicidad por siempre.

EL MUNDO AL REVÉS por Cristina Jiménez Urriza

EL MUNDO AL REVÉS

Relato 16

Hace mucho, mucho tiempo…, según cuenta la leyenda, había un país, en el que había una ciudad, en la que había una comarca, en la que los pájaros nadaban, las vacas iban al colegio, y los perros y los gatos eran los mejores compañeros. Esta comarca Somoza Maragata, era un poco extraña, pues bien, está dicho que entre todos los habitantes había mucha cordialidad, exceptuando a la de sus mascotas, que las tenían todo el día trabajando para ellos.

Estaban: la familia Dugs, una familia de caracoles y babosas, que tenían como mascota a un jardinero, que mantenía fresca la hierba del jardín. La familia Yorky, una familia de perritos de clase alta, que tenía como mascota a una muy buena peluquera. La familia Boing, una familia de cerditos vietnamitas, que tenían de mascota a un prestigioso cocinero. La familia Roe Roe, una familia de conejos, que tenían como macota a un horticultor, que siempre estaba plantando ricas zanahorias. La familia Alonso, unos preciosos jilgueros, que tenían como mascotas a una pareja de cantantes de ópera. Estas entre otras familias del lugar, como: Crunch, Flash, Arias, Brekkies, Serrano, Black…, siendo: gatos, caballos, cuervos, vacas, ratas, ocas…, siempre con sus mascotas: médicos, carpinteros, mecánicos, panaderos, profesores, escultores…

Un día, nuestros amigos, los humanos, las mascotas, cansados de tanto trabajar, tuvieron una reunión de urgencia a media noche.

–              ¡Esto no puede seguir así!, decía la peluquera… tengo el brazo molido de tanto peinar a los presumidos de mis amos.

–              ¡Y a mí, la espalda, de tanto agacharme!, decía el horticultor.

–              ¡Yo estoy harto de tanto cocinar!, gritaba nuestro prestigioso cocinero.

–              ¡Nosotros nos estamos quedando roncos de tanto cantar! lo decían casi sin poder levantar la voz, la pareja de cantantes.

–              Y yo…, y yo…, y nosotros…, si…, no aguantamos más…, se quejaban uno tras otro nuestras mascotas…

–              ¡Está bien!, ¡está bien!, ¡silencio!, ¡silencio! ¡SILENCIO!, ya dijo gritando el representante de las mascotas.

–              Está claro, que algo tenemos que hacer, que esto se nos está yendo de las manos…, y que nuestros amos, por mucho que nos quieran, no nos pueden doblegar a lo que ellos quieran hacer, están suficientemente cualificados para hacer ellos solitos todas las cosas que hacemos por ellos, por ejemplo:

La familia Alonso, ya han aprendido a cantar solitos.

A nuestros pequeños amigos los Roe Roe, les tendremos que dejar jugar.

Puede que nos cueste un poco, pero a la familia Boing, los cerditos vietnamitas, les tendremos que enseñar a utilizar el morro, pues lo tienen muy fuerte, y con él, pueden hacer franjas en la tierra, y con la colaboración de la familia de cuervos, podrán sembrar ellos solitos su propia cosecha.

La familia Yorky, es tan presumida que no saldrán de casa con malos pelos.

Los topos podrían hacer agujeros para sembrar, los caballos podrían arar, los castores podrían orientar el rio hacia la granja, y las gallinas organizar las comidas de los vecinos, los caracoles, pasear a las babosas, y las ratas, llevar la educación, son muy listas…, así, uno a uno, dio su opinión sobre como poder organizar la vida de los vecinos, sin tener que depender de mascotas humanas, haciéndoles entender que, siendo autónomos se vive mejor.

COCIDO MARAGATO por Miguel Angel Moreno Cañizares

COCIDO MARAGATO

Relato 15

Congregados al calor de la chimenea, que en esos momentos desprende centellas, los hombres entablan una de las discusiones diarias para abrir boca. Cruje el invierno. Eugenio los mira con distanciamiento, acostumbrado como está a sus diatribas, que por regla general acaban en ninguna parte. Mientras repasa las botellas del estante y de reojo controla la cocina, de buena gana echaría un pitillo de picadura si no fuera por la prohibición. Ni dentro ni fuera, se conforma el restaurador. Anda alborotado el personal, cantándole las tripas, así que Eugenio se huele que el revuelo aumente. En la mesa del fondo hay una pareja de forasteros que hablan con acento francés. Pero las viandas se servirán en el momento oportuno.

—A ver, Tenorio, dinos por qué el cocido maragato se come al revés—, pregona Félix, el más bravío del grupo.

—Por supuesto, compañero, aunque todo el mundo en Somoza lo sabe—, replica el interfecto, que se levanta presto y dirige sus pasos hacia los primerizos clientes— ¿Quieren que se lo cuente, amigos? —les inquiere— Pues sucede que varios siglos atrás, los arrieros maragatos, nuestros antepasados, comían en el mismo carro en el que viajaban. Y para no perder tiempo, calentaban la olla de cocido en un anafe. Una vez listo y calentito todo, empezaban por la carne, luego los garbanzos y por último el caldo. Se les llaman los tres vuelcos. Así me lo ha contado mi padre, a mi padre se lo contó su padre y así sucesivamente.

A todo esto, toma la palabra el gabacho:

—Encantado de conocerlos, messieurs, pero el auténtico origen se debe a mis compatriotas franceses, durante la invasión napoleónica. Andaban por estas tierras cuando, teniendo el cocido dispuesto, temieron una inminente batalla, por lo que decidieron degustar primero la carne, lo más nutritivo, y dejar para después, si daba tiempo, los garbanzos, la verdura y la sopa. Y aquí estamos mi mujer y yo para degustar uno de sus exquisitos cocidos.

La historia indigna a los lugareños, que se sienten ofendidos por una falsa leyenda, según coinciden. Y más aún si la cuenta un francés en sus mismas narices.

Eugenio, mandil al hombro, se planta ante los comensales y dice con tono altanero:

—Mire usted, señor francés, que me da que a su leyenda le falta un punto de sal, esto es, de realidad. Porque lo cierto es que sí, ocurrió en época de la Independencia cuando las tropas napoleónicas invadieron estas tierras maragatas que sus habitantes cultivaban con esmero de sol a sol, aunque con tiempo de preparar unos suculentos cocidos, que comían tras el sonido del triángulo que tocaban las mujeres.

El silencio reina en el salón, todos le ponen oídos a Eugenio.

—Los franceses, al escucharlo, dejaban que tomaran los dos primeros vuelcos y luego asaltaban la casa para apropiarse de las carnes. Así sucedió hasta que los maragatos, que no somos tontos, cambiamos el orden de los platos, de tal guisa que a los soldados invasores sólo les quedaba el caldo cuando llegaban.

Dicho lo cual, todos los presentes proceden a zamparse un exquisito cocido maragato como manda la tradición, sea cual sea la leyenda.

EL PAPÓN por Miguel Angel Ramos González

EL PAPÓN

Relato 14

 

Ahí estaba yo, frente al plato de berzas, que ya me había comido las patatas y el tocino, que en los años 50 no se había “inventado” el colesterol.

Tendría cinco años y mi padre me miraba enfadado. Me amenazó: “Rapaz, si no las comes vendrá el papón y marchará contigo to palante pa sacarte el unto y hacer ungüentos”. No me preocupó, pero luego relacioné lo de sacar el unto con la matanza del gocho, que había visto escenas sueltas cuando me lograba colar hasta que los adultos nos apartaban, y no me gustó la idea, por lo que decidí estar alerta, pero no identificaba al papón y no quería preguntar.

Unos días después delante del ayuntamiento estaba el ti Magín con un lobo muerto colgado por las patas de un palo sujeto entre él y su hijo. El lobo parecía sonreír en su mueca póstuma. Le pregunté si el animal era el papón pero dijo sonriendo: No hijo pero guárdate del papón.

Semanas después en las fiestas vi a un bailarín feo que nos daba a los chicos con unas ramas de escoba, y pensé que ya había localizado al papón Le llamaban birria, que décadas después me pareció que se decía “guirria” o “guirrio”, según algunos antropólogos y estudiosos de la zona, pero se me acercó y me di cuenta de que era Valentín disfrazado, que a pesar de las ropas olía como mínimo como siempre, así que descartado.

Algunos años después mi madre, con el visto bueno de mi padre, convino con un cura que había venido a la zona “de misiones” que me llevarían al seminario de Astorga. Me lo dieron como hecho, que si Dios me llamaba, que comería bien y tendría un porvenir, y que ella quería tener un hijo cura (anda y yo, le dije)… No me disgustaba la idea, y no me fue tan mal. Volvía en vacaciones a casa y ayudaba en las labores típicas: acarreo, trillo, vecera de vacas, echar a los gochos…

La primera semana santa me tuve que quedar en el seminario porque mi madre iba a cuidar a mi abuela enferma a su pueblo. Me dijeron que en el seminario darían bacalao y torrijas, y eso me compensaba, aunque luego fue verdad a medias.

Se quedó alguno más esos días, huérfano o con los padres en el extranjero trabajando. D. Abilio nos llevó a la procesión, íbamos a distancia llevándole el bastón, un misal, incienso para reponer…

Cuando iba a salir la procesión dijo el coordinador: los papones formen aquí en fila. Yo solo veía a los cofrades con su “cucurucho” en la cabeza, sus dos aberturas para los ojos, y la tela que cubría la cara y el “papo” o papada, según nos aclaró D. Abilio, a quien expliqué luego mis temores, me contó que había diferentes acepciones del término papón, que después he ampliado, y también que en nuestra tierra se decía lo de sacar el unto, y en otras tierras se decía el “sacamantecas”. (Ahora hay liposucciones).

Por cierto, comí esos años muchas berzas aunque sin disfrutarlas, y hace unos meses en un restaurante caro invitado por un proveedor, rechacé sus recomendaciones y me apunté a las berzas, cuando la camarera dijo: y fuera de carta tenemos kale, es decir berzas.

LIBÉLULA por Emilia Crespo Brayda

LIBÉLULA

Relato 13

Una tarde de verano, tras un largo paseo, nos sentamos a descansar   a la orilla de la Laguna Cernea, a la sombra de los pequeños robles que la rodean entre helechos y jara. Soplaba una ligera y cálida brisa que creaba una gran sensación de bienestar. Una libélula volaba sobre la poca agua que le quedaba en el fondo a principios de agosto. Sus alas transparentes brillaban con la luz del sol. Todo su cuerpo reflejaba múltiples colores bajo los diferentes ángulos de luz

Mamá, tras un largo silencio, habló muy despacito:

“Me recuerda una historia que me contó mi madre…”

Imposible resistir la curiosidad

¿Nos la cuentas mamá?

“¡Claro!

Hace algunos años, no muchos, En Santa Colomba de Somoza vivía una mujer que amaba y buscaba la belleza. Como tenía tanta experiencia buscándola la encontraba muy fácilmente. Con frecuencia escuchando a los mayores, en la naturaleza…en la música y la alegría de las fiestas.

El día anterior a la fiesta principal del pueblo se puso a buscar algo especial que ponerse y no lo encontró ni entre las perchas ni en las estanterías de su armario.  Pensativa se asomó a la ventana y vio la luna blanca, brillante. ¡Qué hermosa!  Salió y se dejó envolver por su luz. Los rayos tejieron a su alrededor una aureola brillante. Se vio blanca, transparente, luminosa. Iría así a la fiesta.

Amaneció. Maximiliano, el tamboritero, tocaba la jota maragata. Recorría el pueblo llamando a los vecinos que poco a poco se juntaban con sus castañuelas y la acompañaban avisando a todos de que por fin había llegado el día de la fiesta.

Llegaron a la plaza del pueblo.

Allí se dirigió la hermosa mujer.  Avanzó hacia el grupo de danzantes. Todos le volvieron espalda. ¡¡¡Qué vergüenza!!!!¡¡¡Es ridícula! ¡¡¡¡¡¡niños no miréis!!!!!!!!!

Ella no escuchó. Estaba feliz, se encontraba hermosa.

Zapateta. Dijeron la flauta y el tamboril

¡Porque no!… con una gran zapateta se elevó en el cielo y desapareció

Solo Maxi la vio volar bella, ligera y brillante mientras sonaban las castañuelas con sus lazos de colores revoloteando a su ritmo

Voló.

Voló hacia la laguna, hacia el río Turienzo buscando agua pura. Voló y voló en todas las direcciones, arriba, abajo, a la izquierda, a la derecha, hacia delante y hacia atrás

Voló y voló recorriendo el mundo.  Voló y voló sobre los océanos aprovechando las fuertes corrientes y  los vientos huracanados, las brisas suaves y la clama

Voló y voló dispuesta a descubrir todo a su alrededor sin necesidad de girar su cabeza.  Voló feliz disfrutando   al máximo cada momento de su vida.

¿Os ha gustado? Mi madre me enseñó a descubrir que en todo se puede encontrar belleza. Que el pudor, el miedo, la vergüenza no debe impedirnos disfrutar de ellas.” Concluyó nuestra dulce, soñadora y maravillosa madre

EL FORASTERO por David González Hinojo

EL  FORASTERO

Relato 12

 

-Aquí es donde encontré a Leónidas -dijo señalando el camino de San

Martín. Habíamos ido caminando por la carretera hasta la curva del transformador. Añadió:

-Llevaba toda la mañana buscándolo. Hasta que me dijeron que lo vieron merodeando por la Corona. Lo llamé y vino corriendo. Traía una zapatilla en la boca. Creí que sería una zapatilla vieja que habría encontrado por ahí. Pero, cuando la dejó a mis pies, la vi demasiado limpia para haber estado abandonada en el campo. Le pregunté, «Leónidas, ¿de dónde la sacaste?» Y, sonará bobo, pero fue como si me entendiese. Echó a andar hacia los robles, volviéndose cada poco para comprobar que le seguía. Me llevó hacia la ladera sur de la Corona. Allí, bueno…

Calló ensimismado, mirando con fijeza la Corona. Luego siguió:

-Nada más comenzar a ascender la ladera, encontré un calcetín. Aún llevaba la zapatilla en la mano y me agaché preguntándome si ambas cosas tendrían relación. Entonces Leónidas empezó a ladrar, parado un trecho más arriba. Seguí subiendo parar averiguar qué quería mostrarme. Junto a Leónidas, escondido entre unas escobas, había algo que no distinguía. Pero al acercarme lo vi. Y no lo podía creer. Lo miraba y me decía «no puede ser lo que parece». Pero lo era. Del talud asomaban, como ramas secas, dos pies. Uno llevaba zapatilla y calcetín. El otro estaba desnudo.

El peso grave de los recuerdos le hizo balancear la cabeza en silencio. Después continuó:

-Tuve que subir a lo alto de la Corona para poder usar el teléfono. Pedí ayuda. Y me quedé allí. Leónidas se echó a mi lado. Veía Murias a un lado, al otro Pedredo y allá, al frente, el Teleno. No sabía qué hacer. Me costaba respirar. Me temblaban las piernas. Había dos niñas en el jardín de la casa de ladrillos que hay cerca al cruce. Jugaban a lanzarse una pelota. Estuve mirándolas hasta que oí la sirena de la Guardia Civil.

Calló otra vez. Yo tenía en mente que no llegó a averiguarse qué había llevado al forastero a terminar sus días semienterrado en una tejonera. Se lo comenté.

Me miró. Pareció dudar. Al fin, dijo:

-Mi abuelo me contó que, de chico, solía subir con sus amigos a la Corona para buscar un tesoro escondido. Un pote lleno de oro, decía él. Subían y escarbaban en cualquier grieta u oquedad que encontraban, por ver si hallaban el oro. Nunca encontraron más que piedras y pedacinos de loza, claro. Pero esas excursiones eran frecuentes porque, en el pueblo, desde siempre, se contó una historia sobre unas gentes que vivieron aquí hace mucho tiempo. Un día tuvieron que escapar precipitadamente. Antes de marchar, escondieron sus riquezas en un profundo pozo en algún lugar de la Corona. Con intención de volver a recuperar el oro cuando tuvieran oportunidad. Pero nunca regresaron.

O quizá sí.

LA CASA DE LA MOURA por Miriam Alonso García

LA CASA DE LA MOURA

Relato 29

-¡Papá! ¿Desde aquí? Los ojos de Alejandro brillaban con la luz de la emoción, ésa que siempre irradiaba cuando descubría algo nuevo. Estaba nervioso, tenía miedo y le invadía la felicidad; todo a la vez. Era su sensación favorita. Llevaba quince minutos buscando las piedras perfectas. Su padre le había explicado que tenían que ser pequeñas y planas, porque así, era más probable que se mantuvieran unas encima de otras y no se deslizaran cueva abajo.

-Sí, hijo, desde ahí. José Luís conocía la leyenda desde pequeño, como todos los vecinos de Filiel, y sabía que a su hijo le iba a cautivar.  Esa tarde cogió a Alejandro de su minúscula mano y se dirigieron hacia el Piñeo. Subiendo por el camino que bordea la iglesia, llegaron a la casa de la Moura rápidamente. Era una pequeña cueva excavada en la roca y estaba repleta de piedras de todos los tamaños y formas. En ella vivía la Moura, una malvada hechicera que no dudaba en embrujarte si no accedías a cumplir sus deseos. Y su deseo era solamente uno: debías arrojar tres piedras desde el sendero y éstas tenían que permanecer dentro de la cueva, si se caían, tú también caerías bajo su encantamiento.

El castañeteo de los diminutos dientes de Alejandro se confundía con el de las tres piedrecitas que sostenía en las manos. Era la hora, tenía que lanzarlas. ¡Qué emocionante! Parecía una de las aventuras que le contaba la abuelita cuando se iba a la cama.

-Vamos, hombre, ¡no te lo pienses tanto! Su padre recordó la primera vez que fue a la casa de la Moura. También lo había llevado su padre cuando era un renacuajo, como él decía. Cogió las primeras piedras que encontró y las disparó sin contemplaciones. No había quedado dentro ninguna, ni suya, ni de otro.  Se rascó la cabeza, eran otros tiempos…

-¡Una! ¡Dos! ¡Y tres! Alejandro no cabía en sí, había acertado en el blanco las tres veces.  Permaneció inmóvil durante unos segundos, con la mirada fija en las piedras, saboreando la hazaña. No se movieron, estaba a salvo de la maldición de la Moura.

José Luis aplaudió con fuerza. Una sonrisa se dibujaba en su rostro. Se había apoderado de él una mezcla de amor, admiración y envidia, por la intensidad con la que Alejandro vivía cada pequeño acontecimiento.  Por un instante pensó si sentía aquello simplemente porque era su hijo o porque era realmente un niño extraordinario.

De repente se percató de que Alejandro estaba recogiendo piedras de todos lados, tenía las manos a rebosar.  En seguida interrumpió su ardua labor y, observándolas con detenimiento, fue descartando piedras, dejándolas caer de entre los dedos. Levantó la cabeza y miró fijamente a su padre. -Estoy recogiendo piedras de las malas para que se caigan de la cueva, ¡así conoceremos a la Moura en persona! A lo mejor no es tan mala como dice la gente, papá.

 

No había duda, era excepcional.

EL HOMBRE DE LA LUNA (fuera de concurso) por María Paz Martínez Alonso

EL HOMBRE DE LA LUNA
(Fuera de concurso)
Lo peor no había sido el castigo divino, ni haber quedado expuesto a la vista de todos como el ratero codicioso que había sido. Lo verdaderamente malo era que estaba condenado a ver a sus descendientes cargando con las faltas y los estigmas que sus actos habían desencadenado. Y es que así eran las cosas en la Somoza, los pecados se heredaban con más facilidad que la hacienda y que la virtud.
Siempre había sido muy cuidadoso con sus hurtos pero llegó el día (porque como bien le había dicho su padre cuando de niño presintió sus malas decisiones “tanto va el cántaro a la fuente que al final el cántaro se rompe”) y sucedió que, de un modo fortuito, le desenmascararon como el ladrón de leña que provocaba que esta desapareciera prematuramente antes de que el invierno llegara a su fin. Años llevaban los vecinos buscando una explicación a la merma de los montones que cada casa apilaba. Nadie había sido sospechoso pues juntos trabajaban por un bien común hasta la noche en que un rayo prendió en el tejado de la iglesia y Orencio corrió a casa de Catarino a buscar ayuda y no lo encontró. Lo buscó por las cuadras y tampoco dio con él. Entonces pensó que tal vez estuviera en el caserón que su difunto padre le había dejado, y allí se dirigió. Tras unos fuertes empujones y llamándolo, consiguió abrir la puerta que estaba inesperadamente atascada con montones y montones de leña por todas partes, tantos que una vez dentro, uno no alcanzaba a ver nada más. Pasmado cerró de nuevo. Se dirigió a casa con las prisas que le azuzaban y la mente muda de impresión. Al entrar, la sacudida de una sombra trató de desvanecerse entre los rincones de la casa. Orencio pudo ver a Catarino ocultarse con un haz de leña al hombro aprovechando que todos habían salido a apagar el fuego.
—¡Maldito seas tú y los tuyos, tantos años de burla te los cobre el cielo en vergüenzas, pues la necesidad no te apremia y es la avaricia la que te envenena el conocimiento! — Gritó Orencio ofendido.
Catarino salió corriendo con su haz de leña al hombro mientras un nuevo rayo caía abriendo en dos el cielo y adentrándose en la tierra con inusual bravura. Al rato, extinto ya el fuego, todos los vecinos conocían por boca de Orencio las malas artes de Catarino y su mujer e hijos lloraban en un rincón por la deshonra engendrada.
Nadie volvió a ver a Catarino y aunque durante los siguientes días lo buscaron no hallaron modo de dar con él.
La noche con más luna, cuando redonda como una manzana alumbraba con cierta claridad los caminos, decidieron también salir en su busca. Mujeres, hombres y niños gritaban su nombre y esperaban detrás, en silencio, una respuesta.
—¡Allí, allí! — Gritó de pronto Bartolo, el nieto chico de Catarino, mientras señalaba a lo alto con el dedo.
—¿Allí, dónde? ¡No hay nada! — Le espetaron los vecinos.
—¡Allí! ¿No lo veis? Hay un hombre en la luna. Todos miraron al cielo y pudieron ver la figura de aquel hombre con haz de leña a la espalda sobre la clara luz de la luna.
Aún hoy en las noches de luna llena de La Somoza lo podemos ver.

TE LO DIGO Y TE LO REDIGO: SI A LA SOMOZA VAS, NO DUDES QUE VOLVERÁS por Beatriz Gutierrez Cabezas

TE LO DIGO Y TE LO REDIGO: SI A LA SOMOZA VAS, NO DUDES QUE VOLVERÁS  

Relato 11

 

Cuenta la leyenda, que hace algunos inviernos un eclipse apagó el día sobre el Teleno y durante unos cuantos minutos la luz se transformó en tiniebla, el reflejo claro de los brezos sobre las fuentes se borró y la luna apareció en el cielo rojo, mágica y hermosa.

Dicen las personas más viejas que habitan los pueblos de la zona, que en esa noche que se comió el día, muchos animales quisieron correr a las cuadras para guarecerse de la oscuridad por dos ocasiones en una misma jornada, otros cantaron dos veces, cuando acostumbraban a una y algunos reptiles despistados invernaron hasta la primavera siguiente.

Dicen los maragatos que resisten los inviernos frente a la chapa, que ese día, el lobo que habita esas tierras de la Somoza, aulló dos veces; aulló para anunciar la noche y para despertar el día. El gallo cantó al mediodía también en dos ocasiones y los garbanzos que estaban sobre el puchero en la lumbre, rompían los dientes de quien se atrevió a probarlos, por lo que hubieron de volver al fuego por segunda vez. La abubilla puso dos huevos y a los corzos adultos les rebrotó la hermosa cornamenta por segunda vez, las liebres corrieron hacia el monte y luego a la pradera, buscando su camino en dos direcciones, los jabalíes se rebozaron un par de veces sobre los charcos de barro fresco, los frutales florecieron por dos veces, las huertas se llenaron de repollos de dos cabezas y puerros con dos piernas, y las mujeres que engendraron en esa noche, parieron mellizos nueve meses después.

Cuentan y dicen, que desde ese día en la que la noche se comió al día, cada animal que se guarda en estas tierras repite sus hábitos por dos veces; y el gallo no puede cantar un solo canto, y el lobo aúlla el doble que, por montes vecinos, y las gallinas ponen dos huevos en un mismo atardecer y los reptiles invernan dos inviernos…

Y es por esto, que si acostumbras a pasear por estos montes y a recorrer las callejuelas de estos serenos pueblos de ventanas azules y paredes de piedra firme, sus gentes te saludarán dos veces, las siestas son de dos minutos, te será imposible tomar solamente un vino, cada fiesta habrás de celebrarla con dos bailes, los huevos fritos te los comerás por pares, cuando hagas una pregunta has de esperar dos respuestas, en cada pueblo al menos harás dos amigos que seguro te durarán dos vidas y siempre, siempre, siempre las cosas que surjan en la oscuridad se han de vivir por duplicado, ya que en la primera, es posible que te quedes eclipsado.

Y es por esto también que te digo, y si es necesario te vuelvo a decir que… ¡Si a la Somoza vas, no dudes que volverás!

ÚLTIMA NOCHE EN LA SOMOZA por Freddie Cheronne

ÚLTIMA NOCHE EN LA SOMOZA

Relato 30

Al oír el gallo de Demetrio, Vitoria abrió los ojos. Observó durante unos momentos la panza del techo resquebrajado y se levantó. Aunque no como cada mañana. Aquel día era especial porque lo pasaría con Venancio, el hombre de su vida. Así pues se incorporó, se vistió con sus mejores galas para ir a visitarlo y después recogió unas cuantas caléndulas que aún lucían lustrosas junto al poyo del patio. Cualquiera pensaría que quizás esa labor le correspondería más bien a Venancio pero al fin y al cabo ya nadie podía esperar eso de él.

Sin más dilación Vitoria se echó a andar sin prisas, pues sabía que Venancio la esperaba. Tomó la vereda de El Juncal y contempló la alfombra de hojas secas y el paisaje pintado de amarillo y ocre por los árboles de primeros de Noviembre. Pasó de largo junto a la ermita, subió la cuesta y abrió la verja.

–            Mira lo que te traigo. – le dijo.

Aunque Venancio no solía decir nada, Vitoria estaba convencida de que en el fondo lo agradecía mucho. En esas estaban cuando empezaron a aparecer otros paisanos para reunirse con los suyos. Primero llegó la señoá Antonia, después Raimunda, y también Teotiste y Otilia con los nietos… Y así echaron la mañana con sus tradicionales quehaceres, porque si de algo disponían en aquel pueblo de La Somoza era de tiempo.

Imbuida en los recuerdos e intercambiando de tanto en vez alguna que otra frase con Venancio iba cayendo la tarde. Ya todos los vecinos habían ido despidiéndose de sus difuntos y marchado del camposanto.

–            Bueno, Venancio, pues yo también marcho ya.

–            Ay, Vitoria, ¡lo que yo daría por pasar una última noche contigo! – pareció oírle decir.

–Volveré pronto. – dijo Vitoria condescendiente, y al darse la vuelta fue a apoyar el pie sobre el único tramo de losa al que en todo el día no había dado el sol y sobre el que se mantenía una plaquita de hielo.

Al deslizársele el pie, Vitoria perdió el equilibrio y cayó pausadamente de tal manera que sus ciento doce kilos fueron a parar a orilla de la lápida, quedando tendida boca arriba. No sintió dolor. La caída fue limpia y, gracias a sus estupendas grasas que amortiguaron el impacto, no se golpeó en ningún punto vital. Sin embargo ella sabía a lo que se enfrentaba. Estuvo casi una hora intentando levantarse pero la voluminosidad de su cuerpo y la fuerza de la gravedad se lo impidieron. Por más que gritó nadie la oyó, así que la mujer se acomodó como buenamente pudo y allí quedó tendida junto a su Venancio.

–            Ay, Venancio, ¿quién me iba a decir a mí que al final te ibas a salir con la tuya?

Y efectivamente allí yacieron juntos la última noche con vistas a un cielo estrellado y con el reflejo de una estrella fugaz en las pupilas de Vitoria.

La mañana siguiente también fue especial. Al salir el sol nadie oyó cantar al gallo de Demetrio. Sólo un graznido se extendió por el valle cuando los primeros rayos iluminaron la sonrisa gélida de Vitoria. Después se oyó el aleteo de un grajo, que echó a volar desde la copa de un ciprés y se perdió en el cielo azul.

A NOÉ por Isasy Cadierno Alonso

A NOÉ

 Relato 10

 

La lechuza está ausente en esta noche oscura, el silencio helado de tejados blancos, y añejas chimeneas de humo, desdibujan la escasa luz.

Luna gris de plata, alumbra las estrellas, el viento revolotea golpeando las ramas del viejo abedul, esparciendo sus hojas por la plaza de Muga. Calles desiertas, anhelo de luz, Somoza de leyendas en alcobas de sueños viejos, alcobas de niños, temor de ancianos, desvelo de mozas.

Muga es pequeño, alzado sobre una colina, la más alta. De prados extensos q la rodean como mantos dorados donde pastan las cabras, las cabras de Noé. Casi amanece, Noé hace horas atravesó la Cañada, hoy camina más lejos, los pastos del otro valle acunan su cuerpo, mecen su ternura y su alma, anochece y Noé no regresa.

El tintineo de campanillas despierta a los aldeanos, son las cabras de Noé, han vuelto solas.

Alarmados salen d las casas, ni rastro del niño. Un camino de antorchas va marcando las sendas mientras vocean su nombre., Noeee , no hay respuesta , algún búho asustado ulula a su paso , inmóvil , augurando infortunios .  Está amaneciendo, los hombres regresan, en algún lugar dejaron la esperanza tras días y noches buscando al pequeño, noches de lobo acechante, noches de oración, noches negras como sus mantones pesados. Pronto llegará la primavera.

De una aldea lejana asoma entre los Valles Juan, a lomos de su caballo viejo, cada primavera, trae la miel en tarros para su venta. Un puñado de moscas rodean su andadura, persiguiendo algún festín o descuido del muchacho.  No lejos de Muga, se detienen, aquellos prados invitan al descanso, tumbado sobre el lecho dorado se queda dormido.

Amenaza tormenta, comienza a llover con fuerza, el viejo caballo galopa asustado y Juan despierta, oscurece, los truenos invaden El Valle con resplandores violetas que iluminan su rostro, su corazón late con fuerza, sus manos tiemblan, sus pies se hunden al correr en la pradera mojada, y se hunde la tierra sepultando a Juan.

Bajo un techo de barro y polvo aguarda la leyenda, magmas fragmentados son testigos milenarios, grutas que abren las entrañas de la tierra, conductos y galerías subterráneas servirán de morada y olvido, servirán de magia y vida, de culto divino y salvación. Juan llora desesperado, el miedo se apodera del muchacho. Alguien se acerca y acaricia su cabeza propinando un sobresalto a Juan, mira por todos los lados buscando en la oscuridad.

Los ojos de un niño le observan, luceros del alba fugaces, cándida luz celestial, pequeño Dios perdido que corre a sus brazos, es Noé.

Desde los tejados de Muga se aprecia un horizonte casi perfecto, los montes lejanos desdibujan la bruma de la mañana, los primeros rayos de sol ya reposan sobre El Valle. A lo lejos, un muchacho y un niño van de la mano, avanzan con caminar pausado hacia la aldea. Una lagrima cae por su mejilla, impregna su esencia y su gozo, Juan aprieta su mano con fuerza, sostiene con templanza las huellas imborrables de su corazón, y así , con semblante digno de un Dios iluminado son alabados .

Y así, Noé, bajo ritos tribales y cantos ancestrales es alzado en la plaza, repican las campanas y su clamor forma ecos retumbando hasta las lejanas montañas devolviendo melodías aterciopeladas.

Pequeño príncipe, rey de reyes, luz de luz de los días , luz de luz de la oscuridad, héroe por siempre.

EN MI CELDA por Victoria Mogollón Fajardo

12 de junio 1532.

Me llamo Marcelina Cordero. Tengo treinta y cinco años. Ya llevo dos en esta celda. Fue mi decisión. Pero estoy cansada. Llevo dos años viviendo en la pobreza extrema, en la soledad casi absoluta. En la tristeza. Creí ser muy valiente cuando tomé esta decisión. No quería vivir.

Todavía recuerdo mi casa. Tengo miedo olvidarla. Era amplia, con un patio interior precioso. Estaba construida, como la mayoría, de adobe, piedra y madera. Sus paredes eran tan gruesas como éstas. Teníamos las habitaciones en la zona superior. En la zona inferior teníamos el ganado.

En el patio nos reuníamos las mujeres para charlar, y los niños revoloteaban cerca jugando.  Echo de menos la cocina, ¡el olor del cocido! Cierto es que, puedo decir que las gentes que pasan cerca de aquí me conocen.  Me traen alimentos, me dan un poco de compañía a través de esta ventana. No les veo la cara. Sólo escucho sus voces. ¡Pero me resulta tan gratificante!

Tengo miedo volverme loca. A veces escucho la voz de mi padre, suplicándome que no me encerrara aquí. En las noches insomnes o en las pesadillas, lo escucho.

Las visitas de mi madre me llenan de añoranza y me traen noticias, pero cuando se va sin que ni siquiera pueda ver su cara, me destroza. No pierdo ningún acto de la Iglesia, esta Iglesia de Santa Marta. Mi cabeza deja de pensar esos momentos que duran las misas. Nunca fui muy religiosa, pero estos salmos, estas oraciones, me ayudan a sobrellevar mi soledad. Tengo la espalda destrozada. Este camastro, esta tabla donde duermo, me está rompiendo. Anochece. No veo bien. A ver si consigo dormir un rato.

 

15 de junio 1532

Hoy amanece algo nublado. Aquí no siento mucho calor. Menos mal, sería inaguantable sufrir los calores del verano encerrada entre cuatro paredes un día tras otro.

Ya no duermo, vi la luna por esta pequeña ventana, sólo unos segundos. La luna. Me gustaba verla cuando estaba en mi casa. La miraba desde aquel balcón ¡Dios mío! ¿Por qué sufría por él, y lo recordaba en aquel balcón? Entonces, podía salir con libertad y disfrutar de la noche.

 

 

23 de junio 1532

Hoy recuerdo a mi padre. Temo que su vida se acabe por mi causa. Recuerdo que de jovencita lo veía poco.  Mi padre, como buen maragato, viajaba gran parte del año. Se iba con los demás hombres, con los carromatos hacia el oeste y el centro e España.  Vendían productos artesanales que realizábamos en casa. Cómo echo de menos aquellas actividades…

 

 

16 de Julio 1532

Hoy tengo un gran dolor de cabeza. Esta noche no pude dormir. Hubo un gran revuelo en la calle. Unos hombres me insultaron y me tiraron piedras.

Me llamaron mujerzuela.

¡Pero si estoy aquí por amor! O mejor dicho, por desamor…

 

22 de Julio 1532

He pasado varios días sin escribir. Sólo me apetecía llorar y morirme. He rezado. He estado pegada al ventanuco que da al presbiterio de la Iglesia de Santa Marta.

Le he pedido a Dios que no me deje aquí mucho tiempo. No puedo aguantar más. Sin libros, sin aire, sin espejos, sin mi familia, sin sol, sin esperanza…

Le he pedido a Dios que se termine mi soledad: que se termine mi sufrimiento.

TELENO por Charo Herráez del Olmo

TELENO

Relato 8

 

La montaña los miraba desafiante.  Eran caminantes maragatos. Arrieros.

Solo pensaban en llegar a la Asturica. Amalio se casaba el viernes y sabía que Clorinda esperaba ansiosa ese momento. Regresaban contentos de sus mercadeos y las mulas bajaban ligeras y alegres.

Amalio sin embargo se sentía intranquilo.

No sabía muy bien porqué – “anda mozo que con esto del casorio andas más despistao que una mula miope” – le había dicho el Celestino

Pero no, no era el casorio. Era esa tormenta que no cesaba y el desafío del Teleno. Siempre había querido, necesitado quizás, subir a sus cumbres. Siempre había sentido esa inquietud cuando miraba al monte. Desde qué, de muchacho, acompañaba a su padre por las escabrosas tierras de la Somoza y más allá.

En los últimos viajes, la inquietud se había convertido en obsesión.

“…tengo que subir a ese monte”, le había dicho una vez a Clorinda” …subiremos juntos”- le respondió zalamera ella.

-No. Subiré solo. Tengo que subir solo. Hay algo allí que tengo que aprender. Lo sé.

Regresaban entre cortinas de aguanieve y furia ventosa. Tenía que ser ahora.

Dio el ramal al Celestino y a voces, entre el sonido del viento y la fuerza del agua, indicando al Teleno, le dijo…” Volveré, que no se enteré mi padre” “¿Pero qué…?” y le vio dejar el sendero para trepar los riscos como un mono perseguido ¿Pero qué…?”

La lluvia deshizo pronto las alpargatas. El muchacho se las quitó y siguió hacia arriba sin ningún tipo de duda. Desde allí veía la recua avanzar entre las sombras envueltas en capotes de los hombres. En cuatro horas estarían en casa y él, con suerte, también. Ningún arriero, excepto su padre, le echaría en falta, pero su padre iba muy atrás y no le daría tiempo a percatarse de su falta.

El Teleno rugía con toda su fuerza. Con pequeños desprendimientos aquí y allá se sacudía de picores antiguos y amenazaba con derrumbar su apostura en uno de esos desperezamientos. Pero el muchacho ascendía aún ciegos los ojos por la lluvia, era como si una soga imantada tirara de él en una ascensión desesperada.

 

Apareció en Lucillo a los dos días, después de que su madre sufriera la agonía y el desconcierto de una desaparición eterna. Después de que su padre y otros hombres subieran a los montes una y otra vez con la esperanza en sus pasos y regresaran con el fracaso en la mirada.

 

Amalio parecía transformado, simplemente les dijo a todos, entre ellos a Clorinda, que se iba, ¿Adónde?, preguntaron. “…No sé, pero creo que muy lejos de aquí”.

LA LEYENDA DE LABOR DE REY por Isabel Crespo

LA LEYENDA DE LABOR DE REY

Relato 7

 

El caballo de vapor había ido enmudeciendo el ruido de los cascos de las mulas. Con la llegada del progreso los vecinos del pueblo maragato de Labor de Rey tuvieron que dedicarse a otros oficios distintos de la arriería y, al final, mudar sus hogares. El pueblo inevitablemente se fue despoblando hasta quedarse como se encuentra hoy, totalmente abandonado.

Pero, en realidad, nunca se quedó del todo vacío, puesto que entre sus ruinas todavía deambula aquella alma desolada que ya lo hacía por el pueblo desde tiempo inmemorial. Aquella alma de la que algunos vecinos habían oído sus lamentos y otros habían incluso presenciando sus desvelos. Su historia había sido contada por juglares y trovadores…

 

Dice la leyenda que

 durante las noches en las que la Luna se ausentaba del cielo  retornaba el eterno arriero.  Cuentan que en el Medioevo vivía  en Labor de Rey un joven recuero

 -perteneciente a una poderosa familia de la comarca de

Somoza  cuya casa de piedra con portón arqueado daba fe de ello-  que se había enamorado de una joven, casi niña,  de una familia tan humilde 

que vivía bajo un techado de paja sin heno.

Aquellos enamorados no entendían de distinciones sociales, prohibiciones familiares ni nobles estamentos,  sólo de amor y sentimientos. 

Antes de emprender el viaje con su recua de mulas  para traer valiosas mercancías y salazones gallegos,   la joven se despidió entre sollozos mientras él la animaba diciendo  que cuando regresara le regalaría una vistosa arracada  para adornar su cuello 

junto al pañuelo de casada para desposarla luego.

 

Mientras, lejos, el honrado arriero  protegía el valor de su cargamento,  en su ausencia no pudo proteger  a su amada del tormento. 

Tras varias jornadas de quebrantos y sufrimientos,  pudieron con ella la debilidad provocada por las altas fiebres 

aparecidas con las primeras nieves del invierno. 

A la pobre niña le dieron sepultura  vestida con su pobre falda de paño amarilla,   un pañuelo blanco a la cabeza y una endeble gargantilla.

Cuando el joven recuero retornó al pueblo  y fue conocedor de las malas nuevas, 

enloqueció de pena y al poco murió de desasosiego.

 Sepultura también le dieron  ataviado con sus bordados y ricos ropajes 

pero en un lugar privilegiado del cementerio.

Dice la leyenda que

 en las noches en las que la Luna se ausenta del cielo,  se oyen los primeros sones de un tamboritero

 que anticipan los suspiros del enamorado,  el sonido seco de las ruedas 

y los pesados pasos de las bestias sobre el empedrado.

 El joven arriero con capa y sombrero de ala ancha  por el camino principal del pueblo 

acompaña a su amada muerta, yacente en la recua,  hasta el umbral del templo.

Hoy en día, de esta iglesia de Labor de Rey tan sólo queda su espadaña, y su camino ancho está cubierto por maleza y matorrales. Aviso a caminantes y peregrinos: ¡Que no os engañe el silencioso pueblo! ¡Esperad a que lleguen las noches oscuras de Luna ausente del cielo!

LA CUEVA DE LOS MARAGATOS por Yolanda Casado Galán

LA CUEVA DE LOS MARAGATOS

Relato 31

 

No nos lo podíamos creer, pero estaba claro que era aquella. El abuelo nos había hablado tanto de esa cueva repleta de los más extraordinarios tesoros durante las vacaciones que era imposible equivocarse. Y la habíamos encontrado así, por casualidad, de la manera más tonta: persiguiendo una pelota. Decidimos no contárselo a nadie e iniciar inmediatamente los preparativos del ritual. En primer lugar, necesitábamos una servilleta sin estrenar y una vela. Eso fue sencillo.

La abuela tenía varias mantelerías nuevas. A mí me hubiera gustado coger una con pajaritos bordados, pero mi primo Sergio dijo que era una cursilada y cogió una azul de cuadros. La vela también se la cogimos a la abuela, que tenía una pequeña colección comprada en diversos bazares de la ciudad por si algún día se iba la luz. De ellas, Sergio escogió una con caracolas en su interior, y yo me pregunté para mí, porque mi primo es mayor y me puede, cómo unas caracolas podían ser menos cursis que unos pájaros. El último ingrediente del ritual fue el más difícil. Se trataba de la flor del helecho macho cogida en San Juan. Teniendo en cuenta que estábamos en agosto, aquello era todo un reto. Afortunadamente, la solución se presentó sola: una mañana que fuimos a León con mis padres, la compramos en una floristería. Sergio no estaba muy convencido de que aquello no fuera hacer trampas, pero yo le persuadí diciendo que en aquel caso sí valía, porque la floristería en cuestión se llamaba “Flores San Juan”.

Aquella misma noche nos dirigimos a la cueva. Íbamos ansiosos y, al menos yo, un poquito asustado. La cueva estaba oscura y fría y, justo entonces, fue cuando mi primo y yo nos miramos sin saber muy bien qué hacer. El abuelo nos había hablado de los tesoros y los elementos del ritual, pero no de cómo llevarlo a cabo. “Pondremos la flor sobre la servilleta y encenderemos la vela” dijo mi primo. Aquello era tan válido como cualquier otra cosa, y además, tenía sentido, porque, por ejemplo, poner la servilleta sobre la vela y encender la flor parecía tonto. Así lo hicimos.

Colocamos todo con exquisito cuidado en el suelo y encendimos la vela. “Oye ¿qué vas a hacer con tu parte del tesoro?”, pregunté a mi primo. No pudo contestar, del interior nos llegó un sonido de arañazos que nos puso alerta y cuando unas sombras negras se abalanzaron sobre nosotros no lo dudamos más y salimos corriendo. No miramos atrás y por supuesto no volvimos en todo el verano. La vela, la servilleta y la flor quedaron en la cueva, una nueva incorporación al tesoro protegido por monstruos alados, esperando exploradores más avezados o a que nuestra abuela se enterara del hurto y nos hiciera volver por ellas.

LA VIDA por Eliseo Pedraza Alcántar

LA VIDA

Relato 6

 

En medio de esas casas antiguas, de esos castillos que se suspenden entre las arenas del tiempo, tiempo que viaja al son del agua que corre pendiente abajo y que lleva la historia de un pueblo lleno de orgullo, lleno de somocistas que cantan a la gloria de su propio pasado, se oye el fragmento de una leyenda que pretende explicar cómo es la vida aquí, bajo la sombra del tejado y de las casonas con muros de piedra.

Un viejo arriero que Iba junto a su nieto por los campos arbolados que pintan la naturaleza, le decía: la vida es igual a los fragmentos de un camino que se tuerce luego de cada paso, como piezas de un gran rompecabezas se va formando lo que creemos que es el destino. Y a veces, por esa misma razón, creo que la vida es sólo un reflejo, un sueño de nuestras ideas, un instante que vaga sin rumbo entre el pasado y el futuro, en medio del polvo y del tiempo.

Y a pesar de todo cuanto se piense, la vida es tan sólo un instante de la historia, una leyenda que se escribe con letras únicas, con acentos, pero, sobre todo, con signos de interrogación.

La vida es un lienzo multicolor hecho de pedazos de ideas, de fragmentos de figuras mal puestas, de colores que se sobreponen.  Es un cuadro lleno de incógnitas, de trazos largos, cortos e indefinidos donde no sobra pincelada alguna.

Para muchos, la vida es un momento de inspiración, para otros un instante de gloria, y para los demás un puente que los conduce a la eternidad.  Hay quienes no logran percibir el lienzo en el que se trazan las imágenes del pensamiento y las siluetas del amor.

Por otra parte, la vida es como un sendero hacia el más allá donde encontramos imágenes dementes, sombras y luces inciertas, vidas y amores extraños, almas llenas y vacías cuyo motivo para seguir en la penuria consiste en ir olvidando, en suspender, por tiempo indefinido la inmortalidad, en perder la perspectiva de todo sueño que se desvanece en el olvido.

Y, sin embargo, hay que tener presente que a veces nuestras sombras no viajan al ritmo de nuestros pasos, que a veces la vida se cansa antes de avanzar. A veces nuestros recuerdos se diluyen en el inmenso mar de nuestra memoria.

La existencia es un largo viaje que nos ha traído hasta Somoza sólo para transformar la pesada cruz en un suspiro que genera nuevos proyectos. Y si no entendemos eso, nuestra vida se torna un círculo sin fin, un crucigrama sin respuestas y un laberinto de soledad que nos confunde… que envenena nuestra alma.

Hay veces que un “yo” que no conozco de mí, se extasía en la profundidad de la noche, y ella, cual hechicera ilusión, le contempla en silencio.  No estamos aquí por casualidad, sino para resolver la encrucijada mística que está más allá de todos los tiempos.

Al final, la vida y el amor se vuelven ceniza, polvo negro son las risas y los llantos, la felicidad y el dolor son caminos que llevan a un sólo destino. Muchas vueltas al mismo punto, la vida es ceniza al final.

DE OREJAS VA LA LEYENDA ( RELATO GANADOR 2017) por Olga Morla Casado

DE OREJAS VA LA LEYENDA

Relato 5

 

En aquellos tiempos, quizás no tan lejanos, existía un pueblo, conocido por sus lugareños como Tonitrus* de Somoza, nombre heredado, de cuando los romanos rondaban al pie del Teleno montando más ruido que los truenos. Pues como iba diciendo, existía por aquel entonces un pueblo en el que no  se escuchaban las pisadas de las vastas suelas de los viandantes, ni el sonido de las moto sierras, ni las bocinas de los coches ni nada que pudiera vislumbrarse industrial. Por el contrario, se podía escuchar la suavidad de las caricias, el roce de los cuerpos con el aire, la textura de los campos. Y es que el poder del silencio podía con los abrumadores ruidos y no había quien se resistiera a parar en aquellos parajes a contemplar la belleza del sigilo. Y en esas estaba el pueblo, envuelto en su mudez ensordecedora cuando llegó por allí Nico, un niño robusto, díscolo, de pelo rizado, más romano que maragato, que mascaba chicle con la boca abierta y gritaba de alegría o de ansia cada vez que jugando a un videojuego, como si de un “insert coin” se tratara, se reiniciaba la partida. Pues andaba por aquel entonces, muy a su pesar, Nico con su abuela, natural de aquel lugar. Y ya se podrán imaginar cómo alguien que vive en el ruido puede hacerse al silencio. Nico probaba con todo, hacer ruido con la cuchara en el desayuno, golpear las cazuelas como si las moscas estuvieran en ellas, tocar la chifla a la hora de la siesta, meterse nueces por la nariz para roncar sin desliz, colocar cencerros en las puertas de las casas para que su sonido despertara a las vacas y a las terneras y de paso a los sapos, meter azúcar en los motores (había escuchado en alguna canción que el escándalo sería atroz), pero ¿qué creéis que pasó? Pues sucedió, que de tanto intentar escuchar ruido y de tanto encontrarse con el silencio, Nico se acostumbró a él. Y cuenta la leyenda, que Nico se quedó sin orejas, porque de no haber sabido apreciar los sonidos de la naturaleza se quedaban sin sentido los orificios auditivos.

Y dicen, que desde entonces, a aquellas tierras que presumen de leonesas solo se acerca gente a disfrutar de las sutilezas del sonido, dejando el ruido a las puertas por miedo a perder las orejas.

Y añado; porque de lo contrario os estaría engañando, que al sigiloso villorrio ya no le llaman Tonitrus, se perdió ese título como tantas otras cosas en la memoria de sus gentes. Solo sabemos que es de la Somoza, así que por no tentar a la suerte seamos prudentes. Y con todo, dicen, y cuentan, pues no hay mal que por bien no venga ,que ya somos muchos que  aun con orejas escuchamos a la naturaleza.

EL SEMBRADOR DE SUEÑOS por Nuria N. Antón

EL SEMBRADOR DE SUEÑOS

Relato 4     

 

Cuenta la leyenda que Pedro nació cuando florecían las amapolas y que la sangre que su madre perdió en el parto regó la tierra de los campos de aquel pueblo de la Somoza.

Pedro creció como crecen todos los niños que tienen la suerte de nacer en un pueblo. Cada mañana iba a la escuela y al salir de clase se entretenía tirando piedras al río, o simplemente observando el sol entre las paleras que había en el camino.

Pero había algo que diferenciaba a Pedro de los demás niños; al romper la primavera, en sus mejillas, habitualmente coloradas por el aire que curtía su rostro, aparecía la marca de un corazón. Los niños de la escuela se reían de él con esas cosas propias de la más tierna infancia. Pero a Pedro nunca le importó, decía que era una marca de AMOR, de ese amor que su madre le daba desde el mismo momento en que sola y sobre la tierra roja y árida le dio su primer abrazo,

Pasaron los años y Pedro se hizo un hombre y comenzó a cultivar los campos que había heredado de su madre. En ellos crecían las amapolas más rojas de toda la comarca, y él las trenzaba entre gavillas de paja pera adornar la fachada de su casa.

Con el tiempo Pedro empezó a sentirse solo y a medida que aumentaba su tristeza las amapolas iban perdiendo su intenso color.

Un buen día llamó a su puerta una peregrina pidiendo agua. Era una mujer madura; su pelo largo y blanco resbalaba sobre sus hombros, moviéndose al capricho del viento. La palidez de su cara y el níveo azul de sus ojos contrastaba con el curtido rostro de Pedro.

Entusiasmado por la inesperada visita, la invitó a compartir una cena frugal. La noche era calurosa, como suelen ser las noches de un agosto ya avanzado, y juntos salieron al campo a ver las estrellas.

A la mañana siguiente la mujer se despidió y Pedro continuó cultivando sus campos intentando aplacar su soledad.

Habían pasado tres semanas y Pedro seguía recordando la visita de aquella mujer, y se sentía cada vez más solo en aquella casa.

Entonces escribió una palabra en un trozo de papel y lo arrugó. Salió de la casa e hizo un hueco  en la tierra  para  poder  enterrarlo.

Pensó, que si todo florecía… tal vez aquella palabra también crecería allí. Pasó una semana, dos, y tres, y al tercer día de la cuarta semana, ni tallo asomaba de aquel trozo de tierra donde pedro había enterrado su palabra. Enfadado, escarbó con las manos para desenterrar el trozo de papel. Cuando al fin lo encontró… vio que las letras se habían borrado, y en vez de la palabra AMOR, había un corazón pintado de color rojo amapola. Se incorporó para volver a la casa y, al girarse, vio a la mujer del pelo blanco y los ojos níveos junto a él. Llevaba en las manos un trozo de papel, en el que alguien había escrito, la palabra AMOR.

CANTÉ por Julian Miranda Viñuelas

CANTÉ

Relato 3

Paré el coche. O el coche se paró. A mi derecha, en lontananza, se extendía una llanura seca y sin embargo atrayente. En mi ruta desde León había visto ríos que corrían paralelos a la carretera y árboles espaciados que, con buena voluntad, podían calificarse de alamedas. Llevaba un rato conduciendo por terreno árido. Al descender del vehículo los poros de la tierra desprendían efluvios de gestas y misterios de civilizaciones remotas, que no perdidas: Celtas, astures, bereberes… El monte Teleno, el Picu Talenu, me miraba desde su altura.

Elegí el camino de la izquierda, por el que recorrí calles empedradas y empinadas de tortuoso trazado, entre balcones de macetas floreadas, carteles de corte medieval con blasones, y farolillos en las esquinas que antes apagaba el farolero con su chuzo.  El contacto de mis pies con el suelo provocaba un soniquete que el eco de la austera piedra de muros centenarios y severos devolvía.  Una ventana enrejada me chistó. O yo le chisté a ella. Creí ver a una mujer tras las rejas. O ella creyó verme a mí. Me acerqué. Se acercó.

Antes de la parada iba camino de Luyego de Somoza para reunirme con mi ex. Un mes antes habíamos acordado darnos un tiempo. Nuestra relación se había estancado y decidimos que una separación nos vendría bien. A los dos días ya lo lamentaba. Le rogué que nos viéramos. Accedió tras vacilar, después que mi insistencia venciese su reserva.

Amaba a Sara. Quería volver con ella a toda costa. Sólo el hecho de considerar que quisiera romper definitivamente me rompía por dentro.

—Canta —dijo una voz de mujer tras tres rejas que a mitad de su verticalidad forman un cuadrado.

Canté Hello. Nuestra canción. Con ella nos conocimos Sara y yo en un albergue de Rabanal del Camino. Me olvidé de la entonación que le daba Lionel Richie. Mi quebrado timbre partía de mi anhelante interior.

—Has cantado con el corazón. Lo lograrás.

La voz de mujer enmudeció. Una contraventana se cerró resaltando la solidez de los barrotes.

Quedé inmóvil. O el silencio me paralizó. El tiempo se detuvo. O yo detuve el tiempo.

Un hombre de mediana edad y ataviado con un chaleco abotonado salió de un restaurante acariciándose el estómago con la mano.

—Amigo, si quiere saborear un cocido maragato de primera entre ahí. —Señaló una puerta de madera.

El tipo era campechano, así que le pregunté:

—Usted es de aquí. Dígame, ¿conoce alguna leyenda que pida cantar para conseguir un deseo?

—Amigo, las leyendas se crean. Si usted cree en el poder de la canción conseguirá lo que desea.

Sonreí y volví al coche, seguro de que Sara y yo, al igual que Teleno, antes Teutates, teníamos una larga historia por delante.

TRIBUTO ETERNO por Flor Méndez Villagrá

TRIBUTO ETERNO 

Relato 2

…..el vigía colocado en la cima de la montaña es el único que se da cuenta de él (…).Este con gritos y señas manda evacuar, al tiempo que desciende rápidamente. La montaña, resquebrajada, se derrumba por sí misma, con un estruendo que no puede ser imaginado por la mente humana, así como un increíble desplazamiento de aire. Los mineros contemplan el derrumbe de la Naturaleza …)  

(“Historia natural” -Plinio el viejo-). 

Aquella mañana en la Fucarona todo discurría con la normalidad habitual. Las reparaciones de las fugas detectadas en los canales que desde el rio Argañoso transportaban el agua a la explotación aurífera habían finalizado el día anterior. Taranos subió hasta alcanzar la cima de la corta principal y esperó a que el vigía comprobara el desalojo de los trabajadores para proceder al vaciado de los depósitos, que estaban a punto de desbordarse debido al repentino aumento de caudal. Descubrió a sus hermanos Fabio y Spurio entre los obreros que abandonaban apresuradamente la ladera escavada por donde tenía que discurrir el torrente de agua, y una media sonrisa se le dibujó en el rostro, casi eran unos niños pero ellos se sentían orgullosos de poder trabajar junto a su hermano mayor y  así, poder contribuir  a recuperar la empobrecida economía familiar. Los gritos del vigía aun resonaban cercanos, cuando sin previo aviso un estallido semejante al latigazo de un enorme trueno estremeció la explotación y una enorme grieta comenzó a extenderse por el muro de contención de una de las albercas situadas a escasos metros por debajo de donde se encontraba Taranos. No le dio tiempo a nada, la presión del agua acabó por desintegrar la pared y miles y miles de litros se precipitaron como una monstruosa cascada montaña abajo, llevándose con ella toda la piedra y tierra que había sido excavada. Taranos vio al guía desaparecer tras la enorme lengua de barro que el derrumbe de la montaña había provocado y taponó sus oídos ante los gritos de los trabajadores que corrían desesperados ladera abajo. No supo el tiempo que pasó hasta que el silencio junto a la desolación volvió a la Fucarona, solo recuerda sus manos aferradas con fuerza a su cabeza, su mirada incrédula y fija en las toneladas de material acumulado en la falda de la montaña y su angustioso descenso gritando el nombre de sus hermanos a la vez que rogaba al Dios Teleno un milagro que sabía imposible.

Ciento cuarenta y ocho hombres fue el tributo que se cobró la montaña herida aquel día. Taranos los conocía, la mayoría provenían al igual que él, del cercano paraje denominado “Soldán”, algunos de los cuerpos pudieron ser rescatados, casi todos mutilados, de otros, como los de sus hermanos, nunca supieron. El olor a carne putrefacta impregno durante mucho tiempo el lugar y los trabajadores del lavadero a pesar de las amenazas de los legionarios se negaron a remover las piedras de aquel derrumbe que escondían además del oro, los cuerpos de sus compañeros.

Hoy en día, son muchos los habitantes de la zona que atestiguan haber oído los lamentos de las almas, que aun por allí vagan, en los amaneceres en que el Teleno desliza su frio aliento.

LA NUTRIA DORADA por Jesús Antonio Martínez Lombó

LA NUTRIA DORADA                                                                                                           

  Relato 1

 Apenas había amanecido y padre ya estaba enganchando la mula al carro para ir a la cantera vieja de Santa Colomba. Mi hermano y yo lo acompañábamos. Quería sacar de la `losera´, lajas de piedra maragata para forrar la pared oeste del molino. Padre, sobreuna vara, guiaba el carro, nosotros apoyados en los laterales de la caja sufríamos los baches del camino.    

El Teleno soplaba `jarispas´ y el frío traspasaba embozos y gabanes. El murmullo del río nos llegaba quedo amortiguado por la escarcha de sus márgenes. Llegamos a la zona, y mientras unos escarban buscando piedras con el espesor adecuado, otros, las cargaban en el carro.            Había comenzado a nevar. Antes de regresar entramos en el refugio y encendimos un pequeño fuego, luego sacamos la tortilla y el licor de frambuesa que madre había preparado.  Fuera, los copos de nieve iban cubriendo de silencio los páramos maragatos. En ese silencio comíamos y contemplábamos como la naturaleza iba pintando una acuarela de belleza con la sensibilidad blanca de sus manos.

Al poco, padre rompió su mutismo y empezó a recordar un extraño suceso del que nunca nos había hablado. Nos contó que de joven solía pescar en las pozas del Turienzo. Allí, fue donde la vio por primera vez. En la corriente una nutria enorme jugaba entre las algas, pero lo que le dejó sin movimiento y sin habla era su color, pues no era negra ni parda, no, aquella nutria estaba cubierta por una pátina dorada. Por una centésima de tiempo las miradas de ambos se encontraron, y mientras el continuaba inmóvil, ella desapareció en las frías aguas.

Aquella mirada, casi humana, lo había obsesionado durante años. Buscó su magia en las personas que conocía, en las jóvenes con las que bailaba; preguntó a muchos y unas veces obtuvo burlas, y otras, viejas leyendas que por ahí circulaban.

Unos le dijeron que eran imaginaciones, que podían haber sido los reflejos del sol en el agua o que el espíritu de la locura se había adueñado de la juventud de su alma. A los que más creyó, le hablaron de una nutria que habitaba en una cueva áurea, y que el polvo del preciado metal tintaba su piel haciéndole parecer dorada. A nadie le dijo lo de la mirada, hasta que en una de aquellas verbenas conoció a la que habría de ser mi madre, y vislumbró en sus ojos, el rastro de ser que había conocido en el agua.         Han pasado muchos años desde que padre nos contó aquello. Desde entonces he venido dudando sobre la veracidad del suceso. Hasta ayer. Ayer, después de fallecer mi madre, padre me dijo que días antes de que Caridad se fuera, él cruzó a la altura del puente Valimbre, el río Turienzo. Bajo los ojos del puente la volvió a ver, reconoció en la mirada a la mujer con la que durante años había compartido su vida. Volvía a despedirse de él para regresar al nacimiento del río, a las cumbres doradas del Teleno de las cuales había bajado años atrás cuando su mirada de nutria se había encontrado con los ojos de un pescador solitario.

PASACALLES (fuera de concurso) por Richard García Nye

(Fuera de concurso)
Tengo en la mesa los recortes del Faro, ya amarillentos, de aquellos días de hace cuarenta años. Asertan que los fenómenos empezaron el jueves 2 de julio, pero sé que fue el miércoles día 1, porque yo estuve allí esa noche de cielos despejados. Además, sé que fui el primero en escuchar el pasacalle, aunque otros vecinos de Santa Colomba aseguren que fueran ellos.
A las cuatro y media de la madrugada en Santa Colomba de Somoza, se escucharon tamboril, flauta y castañuelas tocados por la calle y acompañados de los ladridos de los perros de la vecindad. Los vecinos, los que se despertaron, tardaron unos minutos en darse cuenta que algo extraño estaba ocurriendo, ya que Santa Colomba no estaba en fiestas. Los más curiosos se asomaron a la ventana y algunos hasta salieron a la puerta de casa para investigar la procedencia de aquella música, pero para su asombro, no había nadie en la calle. Pero la música seguía sonando, acercándose o alejándose de ellos según la parte del pueblo donde vivían. Algunos volvieron a la cama intrigados, otros asustados, y no consiguieron dormirse hasta que la fantasmagórica música dejó de sonar.
La mañana siguiente, en la cola para comprar pan, en la espera de la consulta médica y, sobre todo, en los bares, todos hablaban del tema.
-Fue a las cuatro, estaba yo…
-¿Cómo que a las cuatro? A las cuatro y veintitrés, que miré el reloj.
-Mi marido dice que siguió toda la noche.
-Si tu marido está más sordo que esa tapia.
-Yo no lo escuché, pero seguro que era la radio de un coche.
-No pasó ningún coche.
Ya por la tarde, después de cenar, algunos vecinos que estaban en el bar se envalentonaron y decidieron pasear por las calles toda la noche por si los fenómenos se repetían. Llevaban garrotes “por si acaso nos encontramos con algo malo”, y también unas petacas “por si acaso”.
Pero la música sonó de nuevo a las cuatro y media, y los bravucones, con las petacas vacías, volvieron corriendo a sus casas. Durante cinco noches, la música sonó aterrando al pueblo. Y de repente, dejó de sonar.
Sé que fui el primero en escuchar el pasacalles, por mucho que otros vecinos de Santa Colomba aseguren que fueran ellos. Lo sé porque fui yo quien escondió los radiocasetes por todo el pueblo. Así es como nacen las leyendas.

INSITU SANTA COLOMBA CULTURAL 2017

INSITUhttps://insitusantacolomba.com/

Estamos en marcha!!!! Como cada año el Centro Cultural «El Casino», INSITU Santa Colomba y el Ayuntamiento trabajan juntos para llevar a cabo este proyecto cultural de todos y para todos: Infórmate de las actividades y fechas de los actos culturales a través de

https://insitusantacolomba.com/

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CHARLA SOBRE LAS ABEJAS

LAS ABEJAS
¿Sabías qué……?

La “Luna de Miel” deriva de una antigua costumbre europea, que consistía en
que los recién casados tomaban un vaso diario de agua miel hecha con miel
fermentada. ¿Cuánto tiempo? Un mes completo.

Durante la Primera Guerra Mundial se usó como remedio en el tratamiento de
heridas.

Las Abejas Obreras se desempeñan (en el mismo orden) como: Limpiadoras,
Niñeras, Constructoras, Almacenadoras, Soldados y Bu
scadoras de Comida.

El veneno de la Abeja es más antibacteriano que cualquier antibiótico.

La famosa “Abeja Maya” aparece por primera ve
z
en un libro publicado en 1912,
y, a mediados de los 70 como serie de animación.

Los tarros de Miel Egipcios de 4.0
00 años de antigüedad todavía se encontraban
aptos para comer.

Sólo una pequeña muestra de miel basta para detectar su lugar de origen y año
en que fue producida. También es utilizada en la Criminología.

Existen más de 20.000 especies conocidas, aunque
en el fondo son parientes de
las Hormigas.

La Abeja Fósil más antigua que se ha encontrado pertenece al “Cretácico”
temprano. Tenía, aproximadamente, 100 millones de años.
Dónde viven, como nacen, cuántos tipos de abejas hay, cómo se elabora la miel, l
os
panales,
etc.
etc. Todo esto y más lo podremos aprender en la charla sobre abejas que
presentará nuestro amigo y vecino Oscar Valero en el Centro Cultural y recreativo “El
Casino”
el viernes día 11 de agosto a las 18:30.
¡NO OS LO PERDÁIS!

EL SILENCIO DE LAS PIEDRAS por Lali del Blanco Tejerina

Los huéspedes iban subiendo a sus habitaciones tras su primer día alojados en Casa Colomba, un lugar donde parecía que no existiera el tiempo.

Aquel pueblo de piedras calladas y balcones azules, roto a la mitad por un rio, rezumaba una calma que se les pegó al cuerpo y se metió en sus almas desde el primer momento.
Cuando la oscuridad y el silencio invadieron la casa, se produjo ese momento mágico en que rebullen las infinitas presencias que la noche lleva dentro.
Entonces los murciélagos despiertan y salen de los aleros del viejo caserón.
El rio Turienzo susurra, la humedad estira los sonidos y llega el aire del Teleno que silba al deslizarse entre las hojas de los chopos; se oye el canto de los pájaros y a lo lejos el croar de las ranas. Ningún sonido pretende armonizar con los demás, pero todos juntos, sin más dirección que el azar, se mezclan en el aire formando la melodía de la noche.
Es en ese momento cuando renace la vida.

“En el patio empedrado, figuras en blanco y negro se deslizan en silencio. María varea la lana de un viejo colchón a la sombra de una higuera mientras le canta una nana a la niña que duerme sobre una manta. Sus dos hijas mayores lavan en la alberca de la huerta y desde la cocina llegan ruidos de pucheros y olor a requesón, mezclados con los rezos solitarios de la abuela. Un hombre ya curtido llega del campo y un joven sudoroso ordeña vacas en la cuadra”.
Cada noche vienen desde el fondo de los tiempos y habitan en la casa que les vio morir, para cumplir el deseo de un joven descendiente que soñó darle otra oportunidad a la muerte, y su sueño se cumplió.

Al amanecer, los habitantes de la noche se diluyen en el espacio y se van allá donde va la oscuridad, dejando en el aire la paz de lo que ya es eterno y la calma de lo que no necesita tiempo.
El sol, aliado de la noche, madruga para convertir el patio empedrado en césped, se lleva la higuera y el olor a requesón, transforma el pajar en hermosas habitaciones antes de que despierten los viajeros.

Así, cada día, el viejo caserón renace como Casa Colomba, donde los huéspedes se preguntan de dónde llega esa misteriosa calma, sin esperar respuesta.
Simplemente disfrutan hechizados de esa paz blanca de la mañana o cuando el sol se pone perezoso cada tarde… siempre haciendo escala en el silencio.
Solo las piedras conocen el secreto.

DOMINIOS por Nestor Rojas

Iba a “Casa Colomba”. Cruzó las altas soledades de la Angostura del Orinoco. Limpió su cuerpo de la noche. Se quitó de encima las impurezas y se sentó a rezar. La oración, envuelta en una silenciosa calidez se perdió en los cielos.

UNA COLOMBINA EN LA INDIA (2ªparte) – Andrea Ramos

Querid@s tod@s:

 Tras seis días off, tengo wifi otra veeeeeeez… no recibía una noticia tan buena desde la reposición de Heidi del 87. Es que ya estaba que me subía por las paredes como los gecos que hay por acá… me encantaría haber podido hacer como en las pelis, que afrontan las penas de frente y en cuanto oyen una mala noticia van directos al carrito de los alcoholes y se ponen un copazo pa olvidar. Pero vayamos por orden…

 Los primeros días de la otra semana fueron que ríete tú del destierro del Cid… se llevaron el aire acondicionado y me quedó solo el ventilador del techo, que estaba en horas bajas y vaya nochecitas toledanas. Si habéis tenido una adolescencia como dios manda, recordaréis en la peli deRebeldes (no la volváis a ver, que es un castañón sobrevalorao) al actor deKarate kid, que se churrusca salvando a unos niños de un incendio. Bueno, pues así he dormido yo, achicharrá, pero sin huequito para la cara. Además el ventilador hace un ruidaco que parece que me he tirao con un cojín a echar la siesta en la pista 2 de la base de Torrejón.

A los 4 días lo arreglaron, aunque a veces casca pa un rato/ratazo. De hecho es difícil, casi milagroso diría yo, tener a la vez los 4 elementos que me dan vida en este lugar, a saber: luz, aire, agua y wifi. Nunca suelen coincidir más de dos. Si hay wifi y agua, no hay aire; si hay luz y agua, no van el aire y el wifi… y así vamos…pero como decía Froilain María, cuando el Señor cierra una puerta, en otro sitio abre una ventana.. y ha llovido algunos días y se nota menos calor… viva el monzooooon!! Ahora mismico, cascó el ventilador tipo Torrejón asi que ando rezando que es gerundio para que el aire funcione.

Mi piel va aguantando!! salvo unos días que me salieron granos en la cara tipo ¿perdona, cuando sale la Superpop de marzo? pero que afortunadamente se han pirao.

Tema dieta: intento no comer tanta chapati que me voy a poner como un toneleti. Dice doña Elena Toscano (mujer sabia y con tablas) que eso engorda a morir. Intento comer tres al día como mucho… que me se va a quedar un tipazo cual Venus de Willendorf. Eso sin nombrar que les gusta cenar arroz, que estoy practicando pa decir en hindi los hidratos de carbono de noche le sientan al organismo como una perdigoná, ya casi lo tengo. Las vitaminas de la chapati, el curri y el yogur ya las tengo cubiertas. Las del solomillo a la pimienta no tanto… que este es el país mas vegetariano del mundo L. Lejos quedaron tb la cocacola, café, cerveza, risketos, doritos naranjas, triskis, donetes y otras piezas de mi ex-dieta básica.

Ya he ido varias veces a la ciudad, una tarde a una especie de misa-asociación de vecinos en unos salones donde se daban unos premios tipo tómbola (y pasaba un señor con vasos de zumo verde y cogí uno con unas bolitas flotando tipo smacks de kellogs) y otro día a ver a la madre de la directora, que estaba con una nuera y luego al hermano con su mujer y el hijo. La dinámica es rajar durante horas, tocarse un pie (literalmente) y sacar comida a cada rato. No puedes decir que no, te endiñan viandas hasta el juicio final.

Como solo hablan hindi, yo = sonrisitas… solo entiendo ¡atcha!, que es como “bueno, vale”, muletilla para todo. Flora Davis a saco!! (los que habéis hecho carreras pedorreras de letras imaginaréis que hablo de La comunicación no verbal).

El domingo pasado: excursión (ja-ja). Es mi día de descanso (aquí hay cole los sábados tb) y me había dicho la directora, ¿quieres venir a ver vacas?  y yo dije que sí claro, pensando que sería una excursión, que echaríamos el día… que como aquí las vacas son sagradas igual era una reserva, yo ya montándome la peli… total que me dice nos vamos a las 7.00 (tócate los webs, madrugando más que el resto de los días!!!!) y yo pensaba que estaría lejos… total, que vamos a la ciudad, que está a 4 km, entramos en la finca del hermano que tiene 8 vacas ahí muertas de pena, las vemos 3 min, y en media hora estamos de vuelta. No le pillo el punto a esta mujer. Esa misma tarde volvimos a la city y entramos a un bar porque ella tenía reunión de marujis, había como quince mujeres jugando a una cosa con botones y luego se ponen chatas a zampar.

Que quiere que le haga platos vegetarianos, así que haré lo que nunca ha hecho un español fuera de su tierra, un gazpachete y una tortilla de papas (que saldrán de aquella manera) y va que se mata. Y quiere que los niños preparen para el final de curso… una jota aragonesa! le enseñé varios videos de danzas típicas de España, que me lo pidió y le moló ese… mientras lo veíamos, yo pensaba, joe que chungo, con tanta pirueta y dice: uy, ese es fácil, ese podemos hacerlo. Pos ala, ala…

Bueno, y otras dos veces que he ido a la city fue una con la hija de una profe y otra con otra profe (ambas veinteañeras).  La 1ª : me dijo la profe de hindi que su hija quería conocerme… total, que me recogió la muchacha en su motillo y  nos fuimos de paseo. Cuando nos vimos me dijo, I´m so excited.. y yo pensando, pues anda que yo, que por fin voy a dar un p.pirulo… mu maja la chica, mu espiritual y espabilá pa su edad.

La familia fue ultra maja conmigo, venga a sacar comida (otra vez zumo con bolitas) que te tienes que comer mientras te observan. Al final, aunque sé que ellos no se tocan ni pa quitarse una mantis religiosa del hombro, me salió decirle a la madre: en España hacemos esto y la estrujé en un abrazo, jajaja.

Y hoy he ido con otra profe a su casa que ha salido toda la familia a saludarme, y mismo protocolo, te dan comida y bebida y te miran atentamente. Luego me ha regalado un gato de los que mueven la mano.

Es curioso cómo conviven tradición y modernidad aquí, con un plasma en la casa que te caes de culo y lavando la ropa a mano y sin cortarse el pelo y esperando el matrimoño…  no sé.. investigaré este tema.

Tema espiritual: lo son y mucho!! La madre tiene un altarcito en su casa con fotos de dioses y pusieron una vela y me acerqué a cotillear y me dice, ¿sabes quien son? y yo: por supuesto  (que para algo me he tragao pelis de Rama, Buda y Krishna). Luego entramos a un templo que yo la verdad no sé que hacer, compramos unas semillinas y las echamos en un altar que parecía eso que habían vaciado varios sacos de alpiste…o sea, que lo respeto pero no entiendo ná… todavía!

 Tb fui un día al super con Arminder (a mi llegada se me presentaron varias profes y gente del cole, pero solo me acuerdo de Arminder porque tiene nombre de pokemon. Nuestra primera conversación fue sobre que había estado en Estrela. En su inglés macarrónico solo hablaba de Estrela paquí, Estrela pallá y yo pensaba, no sé, será el pueblo de al lado… pues no, se refería a Australia!! jajaja, que ahí tiene un hijo y se piró a verle, y es que Arminder y marido son funcis, y aquí lo tienen todo cubiertico y ahorran que no veas) y me dice, pero qué quieres comprar, y digo: papel higiénico, nescafé o guarrería similar, detergente y pitis. Uy uy uy, careto con tema pitis. Dice no, no. Y careto de otra profe. Las dos seriotas.

Es que al parecer, me dijo la directora cuando se lo conté, aquí está superfatal visto que las mujeres fumen.  De hecho me vio el cocinero un día echar un piti y me puso una cara que si le digo que me prostituyo en mis ratos libres le cae mejor la idea. Le pregunté a la directora si hay algo más que esté mal visto y deba yo saber, le digo, ¿y beber? ¿las mujeres pueden beber o tampoco? Y me dice, ¿pero tú eres bebedora regular? y yo: noooooooooooo alguna cerveza me he tomado en alguna ocasión, así con amigos… (madre mía, si esta supiera que me bebo hasta el agua de los floreros…); vamos que por no tener una conver de choque cultural tipo: en mi país cualquiera bebe lo que le sale del pie, pues lo zanjé así.

 Entré al súper abrazando el capitalismo y el libre mercado y me llevé 4 cosas incluyendo papel higiénico, que es como el rifle en casa para los yankis, no siempre hay que usarlo pero da tranquilidad tenerlo cerca.

Los primeros días de colegio, Arminder empeñada en que yo desayune, entraba en alguna clase con mi desayuno (=una chapati con papas fritas, muy light) y yo: a ver, que muero de sed, que tengo la lengua como la piel de un kiwi!!! Por lo menos consegui que me lo guarden y comerlo en el recreo, sin hambre, pero bueno, por no oirla… es que los primeros días entraba en clase y me hacía gestos como de salte a comer que yo cuido los niños, y yo: sí, hombre, ahora que los tengo atendiendo… amos no me jodas…  A todo esto, hay que sumar estas interrupciones a otras tantas por clase: niños que piden permiso pa ir a beber, niños que piden permiso porque ya han bebido y quieren volver a entrar, niña que pasa enviada por otro profe para llevarse cuadernos de su asignatura, profes que entran a su bola con sonrisita y te invaden la clase con su just two minutes… niños que van al baño, niño que pregunta como se dice columpio, niño que me pregunta la edad o si estoy casada… diooooos!!! si no digo ni dos frases seguidas!!! Eso sí, tengo a todo el colegio diciendo hola y chao…

En las clases ando ciclotímica, a veces contenta y otras con ganas de sacar una recortada. Llevo el ordenador pa alternar grammar pills con cosas audiovisuales. Empecé con fotos de animales y les moló mucho!! Claro, pero a ver quien mantiene alto el listón despues de los elefantes del Kalahari y las foquitas de Península Valdés. Luego les he enseñado la canción de La bamba(momento campa total!!) y les he explicado que es ultrafamosa y que el chico que la rockanroléo, hizo esta canción, 4 más y chao pescao.

En una clase enseñé un video con la canción tradicional bailada, que empieza con la pareja de bailarines, que se tapan con el sombrero y se dan un beso (no se ve el beso!!) y no veáis la que se montó con “el beso”, jajaja. Como otro día, que las primeras filas me hacen gestos, caretos… y yo, verás, tengo un moco, me ha venido la regla en plan fulminante… pues no, era que se me vio un ápice de tripa 1 segundo. Una niña me dijo, es que esto es la India, y eso no se puede ver. Flipin. De todas formas, hoy en la clase de XC que son todo machirulos de 15 años con bigotico, hemos estado hablando de pelis y han visto hasta 50 sombras de grey y etc, conclusión dicha por ellos mismos: ven cochinadas pero en casa, socialmente está fatal visto.

También me he aprendido unas líneas de una canción ultrafamosa de aquí y la canto y lo flipan, jajaj, y me dicen, quien es tu cantante favorito, y yo, Akhil, por supuesto (el pollo que la canta, que lo deben conocer en su casa a la hora de comer). A ver si empatizando un poquito me hacen caso, jajaja.

Sigo recibiendo el horario de clases cada día, me lo da una mafiosilla entrañable que está en el segundo piso, igualica que Charo Reina pero con sari y zapas Yumas. Cada día me da el papelito de qué clases tocan. Como falla cual escopeta de feria, a veces se solapan las clases y llego y hay profe… y depende de las ganas que tengamos de dar clase nos miramos tipo: no, quédate tú… Hoy se han solapado tres clases y ya la he mirao como: Charo Reina-mora….tronca… un pelin de organisasao…

Por cierto, gracias a la ciudadana Susana Martínez sé que los que llevan el turbante con bolita son niños sijs… muy interesante… se lo quitan pa dormir me dice un niño… tengo ganas de ver su templo en Amritsar a cuatro horas de aquí, a ver si lo consigo!!   Ahora quiero saber por qué las mujeres se echan algo tipo talco en el “escote”. Pongo comillas porque escote poco… Alguna idea ciudadana Martínez??

Bueno amigos, que me enrollo como las persianas. Besos mil de esta sufridora del Un, dos, tres que aguanta como la canción, erguida frente a todo, y os manda un abrazo enooooooooooooooooooooooooooooooooorme!!

SIN INSPIRACIÓN por Daniela González

Sentada frente a Casa Colomba, viendo el mundo girar bajo sus pies, la niña cierra los ojos y se deja llevar por la infinita casualidad de estar viva.

La niña no tiene inspiración. Ya no logra ver los arboles de tonalidades turquesa, ni el viento traslucido jugando con su cabello. No siente el toque efímero de las hadas, ni la caricia lejana del sol dorado. El mundo ha perdido la magia. La niña ha perdido su mirada. Sus ojos ven sin observar, sus dedos tocan sin sentir y su corazón late sin querer, como un autómata sin nada que perder.

Preguntas que antes revoloteaban en su cabeza se pierden en la obscuridad del olvido. El origen de las estrellas, la naturaleza del éter, lo ilógico del sentido… todos enigmas sin responder que desaparecen sin dejar rastro, como las olas cuyo murmullo es silenciado por la noche. El entusiasmo que antes animaba sus veladas se reduce a un recuerdo, un lejano placer que algún día sintió y que ahora hiela su sangre de nostalgia.

La niña no tiene inspiración. Chispas incandescentes, figuras de humo y duendes danzantes rodean su triste semblante. Pero ella no aprecia los colores imposibles que envuelven su realidad. Ella no entiende los cantos melodiosos escondidos en la brisa. Su mente divaga en un desierto lejano, donde no existe dolor ni alegría, ni compasión ni crueldad.

Lejos, muy lejos de esa realidad, se encuentran los recuerdos de un mundo mejor, donde su cuerpo lleno de energía bailaba a la luz del sol. Recuerdos compuestos de ópalo y nácar, de belleza onírica y paisajes imposibles.

¿Cuándo comenzó a mal funcionar la fábrica de tan bellas memorias? Tal vez estaba dañada incluso antes del nacimiento de la niña. Tal vez el dolor del exilio y la amargura de la violación tiñeron su sangre desde el momento de su concepción. Tal vez el veneno que una vez recorrió las venas de su madre impregnó su pequeño ser con un destino gris, monótono, insoportable. O bien fue algo más tardío, una muerte inesperada, un vagabundear eterno, hambre y frío, sangre y dolor.

No. La perturbación comenzó después, mucho después de los trágicos eventos que rodearon su nacimiento. Comenzó con un pequeño pellizco en el corazón, un susurro lejano y fatal: el anuncio del fin del sueño. No fue una desgracia, ni algo fuera de lo común. No fue un accidente, ni un evento contingente. Fue algo tan sencillo como peligroso, tan bello como dañino: los años que borran todo a su paso.

El tiempo inexorable marcó el fin de la magia. La niña no tiene inspiración. Ya no es niña. Pero en el fondo, lejos, dentro de su ser, espera que un milagro devuelva la alegría.

Sentada frente a Casa Colomba, viendo el mundo girar bajo sus pies, la niña cierra los ojos y se deja llevar por la infinita casualidad de estar viva.

EL ÚLTIMO VALS por Beatriz Jeannethe Navas

Corrió la cortina, empezaban a salir los primeros rayos del sol, todavía se veía algo de neblina emergiendo como espuma entre los jardines de las casas. Abrió la ventana, tomó una bocanada de aire, sintió el olor dulzón de la mañana, y el viento helado en su cara.

Extendió el vestido blanco sobre el lado izquierdo de la cama, contempló el corpiño de satén adornado con apliques de encaje y flores de seda.  Desabrochó la hilera de botones forrados en organza. Dobló con cuidado la cola del vestido. Al lado puso las enaguas de tul, los zapatos que había mandado hacer bordados a mano, en satén duquesa marfil y su lencería de encaje blanco.

Envuelta en una bata de toalla, bajó con los pies descalzos hasta el jardín. Recogió lirios, jancitos, flores de mirto y algunas ramas de hiedra, las ató con una cinta, puso el buqué sobre la cama y el ramo de mirto en la solapa del smoking.

No descuidó ningún detalle, todo estaba listo.  Entró al baño y comenzó el ritual: se sumergió en la tina invadida de espumas, sintió el placer del agua tibia, estuvo en ella hasta que su cuerpo se impregnó de esencias de flores de azahar.

Rodeó su cuerpo con la toalla, lo secó despacio. Miró sus manos, sus pies, los encontró perfectos. La cabellera ondulada la recogió con un broche de perlas, dejando dos rizos sobre el rostro y su cuello al descubierto.

Hizo sonar la música y empezó a vestirse sin afán. Se puso cada cosa, cada botón en su lugar.  Enfundó sus piernas en medias de seda y sin prisa las sujeto al ligero de encaje, luego calzó sus zapatos de satén.

Se miró en el espejo, vio por última vez la imagen de novia inmaculada, le faltaban los zarcillos de diamantes, cuando el brillo de los topos iluminó su rostro, perfumó con Coco Madeimoselle de Chanel, el lazo que colgaría de su cuello, tomó el ramo de novia, extendió la cola de su vestido, levantó el rostro de alabastro perdido entre tristezas y lentamente ascendió por la escalerilla forrada en cinta, rosas y azahares.

Cuando llegó al marco de la ventana, volteó a mirar su cuarto. Todo estaba igual, no era un sueño. Él, seguía allí sobre la cama, con las uñas de las manos y los pies pintados de carmín, vestido de smoking y corbatín rosados, el ramo de mirto marchito en su solapa y la espuma blanca saliendo de los labios. En el piso continuaba hecha triza la copa de champan.

Arrojó sobre el cuerpo inerte el buqué de novia, ajusto a su cuello el lazo perfumado. Dio un paso al vacío, sus zapatos de satén cayeron al jardín y el vestido de novia hondeó en el viento, mientras en la “Casa Colomba” seguían sonando los últimos acordes del vals fascinación.

AÑORANZAS por Marifé Ramos

Hace rato hemos dejado atrás las torres de la catedral de Astorga. Al fondo veo el Teleno, con su inmensa sábana blanca.

No puedo contener la emoción. ¡Hace tantos años que salí de aquí…!

Deseo oler, tocar y sentir intensamente todo aquello que me dejó una huella imborrable.

-Prepárate, madre, estamos llegando.

Mi hijo me pone una venda sobre los ojos. No quiero ver nada; temo que el paso del tiempo haya dejado una huella profunda en los edificios de Santa Colomba. Prefiero dejar entre paréntesis el presente y conectar sólo con el pasado.

– Es aquí –dice mi hija- Ven. Dame la mano.

Con cuidado me acerca a la pared del pajar; allí viví los mejores ratos de mi infancia.

Con las dos manos voy recorriendo sus muros y recordando texturas. De niña me gustaba acariciar una piedra casi blanca que se deshacía al tocarla. El polvillo que desprendía me dejaba las manos suaves, con un peculiar olor a tierra y humedad.

Busco a tientas esa piedra hasta que la localizo. No hay duda. Sigue deshaciéndose lentamente. La acaricio una y otra vez. Desprende el mismo olor que hace años. ¡Sigue viva!

Llego a la puerta. ¿Será la misma de antaño? La recorro con las manos buscando su DNI: el llamador, la cerradura y la gatera. ¡No hay duda, es ella!

Acaricio las grietas de la madera que recorren la puerta de arriba abajo. Cuando era niña me parecían muy profundas, ahora no. Quizá porque desde hace tiempo también mi cuerpo se ha llenado de arrugas.

Nadie sabía que la puerta del pajar nunca estaba cerrada con llave, sólo trancada con algunos geijos que yo quitaba con cuidado metiendo la mano por la gatera. Entraba con sigilo, como quien hace algo prohibido. Cerraba con cuidado el portón y me sentaba en un rincón. Allí soñaba y escribía. Sobre todo soñaba con un mundo que sólo existía de puertas adentro. A la hora de la siesta era mi refugio favorito.

– ¿Dónde vas a estas horas? –me preguntaba la familia al verme salir de casa, nada más comer.

– A dar una vuelta por el Juncal. Me encanta tumbarme sobre la hierba para ver cómo se balancean las copas de los chopos y escuchar el agua del río.

En realidad, sólo buscaba el silencio sobrecogedor del pajar.

-¡Es el momento! ¡Tengo que volver al presente!

Me quito la venda, miro el muro y veo ante mí el cartel: CASA COLOMBA.

Abro la puerta. Me envuelve un agradable olor a brezo y lavanda. Cierro los ojos y aspiro profundamente. Suspiro. Por el ventanal del salón entra el dorado sol del atardecer. Me asomo a la terraza y veo en el jardín el manzano donde antaño robé tantas manzanas, cuando aún estaban royas. Me alojaré aquí el fin de semana. Voy a recoger mis recuerdos en ramilletes. Los escribiré para que mis nietos conozcan y amen esta tierra maragata. El domingo saldré de la casa rural. Caminaré lentamente hacia la residencia de ancianos. Esa será mi casa, mi nuevo hogar. ¡Empezará otra etapa apasionante!

LIBERACIÓN por Ziortza Moya

—Nos hemos perdido y se está haciendo de noche.

—Gracias.

Sabes que me he enfadado y por eso me miras con cara de circunstancias. Hemos pasado un día de perros. Después de madrugar más que un panadero. Después de repetirme hasta la saciedad que me preparase para el «sol de justicia» que iba a caer. Después de salir de casa sin más atavíos que una camiseta de tirantes, un pantalón corto y unas sandalias, ha caído el diluvio universal a las diez de la mañana y la ira se ha apoderado de mí. Me has pedido que no te culpe, que sea comprensiva, que no eres un experto en meteorología. Vale, te perdono. Sigamos.

Hay una ruta, dices, un atajo para llegar antes. Viene en el mapa que has comprado. Te sigo, pero a veces te paras como sin comprender. Por aquí, decides al final. Tengo un frío terrible con la ropa mojada, y me duelen las articulaciones. El camino que señalas es un empinado recorrido cuesta abajo, un barrizal con un desnivel increíble. Me he caído tres veces en la bajada. Tengo contusiones y arañazos por todas partes. Tú, sin embargo, solo estás un poco mojado, como si no te merecieses lo mismo que yo. Como si tu paciencia fuera premiada con un microclima ajeno al mío.

He comido un bocadillo sentada un charco mientras me mirabas con cara de pena. Luego he engullido una chocolatina entera para dar un poco de gusto al cuerpo.

Después de pasar todo esto, me has dicho que nos habíamos perdido. Y me he enfadado del todo.

Al percatarte de la situación has intentado entretenerme. Se oían ruidos de animales. Si mugían, decías: vaca, si trinaban, decías: pájaros, si aullaban decías: hay que correr. Me has cogido de la mano y has acelerado el paso. Como no se veía nada, nos hemos vuelto a caer al tropezar con una piedra. Esta vez los dos juntos, justo encima de… una mierda de algún herbívoro con cuernos. Y entonces he comenzado a reír como una loca, no podía parar. Mientras el olor apestoso nos envolvía cada vez más, más me reía. Ha sido liberador. Y te he contagiado. Y tú tampoco podías parar. Nos hemos reído tanto que nos dolía el estomago. Me he relajado hasta tal punto, que te he plantado un beso en los labios.

Cuando hemos llegado a Casa Colomba cogidos de la mano, nuestros hermanos y cuñados nos han mirado sin saber qué decir. Nuestro aspecto no se corresponde con las caras de felicidad que mostramos.

—¿Qué ha pasado? —ha preguntado alguno. Hacen aspavientos con las manos intentando airear para que se vaya el olor. Pero es imposible.

—No hay nada como un buen y tranquilo paseo por la naturaleza. Os lo recomiendo. —Y acto seguido hemos subido a nuestra habitación.

VOLVER A DORMIR por Chelo Villalba Parra

Abrí los ojos y la luz me cegó, los cerré tan fuerte que un profundo dolor salió de ellos y se clavó en mi cerebro, un grito rompió el silencio de la uci. Con dolor comencé a vivir de nuevo después de pasarme quince años durmiendo, bueno, eso dijeron los del personal sanitario que acudieron con caras de incredulidad a socorrerme. De esto hace dos meses y medio llenos de aprender lo desaprendido, de frustración por tanto nuevo y tanto viejo desaparecido de la vida, aunque guardado en el baúl de mi mente rota y pegada con tiras de esparadrapo envejecido quince años.

“¡Me voy a casa!”- me han dicho los médicos- “¿A qué casa?”- Me da miedo regresar y ver en que se ha convertido -Dicen que ahora todo es distinto, ¡ellos sí que están distintos! Oscar y Lines cuchichean cuando creen que me he dormido, algo se traen entre manos. Mis hijos de dos años, resulta que tienen diecisiete, lo último que recuerdo de ellos es haberlos dejado en la guardería, luego nada de nada, mi mente como una página en blanco de un libro mal impreso, del accidente ni una imagen.

Los niños vienen a verme con Lines, mi hermana pequeña, me miran, pero no me reconocen, me hablan y les hablo, pero somos tres extraños, mi mente esta tan confusa que no sé si les he oído llamarla mamá o lo he soñado.

En cuanto a mis padres, a pesar de las canas, las arrugas producto de tanto sufrimiento y sus ojos casi apagados de las horas de llanto, supe nada más verlos que eran ellos, son los únicos que han experimentado un cambio exclusivamente físico, el resto no somos los mismos ni queriendo.

“Oscar ¿qué vamos a hacer ahora?, mañana la mandan para casa, no quiero vivir bajo el mismo techo que Berta aunque legalmente ella sea tu mujer y también su casa”; “No sé cómo hacerlo Lines, los médicos creen que una noticia tan fuerte le cause un shock que la  devuelva de nuevo al coma”; “Hablaremos los dos con ella, mi hermana tendrá que entenderlo,  los médicos recomendaron que la desenchufáramos, que no se despertaría nunca”; ”pero se equivocaron y ahora está despierta, ¿acaso preferirías que nunca se hubiera despertado? o ¿qué la hubiéramos desenchufado?”; “y tú ¿Lo hubieras preferido?”; “Perdona Lines, esta situación me supera, no es lo mismo hablarlo como una hipótesis creyendo que nunca se dará el caso, a tenerlo que vivir ahora. Tú eres mi presente y ella forma parte del pasado, los niños no conocen otra madre que no seas tú, pero me parece tan injusto para Berta”; “Injusto o no mi hermana tiene que saberlo y cuanto antes, mejor.”

En su última visita antes de regresar a casa, los padres de Berta le comentaron que de acuerdo con los médicos habían pensado llevarla a vivir al pueblo, “Casa Colomba” llevaba dos años siendo su hogar y ahora querían compartirlo con ella. Con sus problemas de movilidad le resultaría más fácil desenvolverse en la casa de sus padres que en la ciudad viviendo en un segundo sin ascensor.

A ella le daba igual, se sentía tan inútil, sus piernas no le respondían, a duras penas podía comer sola, hablaba con dificultad, su memoria iba y venía como si quisiera jugar al escondite con ella, sería una carga para todos, mejor volverse a dormir, pero esta vez para siempre.

HOY CREMA DE TOMATES ASADOS CHARQUICÁN RÚSTICO ARROZ CON LECHE CHOCOLATADA Y MANDARINA por Yolanda Sepúlveda

 

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… decía la carta del restaurante. Habíamos parado para ver el paisaje y sabíamos que en el restaurante Atenuante, se comía muy bien. Ana estaba soñolienta. La había recogido de su trabajo la noche anterior y, había conducido más de la mitad del camino. Se veía más linda sin bañar, con el maquillaje regado, dejando de un lado el protocolo citadino; era ella, fresca, soñadora y lenta.

Almorzamos, fumamos y nos tiramos a un lado de la carretera para sentir el viento fresco de otoño.
El viaje seguía, lo mejor estaba por pasar. Ana tomo el volante, yo baje los vidrios de todas las ventanas del auto y pusimos nuestro himno: Fito y Fitipaldis. Cuando nos conocimos era noche de concierto, Ana había ido a ver el grupo, sola, y yo había terminado con Gabriela hacía un mes, así que estaba todavía dolido y también solo.
Cantábamos o mejor gritábamos como para que todos supieran lo felices que estábamos, nos mirábamos sin temor a encontrar otro auto en nuestro camino ¿qué importaba morir allí, cuando la felicidad nos llevaba al clímax de la vida? También podría entrelazarnos con el clímax de la muerte. La bese, hasta que una corneta de un auto nos pasó por encima de nuestra piel, nos rozó el pellejo, pero no nos importó, estábamos besándonos encontrando los sabores, ya asentados, en nuestras bocas, del arroz con leche chocolatada y mandarina…

Ana, mi Ana, le dije. Ella se abrió su blusa totalmente, dejo ver su sostén color naranja, como el sol cuando se quiere ocultar, pero quiere conservar en nuestros ojos y en nuestra piel su vivaz energía. La acaricie como si fuera mi propio cuerpo, sin pudor, sin aquí ¡no! Le tome miles de fotos. Juré no subirlas a Facebook, pero después del paseo Ana y yo no estábamos juntos. Yo eliminé todas las fotos como queriéndole decir ya no son mías, odié tu amor perfecto, tu mirada, tu rímel regado. ¡Odié tu maldito abandono!

Levantada frente a la montaña, estaba Casa Colomba, muros de piedra ancestral, maderas vivas, y la sencillez que queríamos experimentar todo el fin de semana los dos amantes. Los muros escuchaban nuestras promesas las quejas de satisfacción de nuestros cuerpos juntos. La sencillez de nuestro amor, que lo hacía único, montones de corazoncitos regados por el tranquilo espacio.

¡Ana! Quería despertarla, no perder ni un segundo sin escuchar su voz, sus palabras dulces e inspiradoras, la quería más, más que anoche cuando firmamos, en una servilleta de papel, nuestro compromiso, en un ritual mágico, Ana y yo, desnudos en la terraza privada de nuestra habitación, la luna redonda como una naranja y las estrellas adornando nuestra propia fiesta. Nos prometíamos vivir juntos por siempre. Los testigos:  la Luna y las Estrellas.

Pero Ana nunca despertó, se fue sin decir a dios, con su corazón repleto de amor, Ana mi amor.

INTRUSIÓN por Yolanda Nava

Estamos frente a ella. La miramos. ¿Nos mira?

— ¿Cómo se llama la casa, papá? Pregunta mi hija.

— Las casas no tienen nombre, le digo. Pero ella dice que sí, que sí lo tienen. — La casa de mi muñeca se llama “mansión de la Barbie”, así que esta casa se puede llamar Casa Colomba. Sonrío ante la idea de mi hija. Colomba es el nombre de nuestra benefactora. Le digo que sí, que vale, y abro la puerta que cede después de un lamento bronco.

Nos golpea un olor acre, rancio, que parece emanar de suelos y paredes. Avanzamos con la cautela de una visita de compromiso. Ya en el salón lo primero que hacemos es abrir las ventanas. Mi hija se lanza a la mecedora y “se la pide”. “Hay que cambiar cosas”, sentencia mi mujer mirando los gruesos cortinones bermellón manoseados y cargados de olvido; tal vez atesoran los secretos de los protagonistas del enorme cuadro que preside la estancia; es curioso, es una familia de tres miembros, como la nuestra, la pequeña debe tener la edad de nuestra hija.

Llegamos al dormitorio. “De aquí hay que tirarlo todo”, anuncia mi mujer, acompañando con el gesto circular de su brazo derecho la afirmación. Se suceden visillos oscuros, suelos enmoquetados, cuadros y adornos recargados y desvaídos.

Pero la casa nos gusta. Es amplia, bien distribuida y llena de posibilidades.

El grito de nuestra hija desde la primera planta, nos empuja hacia la escalera. Cuando llegamos al salón, las ventanas están cerradas y con las cortinas echadas, nuestra pequeña está en la mecedora, una manta de ganchillo la inmoviliza, mientras el mueble la mece sin cesar. Escuchamos cerrarse todas las ventanas, correrse las cortinas y estallar lámparas y bombillas.

En la semi-oscuridad resaltan los rostros de la familia del cuadro que nos miran –severos-, con nuestros propios ojos.

EL REGRESO por Yolanda Nava

El poyo de piedra tiene las aristas redondeadas, erosionadas por el roce de muchas manos. Pero ahora está vacío. Las ventanas están hambrientas de colores y el interior de la casa ávido de aire fresco. Deja la maleta a unos metros de la puerta. Se queda mirando. El tejado parece vencido por el peso de un cielo que amenaza con caérsele encima; la puerta necesita unas manos de pintura y el columpio, que sigue colgando como entonces del manzano de la entrada, se hunde por el peso del vacío.

Se siente tentada a dar media vuelta. A seguir deglutiendo los recuerdos que la mantenían en pie, allá en la ciudad. No soporta la derrota de la casa. Porque eso es lo que tiene frente a sí, una casa vencida, herida de muerte por la estocada fatal del abandono.

Busca sin éxito los geranios con su orgía de colores en el balcón. Busca sin hallarlos a Mis y a Jilguero, y a las pitas en el cercado medio caído.

Prueba la llave. La puerta lanza un lamento. Se la figura un reproche, y el olor a cerrado que la recibe, otro.

En el mueble del salón siguen las fotos. Sus padres con las ropas de domingo, los abuelos vestidos con ese luto que el tiempo desvaía, pero no borraba porque lo alimentaban desde dentro, y porque siempre había un muerto reciente al que honrar.

Sale fuera. Se sienta en el poyo. Con los ojos cerrados mira en su interior y decide resucitar Casa Colomba porque, aunque parece derrotada, al igual que ella, no está hundida.

¿SUCEDIÓ ALGUNA VEZ? por Felipe Montoya

La ciudad estaba callada, un clima templado reinaba en las calles, del mismo se podía cerciorar recordando la frase del veterano indigente ayer que como a las cuatro de la tarde había capitulado con resignación asertiva “hoy no hizo ni calor, ni frío” y así fue, nunca había estado más de acuerdo con el anciano. La verdad era que aquellos días estaban cargados de una medianía inverosímil, estaba sentado en la sala de la casa Colomba (o por lo menos eso creía) y podía imaginar las aceras vacías, y la atmósfera gris casi sepia abarcando todo de izquierda a derecha, desde el asfalto silente hasta donde las nubes se arremolinaban allende en densas esferas, se sentían los estrechos pasadizos del barrio rodeados por una pesada capa etérica, que nadie osaba rasgar porque no había ningún suceso aparente que ameritara hacerlo, se diría que no incomodaba más que a unos cuantos seres inquietos, forasteros que circulaban por el parque llevados allá por sucesos de abigarrada índole con un denominador común; cada uno escapaba de su abismo personal.

Se los podría describir de entrada como criaturas ansiosas que al pasar por el barrio sentían ganas de rebelarse ante la tiranía del anquilosamiento local, sentían sus pasos siendo engullidos por una fuerza aberrante, sus movimientos exacerbados como el arrebato postrero de alimañas atrapadas en una red; en el culmen de una resistencia estéril. Un instinto inexplicable se apoderaba de los viandantes, hubieran podido gritar y de hecho una energía bullía vehemente en sus vientres, el prurito de ratificar su capacidad de desgañitarse, como un fuego que luchaba por salir descontrolado y explotar como un látigo sobre el lomo de una bestia, pero comprendían prontamente que ese energía no obtendría replica alguna en el mutismo cóncavo en el que se adentraban más y más, sentían la necesidad de corroborar su voz, saber que eran capaces de articular palabras y se encontraban con que ese látigo restallaba con fuerza sobre una inmensa roca de granito, el cual permanecía erguido sin estremecerse ni un segundo, ni siquiera desmoronarse un poco. Así que de vez en cuando se escuchaban unos chillidos frenéticos que emergían sin convicción desde los aparatos vocales de la gente, la maquinaria sin duda funcionaba, pero tenían la certeza de que no había objeto en ir por la calle gritando y al comprenderlo empezaban a vagar sin rumbo, murmurando cosas para no desesperarse.

Los devotos mascullaban plegarías que eran ininteligibles a un metro de distancia, otros cantaban muy quedamente canciones que habían olvidado que existían, él se limitaba a seguir el hilo de pensamientos confusos previos a la redacción adecuada, la observación objetiva de un suceso que podría cambiar el curso de las cosas en su mundo inmediato. Se preguntó si lo mismo ocurría en otras latitudes, otras ciudades, otros países… ya no importaba mucho porque aquella apatía empezaba a congelar sus pensamientos, y se sintió profundamente identificado con el susurro nostálgico del viento en los árboles, con las piedras, con el lápiz, con la hoja de papel y esas fueron las últimas palabras jamás escritas.

PIEDRAS EN LA MEMORIA por Raul Clavero Blazquez

Avanzamos, como avanzan los miedos en mitad de la noche.

El sol parece detenerse un instante sobre el manto relajado del río, pero nosotros avanzamos, fieles a nuestro paseo habitual de cada martes. Y a pesar de que tus pies se han quedado mudos, a pesar de que tus dedos ya no anidan en los míos, y he de empujarte, sintiendo en cada metro el peso de todas las promesas pendientes, y el de todos los sueños que ya no se han de cumplir, y el de la suma de los instantes, todos, que se pierden irremisiblemente por el sumidero del calendario, a pesar de que las palabras ya no importan, simplemente avanzamos.

Los manzanos parecen mirarnos con benevolencia, y agitan levemente sus ramas al paso lento de nuestros cuerpos encorvados, como si quisieran saludarnos o disculparse por renacer de nuevo, cuando nosotros estamos ya cerca de caducar.

Avanzamos entre estas calles de piedra en las que se cartografía nuestra historia ¿Recuerdas? Detrás de aquel muro, junto a la Casa Colomba, te encontré cuando te conocí. Jugábamos al escondite, tú acababas de mudarte con tu familia a este pueblo, y en cuanto te vi supe que al encontrarte te había encontrado para siempre. Bajo la sombra del campanario, ¿recuerdas?, nos refugiamos en otra ocasión, adolescentes ya, para besarnos por primera vez. Y sobre este adoquín, o quizá fuera encima de aquel otro, me arrodillé para ofrecerte un anillo, ¿recuerdas? No, sé que ya no puedes recordar nada, porque fue también durante uno de nuestros paseos, hace ya varios otoños, cuando me contaste que tu tiempo terminaba, que no tardarías demasiado en replegarte dentro de ti misma, en desvanecerte despacio. Entonces te hice una promesa: conservar en mi todo cuanto hubo entre nosotros, hacer lo posible por mantener hasta el final la discreta placidez de las rutinas, y por eso avanzamos, hasta llegar a esa otra pared, ya casi derruida, pero quizá la más importante de todas. Avanzamos, hasta que la roces de nuevo con tus ruedas. Avanzamos.

Cuando estemos a su lado, elevaré tu mano, y sentiré que tu piel, plagada de grietas de profundidad incalculable, de pronto se funde con la piedra que elegimos aquella tarde en la que todo fue posible, y tras deslizar tus dedos morosamente por todos los perfiles de su rugosidad, encontrarás, ya disimulado por el castigo de muchos inviernos, el contorno inconfundible de un corazón en el que aún palpitan, grabados para la eternidad, nuestros dos nombres. Y me parecerá que sonríes mientras dibujas con tus yemas cada una de mis letras, y me mirarás, y por un instante fugaz, como lo son todos los momentos de felicidad verdadera, querré creer que me reconoces.

REFUGIÁNDOME EN EL TIEMPO por Belén Moyano Moreno

Lloraba desconsoladamente, no tenía forma alguna de parar o evadirme de aquella insufrible situación en la que me encontraba, hundida, rota por dentro y lo peor, enamorada. Lo único que calmaba mi ansia era un café en el porche de Casa Colomba mientras admiraba sorprendida las estrellas sobre mí.

Desde el momento en que lo vi supe que era él, mis pupilas se dilataron, mi corazón comenzó a bombear de manera intensa y continua, mi boca se secaba constantemente y mis palabras se refugiaron en lo más profundo de mi alma para soltar breves sonrisas tímidas que no coincidían con mis pensamientos. Mis manos sudorosas y mejillas sonrojadas demostraron mi inocencia y sentimientos hacia Frank.

Lo nuestro fue algo distinto, muy diferente; hasta el punto de que solo nos preocupábamos por conocer el uno al otro, vernos a escondidas y saber cómo pasábamos los días y momentos cuando estábamos separados. A su lado el cariño y la ilusión nunca me faltaban, muchas veces llegué a pensar que lo que estaba viviendo era un sueño, que no podía ser cierto ni real. Hasta que llegó el momento en el que abrí los ojos y todo lo que sentía, pensaba y creía, se desvaneció en una milésima de segundo, dónde mi corazón quedó completamente roto y en la oscuridad más profunda que existía.

No supe cómo reaccionar, ni cómo luchar por él, no supe qué hacer. Mis únicos sentimientos eran dolor y rabia; y un profundo agujero que se preguntaba si realmente sabía quién era Frank y sobre todo, quién era yo. Lo odiaba, llegué a pensar que lo único que quería era burlarse de mí. Toda pregunta y sentimiento de culpa me cubría. ¿Era yo la culpable? ¿Había hecho algo mal? ¿Había dejado pasar demasiado tiempo?

Solamente podía hacer una cosa, dejar que todo fluyera y que se enfriase todo aquello que habíamos avivado juntos, distanciarme de sus tiernas manos y dejar de pensar, de pensarle. Quizás no fui lo suficientemente valiente para ir tras él, pedirle motivos, explicaciones… Pero, al fin y al cabo, no éramos absolutamente nada. Solo éramos recuerdos, inesperados abrazos por la espalda, visitas vespertinas y aquel beso que quedó para siempre secreto en mis labios y en mi alma. Quizás no estábamos hechos para estar juntos, ni para ser felices, quizás.

Hoy sigo sin saber si para él yo fui algo más que una simple chica o si realmente fui algo importante, más sincero y profundo de lo que imagino. Aún recuerdo cada uno de los momentos, de las peleas y sobre todo, de las risas y apodos que me ponía. Recuerdo cómo erizaba mi piel con tan solo acercarse a mi cuello, recuerdo su cara, sus profundos ojos y su olor; ese olor que me volvía loca, loca de amor; y que aún recordaría si cerrase los ojos.

A día de hoy, solo sé que mi inocencia e ingenuidad por aquel entonces posiblemente me llevaron a esconder realmente mis sentimientos y emociones. Ahora sé quién soy, y para ello solo me hizo falta tiempo.

DESHIELO INTERIOR por Raul Castañón del Río

A veces sucede. Un rayo de luz, un instante inspirado, un acierto. Incluso a mí me sucedió; anoche mismo, mientras escuchaba la radio. Estaban trascendentales virando a metafísicos, hablando nada más y nada menos que de la propia vida, de cuánto merece la pena siempre; y más aún al vivirla con plenitud. Leían en antena cartas de los oyentes, intercaladas con estrofas de poemas ilustrativos musicados muy a propósito. Y tanto que me ilustraron, porque pronto me di cuenta que debía dar un giro a mi vida. No sé si sería por el sentimiento tan marcado de las cartas y los poemas o por hallarme yo especialmente sensible y receptivo ante el receptor, pero aquel rosario de palabras que parecían todas mágicas iba encendiendo en mí luces que creía olvidadas; luces que en algún momento olvidé encender. Mientras la noche se iluminaba de poesía, noté cómo me envolvía una antigua armonía y acepté de buen grado la incitación. Experimenté el gusto superior de fondear bajo la cascada de imágenes proyectada desde las ondas. Inmerso en una rapsodia de palabras y pensamientos acordes, recordé aquel inolvidable fin de semana en la Maragatería, entre los ríos y arboledas acogedores de Casa Colomba, paradigma de reconstrucción natural desde la nada; lo que me gustaba recibir el sol de la mañana, suave y luminoso; cuánto disfruté tomando baños de luna o dejándome despeinar por una brisa acariciadora, una mano amistosa, una melodía entrañable, un aroma evocador; cómo aprecié la lluvia arroyando muelle por los cristales, el regusto dulce de un café con charla, el nombre-baluarte de un ser querido, las nostalgias de algún que otro beso, las campanas doblando por una conquista de amor, el incendio del horizonte por el crepúsculo, una palabra cálida susurrada en el momento preciso. Momentos preciosos rescatados de los desvanes de la memoria, de los desmanes del tiempo, restablecidos y vueltos a pasar, alegres y cordiales, por el corazón en un estimulante circuito de impulsos nuevos y ganas de vivir.

El receptor continuó emitiendo más y más pinceladas undosas para colorear mi noche de inflexión y de ruptura puntuales. Era la noche señalada en mis sueños, la que pondría fin a la noche permanente y a la pesadilla: el giro primaveral, el deshielo de mi propio corazón hibernado. Nada de lo descrito o evocado era fantasía; al contrario, todo era tan real que podía sentirse de primera mano con tan sólo adelantarse un paso. Así fue como me dormí anoche, noche luminaria y amanecer, arrullado por las ondas y seguro de poder cumplir el sueño de la recuperación de las pequeñas cosas que lustraban la vida. Y eso me he decidido a hacer desde que lo contemplé como posible: salir a la calle sin prisas ni cortapisas, recuperar el terreno perdido tiempo atrás, no perder más tiempo con lamentos y rencores estériles. Había demasiado premio en vivir.

LA CASA ENTRE EL RÍO Y EL CIELO por Jesús María García Albi

¿Quién dice que un pajar nunca puede evolucionar y convertirse, con el paso del tiempo, en un lugar mágico, misterioso y subyugante a su vez?

Si hay alguien, verá que está totalmente equivocado si se aposenta en la Casa Colomba, en la maragatería leonesa, un lugar increíble e irrepetible.

Y no sólo porque donde antes se almacenaban pacas de paja, ahora se aposenten cómodamente personas con mascotas si ha lugar. No sólo porque donde los aperos de labranza descansaban apoyados en sus paredes, ahora albergan éstas una chimenea que además de calor hace acogedor el lugar, estanterías con libros, TV y accesorios de cocina,…

Es también por la influencia del Río Turienzo que discurre en su cercanía y sus…

Esos “sus” dependen de cada uno de los viajeros que rindan sus cuerpos en dicha casa rural y su actitud y aptitud personal.

Lo que si puedo deciros es que a nadie dejará indiferente su estancia en dicho pajar. Unos recordarán sus años de infancia cuando ir “al pueblo” los veranos e, incluso, por Navidad, era el mejor destino al que podían aspirar. Y el que no tenía pueblo, era digno de compasión o, más bien, de lástima.

Otros recordarán sus años de infancia y de escuela, antes de partir de su pueblo natal, para la ciudad con el objetivo de hacerse un hombre de provecho y no un eterno “destripa terrones como lo soy yo, tu padre y lo eran tu abuelo y tu bisabuelo, que en gloria estén”.

A algunos, inclusive, el olor a paja les recordará sus primeros lances amorosos transgresores e inconfesables, en aquellas épocas en que un beso y un baile “agarrao” ya eran casi pecado. ¿O sin el casi?

No quiero aburriros y menos aún deseo que los seres que durante el día se desperezan por el Turienzo, llegando hasta el Río Tuerto en el que afluye y que por las noches se recogen entre las paredes de la Casa Colomba, prestándole su protección y sosiego, ayudando a conciliar el sueño a los visitantes, se puedan incomodar conmigo.

Incluso sé, de buena tinta, que algunas parejas que llegaron a dicha casa a punto de convertirse en desparejas, después de su estancia, han partido mucho más enamoradas que nunca antes lo habían estado y que su futuro saben será seguir juntas.

Sí, algunos les llamaréis duendes, otros pensareis que son hadas, aquellos incluso gnomos. Da igual. Imaginadlos como queráis, pero tened por seguro que todos y cada uno de vosotros estaréis en lo cierto. Hacen de la casa su lugar de retiro. Desde ella  expanden sus efluvios beneficiosos a los que paran entre sus cuatro paredes.

Y si sois perspicaces, cuando os encontréis junto al fuego de la chimenea, con vuestra mascota a los pies, escucharéis, entre el crepitar de la leña, alguna risita, algún cuchicheo, por su chimenea de excelente tiro, que hará levantar las orejas al lebrel.

DOS JÓVENES por Miguel Angel García

Dos jóvenes

Se besan.

Notan algo húmedo.

Un grupo de sonrisas se enamoran a lo idiota.

Es su primera vez. Están en Casa Colomba.

Encima de los cuerpos, un canto obsceno de placeres, se ponen a experimentar

de un lado a otro.

La aventura, de lo rural, inhala su esencia.

Y ya no escapan.

CARTA A JULIO por José Manuel Gómez Vega

Querido Julio:

Creo expresar la opinión de todos los meses si te digo que regresamos encantados del concejo del año celebrado en Santa Colomba de Somoza. Ya sabes que, siendo diciembre, me paso el año ocupadísimo planificando celebraciones navideñas por todo el orbe, de ahí que disfrutase tanto de esos días de relax en la Casa Colomba, los doce juntitos como en familia.

¡Cómo gozaron abril y mayo bañándose en el Turienzo! ¿Te lo comentaron? No imaginaban que en la Maragatería iban a encontrar ríos tan magníficos. A Noviembre y Aries, en cambio, les dio por el senderismo y cada noche regresaban para describirnos las asombrosas sendas que se asomaban a los montes Teleno e Irago, o lo sobrecogedoras que les resultaron las lagunas Cérnea y Fucarona donde los romanos lavaban el oro.

Pero si te escribo esta carta no es solo para decirte lo mucho que disfrutamos de la estancia y lo relajados que volvimos a nuestras estaciones, sino también para disculparme por haberme opuesto inicialmente a la celebración del concejo en verano y en tierras del interior. Compréndeme, tanto a mí como a enero y febrero los calores nos imponen mucho respeto, por eso habíamos sugerido Islandia, a lo sumo Irlanda. Pero, ¿cómo agobiarse uno a la fresca de esos bonitos patios empedrados? Además, nuestros recelos se esfumaron definitivamente ante la hospitalidad de los maragatos y su gastronomía. ¡Nunca imaginé que se pudiera disfrutar de un cocido en verano!

En el apartado de chismes, decirte que marzo y octubre, a veces, en lugar de salir a disfrutar de las actividades turísticas que nos programabas, se quedaban sentados en la terraza de la Casa Colomba poniéndose ciegos a un vino del Bierzo que juraban era excepcional. Y en cuanto a tu compadre Agosto, ¿te fijaste en cómo se arrimaba a la escultural Septiembre? ¡Como dos bolos maragatos! Hasta la acompañó a hacer senderismo por un tramo del Camino de Santiago y volvieron más agarrados que unas castañuelas.

Con todo, lo que a mí más me gusto, lo que me robó el corazón, fue la excursión que hicimos de noche hasta el Torreón de los Osorio. ¡Qué bonitas lucían nuestras casas en un cielo tan limpio!

Es más, pienso proponer a Santa Colomba de Somoza como sede permanente de nuestros concejos de verano. ¡Ya solo pienso en volver!

Un abrazo muy fuerte de (la no tan vieja) Diciembre.

DESTINO por Mercedes González Rojo

Llevaba unos cuantos días buscando un lugar en el que quedarse.  Se había enamorado de aquel paisaje que le sumergía en la magia de otros tiempos, con sus grandes bosques en los que robles y encinas se hermanaban y un aroma a jara, tomillo y cantueso lo invadía todo; aquellos caminos alejados del bullicio en que el turismo lo sumía todo; aquellos pueblos donde el tiempo parecía haberse detenido para devolverle a la vida todo su sentido.

Había llegado hasta aquí buscando un refugio en el que curar las heridas de su alma y hacerse de nuevo con las riendas de su vida. En su lista de espera cumplir con el compromiso editorial que llevaba demorando varios meses y, sobre todo y aún más importante, salvar la relación con la compañera de toda su vida que, en los últimos tiempos, se le estaba escapando de entre las manos. Había llegado hasta estas tierras siguiendo el consejo de un buen amigo que le auguró que aquí encontraría otro ritmo y, con él, su propio latido y el sentido de su vida.

No se había equivocado. Tras varios días de recorrer caminos y lugares sus pasos habían arribado a este pueblo donde la luz acariciaba las piedras de las casas, donde el silencio se enseñoreaba de las calles y un rumor de tiempo antiguo le invitaba a olvidarse de las prisas del presente.

Paseó el lugar a esa hora en que el sol comienza su lenta retirada y torna aún más hermosos los paisajes y los rostros; a esa hora en que despiertan más intensos los aromas de las flores y entonan los mirlos de nuevo sus canciones. Paseó las calles silenciosas hasta que sus pasos se detuvieron frente a aquella casa presidida por un inmenso portón de color añil que al momento atrajo su atención hacia ella. Se dejó caer en el poyo situado a uno de sus lados e instantáneamente sintió como le embargaba una paz profunda. Apoyando su cabeza en la pared aún caliente, cerró los ojos y se dejó llevar. El calor acumulado por la piedra penetró lentamente por cada uno de sus poros con una vivificadora sensación de bienestar. Respiró profundamente antes de abrirlos de nuevo y al hacerlo vio acercarse calle arriba la anciana figura de una mujer como surgida de otros tiempos. Le preguntó dónde se encontraba.

  • Está usted sentado en “Casa Colomba” – contestó la anciana.
  • Casa “Colomba” – musitó para sí mientras su mente se llenaba del significado de ese nombre y del color añil que enmarcaba sus puertas y ventanas.

Y en ese momento supo que, por fin, había llegado a su destino.

VOCES por Andrés Ruiz Díez

Llegué sobre las once de la mañana. Había madrugado pues el camino hasta aquí era largo. El lugar me acogió incluso antes de bajar del coche, tranquilo y sosegado. El sitio era perfecto para huir de las voces. Sí, esas voces que resuenan por todas partes y no me dan tregua. En ocasiones consigo aplacarlas, pero no por demasiado tiempo. Todo el mundo dice que se irán con el tiempo, pero… ¿Y si yo no quiero que se vayan?

Entré en la casa, incluso me descalcé para hacer el menor ruido posible.  No quería romper con mis pisadas la calma y la paz que se respiraba. Los muebles perfectamente colocados, los detalles finamente cuidados. Esta era la Casa Colomba, el lugar que muchos me habían recomendado para mi descanso. Pero yo sabía que me seguirían hasta aquí. Los instantes de tranquilidad que el lugar me brindaba se romperían en cientos de desquiciantes esquirlas que se clavarían en mi cerebro. Respiré profundamente y me resigné.

Comencé a deambular por la casa, visitando cada estancia, cada rincón. A cada cual más acogedor que el anterior. No sabía si estaba permitido, pero saqué una silla de la casa y me senté a contemplar el paisaje.  Oía el rumor de un río cercano, el canto de los pájaros que anidaban en los arboles. Todo, absolutamente todo, era perfecto.

No sé si me quedé dormido o si simplemente mi conciencia se perdió entre las ramas de aquellos árboles, volando libre a lomos de la brisa que soplaba. El caso es que para bien o para mal, hacía mucho tiempo que no me sentía tan descansado. Aunque no duró mucho. Mi mente se giró solo un segundo a ese rincón oscuro y mi se corazón aceleró.  Habían vuelto. Al principio eran solo un susurro lejano que deslizaba hasta mí, pero pronto las volví a oír.

Y ahí estaban, gritándome, ordenándome e incitándome a hacer cosas que no quería hacer. Tenía que ser fuerte, tenía que recuperar el control y demostrar que no podían manejarme a su antojo. Me levanté de la silla, respiré hondo y entré en la casa. Todos los que han vivido lo mismo que yo dicen que cuando las dejas de escuchar, las echas de menos. Por eso yo no quiero que se vayan, no quiero que se callen. Puede que a veces saquen de quicio, pero, al fin y al cabo, las voces de mi mujer y mis hijas son el sonido de aquello que más amo en el mundo. Irritantes, cálidas, mandonas y a veces también insufribles. Pero las quiero.

Tal vez pareció egoísta, pero cuando le dije a mi mujer que me adelantaba con el otro coche, solo me sonrió y me besó en señal de aprobación.  Quería llegar el primero y disfrutar del lugar. Quedarme solo para mí esos momentos de paz que nos ofrecía la Casa Colomba.

CUESTIÓN DE MAGIA por Lara Suárez-Mira Reija

Tenía yo seis años cuando sucedió. Vivía en León, en la comarca de Maragatería, en una preciosa casita de cuento de hadas. Era una casa muy pequeña, de tejado marrón y pintada de rosa. Allí vivíamos mi hermano, mi madre y yo. Éramos muy felices. A la derecha teníamos el supermercado y a la izquierda una frutería. Por la parte de atrás de nuestra casa había un jardín en el que se hallaban unos columpios, un tobogán, una mesa y una barbacoa. Mi habitación se encontraba en el piso de arriba y estaba repleta de juguetes. Mi hermano Fran tenía la suya en el ático y yo nunca me atrevía a subir porque las escaleras me daban mucho miedo. Enfrente tenía la casa rural “Casa Colomba”, una hermosa vivienda destinada a los turistas para pasar un buen fin de semana. Iré al grano. Íbamos andando mi hermano y yo por el medio del bosque para recoger unas bayas cuando nos dimos cuenta de que nos estaban siguiendo.

-¿Quién anda ahí? ¡Muéstrate! dijo Fran, mi hermano mayor.

-Fran, tengo mucho miedo, quiero irme a casa. Mamá se va a enfadar porque ya llegamos tarde.- mentí

-No, no nos vamos hasta que nuestro perseguidor se muestre.

Entre las sombras de los árboles pudimos ver a una persona de mediana edad, de pelo oscuro, pecas y ojos saltones. Constitución media, bajito y con cara de pocos amigos. No me gustaba nada la idea de entablar conversación con aquel extraño, así que agarré a mi hermano por el brazo y corrí hasta que mis pequeñas piernas cansadas dijeron basta. Fuimos a parar a unas ruinas. Mi hermano se sentó en una roca y observó todo el lugar desde allí.

-Fran, ¿estamos perdidos?- le pregunté.

-No cariño, ya vendrá mamá a buscarnos. Las madres tienen un sexto sentido que les dice donde están sus hijos.- me respondió él.

-¿Y esto qué son?- le expuse.

-Son ruinas romanas, lo he estudiado en el colegio.

-Fran, la magia de la casualidad nos sacará de aquí, no temas.

-La magia está en uno mismo, así que saldremos de aquí por nuestro propio pie.

-Vosotros dos salid ya de aquí, soy el guardia de seguridad de este recinto y no tenéis permiso para estar aquí.

¡Era el señor que nos habíamos encontrado en el bosque! Estábamos salvados. Nos llevó a casa con mamá y le relatamos la aventura vivida, como estoy haciendo ahora yo con vosotros, nietecitos.

-Abuela, ¿crees que la magia de la casualidad existe?

-Pues claro que no cariño. Como dijo un buen amigo mío, la magia está en uno mismo.

UN MUNDO FELIZ por Miguel Angel Cercas

Mi hija me lo contó un millón de veces. Esa noche no podía dormir, y no era porque hiciera calor -algo raro en León- o porque estuviera otra vez con su dichoso dolor de estómago. Es que una idea le rondaba por su cabeza una y otra vez: ¿qué debía hacer con aquel pajar que había heredado hacía ya tantos meses? Vuestra madre se levantó por undécima vez de la cama y se puso a ojear una revista. Aparecían todo tipo de casas rurales. Volvió a intentarlo y por fin concilió el sueño. Aunque le esperaba un día duro de trabajo, se despertó ilusionada porque, primero, se pasaría toda la tarde de tiendas -algo a lo que nunca me acostumbré- y segundo, porque había quedado para tomar el café de la diez con Gerardo, un antiguo compañero de flirteo de su época universitaria. Él, arquitecto, andaba como sin rumbo porque el negocio de la construcción había caído en picado. Marisa le contó de sus dudas y él, en una servilleta de papel, le dibujó una solución. En ese momento una paloma se posó en la mesa donde estaban y a ella le pareció que se cruzaban las miradas. “Estoy estresada de la ciudad y del trabajo; un respiro, no sé, un año sabático, o dos, me vendrían bien”, se me quejaba. Se atrevió a hablar con el director del banco donde trabajaba que, a su pesar, dio su consentimiento. Y allí estaba mi niña, en mitad de la maragatería intentando cumplir un sueño. “Ya está bien de tantas prisas, de tanta presión por cumplir objetivos, sin tiempo para buenas conversaciones; ¿no seré capaz de construir un ambiente tranquilo donde pueda saborear una comida sana sin necesidad de mirar continuamente el reloj y de dar un paseo en medio de la naturaleza? ¿no seré capaz de crear algo donde los pequeños detalles tengan valor por sí mismos?”. Entró en Google y se sorprendió al encontrar que esa filosofía de vida a la que ella aspiraba ya existía desde hacía algún tiempo: era el llamado movimiento slow (lento). Observó maravillada cómo había un slow para las comidas, y un slow para las tecnologías, y otro para la moda e incluso, y con esto alucinó, una filosofía slow para las finanzas. “¿Por qué no un slow para los negocios?”, me planteó. Al cabo de dos años ya había creado “La asociación despacito y buena letra” (ADYBL) con sede en su Casa Colomba. En la primera convocatoria presencial, y porque se movió bien por las redes sociales, consiguió reunir en un fin de semana a doscientas personas en Astorga. Vinieron de todas partes e incluso Obama, que en ese momento estaba de visita por Rota, se mostró interesado por esta nueva filosofía empresarial. A esa reunión acudieron muchos medios de comunicación; el Paí shizo un especial en sus páginas centrales sobre “Negocios slow” y citó como pionera a vuestra madre y su casa rural. Pero lo que con más cariño recuerda ella de esos principios -así lo recoge su diario- fue el encuentro que tuvo con vuestro vecino David, siempre educado, que en aquel tiempo no tendría más de doce años. Se le acercó sonriente, le cogió la mano derecha y le dijo: “Marisa, muchas gracias. El fin de semana pasado, mis padres, curiosos por conocer tu proyecto, vinieron a pasar unos días a tu Casa Colomba. No entiendo bien qué les pasó allí. Solo que ahora han vuelto a ser otra vez mis padres y ya no se gritan”. Ella le miró, le acarició la cara, y cayó en la cuenta, en ese preciso momento, de que ya no le dolía el estómago y de que ya podía volver a dormir tranquila, que su sueño empezaba a dar sus frutos: poco a poco y como a ella -desde hacía dos años- le gustaba hacer las cosas, cuidando lo pequeño.

Fue a los cuarenta cuando mi Marisa volvió a sonreír.

ROAD MOVIE por Joaquín Olmo Martínez

La joven alemana sostuvo en un castellano vergonzoso que era el destino quien la guiaba y dictaba en todo momento aquello que debía hacer. Aunque realmente pudo haber dicho lo contrario. Se limpió las foceras de tomate de los macarrones, pagó y abandonó apresurada el bar. Justino sintió aquellos cabellos de oro que le rozaron la nuca en su espantada como unos rayos tumbando a un Saulo cualquiera. Se dijo que no estaba de acuerdo en lo del destino, pues o no existía o, de hacerlo, no cabía con él preocupación alguna, pues nos era inaprensible. O quizá fuera al contrario. Esa noche, en su cama, le dio vueltas. Y sintió el ardor de aquellos rayos de media tarde. Tuvo que echar mano al bolsillo del pantalón, que reposaba en la silla, para recordar quién había ganado la partida. Tal era el encantamiento en que la presencia de la chica le había sumido. Ni siquiera le dio a su madre un beso de buenas noches al salir de la salita. «Yo también quiero descubrir mi destino» ―se oyó decir―; tanta paja mental de mierda…». Poco tuvo que preparar, pues no se le conocía oficio en el pueblo (una pensión de viuda con un huerto eran sustento suficiente para dos personas de su parquedad). A su madre, que no comprendía nada, le dijo que iba a probar, o a probarse, que necesitaba sentirse al menos una vez en la vida protagonista de su propia Easy Rider. «¿Ya estás con esas tonterías?». Que quería buscar en la carretera su propia vida, continuó él, sordo a cualquier objeción. «¿Pero y no es ésta? ―sollozó su madre― ¿Ni siquiera vas a desayunar aquí?». Justino negó con la cabeza, le dio un abrazo y se echó al Camino. Necesitaba encontrar a aquella chica alemana que ya le sacaba casi un día de ventaja.

Se notaba el buen tiempo en las decenas de peregrinos que, a mediodía, le adelantaban a un ritmo inalcanzable. Cuando por fin llegó al albergue, con el sol ya casi rendido, los gerentes le saludaron entre amables y sorprendidos; «¡coño, Justino, pero tú qué pintas aquí!». «Ya veis… Oye, ¿habéis visto a una alemana rubia de ojos claros?». «Desde luego que sí, ayer veríamos a unas siete. Y el otro día se pasó un grupo de treinta». Justino, abatido, intentó convencerse de que el destino le facilitaría las cosas; era el primer día y eso no eran más de diez minutos de metraje. Uno, dos, tres, cuatro. Y cinco albergues después, Justino empezaría a sentir cierto gozo con la ambivalencia de confirmar sus ideas iniciales y sentir que, aun así, aquel viaje hacia el oeste le estaba haciendo sentirse realmente vivo.

Sería un solo día más tarde, esperando en un bar a que una peregrina liberase el teléfono para poder hablar con su madre, cuando, entre risas y muchas consonantes fuertes impropias de un cuerpo tan menudo, distinguiría con extrema nitidez las palabras Thelma‐und‐Louise. Cuando la chica colgó y se giró para liberar el aparato, Justino se plantó delante de ella y, señalándose un dibujo de su camiseta negra, dijo: «Easy Rider». Ella sonrió. Se sentaron juntos. Hablaron de la Ruta 66, cada uno en su idioma. «Motel», dijo ella al cabo de unas horas. Y él comprendió. Preguntó entonces por algún alojamiento «más… Privado» y les indicaron una casa rural a las afueras del pueblo, «Casa Colomba». Mientras salían del albergue, Justino se preguntaba por la distancia que restaría hasta los títulos de crédito.

NOCHE DE LOBOS Y LUCIÉRNAGAS por Isabel Jiménez Moreno

Adoraba aquella casa de adobe y piedra construida por mis abuelos en la posguerra, en la umbría de Sierra Colomba. La Casa Colomba, aunque para todos fue siempre la casa del tío Calisto, tenía un zaguán, una bodega, un cuarto ciego donde no me atrevía a entrar y donde guardábamos las patatas, la cocina con una chimenea enorme y dos habitaciones. En el exterior, un horno de barro donde hacíamos el pan, el emparrado y el corral, y dentro del corral había una higuera, una pila de piedra, un gallinero y la puerta de acceso a la viña. Todo un paraíso.

La Fuente del Aliso y las numerosas pozas, que servían a su vez para el riego de huertos y prados, nos surtían de agua. En el interior de la casa nos alumbrábamos con un candil, y fuera nos alcanzaba con la luz de las estrellas, si hacía noche clara. En ocasiones, papá decía “vamos a dar un paseo hasta la Charquilla”, y nosotros le seguíamos excitados por la aventura y un poco sobrecogidos por la oscuridad. Si teníamos la suerte de encontrar gusanos de luz1, cogíamos uno entre las manos y decíamos: “Mira, papá, yo me alumbro con mi linterna”, y papá sonreía.

Después de la cena nos sentábamos todos al fresco en los poyetes de piedra del corral, debajo del emparrado que durante el día nos daba sombra. Ese momento de descanso, el de antes de irnos a la cama, era el que los mayores aprovechaban para comentar los pormenores del día y para planificar las próximas jornadas. A veces también recurrían a sus recuerdos de niñez y juventud y nosotros escuchábamos con atención. Las historias que más nos gustaban eran las de lobos: cómo acechaban por la noche y cómo aquellos ojos brillantes te hipnotizaban si los mirabas fijamente y ya no podías huir de ellos. Nos agarrábamos la mano con fuerza el uno al otro temblando de miedo, pero fascinados. Y cuando había visita, escuchábamos de nuevo aquellas historias con la emoción de la primera vez.

Aquella noche vino a vernos tío León, que vivía al otro lado de la viña de la tía Martina, y la conversación se fue animando.

– ¿Te acuerdas de Fulgencio? Se lo comieron los lobos cuando venía de ver a su novia. Sólo quedaron las alpargatas. Nosotros abrimos los ojos y nos miramos el vello de los brazos, que apuntaba hacia el cielo.

-Y anda que a Quico… porque salió tu padre dando voces, que si no se lo comen también. Justo ahí, debajo de mi corral. Lástima, a ese se lo podrían haber comido. Dijo el tío León.

-No diga eso, que están los niños. –mamá quiso hacerle un reproche, pero se le puso cara de guasa. Nosotros nos dimos un codazo y soltamos una risita. Todos sabíamos que el tío Quico tenía muy malas pulgas.

Aquella noche sentí la necesidad de orinar y cuando ya no pude más le dije a mi hermano que me acompañara. Muertos de miedo, salimos y nos acercamos a la higuera, cuidando mucho de no mirar más allá del corral, no sea que desde la cancela un par de ojos brillantes nos dejaran paralizados para siempre.

Luego corrimos los dos hacia la casa y atrancamos la puerta, y además arrimamos a ella el viejo banco corrido para hacer fuerza, por si acaso. Y me pasé el resto de la noche soñando con tío Quico y las voces del abuelo, y con las alpargatas de Fulgencio, que se habían quedado huérfanas por culpa de los lobos.

AL ALBA por Nuria Perarnau Andrés

Henchido de gozo y acariciando con su mirada la plenitud de la ladera, al alba, se inclinó sobre los matorrales para arrancar, con suavidad, una pizca de romero.

El aroma prendió enseguida entre sus manos envolviendo cada rincón del emblemático paisaje.

La naturaleza fue despertando ante sus propios ojos, provocando sonidos sugerentes de vida y el gorgoteo del pequeño riachuelo que cruzaba la montaña fue transformándose, sin querer, en un agradable repique de fondo.

Allí, a lo lejos, podía distinguir su pequeño refugio: casa Colomba.

Hacía ya mucho tiempo que frecuentaba aquel lugar, aunque, hasta entonces, no había reparado ni siquiera en ello. Era más bien una costumbre o tal vez, mejor dicho, una tradición familiar.

Lo cierto es que desde que era un niño, escuchó hablar de la casa a sus abuelos, a sus padres e, incluso, a otros familiares no tan directos.

Y a pesar de su acostumbrada manía de echar la vista atrás, tratando de detener el tiempo para su posterior y crítico análisis, no lograba asociar ningún mal recuerdo a este idílico enclave

Sorprendentemente, tan solo hallaba momentos de inusual paz.

Y no se debía al hecho de que él omitiese a los suyos, por norma o por pura cabezonería, la dirección de sus peculiares retiros.

En realidad, todos sabían dónde podían encontrarle si de verdad le necesitaban.

Hasta el momento, no había sido así.

Y al pensar en ello, una franca sonrisa iluminó su rostro limitándose a saborear, una vez más, la felicidad con que su alma, torturada por la tediosa y permanente rutina, se vio sorprendida en aquel instante tan lleno, de improviso, de pura magia.

SUYA, SUYA NADA MÁS por Inmaculada García González

Caía la tarde y Carmen paseando lentamente suspiró dejando que el aire que contenía su pecho saliera. Las cosas habían cambiado, ya no necesitaba exhalar el aire a borbotones.

Apenas recordaba el comienzo de esta historia en la que Carlos se comía el mundo, su mundo y el de ella, en la que era un rey para sí mismo, y para Carmen, hasta que las cosas cambiaron y el rey, seguía siendo el rey, y ella, de ser una princesa había pasado a ser una cenicienta callada y asustada.

Él la ignoraba en sus observaciones y ella dejó de observar, la ignoraba en sus palabras y dejó de hablar, y llegó el día que Carlos la ignoraba en su vida y ella dejó de vivir, dejó de vivir, aunque continuaba respirando. Tantas veces le había redimido de sus bruscas formas y sus malas contestaciones, que pensó que simplemente ésta sería otra vez más en la que se había excedido y le pediría perdón, y ella le perdonaría. Pero algo se le había roto por dentro y ese día dejó de saber perdonar.

Dando el paseo se encontró con María, su antigua compañera de pupitre en la escuela.

Ésta le arrastró hasta un bar para estar un rato juntas y rescatar recuerdos perdidos en el arcón del tiempo. Carmen no quería ir, pero llevaba tanto tiempo sin decir no, que no sé supo negar y el tiempo transcurrió; rememoraron las hazañas de aquellas niñas hoy convertidas en mujeres.

María quería saberlo todo. Estaba deseando escuchar lo sucedido en ese montón de años transcurridos sin saber la una de la otra. A trompicones, entre risas y gestos fue contando su recorrido y luego la tocó el turno a Carmen, que triste y apática fue desgranando, cuenta a cuenta, el rosario de su existencia en esos años. Fue al oírse en voz alta, al escuchar la radiografía de todos esos hechos, cuando Carmen oyó nítidamente la voz de una desconocida que relataba, cómo sin levantar una mano, un hombre había podido dar en su línea de flotación y hundirla hasta llegar al punto en el que hoy se encontraba y en el que no reconocía quién era ella.

María, expectante, escucha sin interrumpir esa confesión en voz alta, que se correspondía con una vida, la vida de una mujer que al querer a un hombre había dejado de quererse a sí misma.

De este encuentro casual ya ha pasado un tiempo y Carmen, ahora dueña de su vida, ha dejado de ser una sombra para volver a ser la mujer valiente y decidida que fue y ha convertido en realidad su sueño; La Casa Colomba, el antiguo pajar de familia, que como ella ha tenido una nueva oportunidad. Ambos han vuelto juntos a la vida. Ahora, entre sus muros de piedra y sus robustas maderas, Carmen se ha fortalecido. Vivir frente al monte, rodeada de árboles, se ha llenado de color, luz y de calma. Aunque ha pagado caro el peaje de transitar libre por la autopista de su propia vida, lucha por reconquistar un territorio personal que jamás debió ceder a nadie. Ahora Carmen en Casa Colomba es

SUYA, SUYA NADA MAS.

PRIMAVERA por Pilar Contreras Moreno

El agua serena y cristalina se deslizaba río abajo, su sonido inconfundible se percibía claramente desde la parte superior del cialis pas cher puente de piedra romano.

Una vez pasado el arco del puente, el bullicioso caudal del agua se adentraba por un estrecho recorrido, hasta llegar bajo la inmensa sombra que proporcionaba la verde hilera de flamantes álamos.

La Casa Colomba mantenía cálida su propia esencia, sus míticas paredes y ventanas destacaban con el sorprendente esplendor de su belleza…mientras el canto melodioso de su entorno aportaba un cierto romanticismo en las primeras citas de enamorados…

Atrás iba quedando el recuerdo de la blanca nieve y el grosor del hielo acumulado, rojas amapolas aportaban alegría al paisaje con la renovada brisa de marzo, una vez más la primavera irrumpía en nuestras vidas, después de un intenso y estacional letargo.

EL ÚLTIMO REFUGIO por César Hurtado Trialaso

Cuatro décadas lleva Paolo persiguiéndome. Siempre está a punto de atraparme, pero en cada ocasión, en el instante postrero, vuelvo a esquivarle. Él intuye que, de nuevo, escapé por poco. En cambio, yo sé con certeza, que según se suceden los fracasos se cuestiona más mi existencia. ¿Y si realmente no le vi? ¿y si no era él? adivino que piensa, ¿y si me volví loco? Tantos años loco. Pobre Paolo. Duda de tan viejo. Desde el ventanal de este enorme salón con poderosos travesaños de madera, le veo decrépito acercarse a mi último refugio: Casa Colomba. No entiendo cómo aún tiene fuerzas para seguir buscándome. A veces considero que debería haberle matado, pero no podría vivir eternamente con la carga de dos crímenes.

Le recuerdo cuando era niño. Era hermoso: guedejas rubias, ojitos azules. Fui amigo de sus padres hasta que, agotado el período prudencial de tiempo que mi condición me exige, tuve que desaparecer para no delatarme. Muchos años después nos encontramos casualmente en la otra punta del mundo. Vivía oculto en una ciudad detestable, gigantesca y laberíntica. Puedo asegurar que hubiese resultado más sencillo acorralarme en el escondrijo más sutil del paraje más inaccesible, que en ese hormiguero de hormigón y acero. Pero sucedió. Nos topamos en el umbral de un tugurio oscuro y decadente. Atónito, me observó como si yo surgiese del mismísimo infierno, o acaso incólume del espacio temporal de su infancia. Cogiéndome del brazo con una fuerza irónicamente sobrehumana,  murmuró mi nombre de entonces, Medeo. Asustado, le golpeé instintivamente, haciéndole caer por las escaleras de acceso. Esa noche, él ya rondaría los cincuenta años. Yo ni siquiera aparento treinta.

Desde entonces, Paolo me persigue con una fe inquebrantable, inagotable al desaliento. Nunca más volvimos a vernos. Solo encuentra lugares recién abandonados, aunque debe reconocer al instante mi olor a sudor y miedo, el calor de mi cuerpo sobre las sábanas aún tibias. Me pregunto qué harían conmigo ahora, en esta época, de descubrir semejante hallazgo. Ciertamente, temí más los tiempos de los circos ambulantes que ofrecían la visión de monstruos horrendos y seres sobrenaturales. Pero ya me cansé de los caminos interminables y de las guaridas de paso. En unos minutos le franquearé la puerta. A estas alturas, no creo que me delate. Sospecho que nunca le tentaron la fama ni el dinero. Además, en pocos años, quizá meses, Paolo estará muerto. Y no merece marcharse sin conocer la verdad.

Yo espero establecerme durante un nuevo período de seguridad aquí, en Casa Colomba, el lugar donde viví hace más de un siglo con Olivia, la única mujer a la que quise. Tuve que matarla para que no revelase mi naturaleza inmortal. Descansa para siempre en el fondo de la Laguna Cernea. Su recuerdo es insoportable. Y eterno.

CIEN MIL TRESCIENTOS DOS por Genaro Longo

A lo largo, ancho y hondo de los años, los humanos han hecho pequeños aportes al conocimiento universal. Estas contribuciones han llevado al saber a su más grande conclusión: ya no hay nada nuevo. Y no porque todo haya sido inventado, sino porque todo se repite.

La Estadística, la ciencia más respetada por la civilización conscientemente cíclica, saltando por las cabezas de centenares de estudiosos, ha podido desviar esto a la realidad: un larguísimo Informe, del que todo el mundo conoce sólo la primera página ─pues es la más importante─ establece los períodos en los que tarda en nacer, o prepararse desde la muerte o desde el polvo cósmico, un humano notable.

Así, el Informe, ya milenario, establece que cada treinta años nace un buen abogado; cada setenta, un gran empresario; cada cien, un preciso médico; cada ciento treinta y tres, un buen político y un líder revolucionario; cada ciento cincuenta un gran poeta y un importante filósofo; cada doscientos diez un gran pintor y un gran músico; y cada doscientos sesenta un visionario ingeniero.

Es un gran acontecimiento, todavía, el día en el que se cumple una de estas fechas. Todos los años, nueve meses antes ─algunas ocho, siete o incluso seis─, las parejas intentan encajar a su primogénito en la presencia de un personaje notable. Así, todos tienen una suerte de calendario y línea de tiempo, que marca únicamente las fechas exactas en las que el mundo verá nacer al gran poeta o al preciso médico. Estos calendarios sin nombre suelen pasar de generación en generación: los cálculos nunca han necesitado una revisión.

De este modo, a veces acontece que varias fechas coinciden y estos bebés con destino nacen incluso de la misma madre. El caso más increíble ha sido el de los cuatrillizos Colomba: un pintor, una cirujana, una presidente y un empresario, hijos naturales de Alfonsina y Martín.

Lo que aún no se ha podido predecir es en qué lugar nacerá cada personaje: sólo circulan ciertas creencias ─aunque ninguna actualización del Informe lo ha corroborado─, que establecen, a saber, que los ingenieros nacen más en otoño, que los filósofos se dan sólo en el hemisferio norte, o que los músicos prefieren crecer en lugares de relieve tranquilo.

Sin embargo, el hecho de que se conozcan estos datos y sea universalmente verídica su dogma, no significa que el mundo no conozca nacimientos en fechas insípidas, ni que esté condenada a la angustia y el lamento la vida de aquellos dados a luz en épocas tenues. No es el destino lo que busca todo el mundo.

Igualmente, hay una sola fecha capaz de opacar al gran músico y empresario, al visionario ingeniero o a los cuatrillizos de la memorable Casa Colomba: la que se da cada cien mil trescientos dos años.

No se conservan registros, libros ni testimonios, de por qué es tan importante este personaje, pero no cabe duda alguna del valor inconmensurable que en sí aguarda; el valor de una cosa está inversamente conectado a la facilidad con que se consigue o se logra, daba en el clavo uno de los primeros filósofos.

Hace nueve, siete, cinco y hasta cuatro meses, las parejas han comprado un número de la lotería mundial más importante. Hoy se sienten patadas en el occidente y gritos en el oriente, un taxi corre por una lejana estancia, y en una acolchonada sala de hospital nacen por parto natural, o cesárea, bebés que prometieron ser como aquel por el que se conoce el año uno.

CUCHILLOS DE LUNA por Teresa Rubira

Recostado sobre la cama, y mirando al techo, el sueño se le antojaba lejano. Agotado por tan largo viaje, había decidido retirarse temprano, pero la extraña mezcla de alegría, nostalgia y emoción, le impedía el ansiado descanso. Se resignó, paseando la mirada por todos los rincones… A los pies, sobre una estantería de conglomerado, guardaba su acostumbrado equilibrio la entrañable foto, grande y sin enmarcar, cuyos protagonistas observaban desde su propio pasado. Junto a ella, tres despertadores antiguos, con campanilla, ofrecían tiempo detenido. Contempló el armario: alto, profundo, sobrio, capaz de albergar ropa y recuerdos de media vida. A su lado, evidenciando la diferencia de tamaño, una silla de madera con asiento de anea, custodiaba dos toallas que, orgullosas, mostraban su bordada identidad: “Casa Colomba”. La luz sepia de lámpara vieja disfrazaba el blanco otrora inmaculado de las cortinas y hacía brillar el cristal de la mesilla de noche, bajo el cual, un montón de estampas amarillentas demandaban fe y protagonismo, mientras los ramilletes del papel trepaban las paredes compitiendo en alturas.

A pesar del tiempo transcurrido, todo quedaba entrañablemente cercano en la pequeña estancia que conocía sobradamente. Sonrió y, cuando las pupilas comenzaban a rendirse, se dejó perder por el pajar de niño…

Un golpe del pie derecho contra el final de la cama lo sacó de su adormilamiento. Estaba claro que no todo había crecido con él. Sin duda para compensarlo, el colchón de lana que los abuelos aireaban de año en año, se hizo más mullido y lo envolvió con calidez. Las mantas pesaban, siempre habían pesado y, si la sábana -puro paño- se desplazaba un poco, su picor molestaba en cualquier trozo de piel; pero aún permanecía en ellas el agradable y recordado olor añoso, mezcla de baúles, naftalinas y jabón de casa…

Se trasladó sin esfuerzo a escenas pasadas. Aunque la vida había transcurrido sin detenerse, como el río, aún podía tocar dentro del corazón, todo el amor que sentía por aquella casa y aquellas personas ya ausentes.

De pronto, la sensación de unos pasos conocidos le acariciaron el recuerdo.  Cerró los ojos a la vez que presentía cómo se acercaban. Eran los mismos que tantas y tantas noches de otro tiempo, en medio del silencio, conducían a su padre hasta esta misma habitación, con el propósito diario arroparlo. Entonces, se abría la puerta muy despacio, y notaba junto a su cara la respiración profunda de una persona buena, luchadora, valiente. Se acurrucó evocando el gesto protector y fuerte, tantas veces vivido. Con frecuencia deseó decirle: “no te vayas, no me he dormido todavía…”, pero sabía bien que a él le quedaban pocas horas para ir al trabajo de nuevo; el campo resultaba siempre un mal amo…

Alargados cuchillos de luna se formaban entre los pliegues de las cortinas, amansándose en la gran foto. Les dio a todas las buenas noches y pidió soñar con ellos…

 

VIAJE DE IDA por Rosendo Gallego Menarguez

Es mi día grande.

El Correo de Andalucía, más conocido como el “Sevillano”, es un tren de lo más lento. Desde Manura hay raíles interminables hasta el dichoso pueblo andaluz de Isorno, el “culo del mundo”, como dice papá.

Mis padres y tía Cleta se afanan con la maleta grande, las dos pequeñas, los bolsos de tela, la cesta de mimbre. El andén se llena de gente, de gritos y niños que lloran, ríen y corren. Mi hermana y yo ayudamos a subir a la abuelita mientras tía Cleta limpia esmeradamente los asientos con su trapo amarillo. Nos acomodamos.

Zumban las moscas en busca de oxígeno. Me divierto sacando medio cuerpo por la ventanilla. Leo los letreros que dicen coche-cama, qué raro. Un reloj grandote marca lo que falta para la salida. Dos pitidos largos, y segundos después el tren se mueve, remolón. “Ya vamos, papá”, exclamo. “Sí hijo, es la hora, siéntate bien”. Pronto se pierden los ecos del andén.

El tiempo pasa lento, retenido por el vuelo de los insectos y el estallido de los rieles. El tren se balancea. Veo desfilar tapias rojizas, campos verdes, el violeta de las viñas, trigales amarillos, y una mujer chiquita que desde su era me sopla besos con la palma de la mano. Las espigas tempranas se inclinan haciéndome la ola. En un prado, tres vacas blanquinegras engullen la hierba. La máquina sube y baja, vuelta a vuelta, tirando. Alejándonos de Manura. Papá y mamá tienen cara de preocupación. Cosas de la guerra. Empiezo a sentir pellizcos de nostalgia. La ventanilla abierta me bautiza con una ráfaga de carbonilla. Paramos cada dos por tres. Suben mujeres enlutadas con fardos gruesos que esconden bajo la falda. Pregunto a papá con la vista y me hace una seña de silencio. Luego me cuenta que es del estraperlo de patatas y pan blanco.

En mi bloc numerado, regalo de tía Cleta, anoto: Pasa un camarero bigotudo vestido de blanco. Sonríe con una ceja y da campanillazos voceando turnos de comida.

Papá le sigue un momento con los ojos y luego los baja.

Huércal Overa, estación bien puesta, quince minutos de parada. Sobre la puerta del jefe de estación pone: “España ha sido colocada providencialmente por Dios en el centro del mundo”. Me rasco dos veces la coronilla. Papá baja a la cantina, nos trae refrescos y un pastel para abuelita. Dos guardias con tricornio registran los vagones, tres mujeres gordas corren a zancadas por el otro lado de la vía.

Huyo de las moscas. “Ven”, me dice mamá, “ponte en este rincón, tápate con la manta y suéltate los zapatos, a ver si te duermes”. Según el reloj, dormí ocho horas y treinta y cinco minutos. He soñado con la Casa Colomba. Y con mi mosca de la guarda.

Con el alba, el pueblo de Isorno parece regocijado por el dindonear de las campanas de una iglesia. Mis padres están muy serios. ¿Qué nos espera?

LA NARIZ ROJA DE DAVID GARRICK por Jesús Francés

El profesor de risoterapia llegó tarde al congreso sin haberse preparado la ponencia y sin tener ni idea de lo que iba a decir. Había perdido la cadencia exquisita que proyectaba en sus palabras cuando hablaba de cómo los dioses reían ya desde la antigua religión ugarítica. No había recuperado el ademán enfático que imprimía convicción a cada una de sus frases. Carecía ahora del gesto carismático de su rostro afable y no poseía la profunda bondad sincera que emanaba de sus ojos cuando, como al azar, se fijaba en las jóvenes y bellas alumnas embobadas o en las abuelas que se lo comerían a besos como a un nieto predilecto.

Estaba cansado de las mismas recetas consabidas sobre lo fácil que era ser feliz en este mundo hecho a la medida de los ganadores, de los que luchaban, de los que se obstinaban en perseguir sus sueños. Ahora se enfrentaba con su propio vacío y no sabía cómo solucionar lo del rictus severo y agrio que se había instalado desde hacía meses en su rostro otrora risueño. Se repetía sus prefabricados mantras antes de enfrentarse al auditorio deseoso de escuchar una vez más las ocurrentes ideas de David Garrick sobre la risa y sus benéficos efectos cuasi milagrosos en la vida de los hombres. “Respira hondo, respira hondo y sonríe” se decía a sí mismo buscando la confianza que se le escapaba. “Sal ahí y diviértete y da esperanza a esa gente…” Pero sus dotes de gurú simpático se habían desleído como una sonrisa leve y fugaz, de compromiso ante un chiste malo que no hace gracia. Lo peor es que ya nada le hacía gracia. Había empezado a amargarse por todo y con todos. Sus últimos libros, aunque se habían vendido bien, destilaban un incipiente pesimismo de excombatiente que estaba de vuelta de todo, impregnado de una lucidez sombría que arañaba sutilmente el final de cada capítulo pretendidamente optimista.

De pie frente al atril delante de toda aquella gente tosió por quinta vez consecutiva, volvió a beber agua y empezó a sudar con profusión. Aflojó el nudo de su corbata por ver si las palabras elocuentes fluían hasta su boca reseca. Pretendía henchir sus pulmones de aire, pero una ansiedad indefinida e ilocalizable provocaba cortes en su respiración maltrecha. El nudo en el estómago, las ganas de llorar y de salir corriendo. La gente se inquieta. El silencio incómodo dura ya minutos. Pronto se acercarán los de la organización primero a ofrecerle ayuda y luego a pedirle explicaciones. La decepción en las caras de sus incondicionales. El vértigo. “Me ahogo”. Escalofríos. Fundido en negro.

Varios capítulos más tarde, escribe el epílogo de su último libro envuelto en la paz como de arcadia de Casa Colomba. Si cierra los ojos, fuerte, siente trotar por el páramo caballos salvajes. No más autoayuda. Ya no engaña a nadie. Ya no vende quimeras ni atajos de soluciones fáciles. Todavía no acaba de creerse que él mismo sufriera el síndrome del payaso triste. Todavía no ha descubierto qué resorte pulsó, quién sabe qué tecla para salir triunfal de aquel simposio de la risa difícil. Una idea tan brillante como simple.

Eso sí, fue raro oírle hablar sin parar durante hora y media con la voz gangosa por culpa de la nariz pinzada. Parecía un muñeco sin ventrílocuo. Era mágico oír al público reírse honestamente.

Desde aquella conferencia nunca más se ha vuelto a quitar la nariz roja David Garrick.

EL DEBER DE LA LUCHA por Oscar Felipe Fernández Aguirre

Era una mañana fría, pero la cama estaba desarreglada y la casa estaba vacía. Entonces alguien abrió la puerta, un joven con sudor en su frente y una camisa colgándole del pantalón entró en total silencio al apartamento y se acostó a dormir; aunque sus movimientos eran los de alguien normal, gemía de dolor y su rostro mostraba desagrado, se cuestionaba cómo es que lograba dormir en ese estado.

A las siete de la tarde recibió una llamada de la bodega a la que llamaban Casa Colomba; el lugar era una bodega abandonada en la que se realizaban peleas callejeras y en la que lo conocían como Tai. Tenía que presentarse en una hora para una pelea por el título de ‘rey de la pista’; no podía negarse, esa era su única fuente de ingresos y tampoco podía perder porque entonces, no le quedaría nada.

Tomó un baño, se cambió de ropa, se sentó en la cama, cerró los ojos y se concentró en el silencio de la casa. Estuvo allí por más de diez minutos. Cuando abrió los ojos le quedaban diez minutos antes de su pelea, pero no se apresuró; salió de casa de forma tan silenciosa como había entrado en la mañana. Una vez en la calle, Tai empezó a correr hacia Casa Colomba, normalmente a media hora de distancia, para él sólo serían diez minutos.

Cuando llegó a la bodega, tuvo que entrar por una puerta trasera que daba a un callejón donde un vagabundo era el único que se molestaba en saludarlo, aunque él no hiciera lo mismo. Cerró la puerta detrás de sí y se dirigió directamente al cuadrilátero; al igual que él, se hizo el anuncio de la pelea de inmediato y entró su contrincante a escena. Al ver a su rival, Tai supo que no podría recibir más que un par de golpes de la persona que tenía en frente; un hombre un par de centímetros más alto que Tai, pero con una masa corporal muy superior a la de él. Viendo la mirada de su rival y, aunque prejuicioso, Tai concluyó que mentalmente tenía ganada la batalla; podía ver el hambre de victoria y la ira que le transmitían su rival, y percibía cómo lentamente la sed de sangre del lugar nublaba el juicio del novato frente a él.

Teniendo en cuenta que su rival no se presentó ante él, Tai tampoco lo hizo, sin mencionar que aun así no lo hubiera hecho. Se preparó. Exhaló por la boca e inhaló tranquilamente por la nariz. Movió un poco los brazos, alineó los codos y muñecas de forma vertical y se cubrió el rostro. Su rival tomó una postura similar, pero con una diferencia crucial, sus codos estaban muy separados entre ellos. No estaba listo para la situación. Sonó la campana.

De inmediato, Tai tensionó sus piernas; mientras veía cómo su rival cargaba contra él, se agachó para evadir el gancho derecho del rival, dio un giro hacia la izquierda y le asestó un gancho en el costado del pecho; aunque, notoriamente, más débil que su rival el golpe fue certero y logró que este se retorciera un poco. Sorprendido por la velocidad de Tai, su rival le tendió una trampa, hizo exactamente el mismo movimiento que la primera vez, pero esta ocasión giro junto con Tai y logró lanzarlo al piso impactándole el rostro. Tai se levantó con la cara llena de sangre del lado derecho. Su mirada cambió al punto que su rival dudo un momento de quien tenía al frente. Exhaló por la boca mientras se cubría el rostro llenó de sangre. Inhaló por la nariz ferozmente. Tai atacó. Un golpe directo en el estómago que lo inclinó hacia adelante, seguido de un gancho izquierdo en el rostro que lo levantó de nuevo, y un golpe en el plexo solar, a apenas unos milímetros del corazón. El rival de Tai terminó en el piso. Tai salió por la puerta trasera y cayó al piso. Su cuerpo no respondía después de la pelea, pero agradeció que ese día hubiera terminado.

UN TREN DE ÉPOCA por Jorge Jarrillo Bahón

Era el último vagón del último tren que salía de Recoletos hacia Casa Colomba. Era lunes, lo cual explicaba que fuera el único viajero de ese tren. Iba leyendo un libro cuando el tren pitó y cerró las puertas. El tren partió con todos los vagones excepto el mío que, incomprensiblemente, se quedó varado en la vía viendo salir el resto del tren. Abrí las puertas y salí, según recorría de vuelta los pasillos los vestíbulos del tren se llenaban de vida de personajes que iban vestidos de caballeros y damas del siglo XIX, los hombres llevaban monóculos y bigotes, las mujeres sombreros de época y botines. El reloj marcaba las doce del mediodía y todos ellos me miraban como si hubiera salido de una fábula de Samaniego.

Hablaban de mi IPAD como si fuera un artilugio del diablo y de mis vaqueros desgastados y mi mochila sucia como si volviera de la guerra, se me acercaban y me daban monedas de dos reales y mendrugos de pan. Yo les hablaba de fútbol, pero ellos se reían cuando les intentaba explicar quién era Ronaldo. A la salida del tren había un hombre que vendía pitillos y cerillas, la calle era un arenal que iba desde la Castellana a la Fuente de la Cibeles en la que transitaban carros, animales y algún coche con manivela y alguna diligencia con pasajeros y maletas. La florista, descarada, que viene y va, no pudo ponerme un clavel en el ojal porque no encontró acomodo en mi sudadera. Y al no encontrar sustento me preguntó mi nombre, y al abrir la boca para decir “Jorge”, un clavel se me coló en ella. Se sirvió de los reales que tenía en la mano y me distrajo con un “pa’ servidora que tiene que comer” mientras sus dos churumbeles me cogían los mendrugos que recién había recolectado en el tren.

Dos policías en caballo con uniforme de la guardia isabelina, con casco, pluma y bayoneta se me acercaron y me preguntaron por mi paradero, les enseñé mi DNI y quisieron detenerme, afortunadamente en ese momento se produjo un alboroto en uno de los puestos del cercano mercado de San Ildefonso y el tumulto me arrastró lejos de allí.

Pasé por la calle del Almirante donde ayer cené en un japonés, y sólo pude llegar a ver un puesto ambulante de verduras y hortalizas de huerta. El monumento a Colón había desaparecido y el Teatro Fernán Gómez era una entelequia. No hacía más que preguntar por calles y objetos del siglo XXI, y lo único que reconocí fue una baraja de cartas Heraclio Fournier, un paquete de pipas Facundo y una Coca Cola en un gigantesco cartel de publicidad.

Corrí desesperado la Castellana arriba hasta que tropecé con un charlatán de feria que vendía un elixir para hacer crecer el pelo, me lo tragué pensando que era una gaseosa hasta que me di cuenta del potingue que estaba tomándome, “No importa hijo, es agua” dijo riendo un oyente del “Científico Marcelo”, que así es como se hacía llamar el charlatán.

Seguí corriendo hasta llegar exhausto a una esquina, donde una persona vestida del medievo se me acercó y me dijo: “Tú vistes raro, ¿tú también saliste de ese agujero?”, dijo señalando al tren. Pues si es así, vuelve a entrar por dónde has venido y estarás en tu casa, fuere cual fuere, de regreso. “¿Y tú no regresas?”, le pregunté, “Pues no, hijo mío, aunque por época podría ser tu tatarabuelo quinto, aquí al menos me tratan mejor que en el siglo del que vengo”.

FIN

MUDANZA por Yolanda Nava Miguélez

Ahora vivimos en el ático de un edificio de veinte plantas. Las vistas son espectaculares y estamos adaptándonos bien. El abuelo se ha hecho dueño del que califica el mejor invento conocido: el jacuzzi, y ya casi no mienta la poza del jardín. Los niños están alucinados con las videoconsolas: pulsar botones y mover mandos acapara toda su atención.

Nuestro hijo adolescente no sale del gimnasio, hechizado por los modernos aparatos ha arrinconado su inseparable bola metálica. El territorio de mi mujer es el vestidor, ocupa el tiempo clasificando por colores zapatos y trapitos. Yo me he instalado en mi lugar favorito: la biblioteca. No estoy mal, aunque los libros son un tanto extraños, estoy con uno de autoayuda para ejecutivos estresados que me está costando comprender, añoro los tomos encuadernados en piel de El Quijote.

Pero nos preocupa la abuela… no se ha movido de un rincón de la sala de estar desde que llegamos; intentamos animarla, la invitamos a salir a la terraza y perderse entre los neones que salpican la noche, pero no reacciona. Ni siquiera las cenizas de la chimenea la estimulan, tal vez le recuerden los restos de nuestra mansión. Le explicamos que doscientos años son demasiados para una vivienda y que Casa Colomba los superaba, mentimos prometiéndole volver cuando la reconstruyan, pero no se resigna y tememos que peligre su incorporeidad, y es que los fantasmas, aunque hueco, también tenemos nuestro corazoncito.

HISTORIAS DEL HOSPITAL Y OTRAS COSAS por Yeniset Baz

El beso.

Un día como cualquier otro, en mi atelier Casa Colomba, donde ahí hablo a través de mis pinturas ya que no logro ser tan eficaz y elocuente con mis palabras. En esos momentos realizaba mi obra: El beso, casualidades del destino, ¡vaya uno a saber!, cuando sonó el móvil, me retiré del lugar y fui inmediatamente.

Una vez más ingresé a ese edificio, blanco, frío con rostros de alegría mezclados con incertidumbre. Algunos pálidos, gélidos, otros simplemente tristes. Percibí ese olor inconfundible entre remedio y veneno. Caminé por ese amplio pasillo entre voces y sollozos. Observando las esperas, escuchando involuntariamente las charlas vacías y los silencios profundos. Así me fui aproximando a tu habitación, entre colores fríos, aromas y rostros. ¡Ahí estabas!, tan perfecto ante mis ojos. Como siempre.  Inmóvil y perenne, las sábanas te acariciaban. Tú piel, ¡inmaculada piel! Sutilmente alcanzada por agresores que visualizaban tus latidos y retenían tú aliento. Eras tú y no lo eras. Yo te vi perfecto, quizás te contemplaba a través de mi alma. ¡Sí!, fue eso. Respiré, suspiré, inhalé coraje, ese que se logra en esas circunstancias. La vida te apura, te moviliza, te convierte en su hoja que baila con el viento. Como el bailarín que ejecuta su danza. Con esa mezcla de emociones, que nos hiere, que nos evaporiza, que nos convierte en más humanos y más bestia.  En ese instante al exhalar coraje. Sostuve tú mano, esa que tanto anhelaba. Sentí tú calor generado por ganas, por ansías. ¡Óyeme! te dije.  Abriendo mi monólogo con mis sentimientos y con mis remordimientos. Tuve ganas de expresarme verborrágicamente. Mi timidez, ni en esa oportunidad me soltaba la mano, siempre fue mi fiel compañera. ¿Qué decirte?, ¿todo era importante?, ¿cómo expresar lo que siente el alma? ¿cómo resumir el amor? ¡No! imposible. Decidí despedirme y acto seguido. Sentí el calor de tus labios, más suaves que la seda y más ardientes que el sol. Rocé cada uno de sus pliegues. Mojé mi ansiada alma, de forma lujuriosa y angelical a la vez. Un segundo, dos o quizás tres segundos. ¡Que importaba! Sellamos nuestro final.

HOY QUIERO RECORDAR por David Andrés Fernández

–¿Sabes, Paloma? El destino quiso que cayéramos en este lugar. Al despertar lo he visto con claridad. Anoche cuando dejamos las maletas no me di cuenta, pero ahora, aquí echados en la cama, la luz de la mañana entrando por esa ventana me lo ha hecho ver. Ésta era la casa, o al menos parte de sus cimientos. El lugar de mis sueños recurrentes en ocasiones convertidos en pesadillas con las que te despierto. Fue aquí, pero en otro tiempo. Nunca te lo he contado y sé que no me vas a creer.

Creo que el primer recuerdo que tengo es un sueño, uno de tantos sueños que me han acompañado siempre. Son recuerdos de un pasado antiguo que trascienden en la noche. Recuerdos, de lo que ahora estoy seguro, fue una vida pasada. No me reconozco, pero soy yo, o lo fui. Aparezco como un guerrero de túnica blanca y cruz en el pecho. Atuendo talar de caballero templario. Recorro cada noche las rondas de guardia en mis sueños y oigo hasta los cascos del caballo en las calles empedradas. Veo un torreón entre la nogaleda que no debe encontrarse muy lejos de aquí, creo que en esa dirección. También veo… bueno…

–No pares ahora, continúa.

–Pues que también la veo a ella, descansando junto a la laguna. Nunca logro recordar su cara, pero sé que es hermosa. Perdóname, pero nadie diría que es una labradora después de sentir su tacto. En sueños nos encontramos furtivamente al abrigo de la noche entre los juncos de una chopera cercana al río. Me veo salir del campamento, y llegar a pie a su encuentro, pero noto que alguien nos observa. Tal es mi agitación que llego a despertarme. Pero no es en nada comparable a mi sueño más lúcido y turbador. Comienza con la algarabía de una fiesta y yo mismo saltando la hoguera de San Juan. Al momento aparezco aquí, en esta casa, disfrutando junto a ella.

Luego empiezan los golpes en la puerta. Nos descubren. La apresan y me arrastran apaleado hasta la plaza, donde un Maestre sostiene un libro de brujería junto a una pira.

¡No es de ella!, grito con todas mis fuerzas, pero de mi garganta no sale ni un leve murmullo. Sólo escucho el fuerte crepitar de la hoguera mientras las llamaradas la alcanzan. Al momento aparezco en medio de una batalla en una tierra lejana y puedo oír, escucho lo que no quiero…

–¡No sigas Soldán! No quiero que me digas lo último que oyes. No soporto el silbido de la flecha y tu grito ahogado, tu último grito. No es verdad porque entonces… entonces estoy loca o yo soy ella. Llevo soñando con esto desde que te conocí. Con el atardecer en la laguna. Es la laguna Cernea y está aquí al lado. No te veía la cara por el yelmo. Ahora sé que eras tú. Me dijeron que esto antes sólo era un pajar… ¿Sabes que significa Colomba? Significa Paloma. Ésta era la casa, aquí se cruzaron nuestras vidas.

–Sí, Paloma, es verdad, por algo se llama “Casa Colomba”. El descanso del guerrero y su dulce dama. De nuevo nos volvemos a encontrar en el tiempo y en el mismo lugar. De verdad lo crees, ¿no, Colomba?

–Sí, Soldán, no eran sueños, son recuerdos.

–Venga Colomba, desayunemos y vayamos hasta la laguna, hoy quiero recordar.

ME DESPERTÓ EL SILENCIO….. O TAL VEZ FUE LA LUNA por Miguel Ángel Ramos

Habíamos llegado cuando empezaba a oscurecer, porque las salidas de Madrid de los viernes son complicadas por el tráfico. Nos había dado tiempo de dar una vuelta, ver el río, las eras, las casas de piedra… y percibir una lluvia fina, mansa y refrescante que no nos caló.

Ahora eran como las tres de la madrugada y me desperté. No tenía que ir al servicio, no sudaba ni tenía frío, la cama era cómoda y la almohada perfecta. Era como que ya hubiera descansado. No se oía absolutamente nada, y me di cuenta de que la luna estaba en un ángulo del cielo que nos iluminaba y me daba en la cara (bañaba mi rostro o lamía mis mejillas que quizá dirían algunos poetas). No resistí y me levanté. Pili dormía y los niños también. Me preocupaba que se estropeara el tiempo, pero estaba despejado y se veían muchas estrellas.

No quería dar luces, encendí la linterna del móvil y salí al jardín. Abrí el portátil para ver el pronóstico del tiempo y para intentar identificar las estrellas (había muchas o mejor dicho se veían muchas). Oí algo y era el disco del portátil: nunca lo había oído.

Sabía que había vida en los árboles, en el río, en el aire y bajo la tierra. Para confirmarlo voló algo, pero no eran pájaros ¡eran murciélagos! Pero no me asusté, y quizá ellos sí viendo a alguien en ropa interior con un ordenador y mirando a las estrellas: un humano atípico, al menos a esas horas. Veía unos ojos en una rama, que podían ser de una lechuza, un búho… los de capital no entendemos.

Olía a hierba húmeda, a espliego (lavanda) como la que ponía en los armarios mi abuela en saquitos de tela que hacía ella misma, quizá a tomillo también, a hierbabuena ¿o sándalo?, tal vez a hierba luisa ¿verbena? Recordé lo que dicen que había dicho alguna vez Miguel de la Cuadra-Salcedo, que había fallecido pocos días antes: “Un ordenador no podrá nunca sustituir el olor de la tierra húmeda tras la lluvia”.

Miré donde estábamos, que era entre los términos de Turienzo de los Caballeros y Santa Colomba de Somoza, pero en el casco urbano de ésta. Imaginé a los caballeros por esas tierras, a los arrieros con sus mulos de transporte, antes a los romanos buscando oro, seguramente a los moros… después a los franceses en la Guerra de la Independencia… y los peregrinos pasando muy cerca por el camino de Santiago desde hace siglos.

Por un momento no me preocupaba la política ni la prima de riesgo, ni la declaración de la renta, ni los objetivos de ventas. Sobreviviríamos.

Pensé que me sobraba el portátil, que era suficiente lo que teníamos, que era mucho más de lo que habían tenido casi todas las generaciones anteriores, y que había que vivir ese momento. Antes de apagar el portátil puse un correo a nuestros amigos, que habían estado en Semana Santa: gracias por habernos recomendado Casa Colomba (Columba, Paloma…). Si alguna vez me pierdo que me busquen aquí, donde yo me he reencontrado. Hacía mucho que no me sentía tan bien.

Me volví a acostar. La luna no me daba de lleno, como que respetara mi privacidad y me dejara dormir, pero no podía: era como que estuviera descansado, pero cuando entraba la claridad y los niños pedían ir al río, me di cuenta de que sí me había dormido, y seguía como flotando.

VIRTUD DE LIBERTAD por Andrés Bejarano Randazzo

Día 2, 13:00 h

Por fin. He vuelto a la casa de mis padres.

Día 2, 8:00 h

Estoy en el aeropuerto. Tengo los labios secos y me duele la cabeza, quizá sea deshidratación.

Día 2, 6:00 h

Estoy en el lobby de Casa Colomba, espero un taxi, no traigo mis maletas conmigo. Mi madre me habla entre sollozos y gritos. Pobre de ella, también está en shock. Me ofrece un sorbo de su ginebra, no estoy para alcohol, le digo.

Día 2, 3:33 h

Mi madre duerme a mi lado, no puedo detener mis lágrimas, salen de mí a raudales. Me duele la cabeza. Me siento ultrajada, violada, abusada, tonta. Mi padre ha golpeado a la puerta durante los últimos 10 minutos. Han llegado los de seguridad, oigo un par de órdenes, y unos pasos que se alejan por el pasillo.

Día1, 23:45 h

Mi ahora ex marido me persigue por entre las cabañas del hotel. Yo camino y camino sin rumbo fijo. El trata de detenerme, pero no se atreve a agarrarme por el brazo, porque hay muchas personas en las terrazas. Sé que quisiera explicarme a gritos, como siempre, pero le da pena gritar. Estoy cerca del campo de golf, cuanto quisiera un “madera tres” para callarlo. Finalmente me doy media vuelta y le digo: ¡Ándate a la mierda!

Día 1, 22:50 h

Vengo del bar del hotel, estaba tomando un Gin Tonic en la compañía de mi madre. Hablábamos de lo especial y gratificante que había sido que mis padres nos acompañaran a mi esposo y a mí en ésta, nuestra luna de miel. Esa tarde mi padre jugó, con mi ahora exmarido, 18 hoyos. Mi marido no vino esta noche a cenar, y se quedó en el cuarto aquejándose de un dolor de cabeza, al mismo tiempo me prometió una sorpresa. Mi padre por su lado se levantó apenas terminó de comer y se fue a su cuarto a descansar.

Día 1, 22:55 h

Llego a la puerta de mi habitación; se escucha a un hombre gemir. Deslizo la tarjeta en la ranura, abro la puerta y entre las sabanas mi marido se estaba revolcando con mi padre.

MIÉRCOLES DE DOLORES por Sara Bureba Paredes

Un sonoro vozarrón se alzó sobre el caos reinante, mezcla de polvo, gritos, sangre y olor a panceta requemada –Mi capitán venga para acá, el costalero ya volvió en sí- El capitán Ramírez, hombre de recias maneras e irregular figura, exhibía al mundo sus ciento sesenta y cinco centímetros de legionario, mientras caminaba con paso firme y marcial hacía la zona de atención médica. El sudor chorreaba desde la frente hasta su poblado bigote.

-A ver usted, el del Madrid- le dijo al joven que presionaba un trapo con hielo contra un escandaloso hematoma en su cuello – ¿me puede empezar explicando por qué salió con esa facha en la procesión?

-Mire comandante, yo había hecho la promesa a la Virgen de que si el Madrid ganaba la Champions la llevaba a hombros este año; como faltaban costaleros, me aceptaron encantados. Lo que no sabía es que mi hermano había prometido lo mismo si el Atleti ganaba la liga. El problema apareció al no llegar nuestras túnicas a tiempo, ya que, como ninguno de los dos estaba dispuesto a fallar en su promesa a la Virgen, el resto tuvo que aceptar que fuésemos así vestidos. Lo peor fue que como el gañán de mi hermano no tenía la camiseta, se colocó el chándal rojo del Atleti, ahí, a pasar calor, hay que ser gilipollas.

Y no sabría decirle cómo empezó todo mi comandante, creo que fueron varias cosas; al vernos salir así de la iglesia, los vecinos se pusieron a insultar a un equipo u otro cabreadísimos. Por lo que cuentan algunos las voces alertaron al Eustaquio, el vaquero, que fue a ver qué pasaba y se dejó mal cerrados los goznes de las traseras, escapándose varias vacas y dos cabestros que bajaron escopetaos por la calle de la Casa Colomba. Los de la banda debieron atraer a los animales con la música, y claro, lo último que esperaba mi hermano, en pleno esfuerzo por cargar con la virgen a pulso era tener que hacer cortes al cabestro, que se abalanzó sobre él. ¡Jodido chándal rojo! ¡A ver cómo le explico la cornada a mi madre, que está en un viaje del IMSERSO a Benidorm! Gracias a Dios que intervinieron ustedes, sino el maldito bicho lo mata a cornadas. Lo que pasó después a mí ya me pilló inconsciente porque se me cayó la virgen encima.

Al ver que no iba a lograr más información sobre el posterior tiroteo de aquel desgraciado, el capitán se alejó cabreado. Tenía claro por qué habían disparado ellos, pero no lograba averiguar quién comenzó a disparar en sentido contrario, convirtiendo aquel pueblo de Castilla en una batalla campal. Y lo que realmente le carcomía era que aquel lío, que había comenzado como una trifulca futbolera de cuatro paletos, le había costado aquello que más quería. Había arrancado de su lado, a su más fiel camarada, su alférez de confianza, la cabra Blanquita. Y lo peor de todo era que, con lo madridista que era él, su nívea cabra ahora sería eternamente rojiblanca.

RECORRIDOpor Juan Francisco Cañete Romero

El tren, procedente de Madrid, estaciona en Oviedo; la noche era ya de color oscuro y él, mi padre, nos estaba esperando; la llegada fue oportuna, la lluvia arreciaba por momentos, con mayor y menor intensidad; tardamos unos minutos en encontrar un taxi, necesitado por el equipaje, que era bastante, para ser transportado por los que allí estábamos, teniendo en cuenta que una niña de un año debe ser transportada en brazos, y una niña de diez años no tenía fuerza suficiente, por el peso que había de soportarse en unos doscientos metros, hasta la salida del autobús. Conseguido el taxi a los veinticinco minutos, puesto que la circulación era movida, había fiestas en Oviedo, llegamos a la casa de mis padres y, ocasionalmente, aunque se hace largo, a la mía. Cuarenta y cuatro horas de trabajo, a partir del lunes, han sido la fiera cruel; son las que recuerdo con reciente y profunda violación de mi ser trastornado, por la idea de la esclavitud sin cadenas físicas. Cuarenta y cuatro horas de enojosa estancia, en esa fábrica de oscuras sombras y pérdida de vida vivida, a gusto del que consume su existencia. Recuerdo el ayer de hace horas, en el intermedio, entre dos luces sombrías, adaptadas y algo felices e infelices, el mecanismo de mi cuerpo, agitado sin palpitaciones, imparable, intemporal y aciago. Hoy, aquí, he vuelto a ver la proximidad del viaje puramente eterno de unos ojos cuasi fantasmas, sin reposo, hacía el extremo de lo que ya no es vivido en el conocimiento terreno, de las cosas de rutinario instante. Y va a irse desde esa cama hospitalaria, desde donde las flores y los árboles que conforman el bosque que rodea, sólo puede vislumbrarse a través del reflejo del crudo y algo borroso recuerdo de la mente…. Y el deseo de la materialización del estado natural de la selva, cercana ya la muerte…  de nuestra mente, de su mente natural, al final de cada momento vivido, en el final de los últimos secretos y manifestados alaridos; la visión de una flor o varias, de un árbol o varios, hojas multiformes, preñadas fundamentalmente de ese verde, como caricia y colorido de virtud, de esta tierra donde pasó, soñando, durante más de veinte años de comidas y sangrientas reflexiones y turbulentas sensaciones.

 

II

 

Siento un frío nada natural, si en cuenta tenemos el fogoso tiempo del exterior. El Coñac, buen coñac, me ha puesto en condiciones de introspección medianamente agudas. Debo respirar el descanso de estos días. Escucho el silbido de pájaro de un ser Humano.

 

III

 

Después del correspondiente funeral y entierro, sentí la necesidad de descansar con mi más cercana gente, y pensé en una casa rural, aire puro y calma reflexiva, y nos fuimos unos días a Casa Colomba en Santa Colomba de Somoza, en la provincia de León.

 

IV

 

Y desde entonces, todos los años, para desconectar de la rutina diaria, sigo yendo dos veces al año a Casa Colomba y de allí salgo siempre con un poema, un relato rural en mi mente y en la maleta.

MI REDACCIÓN: SUCEDIÓ EN NAVIDAD por Sandra Vicente Casas

Todo empezó cuando la tía Angustias sacaba del frigo la bandeja con el embutido. Mi tío Chuchi le gritó que faltaba un huevo “helado” o algo así (no estoy seguro, porque pronunciaba raro). Yo pensé que se confundía, porque aún no habíamos llegado al postre, así que era imposible que hubiera que sacar un helado de huevo con los entremeses. Al poco oímos un ruido como de platos rotos y un chillido de película de miedo, de esas que no me deja ver mamá, porque dice que luego tengo pesadillas (aunque yo creo que a la que le da miedo es a ella). Era mi tía Angustias, claro, porque los demás estábamos en el salón, sentados a la mesa y comiendo canapés. A mí los canapés es lo que más me gusta de la Nochebuena, porque estoy con mamá toda la tarde ayudándole a hacerlos, y ella dice que se me da muy bien, que si sigo así me va a apuntar a “Master chef junior”, a ver si gano y la saco de la miseria y por fin deja de limpiar escaleras. A mí como que me da igual, lo de cocinar, digo. Preferiría jugar al fútbol con mis primos, pero mi tía Angustias los tiene estudiando toda la tarde, porque dice que, aunque sean vacaciones, tienen que estudiar para ser hombres de provecho el día de mañana. Yo espero que el día de mañana llegue pronto para que podamos jugar al fútbol en el pueblo junto a la “Casa Colomba”, como todos los veranos.

El caso es que mi tía Espe y su novio australiano se levantaron de un salto y fueron corriendo hacia la cocina a ver qué pasaba. Bueno, el australiano se levantó porque vio a mi tía levantarse, porque de español el pobre no entiende ni papa, y por eso siempre van juntos a todas partes. Se conocieron en un viaje de esos que se hacen en barco y vas parando en muchos sitios. Yo cuando sea mayor también quiero hacer eso, irme de viaje en barco y conocer muchos sitios y a gente australiana y brasileña. Sobre todo, brasileña, porque tienen el mejor equipo de fútbol. Aunque mamá dice que me quite esa idea de la cabeza, que como no me haga futbolista famoso o gane “Master chef junior”, que nanai de viajar, y menos a Australia, que debe estar muy lejos, como en las Antípodas. Cuando estaba papá fuimos una vez en tren a Santander, que no está tan lejos como las Antípodas y me lo pasé muy bien. Me gustó mucho ver el mar y jugar con la arena. Aunque ellos estaban todo el rato discutiendo. Pero mamá ahora nunca tiene tiempo de ir de vacaciones, siempre está trabajando. Yo pienso que no quiere viajar porque no sabe inglés y cuando habla con el australiano le llama “James”, en vez de “Yeims”. A mí me da un poco de vergüenza oírla, la verdad, pero no se lo digo para que no se disguste, que luego se pone a llorar y me castiga sin ver la tele. Mi tía Angustias seguía gritando:

“¡¡¡Ya estás como siempre, exigiendo, exigiendo…pero tú no mueves un dedo…ni uno… más que para empinar el codo!!! ¡¡¡Cuándo se me llevará el señor!!!¿¡Cuándo!?” Yo no entendía nada, la verdad… hablaba con mi tío Chuchi, pero si dice que no mueve un dedo… ¿cómo es que sí mueve el codo? ¿Y qué señor quiere que se la lleve? De repente me entró miedo, porque me imaginé un papá Noel gigante, metiendo en su saco a mi tía Angustias y la bandeja de embutidos, y saliendo por la ventana de un salto. Porque aquí no es como en América, que tienen chimeneas. Aquí papá Noel entra por la ventana, trepando por la pared, como Spiderman, que es mi superhéroe favorito. Siempre he soñado que Spiderman nos traería de vuelta a papá y todo sería como antes.

El caso es que aquí en España se cuelgan adornos de papá Noel que trepa por la ventana. Pero cuando le dije a mamá que por qué no podía poner a Spiderman en nuestra ventana, se quedó callada y puso los ojos en blanco. Como cuando oyó gritar a la tía Angustias.

De repente todo fue muy rápido. La tía Angustias no paraba de sangrar, y el tío Chuchi salió de la cocina haciendo eses y mientras se dirigía a la calle, mamá le gritó que, si otra vez se iba a tender el bulto, o a escurrirlo, no me acuerdo bien. Luego mamá me besó en la frente y me frotó mucho la cabeza mientras me decía que la tía Angustias era hemofílica y había riesgos. Pero que no me preocupara, que enseguida volverían del hospital. Me asomé a la ventana al oír la sirena de la ambulancia que se acercaba, y me di cuenta de que estaba nevando. Menos mal que Spiderman no estaba en mi balcón, porque con la nieve seguramente se habría resbalado.

EL REFLEJO por Mariló Begué Olmo

Un sobresalto la despertó. Abrió los ojos y miró el reloj. Marcaba las 4:45 am. Diferenciaban quince minutos de su hora habitual para levantarse como cada mañana. Apagó la campana del antiguo reloj que le habían regalado hacía años. Se quedó sentada y pensativa en el filo de la cama. Apoyó los pies en la pequeña alfombra tejida a mano y las palmas de las manos sobre el colchón. Miraba a la nada y casi sin parpadear. Al cabo de unos minutos volvió a la realidad que la llevaba cada mañana a esas horas. Caminó al baño. Ojeó desde la distancia el reloj y observó que la hora era perfecta. Recogió su melena lacia en un moño y se dio una ducha. La necesitaba para despertar del todo. Envuelta en la toalla se preparó el desayuno. Se detuvo en la ventana para saber qué temperatura podría hacer. Lloviznaba. Se molestó al ver las gotas caer porque ya no podía ir en bicicleta al trabajo. Se vistió unos vaqueros, una camiseta azul y se calzó sus zapatillas para caminar. Cogió sus cosas personales y cerró tras de sí la puerta.

Anduvo por el camino de siempre. Al horizonte divisaba la Casa Rural de Colomba. Soñaba con poder visitarla alguna vez. Llegó al trabajo después de veinte minutos. Entró por la puerta trasera.

− Buenos días, dijo amigablemente a su jefe.

− Buenos días, exclamó él con una sonrisa en los labios.

Entablaron conversación de cómo había despertado el día mientras Alba se abotonaba la bata de su uniforme y se calzaba los zuecos.

− Ese es el carro que hay que colocar en el mostrador.

− De acuerdo.

Alba no hablaba mucho a menos que se tratara de trabajo o le preguntaran algo concreto. Era una chica tímida pero extrovertida a la vez.

Desplazó el carro y los siguientes hacia la tienda. Allí le esperaban las estanterías vacías. Debía colocar todas las barras de pan en las cestas. Separadas por tamaño e ingredientes. Los panes redondos, por peso, en las contiguas. Y la repostería en la vitrina. Apenas restaban diez minutos para la hora de apertura cuando Alba se disponía a abrir la puerta. Y como cada mañana cuando se dirigía a colocarse detrás del mostrador sonreía. Era una sonrisa de satisfacción. De saber que su trabajo lo desempeñaba muy bien, y no sólo su jefe se lo hacía saber, sino toda la clientela que compraba cada día el pan.

– Vengo por tu sonrisa más que por el pan tan rico que hace tu jefe, ¡qué ya está bueno, eh! certificó una señora. Alba agradecía cada gesto de la gente con una sonrisa de complicidad.

Pero esa mañana presagiaba que algo pasaría. Ese sobresalto que la despertó le había dejado una sensación en su interior que aún no entendía qué significaba… Fue una jornada dura de trabajo. Ya no sólo por atender a toda la clientela diaria, sino que ese día tuvieron pedidos extras que le obligó a estar en la tienda, en el horno y en el almacén. Llegó la hora de hacer el cierre de caja. Alzó la mirada y se encontró con el espejo que, curiosamente limpiaba a diario pero que no veía nada. Solo centraba su mirada en que no hubiera huellas y estuviera impoluto. Ahí estaba la solución al “sobresalto”. Por primera vez se vio reflejada en él. Se giró sobre su pierna derecha y miró a su alrededor negando con la cabeza. Volvió al punto de partida. Observó a una chica, sonriendo, pero convencida de lo que veía. No supo calcular cuánto tiempo estuvo delante del espejo, pero sí el necesario para darse cuenta de que aquello que hacía no era lo que le gustaba. Se despidió como siempre. Volvió a casa. Se sentó frente al ordenador. Buscó una zona en el mapa y cómo llegar hasta allí. Lo consiguió.

En los días siguientes, a la salida de su trabajo, iba haciendo la maleta. Y justo ese día, mientras se desabotonaba la bata y se calzaba las zapatillas de caminar, le pidió un momento a su jefe.

− Tengo que hablar contigo. No me llevará mucho tiempo y ha de ser hoy.

Su jefe se extrañó y preocupó por la seriedad de sus palabras.

− ¿Qué ocurre?

− He decidido dejar el trabajo y el país. Me he dado cuenta de que mi vida tendrá sentido si le doy un giro. Lo tengo todo pensado y organizado. El próximo mes me marcho.

Hablaron y llegaron a un acuerdo. Se abrazaron el día de la despedida y Alba se despidió de ese lugar con una sonrisa, esta vez, la sonrisa tenía un color diferente…

Encontró trabajo y la forma de sentirse mejor persona. Conoció a gente que la respetaba y trataba maravillosamente bien.

Han pasado cinco meses desde que Alba llegó a su nuevo destino. Es consciente de todo lo que ha hecho y se siente muy orgullosa de ello. Alba sonríe, y no sólo para la gente, sino para ella misma y para la vida…

EL POLIGLOTA por Arnaldo Calvo Buides

Todas las noches mi hermano gemelo Nibaldo y yo salíamos a dar un paseo por el balneario de Varadero. Desde finales del 2001 hasta el 2003 ambos trabajamos en la Empresa de la Construcción ECOA-47, enclavada en el referido lugar turístico, en la provincia Matanzas, Cuba, cuyos hoteles devienen deleites cuales las casas de turismo rural CASA COLOMBA.

Hacía poco nos habíamos graduado en la Universidad de La Habana. Él en Economía; yo, en Derecho. Anteriormente solo habíamos ejercido nuestras profesiones durante unos 9 meses en la Empresa de Cítricos Victoria de Girón, en nuestro territorio de Jagüey Grande (Matanzas-Cuba). Simplemente, un buen día nos dio por irnos para Varadero, en busca de nuevos horizontes…

En buen cubano, allí la¨ lucha¨ era tratar de enrolarse con una del más allá, como yo solía llamar a las extranjeras. Y para ello había que arroparse de un arma tan importante como el conocimiento del idioma inglés, teniendo en cuenta el predominio de turistas provenientes de países de habla inglesa, sobre todo canadienses. Bueno, a decir verdad, aunque fuesen de China, con el inglés uno se comunicaba.

Uno veía a muchos de esos constructores que apenas se les entendía el español que hablaban, y en el inglés eran un desastre, pero al menos conseguían su primer objetivo: que los entendieran. A duras penas, pero, bueno…

A mi hermano y a mí siempre nos llamó la atención un negro, de mediana estatura, muy guapo, musculoso, que siempre tenía agarrado de su mano a alguna extranjera.

Realmente el tipo ¨atrapaba¨ tremendos monumentos: rubias altas, de cuerpos hermosos y bellísimas caras. No dudo de que muchos lo envidiaran, por no tener la suerte de atraer a tantas mujeronas como él lo hacía.

Las veces que coincidimos nunca lo habíamos escuchado hablar, por lo que ni siquiera conocíamos su timbre de voz, ni cuán acertado era su acento en el idioma inglés. Pero un día en que el susodicho se encontraba acompañado de uno de sus monumentos; digo, de sus rubias, Nibaldo y yo nos quedamos perplejos, impresionados. No lo creíamos…

¡El tipo era mudo!, pues sí, intercambiaba con las extranjeras mediante señas, y según percibimos, éstas lo comprendían.

Ya ven, mientras otros dedicaban horas perfeccionando el inglés, para ¨luchar¨ una del más allá, aquel negro no perdía tiempo en eso. Su mundo del silencio más que un hándicap se convirtió en un gancho para atraerlas. ¿Qué les parece?

Y a él le daba lo mismo que fueran canadienses, japonesas, francesas, árabes… cualquiera le servía, pues era un verdadero políglota con su lenguaje de señas.

LA LEYENDA DEL HIJO DEL CARPINTERO por Bernat Ramoneda Alonso

LA LEYENDA DEL HIJO DEL CARPINTERO

Relato 24

Cuentan muchas historias de la montaña, demasiadas, y así siembran dudas. He aquí la naturaleza de la leyenda.

Se sabe de una historia, una de muy curiosa, que vendría a demostrar la existencia de los llamados guardianes de la montaña.

Cuentan que hace muchísimos años el hijo de un carpintero viudo subió con un pequeño rebaño de cabras a la montaña, en busca de pastos tiernos y verdes. Llegó hasta la Veiga Grande, una extensa planicie alejada del pueblo, a media montaña, cobijada y circundada por altas paredes de roca y monte. Una gran vasija con una única entrada, desagüe natural del riachuelo que la atraviesa.

Se dispuso a pasar allí el día, también la noche.

El sol de primavera se marchitó temprano, dejando que una luna a medio hacer despertara a las primeras criaturas de la noche, zorros y lechuzas. El día había terminado. Esas noches, aún con los aullidos de los lobos en la lejanía, no lograban amedrentar al muchacho.

Encerró el pequeño rebaño en un estrecho corral cercado por viejos tablones, adosado a una pequeña cabaña de piedra para pastores. Comió un poco y dispuso una manta en el suelo irregular del interior.

Despertó. A través de la puerta pudo ver unos veinte pequeños seres antropomorfos de color perla, únicamente ataviados con una aureola blanquecina que reseguía toda su silueta. Le miraban y le llamaban entre susurros. Sus cuerpecitos desnudos se erguían a algo más de un palmo del suelo y la cabeza duplicaba el tamaño del tronco. Sus ojos eran dos cuencas vacías de un gris más oscuro, como dos cráteres asimétricos e irregulares, ocupando dos tercios de la cara. La boca, un pequeño y oscuro surco por debajo de esos agujeros. Unas miradas tristes pero sosegadoras. Uno de esos seres le tendió una minúscula manita. El chico salió de entre las sombras y ofreció su dedo meñique. Deseaban que los acompañara.

Entonces pudo ver que centenares de seres ocupaban esa gran llanura, iluminados por luces eternas, que se iban echando a un lado a su paso.

Llegaron a los pies de un pequeño acantilado, justo para apreciar que una de las criaturas se retorcía en el suelo, con sus pequeñas patitas atrapadas en una de las grietas de la roca. Se oía un leve y desesperado chillido, el de ese pequeño luchando en vano contra esa piedra que le mantenía aprisionado.

Agarró a esa criatura luminiscente con sumo cuidado, sintiendo entre sus dedos la textura gomosa y tibia de una piel que no era piel y lo liberó sin esfuerzo.

Los pequeños duendes, agradecidos, retomaron sus susurros en una suave melodía coral. Eso le sumió otra vez en el sueño y se vio flotando por encima de todos ellos, a poca distancia de los matorrales que cubrían el terreno. Un sueño que le llevó otra vez a la cabaña y que le reposó otra vez en su lecho. Esa mañana despertó recordando todo lo acontecido, cómo quién recuerda sus sueños más hermosos, intentando no olvidar detalle.

Fue sólo un sueño, se dijo, pero en la puerta de la cabaña se hallaba un montículo de pequeñas pierdas redondeadas del color de la luna que, iluminado por los primeros rayos del sol, se erigía como la delicada y cuidadosa ofrenda agradecida de los guardianes de la montaña.

EL RIBERUEÑO por José Quindós Martín-Granizo

EL RIBERUEÑO

Relato 23

 

Esa noche Nito tomó una decisión.

La tormenta era tremenda, y él debería tener miedo (que lo tenía). Pero echaba tanto de menos al abuelo Miguel, que decidió convertirse en una persona de la que él desde arriba pudiera sentirse orgulloso.

El abuelo una vez le contó que no hay que avergonzarse del miedo, que de hecho sólo los tontos no tienen miedo, que lo que hace a los hombres diferentes unos de otros es el cómo manejan ese miedo. Su postura ante las adversidades de la vida.

El antiguo lema de su pueblo “Si tú te tienes, yo no me caigo” parecía haber sido la estrella del norte que guio la vida de su abuelo.

Esa noche, los rayos hubieran asustado a cualquier niño. Pero Nito decidió que cuando pensara en el Riberueño, en el ser que bajaba a la tierra montado sobre un rayo, no pensaría con miedo. Ya no sería un ser maligno, con cara de estar siempre enfadado y que vendría a sembrar el caos, sino que ese ser sería el vínculo entre él y el abuelo, porque fue el abuelo el que le habló de él, de hecho, era el único que creía en él. Les daba igual que tuviera un cráneo suyo, aun así no le escuchaban. Pensaban que eran chaladuras de un viejo. Toda la demás gente del pueblo ya no creía en las antiguas cosas. Ya no hacían filandones y alrededor del fuego ya no se contaban historias. Ya no creían que a la naturaleza había que respetarla igual que a las personas. Ya no saludaban al roble ni al tejo ni les importaba la forma en que la luz penetrara en el bosque (ni por el óculo de la ermita) para sus celebraciones. Los chavales de su alrededor preferían jugar con el móvil que escuchar a sus abuelos, y a su vez los abuelos, al ver que no importaba a nadie lo que contaran, parecían haber decidido callar. El mundo en que vivía había cambiado, ya no era el mismo del que le hablaba el abuelo Miguel. Y eso en sí, no es que le disgustara especialmente, lo que sí le disgustaba es que se perdiera un conocimiento. Cada uno puede elegir sus opciones, eso es la libertad, pero lo que no está bien es no saber que hay opciones. Y al igual que el Riberueño era una conexión entre el cosmos y la tierra, el conocimiento antiguo, las historias del abuelo Miguel, eran la conexión entre un mundo que parecía destinado a desaparecer y éste en el que ahora Nito vivía.

Así pues, esa noche, Nito supo lo querría ser en la vida.

Esa noche Nito decidió que sería un contador de historias.

DE LABERINTOS Y CAZOLETAS por Jesús Francés Dueñas

DE LABERINTOS Y CAZOLETAS

Relato 22

Todo esto era para volver a espiar a las tiñosas que de incógnito se bebían a tragos el agua bendita de los cenobios. Yo me refugié en los templos de la comarca y en los cuerpos obscenos de sus desdentadas gárgolas. Estuve aletargado de nieve en las cumbres heladas de mi morada como a milenio y medio de distancia de los pesares simples de los hombres y de su ruina. Ahora que los tengo delante se me antojan pequeños y olvidadizos, ajenos a mi mundo de semidiós aburrido y profundamente tangenciales y prescindibles. No desprecio al ser humano y su tumulto y casi admiro su vano empeño de ser perdurable, pero no comulgo con su esperanza vana sin fondo ni con su manía obcecada de autodestrucción. Ahora seguiré mi rumbo por entre las rúas de este sueño de maragatos cuando también eran los hijos lejanos de Macondo, donde crujían los terremotos del amor por dentro de las casas. Seguiré buscando a mi amada única entre las calles angostas y supurando mis heridas dolientes y grandes como toronjas.  Aparecí entre la multitud achispada de un baile de disfraces. Era un concurso. Ganó una mujer con un extraño corsé de estrellas y una máscara. La mujer del antifaz dejó por todo su camino de huida un reguero de rayos como de sol fundido. Desde ese día persisto en mi empeño de encontrar a aquel rostro desconocido más propio de mi hábitat paradisíaco que de este inframundo. Desde ese día sigo sus huellas de oro, piso con cuidado por donde ella pisó y mis zancadas se golpean siempre contra el mismo muro. Ni rastro de la lisérgica muchacha.  De cabeza contra la misma pared. Dejé mi martillo junto al suelo seco y afligido, relajé mis manos para adueñarme del misterioso temblor que me aquejaba.  Andaba ya desesperado de encontrarla, comenzando a creer que había sido tan solo el fruto de un sueño travieso cuando alcé la vista al cielo buscando ayuda y mis ojos tropezaron con una imagen del todo extraña: Ropa interior femenina colgando de una reja. Mi sorpresa aumentó cuando supe que se trataba de la iglesia de Santa Marta y que la ventana de donde pendían aquellas atrevidas prendas correspondía ni más ni menos que a la Celda de las Emparedadas. Quise conocer la identidad de la mujer que habitaba aquel cubículo. Se llamaba Muniadona Moure y evidentemente era un seudónimo. Nuestro amor es imposible. Marvel y DC siguen irreconciliables. Pero no me importa. Me conformo con saber que está ahi, al otro lado de la reja. Ahora todas las monjas de clausura de los conventos de la Somoza cosen para mis talleres el exiguo traje de Wonder Woman. Se han puesto de moda los push-up con motivos de petroglifos del  Teleno. Laberintos y cazoletas en vez de barras y estrellas. En cuanto a mí, nevaba más antes. Y antes de antes mucho más. Cuando era tan solo un dios o cuando fui un monte. Esta es mi historia. Algunos, muy pocos, dicen que soy Thor el nórdico. Pero ya no importa. Ahora soy Teleno, la corsetería.

LA CUEVA ¡SO MOZA! por Manuela Bodas Puente

LA CUEVA ¡SO-MOZA!

Relato 21

La leyenda dice que en la cueva ¡So moza! vivió una joven con su retoño durante años.

La tía Restituta era una mujer flaca, alta, enjuta, de pocas palabras y de una belleza inusitada. Era hermana de mi abuela, aunque no se parecían en nada.

Abuela Conce, era regordeta, pequeña y de muchas palabras, con la risa siempre visitando su cara. Conce era de aquellas mujeres mantecosas en las que te gustaba dormir la siesta, escuchar un cuento, dejar que sus manos rechonchas y suculentas, calentaran tus tristezas. Era la belleza trasmitida a cada poro de los que tenían el privilegio de estar cerca de ella.

Contaban que Conce, una tarde de otoño, cuando era una niña que cuidaba el pequeño rebaño que había en casa, mientras su madre se dedicaba al campo y su padre la transporte del pescado en aquellas carretas maragatas que tanto aliento del bueno vinieron a dar a la comarca, oyó algo extraño en aquel paraje que tanto conocía. Con sigilo y la compañía de Lucio, su perro, fue siguiendo el rastro de los desconocidos sonidos que hasta ella habían llegado.

Bueno Lucio, pues tú dirás. Pero es como si alguien intentara tomarnos el pelo. Ahora se oye, ahora no. Y, además. ¿De dónde provienen los ruidos?

Lucio, que lo entendía todo a la primera y a las mil maravillas, estuvo expectante un rato, luego con el hocico, me tanteó los gemelos y me indicó una senda. Seguimos aquel sendero, y antes de que nos diera tiempo a pensar en nada: ¡Plás, allí estaba! La cueva de la que tanto se hablaba en el pueblo.  Algo inaudito había visto o sentido. Mis dientes castañeaban. Y de pronto: ¡Zás, así de sopetón! Un par de ojos nos observaban vigilantes y en alerta.

A mi mente llegó el recuerdo de aquella historia que había oído.

“El rico del pueblo, se había prendado de la hija de uno de sus jornaleros. Vamos la clásica historia, solo que, en esta ocasión, el rico era un desalmado que ejercía el derecho a pernada con cualquiera que respirara y que estuviera dentro de su territorio. Por eso al ver a aquella perla aún sin cultivar, la acorraló en el monte y al son de ¡So moza!, quieta, que te voy a dar telita fina, dejó a una niña tumbada en el camino del Monte de los Sueños, con la vida enfangada entre los cardos que adornaban el camino. La muchacha, reptando y arrastrando su ignominia, llegó al anochecer a la entrada de aquella cueva, y allí se quedó sin atreverse a volver al pueblo. Hasta que abuela Conce, gracias a Lucio descubrió la cueva y se llevó con ella a Restituta, la criatura nacida de una trágica trampa de las que pone la existencia. La bautizó Restituta por haberla restituido a la vida. Ella, que no había tenido hermanos, la adoptó como a una de su misma sangre y desde entonces aquella cueva, sirve de descanso o de cobijo cuando la tormenta te pilla a descubierto.

Dicen que nunca nadie ha sufrido daño alguno si se resguarda en la cueva. La cueva de ¡So-moza! Si aún no la has visitado no esperes. Este verano será un lugar extraordinario para sentir las mejores vibraciones.

CASCADA CON VOCES por Jesús María García Albi

CASCADA CON VOCES

Relato 20

María siente cercana la hora del parto. Su cuerpo está desasosegado. Ello no le impide seguir trabajando su terruño en La Somoza.

José, su marido, acaba de llegar con sus recuas de Galicia. Han sido jornadas agotadoras. Ha hecho el viaje en menos tiempo del habitual para estar de vuelta antes de que nazca su primogénito. Al llegar y observar a María con su prominente tripa trabajando, respira tranquilo.

Introduce sus caballerías en el establo donde les esperaba el forraje fresco y el agua preparados por María, dado que las recuas son su sustento, y decide ir al pilón para lavarse y quitarse el polvo incrustado. Toma jabón casero y un cepillo de cerdas para rascarse “la roña”. Coge algo para secarse y ropa limpia perfectamente planchada, como siempre.

La temperatura es elevada y el pilón aparece tentadoramente desierto. Decide meterse en él con la ropa interior mínima, por si aparece algún vecino inoportuno.

María, al verle, se acerca con las mangas remangadas. Coge el jabón y el cepillo y restriega todo lo que puede a su marido. La ocasión que se avecina lo exige.

-¡Qué apuesto y fuerte es! –piensa con una sonrisa en su rostro.

-¿De qué te ríes, mujer? -Siempre que lo haces pienso que soy muy afortunado.

-Cosas de mujeres. Nada importante. Te voy a tener que dejar en carne viva para quitarte toda esta mugre que traes. Has debido dejar el camino sin polvo.

Luego tomarás una sopa reconfortante, un plato de guiso y natillas.

Después a dormir y mañana estará como nuevo mi hombre.

-Porque estás preñada que si no te agarraba y te metía en el pilón.

-Quita, quita, no seas loco. De esta noche no paso. La señora Consuelo está avisada.

1

En efecto. Antes de amanecer fue en busca de la mujer para que ayudase a traer al mundo a una preciosa niña, con una mata de pelo negro. Una vez cortado el cordón umbilical, aseada y limpia la criatura, María se la entregó a José, que se había tumbado en un lecho especial aderezado al efecto. La atrajo hacia sí mientras simulaba gritos postparto, cual si él hubiese parido.

Era la tradicional Covada.

Acto seguido la mujer preparó el desayuno que le llevó al lecho. Ella, después de almorzar en la cocina, se caló el sombrero y salió a sus tareas diarias. Ya volvería para preparar la comida al nuevo padre. De repente, las fuerzas del cielo y del infierno se conjuraron de forma tal que las luces cegadoras y los sonidos atronadores hicieron temer por que la casa se mantuviera de pie.

-De no haber parido antes, con todo esto hubiese salido despedida la niña.

Se sujetó el sombrero en la cabeza y cruzó hasta la casa. Jarreaba.

Desde el zaguán escuchó a lo lejos la voz tranquilizadora de su marido y el llanto de su hija. Llegó a la alcoba. Al asomarse lanzó un grito desgarrador. La ventana estaba abierta y la cama vacía.

Miró por la ventana y aunque la lluvia le azotaba su rostro, distinguió la silueta de su marido alejarse flotando entre la niebla, con la pequeña en brazos.

Desde aquel día, al amanecer de los días lluviosos, en la cascada del río Cabrito se oyen voces. Una infantil y otra adulta.

¿DE QUÉ COLOR ES EL AMOR? por Mari Fe Ramos González

¿DE QUÉ COLOR ES EL AMOR?

Relato 19

 

Ella era de pocas palabras. La mandaron callar tantas veces que se acostumbró a permanecer en silencio. Salía poco de casa. Cada tarde esperaba la llegada del autobús que venía de Astorga. Miraba a través del visillo, desde una ventana de la galería. Con su imaginación recomponía todo aquello que veía desde lejos.

–              La Vicenta se viene pal pueblo con la maleta de madera-pensaba-, seguro que se ha vuelto a escapar de la casa donde servía, pa librarse del señorito.  Ha llegado el ti Santiago, trae la cara tiznada por el carbón de la mina. Vendrá a preparar su boda con la María.

Un día, su vida cambió para siempre. A través del visillo vio a un hombre joven, guapo, bien vestido y con un extraño maletín en su mano.

Se armó de valor y salió de casa, para hacerse la encontradiza. Cuando estuvieron frente a frente, se miraron…, y ella enmudeció. A él se le cayó el maletín de la mano y se desparramaron por el suelo multitud de tubos de óleo, frascos y pinceles.

-¡Eres mi musa!-  dijo él, sin dejar de mirarla.

Ella abrió la boca para responderle, pero no pudo articular ni una palabra. Sintió, por primera vez, que la miraban con amor… ¡y con deseo! Con una pasión que ella captó al instante. Recogieron juntos las pinturas y los pinceles y lo colocaron en la caja. Él buscó un tubo que estaba sin estrenar y se lo entregó a ella, con delicadeza.

–              Es azul cobalto. El color del cielo cuando no tiene nubes. El color del mar. Cuando pintas con este color atraes hacia ti un amor eterno, como el cielo y como el mar.

Ella lo guardó en el bolsillo de su mandil, como si fuera un tesoro. Posaba para él al amanecer, junto a la laguna Cernea, sobre un musgo que aún conservaba intactas las gotas del rocío. Él acariciaba su pelo con suavidad, como si fuera una ninfa del bosque. Ella descubrió el amor.

Llegaron las habladurías, porque un pintor desconocido estaba seduciendo a una moza maragata. Los hombres del pueblo les comunicaron que, al día siguiente, el pintor debería coger el autobús hacia Astorga, por las buenas o por las malas.

Ella lloró toda la noche, junto a la ventana de la galería. En medio del dolor y las lágrimas, creyó ver la figura del pintor merodeando por su casa, con un candil en la mano.

A la mañana siguiente, cuando salió para despedirle, descubrió que el portón de su casa estaba  pintado de azul cobalto. Fue corriendo hacia el autobús y gritó:

– ¡Pintemos nuestra vida de azul!

Se fueron juntos. Desde entonces, los portones de la Somoza, de azul cobalto, expresan  el deseo de un amor eterno.

LAS SIETE HADAS DEL ARCOIRIS por Lara Suárez-Mira Reija

LAS SIETE HADAS DEL ARCOIRIS

Relato 18

Contaba la leyenda que el arcoíris solo salía una vez cada 2000 años en la comarca de la Somoza Maragata. Se reflejaban los siete colores en todas las casas y lugares recónditos de aquel lugar encantado. La luz coloreada daba calor y reconfortaba hasta lo más profundo del alma, aquellos lugares oscuros y tristes que nadie conocía. Esa luz brillaba constante y hasta conseguía amansar a las fieras. Se dice que la reacción provocada por los rayos en contacto con las almas y corazones producía una melodía sublime. Desde luego, aquella era una comarca encantada. Después de que saliera el arcoíris, miles de pequeñas hadas de cada uno de esos colores sobrevolaban los tejados y prados, llenando de felicidad a todas las personas que allí vivían. No importaba lo mal que lo pudieran estar pasando, puesto que en esos momentos se sentían felices al 100%.

Morgana era el hada mayor y dirigía las operaciones de encantamiento de la población. Su magia era poderosa. Tenía una larga melena rubia que le cubría toda la espalda y formaba hermosos tirabuzones destellantes. Sus alas, prácticamente transparentes, eran sin embargo muy resistentes y la impulsaban a gran velocidad a través del bosque en cada una de sus misiones. Su lugarteniente era la bella Elga, hada de la luna, quien la sustituía en las operaciones que tenían lugar durante la noche, pues tenía una especial habilidad para el vuelo nocturno. Su rostro era de una blancura infinita y sus ensortijados cabellos, de un negro intenso. El resto del equipo lo integraban Anjana (que siempre llevaba una chifla y un tamboril), natural de Santa

Colomba de Somoza y que, por lo tanto, jugaba en casa, Náyade, Brigitte,  Branwen y Grainé. Siete hadas para ayudar a los lugareños en sus problemas cotidianos. A los padres en la educación de sus hijos, a los enamorados en sus amoríos no correspondidos, a los labradores en el cultivo de sus campos, a los comerciantes cuando no les salían las cuentas y a todo aquél que las invocase cuando las preocupaciones le abrumaban.

La que sin duda tenía más trabajo era la buena de Anjana, una golosa empedernida que recibía de buen grado los obsequios que en forma de mantecadas y cecina le regalaban los agradecidos maragatos. Tanta era su afición por la comida, que no siempre conseguía volar para llegar a su destino, no siendo la primera vez que se veía obligada a buscar el auxilio de algún águila para trasladar toda su humanidad a algún hogar en problemas.

En cierta ocasión, el grupo de hadas hubo de emplearse a fondo. Fue un año en que llovió intensamente, durante varios días sin parar. El río incrementó mucho su caudal y los vecinos vieron cómo se desbordaba por momentos, llegando a las puertas de sus casas. Cuando a punto estuvo de inundar sus hogares, todas las hadas se pusieron a batir las alas formando una intensa corriente de aire que evaporó toda el agua. Habían salvado el pueblo. En agradecimiento, el alcalde las nombró hijas predilectas y les entregó las llaves de la ciudad, homenajeándolas con un cocido maragato que Anjana devoró con pasión. Sin duda, eran las mejores protectoras que había tenido el pueblo desde su lejana fundación.

EL REINO DE LOS NIÑOS por María de la Paz Valero Uceda

EL REINO DE LOS NIÑOS

Relato 17

Cuenta la leyenda, que en  Santa Colomba de Somoza, vivía un mago, de amigable aspecto y barbas blancas, era tan alto que con su cabeza casi podía tocar el cielo, pero no era en su aspecto donde residía su magia sino en su gaita, cuando el mago la tocaba, creaba vida, los pinos crecían y los animales llegaban hasta sus tierras, y si algún reino vecino entraba en lucha con él, el mago soplaba fuertemente su gaita y los alejaba  de allí.

El mago  un día empezó a darle vueltas a una idea: crear humanos, su corazón lo deseaba pero también tenía dudas, pues en los reinos vecinos podía ver la mezquindad humana, y esto le daba mucho miedo.

Hasta que un día tuvo un idea, quizás el corazón humano se corrompía a la edad adulta, pero si él soplaba una dulce melodía solo crearía a niños, él se encargaría de cuidarlos y de mantenerlos lejos de ambición y la avaricia.

Y así lo hizo, el mago hizo de Santa Colomba de Somoza el reino de los niños, durante años, les proporcionó alimentos y abundancia en todos sus campos, nunca en este reino se conoció la enfermedad ni la muerte, el mago velaba por cada uno de ellos, sintiéndose orgulloso de su creación.

Un día estos niños crecieron, y se convirtieron en adultos, llegando así las primeras dispuestas, y el reino entró en guerra. El mago lloraba y lloraba y hacía sonar tan fuerte su gaita que todos los habitantes temblaban y se arrepentían, pero cuando el mago volvía hacer sonar su gaita dulcemente, y bendecirlos con alimentos y animales, los habitantes volvían a las disputas, y esto entristecía y enfadaba al mago, él había intentado que su obra fuera diferente, y no lo había logrado, su reino era ahora tan miserable como los reinos vecinos.

Pero el mago, en el fondo de su corazón quería buscar una solución, no se conformaba con lo que sus ojos veían, y tampoco quería soplar tan fuerte para causarles la destrucción, así que como cualquier padre, intentó buscar soluciones para el bien de ellos, les multiplicó las tierras, pero ellos seguían ambicionando más y más, también hizo que llegaran más animales, pero ninguno saciaba la avaricia humana.

Así que el mago se sentó sobre una piedra y lloró tanto que se crearon grandes inundaciones en el reino, los habitantes al ver esto, se llenaron de odio contra el mago, y planearon matarlo, para ellos eran insoportable aquellas lágrimas y aquel sonido tan triste de su gaita que les recordaba su propia mezquindad, la mejor solución para ellos era acabar con él.

Y así lo hicieron, una noche fueron todos los habitantes del reino juntos, iban con armas, y sobre todo con mucho odio, pero al verlo dormido plácidamente, no se atrevieron a despertarlo, tenían miedo que si lo despertaban luchara contra ellos, así que eligieron la opción más cobarde, le quitaron el muelle a su gaita, así el mago jamás volvería a tocarla.

El mago jamás se despertó, pero dice la leyenda que si algún hombre de  buen corazón le pusiera un parche a la gaita, el mago agradecido convertiría de nuevo a Santa Colomba de Somoza en el reino de los niños y habría felicidad por siempre.

EL MUNDO AL REVÉS por Cristina Jiménez Urriza

EL MUNDO AL REVÉS

Relato 16

Hace mucho, mucho tiempo…, según cuenta la leyenda, había un país, en el que había una ciudad, en la que había una comarca, en la que los pájaros nadaban, las vacas iban al colegio, y los perros y los gatos eran los mejores compañeros. Esta comarca Somoza Maragata, era un poco extraña, pues bien, está dicho que entre todos los habitantes había mucha cordialidad, exceptuando a la de sus mascotas, que las tenían todo el día trabajando para ellos.

Estaban: la familia Dugs, una familia de caracoles y babosas, que tenían como mascota a un jardinero, que mantenía fresca la hierba del jardín. La familia Yorky, una familia de perritos de clase alta, que tenía como mascota a una muy buena peluquera. La familia Boing, una familia de cerditos vietnamitas, que tenían de mascota a un prestigioso cocinero. La familia Roe Roe, una familia de conejos, que tenían como macota a un horticultor, que siempre estaba plantando ricas zanahorias. La familia Alonso, unos preciosos jilgueros, que tenían como mascotas a una pareja de cantantes de ópera. Estas entre otras familias del lugar, como: Crunch, Flash, Arias, Brekkies, Serrano, Black…, siendo: gatos, caballos, cuervos, vacas, ratas, ocas…, siempre con sus mascotas: médicos, carpinteros, mecánicos, panaderos, profesores, escultores…

Un día, nuestros amigos, los humanos, las mascotas, cansados de tanto trabajar, tuvieron una reunión de urgencia a media noche.

–              ¡Esto no puede seguir así!, decía la peluquera… tengo el brazo molido de tanto peinar a los presumidos de mis amos.

–              ¡Y a mí, la espalda, de tanto agacharme!, decía el horticultor.

–              ¡Yo estoy harto de tanto cocinar!, gritaba nuestro prestigioso cocinero.

–              ¡Nosotros nos estamos quedando roncos de tanto cantar! lo decían casi sin poder levantar la voz, la pareja de cantantes.

–              Y yo…, y yo…, y nosotros…, si…, no aguantamos más…, se quejaban uno tras otro nuestras mascotas…

–              ¡Está bien!, ¡está bien!, ¡silencio!, ¡silencio! ¡SILENCIO!, ya dijo gritando el representante de las mascotas.

–              Está claro, que algo tenemos que hacer, que esto se nos está yendo de las manos…, y que nuestros amos, por mucho que nos quieran, no nos pueden doblegar a lo que ellos quieran hacer, están suficientemente cualificados para hacer ellos solitos todas las cosas que hacemos por ellos, por ejemplo:

La familia Alonso, ya han aprendido a cantar solitos.

A nuestros pequeños amigos los Roe Roe, les tendremos que dejar jugar.

Puede que nos cueste un poco, pero a la familia Boing, los cerditos vietnamitas, les tendremos que enseñar a utilizar el morro, pues lo tienen muy fuerte, y con él, pueden hacer franjas en la tierra, y con la colaboración de la familia de cuervos, podrán sembrar ellos solitos su propia cosecha.

La familia Yorky, es tan presumida que no saldrán de casa con malos pelos.

Los topos podrían hacer agujeros para sembrar, los caballos podrían arar, los castores podrían orientar el rio hacia la granja, y las gallinas organizar las comidas de los vecinos, los caracoles, pasear a las babosas, y las ratas, llevar la educación, son muy listas…, así, uno a uno, dio su opinión sobre como poder organizar la vida de los vecinos, sin tener que depender de mascotas humanas, haciéndoles entender que, siendo autónomos se vive mejor.

COCIDO MARAGATO por Miguel Angel Moreno Cañizares

COCIDO MARAGATO

Relato 15

Congregados al calor de la chimenea, que en esos momentos desprende centellas, los hombres entablan una de las discusiones diarias para abrir boca. Cruje el invierno. Eugenio los mira con distanciamiento, acostumbrado como está a sus diatribas, que por regla general acaban en ninguna parte. Mientras repasa las botellas del estante y de reojo controla la cocina, de buena gana echaría un pitillo de picadura si no fuera por la prohibición. Ni dentro ni fuera, se conforma el restaurador. Anda alborotado el personal, cantándole las tripas, así que Eugenio se huele que el revuelo aumente. En la mesa del fondo hay una pareja de forasteros que hablan con acento francés. Pero las viandas se servirán en el momento oportuno.

—A ver, Tenorio, dinos por qué el cocido maragato se come al revés—, pregona Félix, el más bravío del grupo.

—Por supuesto, compañero, aunque todo el mundo en Somoza lo sabe—, replica el interfecto, que se levanta presto y dirige sus pasos hacia los primerizos clientes— ¿Quieren que se lo cuente, amigos? —les inquiere— Pues sucede que varios siglos atrás, los arrieros maragatos, nuestros antepasados, comían en el mismo carro en el que viajaban. Y para no perder tiempo, calentaban la olla de cocido en un anafe. Una vez listo y calentito todo, empezaban por la carne, luego los garbanzos y por último el caldo. Se les llaman los tres vuelcos. Así me lo ha contado mi padre, a mi padre se lo contó su padre y así sucesivamente.

A todo esto, toma la palabra el gabacho:

—Encantado de conocerlos, messieurs, pero el auténtico origen se debe a mis compatriotas franceses, durante la invasión napoleónica. Andaban por estas tierras cuando, teniendo el cocido dispuesto, temieron una inminente batalla, por lo que decidieron degustar primero la carne, lo más nutritivo, y dejar para después, si daba tiempo, los garbanzos, la verdura y la sopa. Y aquí estamos mi mujer y yo para degustar uno de sus exquisitos cocidos.

La historia indigna a los lugareños, que se sienten ofendidos por una falsa leyenda, según coinciden. Y más aún si la cuenta un francés en sus mismas narices.

Eugenio, mandil al hombro, se planta ante los comensales y dice con tono altanero:

—Mire usted, señor francés, que me da que a su leyenda le falta un punto de sal, esto es, de realidad. Porque lo cierto es que sí, ocurrió en época de la Independencia cuando las tropas napoleónicas invadieron estas tierras maragatas que sus habitantes cultivaban con esmero de sol a sol, aunque con tiempo de preparar unos suculentos cocidos, que comían tras el sonido del triángulo que tocaban las mujeres.

El silencio reina en el salón, todos le ponen oídos a Eugenio.

—Los franceses, al escucharlo, dejaban que tomaran los dos primeros vuelcos y luego asaltaban la casa para apropiarse de las carnes. Así sucedió hasta que los maragatos, que no somos tontos, cambiamos el orden de los platos, de tal guisa que a los soldados invasores sólo les quedaba el caldo cuando llegaban.

Dicho lo cual, todos los presentes proceden a zamparse un exquisito cocido maragato como manda la tradición, sea cual sea la leyenda.

EL PAPÓN por Miguel Angel Ramos González

EL PAPÓN

Relato 14

 

Ahí estaba yo, frente al plato de berzas, que ya me había comido las patatas y el tocino, que en los años 50 no se había “inventado” el colesterol.

Tendría cinco años y mi padre me miraba enfadado. Me amenazó: “Rapaz, si no las comes vendrá el papón y marchará contigo to palante pa sacarte el unto y hacer ungüentos”. No me preocupó, pero luego relacioné lo de sacar el unto con la matanza del gocho, que había visto escenas sueltas cuando me lograba colar hasta que los adultos nos apartaban, y no me gustó la idea, por lo que decidí estar alerta, pero no identificaba al papón y no quería preguntar.

Unos días después delante del ayuntamiento estaba el ti Magín con un lobo muerto colgado por las patas de un palo sujeto entre él y su hijo. El lobo parecía sonreír en su mueca póstuma. Le pregunté si el animal era el papón pero dijo sonriendo: No hijo pero guárdate del papón.

Semanas después en las fiestas vi a un bailarín feo que nos daba a los chicos con unas ramas de escoba, y pensé que ya había localizado al papón Le llamaban birria, que décadas después me pareció que se decía “guirria” o “guirrio”, según algunos antropólogos y estudiosos de la zona, pero se me acercó y me di cuenta de que era Valentín disfrazado, que a pesar de las ropas olía como mínimo como siempre, así que descartado.

Algunos años después mi madre, con el visto bueno de mi padre, convino con un cura que había venido a la zona “de misiones” que me llevarían al seminario de Astorga. Me lo dieron como hecho, que si Dios me llamaba, que comería bien y tendría un porvenir, y que ella quería tener un hijo cura (anda y yo, le dije)… No me disgustaba la idea, y no me fue tan mal. Volvía en vacaciones a casa y ayudaba en las labores típicas: acarreo, trillo, vecera de vacas, echar a los gochos…

La primera semana santa me tuve que quedar en el seminario porque mi madre iba a cuidar a mi abuela enferma a su pueblo. Me dijeron que en el seminario darían bacalao y torrijas, y eso me compensaba, aunque luego fue verdad a medias.

Se quedó alguno más esos días, huérfano o con los padres en el extranjero trabajando. D. Abilio nos llevó a la procesión, íbamos a distancia llevándole el bastón, un misal, incienso para reponer…

Cuando iba a salir la procesión dijo el coordinador: los papones formen aquí en fila. Yo solo veía a los cofrades con su “cucurucho” en la cabeza, sus dos aberturas para los ojos, y la tela que cubría la cara y el “papo” o papada, según nos aclaró D. Abilio, a quien expliqué luego mis temores, me contó que había diferentes acepciones del término papón, que después he ampliado, y también que en nuestra tierra se decía lo de sacar el unto, y en otras tierras se decía el “sacamantecas”. (Ahora hay liposucciones).

Por cierto, comí esos años muchas berzas aunque sin disfrutarlas, y hace unos meses en un restaurante caro invitado por un proveedor, rechacé sus recomendaciones y me apunté a las berzas, cuando la camarera dijo: y fuera de carta tenemos kale, es decir berzas.

LIBÉLULA por Emilia Crespo Brayda

LIBÉLULA

Relato 13

Una tarde de verano, tras un largo paseo, nos sentamos a descansar   a la orilla de la Laguna Cernea, a la sombra de los pequeños robles que la rodean entre helechos y jara. Soplaba una ligera y cálida brisa que creaba una gran sensación de bienestar. Una libélula volaba sobre la poca agua que le quedaba en el fondo a principios de agosto. Sus alas transparentes brillaban con la luz del sol. Todo su cuerpo reflejaba múltiples colores bajo los diferentes ángulos de luz

Mamá, tras un largo silencio, habló muy despacito:

“Me recuerda una historia que me contó mi madre…”

Imposible resistir la curiosidad

¿Nos la cuentas mamá?

“¡Claro!

Hace algunos años, no muchos, En Santa Colomba de Somoza vivía una mujer que amaba y buscaba la belleza. Como tenía tanta experiencia buscándola la encontraba muy fácilmente. Con frecuencia escuchando a los mayores, en la naturaleza…en la música y la alegría de las fiestas.

El día anterior a la fiesta principal del pueblo se puso a buscar algo especial que ponerse y no lo encontró ni entre las perchas ni en las estanterías de su armario.  Pensativa se asomó a la ventana y vio la luna blanca, brillante. ¡Qué hermosa!  Salió y se dejó envolver por su luz. Los rayos tejieron a su alrededor una aureola brillante. Se vio blanca, transparente, luminosa. Iría así a la fiesta.

Amaneció. Maximiliano, el tamboritero, tocaba la jota maragata. Recorría el pueblo llamando a los vecinos que poco a poco se juntaban con sus castañuelas y la acompañaban avisando a todos de que por fin había llegado el día de la fiesta.

Llegaron a la plaza del pueblo.

Allí se dirigió la hermosa mujer.  Avanzó hacia el grupo de danzantes. Todos le volvieron espalda. ¡¡¡Qué vergüenza!!!!¡¡¡Es ridícula! ¡¡¡¡¡¡niños no miréis!!!!!!!!!

Ella no escuchó. Estaba feliz, se encontraba hermosa.

Zapateta. Dijeron la flauta y el tamboril

¡Porque no!… con una gran zapateta se elevó en el cielo y desapareció

Solo Maxi la vio volar bella, ligera y brillante mientras sonaban las castañuelas con sus lazos de colores revoloteando a su ritmo

Voló.

Voló hacia la laguna, hacia el río Turienzo buscando agua pura. Voló y voló en todas las direcciones, arriba, abajo, a la izquierda, a la derecha, hacia delante y hacia atrás

Voló y voló recorriendo el mundo.  Voló y voló sobre los océanos aprovechando las fuertes corrientes y  los vientos huracanados, las brisas suaves y la clama

Voló y voló dispuesta a descubrir todo a su alrededor sin necesidad de girar su cabeza.  Voló feliz disfrutando   al máximo cada momento de su vida.

¿Os ha gustado? Mi madre me enseñó a descubrir que en todo se puede encontrar belleza. Que el pudor, el miedo, la vergüenza no debe impedirnos disfrutar de ellas.” Concluyó nuestra dulce, soñadora y maravillosa madre

EL FORASTERO por David González Hinojo

EL  FORASTERO

Relato 12

 

-Aquí es donde encontré a Leónidas -dijo señalando el camino de San

Martín. Habíamos ido caminando por la carretera hasta la curva del transformador. Añadió:

-Llevaba toda la mañana buscándolo. Hasta que me dijeron que lo vieron merodeando por la Corona. Lo llamé y vino corriendo. Traía una zapatilla en la boca. Creí que sería una zapatilla vieja que habría encontrado por ahí. Pero, cuando la dejó a mis pies, la vi demasiado limpia para haber estado abandonada en el campo. Le pregunté, «Leónidas, ¿de dónde la sacaste?» Y, sonará bobo, pero fue como si me entendiese. Echó a andar hacia los robles, volviéndose cada poco para comprobar que le seguía. Me llevó hacia la ladera sur de la Corona. Allí, bueno…

Calló ensimismado, mirando con fijeza la Corona. Luego siguió:

-Nada más comenzar a ascender la ladera, encontré un calcetín. Aún llevaba la zapatilla en la mano y me agaché preguntándome si ambas cosas tendrían relación. Entonces Leónidas empezó a ladrar, parado un trecho más arriba. Seguí subiendo parar averiguar qué quería mostrarme. Junto a Leónidas, escondido entre unas escobas, había algo que no distinguía. Pero al acercarme lo vi. Y no lo podía creer. Lo miraba y me decía «no puede ser lo que parece». Pero lo era. Del talud asomaban, como ramas secas, dos pies. Uno llevaba zapatilla y calcetín. El otro estaba desnudo.

El peso grave de los recuerdos le hizo balancear la cabeza en silencio. Después continuó:

-Tuve que subir a lo alto de la Corona para poder usar el teléfono. Pedí ayuda. Y me quedé allí. Leónidas se echó a mi lado. Veía Murias a un lado, al otro Pedredo y allá, al frente, el Teleno. No sabía qué hacer. Me costaba respirar. Me temblaban las piernas. Había dos niñas en el jardín de la casa de ladrillos que hay cerca al cruce. Jugaban a lanzarse una pelota. Estuve mirándolas hasta que oí la sirena de la Guardia Civil.

Calló otra vez. Yo tenía en mente que no llegó a averiguarse qué había llevado al forastero a terminar sus días semienterrado en una tejonera. Se lo comenté.

Me miró. Pareció dudar. Al fin, dijo:

-Mi abuelo me contó que, de chico, solía subir con sus amigos a la Corona para buscar un tesoro escondido. Un pote lleno de oro, decía él. Subían y escarbaban en cualquier grieta u oquedad que encontraban, por ver si hallaban el oro. Nunca encontraron más que piedras y pedacinos de loza, claro. Pero esas excursiones eran frecuentes porque, en el pueblo, desde siempre, se contó una historia sobre unas gentes que vivieron aquí hace mucho tiempo. Un día tuvieron que escapar precipitadamente. Antes de marchar, escondieron sus riquezas en un profundo pozo en algún lugar de la Corona. Con intención de volver a recuperar el oro cuando tuvieran oportunidad. Pero nunca regresaron.

O quizá sí.

LA CASA DE LA MOURA por Miriam Alonso García

LA CASA DE LA MOURA

Relato 29

-¡Papá! ¿Desde aquí? Los ojos de Alejandro brillaban con la luz de la emoción, ésa que siempre irradiaba cuando descubría algo nuevo. Estaba nervioso, tenía miedo y le invadía la felicidad; todo a la vez. Era su sensación favorita. Llevaba quince minutos buscando las piedras perfectas. Su padre le había explicado que tenían que ser pequeñas y planas, porque así, era más probable que se mantuvieran unas encima de otras y no se deslizaran cueva abajo.

-Sí, hijo, desde ahí. José Luís conocía la leyenda desde pequeño, como todos los vecinos de Filiel, y sabía que a su hijo le iba a cautivar.  Esa tarde cogió a Alejandro de su minúscula mano y se dirigieron hacia el Piñeo. Subiendo por el camino que bordea la iglesia, llegaron a la casa de la Moura rápidamente. Era una pequeña cueva excavada en la roca y estaba repleta de piedras de todos los tamaños y formas. En ella vivía la Moura, una malvada hechicera que no dudaba en embrujarte si no accedías a cumplir sus deseos. Y su deseo era solamente uno: debías arrojar tres piedras desde el sendero y éstas tenían que permanecer dentro de la cueva, si se caían, tú también caerías bajo su encantamiento.

El castañeteo de los diminutos dientes de Alejandro se confundía con el de las tres piedrecitas que sostenía en las manos. Era la hora, tenía que lanzarlas. ¡Qué emocionante! Parecía una de las aventuras que le contaba la abuelita cuando se iba a la cama.

-Vamos, hombre, ¡no te lo pienses tanto! Su padre recordó la primera vez que fue a la casa de la Moura. También lo había llevado su padre cuando era un renacuajo, como él decía. Cogió las primeras piedras que encontró y las disparó sin contemplaciones. No había quedado dentro ninguna, ni suya, ni de otro.  Se rascó la cabeza, eran otros tiempos…

-¡Una! ¡Dos! ¡Y tres! Alejandro no cabía en sí, había acertado en el blanco las tres veces.  Permaneció inmóvil durante unos segundos, con la mirada fija en las piedras, saboreando la hazaña. No se movieron, estaba a salvo de la maldición de la Moura.

José Luis aplaudió con fuerza. Una sonrisa se dibujaba en su rostro. Se había apoderado de él una mezcla de amor, admiración y envidia, por la intensidad con la que Alejandro vivía cada pequeño acontecimiento.  Por un instante pensó si sentía aquello simplemente porque era su hijo o porque era realmente un niño extraordinario.

De repente se percató de que Alejandro estaba recogiendo piedras de todos lados, tenía las manos a rebosar.  En seguida interrumpió su ardua labor y, observándolas con detenimiento, fue descartando piedras, dejándolas caer de entre los dedos. Levantó la cabeza y miró fijamente a su padre. -Estoy recogiendo piedras de las malas para que se caigan de la cueva, ¡así conoceremos a la Moura en persona! A lo mejor no es tan mala como dice la gente, papá.

 

No había duda, era excepcional.

EL HOMBRE DE LA LUNA (fuera de concurso) por María Paz Martínez Alonso

EL HOMBRE DE LA LUNA
(Fuera de concurso)
Lo peor no había sido el castigo divino, ni haber quedado expuesto a la vista de todos como el ratero codicioso que había sido. Lo verdaderamente malo era que estaba condenado a ver a sus descendientes cargando con las faltas y los estigmas que sus actos habían desencadenado. Y es que así eran las cosas en la Somoza, los pecados se heredaban con más facilidad que la hacienda y que la virtud.
Siempre había sido muy cuidadoso con sus hurtos pero llegó el día (porque como bien le había dicho su padre cuando de niño presintió sus malas decisiones “tanto va el cántaro a la fuente que al final el cántaro se rompe”) y sucedió que, de un modo fortuito, le desenmascararon como el ladrón de leña que provocaba que esta desapareciera prematuramente antes de que el invierno llegara a su fin. Años llevaban los vecinos buscando una explicación a la merma de los montones que cada casa apilaba. Nadie había sido sospechoso pues juntos trabajaban por un bien común hasta la noche en que un rayo prendió en el tejado de la iglesia y Orencio corrió a casa de Catarino a buscar ayuda y no lo encontró. Lo buscó por las cuadras y tampoco dio con él. Entonces pensó que tal vez estuviera en el caserón que su difunto padre le había dejado, y allí se dirigió. Tras unos fuertes empujones y llamándolo, consiguió abrir la puerta que estaba inesperadamente atascada con montones y montones de leña por todas partes, tantos que una vez dentro, uno no alcanzaba a ver nada más. Pasmado cerró de nuevo. Se dirigió a casa con las prisas que le azuzaban y la mente muda de impresión. Al entrar, la sacudida de una sombra trató de desvanecerse entre los rincones de la casa. Orencio pudo ver a Catarino ocultarse con un haz de leña al hombro aprovechando que todos habían salido a apagar el fuego.
—¡Maldito seas tú y los tuyos, tantos años de burla te los cobre el cielo en vergüenzas, pues la necesidad no te apremia y es la avaricia la que te envenena el conocimiento! — Gritó Orencio ofendido.
Catarino salió corriendo con su haz de leña al hombro mientras un nuevo rayo caía abriendo en dos el cielo y adentrándose en la tierra con inusual bravura. Al rato, extinto ya el fuego, todos los vecinos conocían por boca de Orencio las malas artes de Catarino y su mujer e hijos lloraban en un rincón por la deshonra engendrada.
Nadie volvió a ver a Catarino y aunque durante los siguientes días lo buscaron no hallaron modo de dar con él.
La noche con más luna, cuando redonda como una manzana alumbraba con cierta claridad los caminos, decidieron también salir en su busca. Mujeres, hombres y niños gritaban su nombre y esperaban detrás, en silencio, una respuesta.
—¡Allí, allí! — Gritó de pronto Bartolo, el nieto chico de Catarino, mientras señalaba a lo alto con el dedo.
—¿Allí, dónde? ¡No hay nada! — Le espetaron los vecinos.
—¡Allí! ¿No lo veis? Hay un hombre en la luna. Todos miraron al cielo y pudieron ver la figura de aquel hombre con haz de leña a la espalda sobre la clara luz de la luna.
Aún hoy en las noches de luna llena de La Somoza lo podemos ver.

TE LO DIGO Y TE LO REDIGO: SI A LA SOMOZA VAS, NO DUDES QUE VOLVERÁS por Beatriz Gutierrez Cabezas

TE LO DIGO Y TE LO REDIGO: SI A LA SOMOZA VAS, NO DUDES QUE VOLVERÁS  

Relato 11

 

Cuenta la leyenda, que hace algunos inviernos un eclipse apagó el día sobre el Teleno y durante unos cuantos minutos la luz se transformó en tiniebla, el reflejo claro de los brezos sobre las fuentes se borró y la luna apareció en el cielo rojo, mágica y hermosa.

Dicen las personas más viejas que habitan los pueblos de la zona, que en esa noche que se comió el día, muchos animales quisieron correr a las cuadras para guarecerse de la oscuridad por dos ocasiones en una misma jornada, otros cantaron dos veces, cuando acostumbraban a una y algunos reptiles despistados invernaron hasta la primavera siguiente.

Dicen los maragatos que resisten los inviernos frente a la chapa, que ese día, el lobo que habita esas tierras de la Somoza, aulló dos veces; aulló para anunciar la noche y para despertar el día. El gallo cantó al mediodía también en dos ocasiones y los garbanzos que estaban sobre el puchero en la lumbre, rompían los dientes de quien se atrevió a probarlos, por lo que hubieron de volver al fuego por segunda vez. La abubilla puso dos huevos y a los corzos adultos les rebrotó la hermosa cornamenta por segunda vez, las liebres corrieron hacia el monte y luego a la pradera, buscando su camino en dos direcciones, los jabalíes se rebozaron un par de veces sobre los charcos de barro fresco, los frutales florecieron por dos veces, las huertas se llenaron de repollos de dos cabezas y puerros con dos piernas, y las mujeres que engendraron en esa noche, parieron mellizos nueve meses después.

Cuentan y dicen, que desde ese día en la que la noche se comió al día, cada animal que se guarda en estas tierras repite sus hábitos por dos veces; y el gallo no puede cantar un solo canto, y el lobo aúlla el doble que, por montes vecinos, y las gallinas ponen dos huevos en un mismo atardecer y los reptiles invernan dos inviernos…

Y es por esto, que si acostumbras a pasear por estos montes y a recorrer las callejuelas de estos serenos pueblos de ventanas azules y paredes de piedra firme, sus gentes te saludarán dos veces, las siestas son de dos minutos, te será imposible tomar solamente un vino, cada fiesta habrás de celebrarla con dos bailes, los huevos fritos te los comerás por pares, cuando hagas una pregunta has de esperar dos respuestas, en cada pueblo al menos harás dos amigos que seguro te durarán dos vidas y siempre, siempre, siempre las cosas que surjan en la oscuridad se han de vivir por duplicado, ya que en la primera, es posible que te quedes eclipsado.

Y es por esto también que te digo, y si es necesario te vuelvo a decir que… ¡Si a la Somoza vas, no dudes que volverás!

ÚLTIMA NOCHE EN LA SOMOZA por Freddie Cheronne

ÚLTIMA NOCHE EN LA SOMOZA

Relato 30

Al oír el gallo de Demetrio, Vitoria abrió los ojos. Observó durante unos momentos la panza del techo resquebrajado y se levantó. Aunque no como cada mañana. Aquel día era especial porque lo pasaría con Venancio, el hombre de su vida. Así pues se incorporó, se vistió con sus mejores galas para ir a visitarlo y después recogió unas cuantas caléndulas que aún lucían lustrosas junto al poyo del patio. Cualquiera pensaría que quizás esa labor le correspondería más bien a Venancio pero al fin y al cabo ya nadie podía esperar eso de él.

Sin más dilación Vitoria se echó a andar sin prisas, pues sabía que Venancio la esperaba. Tomó la vereda de El Juncal y contempló la alfombra de hojas secas y el paisaje pintado de amarillo y ocre por los árboles de primeros de Noviembre. Pasó de largo junto a la ermita, subió la cuesta y abrió la verja.

–            Mira lo que te traigo. – le dijo.

Aunque Venancio no solía decir nada, Vitoria estaba convencida de que en el fondo lo agradecía mucho. En esas estaban cuando empezaron a aparecer otros paisanos para reunirse con los suyos. Primero llegó la señoá Antonia, después Raimunda, y también Teotiste y Otilia con los nietos… Y así echaron la mañana con sus tradicionales quehaceres, porque si de algo disponían en aquel pueblo de La Somoza era de tiempo.

Imbuida en los recuerdos e intercambiando de tanto en vez alguna que otra frase con Venancio iba cayendo la tarde. Ya todos los vecinos habían ido despidiéndose de sus difuntos y marchado del camposanto.

–            Bueno, Venancio, pues yo también marcho ya.

–            Ay, Vitoria, ¡lo que yo daría por pasar una última noche contigo! – pareció oírle decir.

–Volveré pronto. – dijo Vitoria condescendiente, y al darse la vuelta fue a apoyar el pie sobre el único tramo de losa al que en todo el día no había dado el sol y sobre el que se mantenía una plaquita de hielo.

Al deslizársele el pie, Vitoria perdió el equilibrio y cayó pausadamente de tal manera que sus ciento doce kilos fueron a parar a orilla de la lápida, quedando tendida boca arriba. No sintió dolor. La caída fue limpia y, gracias a sus estupendas grasas que amortiguaron el impacto, no se golpeó en ningún punto vital. Sin embargo ella sabía a lo que se enfrentaba. Estuvo casi una hora intentando levantarse pero la voluminosidad de su cuerpo y la fuerza de la gravedad se lo impidieron. Por más que gritó nadie la oyó, así que la mujer se acomodó como buenamente pudo y allí quedó tendida junto a su Venancio.

–            Ay, Venancio, ¿quién me iba a decir a mí que al final te ibas a salir con la tuya?

Y efectivamente allí yacieron juntos la última noche con vistas a un cielo estrellado y con el reflejo de una estrella fugaz en las pupilas de Vitoria.

La mañana siguiente también fue especial. Al salir el sol nadie oyó cantar al gallo de Demetrio. Sólo un graznido se extendió por el valle cuando los primeros rayos iluminaron la sonrisa gélida de Vitoria. Después se oyó el aleteo de un grajo, que echó a volar desde la copa de un ciprés y se perdió en el cielo azul.

A NOÉ por Isasy Cadierno Alonso

A NOÉ

 Relato 10

 

La lechuza está ausente en esta noche oscura, el silencio helado de tejados blancos, y añejas chimeneas de humo, desdibujan la escasa luz.

Luna gris de plata, alumbra las estrellas, el viento revolotea golpeando las ramas del viejo abedul, esparciendo sus hojas por la plaza de Muga. Calles desiertas, anhelo de luz, Somoza de leyendas en alcobas de sueños viejos, alcobas de niños, temor de ancianos, desvelo de mozas.

Muga es pequeño, alzado sobre una colina, la más alta. De prados extensos q la rodean como mantos dorados donde pastan las cabras, las cabras de Noé. Casi amanece, Noé hace horas atravesó la Cañada, hoy camina más lejos, los pastos del otro valle acunan su cuerpo, mecen su ternura y su alma, anochece y Noé no regresa.

El tintineo de campanillas despierta a los aldeanos, son las cabras de Noé, han vuelto solas.

Alarmados salen d las casas, ni rastro del niño. Un camino de antorchas va marcando las sendas mientras vocean su nombre., Noeee , no hay respuesta , algún búho asustado ulula a su paso , inmóvil , augurando infortunios .  Está amaneciendo, los hombres regresan, en algún lugar dejaron la esperanza tras días y noches buscando al pequeño, noches de lobo acechante, noches de oración, noches negras como sus mantones pesados. Pronto llegará la primavera.

De una aldea lejana asoma entre los Valles Juan, a lomos de su caballo viejo, cada primavera, trae la miel en tarros para su venta. Un puñado de moscas rodean su andadura, persiguiendo algún festín o descuido del muchacho.  No lejos de Muga, se detienen, aquellos prados invitan al descanso, tumbado sobre el lecho dorado se queda dormido.

Amenaza tormenta, comienza a llover con fuerza, el viejo caballo galopa asustado y Juan despierta, oscurece, los truenos invaden El Valle con resplandores violetas que iluminan su rostro, su corazón late con fuerza, sus manos tiemblan, sus pies se hunden al correr en la pradera mojada, y se hunde la tierra sepultando a Juan.

Bajo un techo de barro y polvo aguarda la leyenda, magmas fragmentados son testigos milenarios, grutas que abren las entrañas de la tierra, conductos y galerías subterráneas servirán de morada y olvido, servirán de magia y vida, de culto divino y salvación. Juan llora desesperado, el miedo se apodera del muchacho. Alguien se acerca y acaricia su cabeza propinando un sobresalto a Juan, mira por todos los lados buscando en la oscuridad.

Los ojos de un niño le observan, luceros del alba fugaces, cándida luz celestial, pequeño Dios perdido que corre a sus brazos, es Noé.

Desde los tejados de Muga se aprecia un horizonte casi perfecto, los montes lejanos desdibujan la bruma de la mañana, los primeros rayos de sol ya reposan sobre El Valle. A lo lejos, un muchacho y un niño van de la mano, avanzan con caminar pausado hacia la aldea. Una lagrima cae por su mejilla, impregna su esencia y su gozo, Juan aprieta su mano con fuerza, sostiene con templanza las huellas imborrables de su corazón, y así , con semblante digno de un Dios iluminado son alabados .

Y así, Noé, bajo ritos tribales y cantos ancestrales es alzado en la plaza, repican las campanas y su clamor forma ecos retumbando hasta las lejanas montañas devolviendo melodías aterciopeladas.

Pequeño príncipe, rey de reyes, luz de luz de los días , luz de luz de la oscuridad, héroe por siempre.

EN MI CELDA por Victoria Mogollón Fajardo

12 de junio 1532.

Me llamo Marcelina Cordero. Tengo treinta y cinco años. Ya llevo dos en esta celda. Fue mi decisión. Pero estoy cansada. Llevo dos años viviendo en la pobreza extrema, en la soledad casi absoluta. En la tristeza. Creí ser muy valiente cuando tomé esta decisión. No quería vivir.

Todavía recuerdo mi casa. Tengo miedo olvidarla. Era amplia, con un patio interior precioso. Estaba construida, como la mayoría, de adobe, piedra y madera. Sus paredes eran tan gruesas como éstas. Teníamos las habitaciones en la zona superior. En la zona inferior teníamos el ganado.

En el patio nos reuníamos las mujeres para charlar, y los niños revoloteaban cerca jugando.  Echo de menos la cocina, ¡el olor del cocido! Cierto es que, puedo decir que las gentes que pasan cerca de aquí me conocen.  Me traen alimentos, me dan un poco de compañía a través de esta ventana. No les veo la cara. Sólo escucho sus voces. ¡Pero me resulta tan gratificante!

Tengo miedo volverme loca. A veces escucho la voz de mi padre, suplicándome que no me encerrara aquí. En las noches insomnes o en las pesadillas, lo escucho.

Las visitas de mi madre me llenan de añoranza y me traen noticias, pero cuando se va sin que ni siquiera pueda ver su cara, me destroza. No pierdo ningún acto de la Iglesia, esta Iglesia de Santa Marta. Mi cabeza deja de pensar esos momentos que duran las misas. Nunca fui muy religiosa, pero estos salmos, estas oraciones, me ayudan a sobrellevar mi soledad. Tengo la espalda destrozada. Este camastro, esta tabla donde duermo, me está rompiendo. Anochece. No veo bien. A ver si consigo dormir un rato.

 

15 de junio 1532

Hoy amanece algo nublado. Aquí no siento mucho calor. Menos mal, sería inaguantable sufrir los calores del verano encerrada entre cuatro paredes un día tras otro.

Ya no duermo, vi la luna por esta pequeña ventana, sólo unos segundos. La luna. Me gustaba verla cuando estaba en mi casa. La miraba desde aquel balcón ¡Dios mío! ¿Por qué sufría por él, y lo recordaba en aquel balcón? Entonces, podía salir con libertad y disfrutar de la noche.

 

 

23 de junio 1532

Hoy recuerdo a mi padre. Temo que su vida se acabe por mi causa. Recuerdo que de jovencita lo veía poco.  Mi padre, como buen maragato, viajaba gran parte del año. Se iba con los demás hombres, con los carromatos hacia el oeste y el centro e España.  Vendían productos artesanales que realizábamos en casa. Cómo echo de menos aquellas actividades…

 

 

16 de Julio 1532

Hoy tengo un gran dolor de cabeza. Esta noche no pude dormir. Hubo un gran revuelo en la calle. Unos hombres me insultaron y me tiraron piedras.

Me llamaron mujerzuela.

¡Pero si estoy aquí por amor! O mejor dicho, por desamor…

 

22 de Julio 1532

He pasado varios días sin escribir. Sólo me apetecía llorar y morirme. He rezado. He estado pegada al ventanuco que da al presbiterio de la Iglesia de Santa Marta.

Le he pedido a Dios que no me deje aquí mucho tiempo. No puedo aguantar más. Sin libros, sin aire, sin espejos, sin mi familia, sin sol, sin esperanza…

Le he pedido a Dios que se termine mi soledad: que se termine mi sufrimiento.

TELENO por Charo Herráez del Olmo

TELENO

Relato 8

 

La montaña los miraba desafiante.  Eran caminantes maragatos. Arrieros.

Solo pensaban en llegar a la Asturica. Amalio se casaba el viernes y sabía que Clorinda esperaba ansiosa ese momento. Regresaban contentos de sus mercadeos y las mulas bajaban ligeras y alegres.

Amalio sin embargo se sentía intranquilo.

No sabía muy bien porqué – “anda mozo que con esto del casorio andas más despistao que una mula miope” – le había dicho el Celestino

Pero no, no era el casorio. Era esa tormenta que no cesaba y el desafío del Teleno. Siempre había querido, necesitado quizás, subir a sus cumbres. Siempre había sentido esa inquietud cuando miraba al monte. Desde qué, de muchacho, acompañaba a su padre por las escabrosas tierras de la Somoza y más allá.

En los últimos viajes, la inquietud se había convertido en obsesión.

“…tengo que subir a ese monte”, le había dicho una vez a Clorinda” …subiremos juntos”- le respondió zalamera ella.

-No. Subiré solo. Tengo que subir solo. Hay algo allí que tengo que aprender. Lo sé.

Regresaban entre cortinas de aguanieve y furia ventosa. Tenía que ser ahora.

Dio el ramal al Celestino y a voces, entre el sonido del viento y la fuerza del agua, indicando al Teleno, le dijo…” Volveré, que no se enteré mi padre” “¿Pero qué…?” y le vio dejar el sendero para trepar los riscos como un mono perseguido ¿Pero qué…?”

La lluvia deshizo pronto las alpargatas. El muchacho se las quitó y siguió hacia arriba sin ningún tipo de duda. Desde allí veía la recua avanzar entre las sombras envueltas en capotes de los hombres. En cuatro horas estarían en casa y él, con suerte, también. Ningún arriero, excepto su padre, le echaría en falta, pero su padre iba muy atrás y no le daría tiempo a percatarse de su falta.

El Teleno rugía con toda su fuerza. Con pequeños desprendimientos aquí y allá se sacudía de picores antiguos y amenazaba con derrumbar su apostura en uno de esos desperezamientos. Pero el muchacho ascendía aún ciegos los ojos por la lluvia, era como si una soga imantada tirara de él en una ascensión desesperada.

 

Apareció en Lucillo a los dos días, después de que su madre sufriera la agonía y el desconcierto de una desaparición eterna. Después de que su padre y otros hombres subieran a los montes una y otra vez con la esperanza en sus pasos y regresaran con el fracaso en la mirada.

 

Amalio parecía transformado, simplemente les dijo a todos, entre ellos a Clorinda, que se iba, ¿Adónde?, preguntaron. “…No sé, pero creo que muy lejos de aquí”.

LA LEYENDA DE LABOR DE REY por Isabel Crespo

LA LEYENDA DE LABOR DE REY

Relato 7

 

El caballo de vapor había ido enmudeciendo el ruido de los cascos de las mulas. Con la llegada del progreso los vecinos del pueblo maragato de Labor de Rey tuvieron que dedicarse a otros oficios distintos de la arriería y, al final, mudar sus hogares. El pueblo inevitablemente se fue despoblando hasta quedarse como se encuentra hoy, totalmente abandonado.

Pero, en realidad, nunca se quedó del todo vacío, puesto que entre sus ruinas todavía deambula aquella alma desolada que ya lo hacía por el pueblo desde tiempo inmemorial. Aquella alma de la que algunos vecinos habían oído sus lamentos y otros habían incluso presenciando sus desvelos. Su historia había sido contada por juglares y trovadores…

 

Dice la leyenda que

 durante las noches en las que la Luna se ausentaba del cielo  retornaba el eterno arriero.  Cuentan que en el Medioevo vivía  en Labor de Rey un joven recuero

 -perteneciente a una poderosa familia de la comarca de

Somoza  cuya casa de piedra con portón arqueado daba fe de ello-  que se había enamorado de una joven, casi niña,  de una familia tan humilde 

que vivía bajo un techado de paja sin heno.

Aquellos enamorados no entendían de distinciones sociales, prohibiciones familiares ni nobles estamentos,  sólo de amor y sentimientos. 

Antes de emprender el viaje con su recua de mulas  para traer valiosas mercancías y salazones gallegos,   la joven se despidió entre sollozos mientras él la animaba diciendo  que cuando regresara le regalaría una vistosa arracada  para adornar su cuello 

junto al pañuelo de casada para desposarla luego.

 

Mientras, lejos, el honrado arriero  protegía el valor de su cargamento,  en su ausencia no pudo proteger  a su amada del tormento. 

Tras varias jornadas de quebrantos y sufrimientos,  pudieron con ella la debilidad provocada por las altas fiebres 

aparecidas con las primeras nieves del invierno. 

A la pobre niña le dieron sepultura  vestida con su pobre falda de paño amarilla,   un pañuelo blanco a la cabeza y una endeble gargantilla.

Cuando el joven recuero retornó al pueblo  y fue conocedor de las malas nuevas, 

enloqueció de pena y al poco murió de desasosiego.

 Sepultura también le dieron  ataviado con sus bordados y ricos ropajes 

pero en un lugar privilegiado del cementerio.

Dice la leyenda que

 en las noches en las que la Luna se ausenta del cielo,  se oyen los primeros sones de un tamboritero

 que anticipan los suspiros del enamorado,  el sonido seco de las ruedas 

y los pesados pasos de las bestias sobre el empedrado.

 El joven arriero con capa y sombrero de ala ancha  por el camino principal del pueblo 

acompaña a su amada muerta, yacente en la recua,  hasta el umbral del templo.

Hoy en día, de esta iglesia de Labor de Rey tan sólo queda su espadaña, y su camino ancho está cubierto por maleza y matorrales. Aviso a caminantes y peregrinos: ¡Que no os engañe el silencioso pueblo! ¡Esperad a que lleguen las noches oscuras de Luna ausente del cielo!

LA CUEVA DE LOS MARAGATOS por Yolanda Casado Galán

LA CUEVA DE LOS MARAGATOS

Relato 31

 

No nos lo podíamos creer, pero estaba claro que era aquella. El abuelo nos había hablado tanto de esa cueva repleta de los más extraordinarios tesoros durante las vacaciones que era imposible equivocarse. Y la habíamos encontrado así, por casualidad, de la manera más tonta: persiguiendo una pelota. Decidimos no contárselo a nadie e iniciar inmediatamente los preparativos del ritual. En primer lugar, necesitábamos una servilleta sin estrenar y una vela. Eso fue sencillo.

La abuela tenía varias mantelerías nuevas. A mí me hubiera gustado coger una con pajaritos bordados, pero mi primo Sergio dijo que era una cursilada y cogió una azul de cuadros. La vela también se la cogimos a la abuela, que tenía una pequeña colección comprada en diversos bazares de la ciudad por si algún día se iba la luz. De ellas, Sergio escogió una con caracolas en su interior, y yo me pregunté para mí, porque mi primo es mayor y me puede, cómo unas caracolas podían ser menos cursis que unos pájaros. El último ingrediente del ritual fue el más difícil. Se trataba de la flor del helecho macho cogida en San Juan. Teniendo en cuenta que estábamos en agosto, aquello era todo un reto. Afortunadamente, la solución se presentó sola: una mañana que fuimos a León con mis padres, la compramos en una floristería. Sergio no estaba muy convencido de que aquello no fuera hacer trampas, pero yo le persuadí diciendo que en aquel caso sí valía, porque la floristería en cuestión se llamaba “Flores San Juan”.

Aquella misma noche nos dirigimos a la cueva. Íbamos ansiosos y, al menos yo, un poquito asustado. La cueva estaba oscura y fría y, justo entonces, fue cuando mi primo y yo nos miramos sin saber muy bien qué hacer. El abuelo nos había hablado de los tesoros y los elementos del ritual, pero no de cómo llevarlo a cabo. “Pondremos la flor sobre la servilleta y encenderemos la vela” dijo mi primo. Aquello era tan válido como cualquier otra cosa, y además, tenía sentido, porque, por ejemplo, poner la servilleta sobre la vela y encender la flor parecía tonto. Así lo hicimos.

Colocamos todo con exquisito cuidado en el suelo y encendimos la vela. “Oye ¿qué vas a hacer con tu parte del tesoro?”, pregunté a mi primo. No pudo contestar, del interior nos llegó un sonido de arañazos que nos puso alerta y cuando unas sombras negras se abalanzaron sobre nosotros no lo dudamos más y salimos corriendo. No miramos atrás y por supuesto no volvimos en todo el verano. La vela, la servilleta y la flor quedaron en la cueva, una nueva incorporación al tesoro protegido por monstruos alados, esperando exploradores más avezados o a que nuestra abuela se enterara del hurto y nos hiciera volver por ellas.

LA VIDA por Eliseo Pedraza Alcántar

LA VIDA

Relato 6

 

En medio de esas casas antiguas, de esos castillos que se suspenden entre las arenas del tiempo, tiempo que viaja al son del agua que corre pendiente abajo y que lleva la historia de un pueblo lleno de orgullo, lleno de somocistas que cantan a la gloria de su propio pasado, se oye el fragmento de una leyenda que pretende explicar cómo es la vida aquí, bajo la sombra del tejado y de las casonas con muros de piedra.

Un viejo arriero que Iba junto a su nieto por los campos arbolados que pintan la naturaleza, le decía: la vida es igual a los fragmentos de un camino que se tuerce luego de cada paso, como piezas de un gran rompecabezas se va formando lo que creemos que es el destino. Y a veces, por esa misma razón, creo que la vida es sólo un reflejo, un sueño de nuestras ideas, un instante que vaga sin rumbo entre el pasado y el futuro, en medio del polvo y del tiempo.

Y a pesar de todo cuanto se piense, la vida es tan sólo un instante de la historia, una leyenda que se escribe con letras únicas, con acentos, pero, sobre todo, con signos de interrogación.

La vida es un lienzo multicolor hecho de pedazos de ideas, de fragmentos de figuras mal puestas, de colores que se sobreponen.  Es un cuadro lleno de incógnitas, de trazos largos, cortos e indefinidos donde no sobra pincelada alguna.

Para muchos, la vida es un momento de inspiración, para otros un instante de gloria, y para los demás un puente que los conduce a la eternidad.  Hay quienes no logran percibir el lienzo en el que se trazan las imágenes del pensamiento y las siluetas del amor.

Por otra parte, la vida es como un sendero hacia el más allá donde encontramos imágenes dementes, sombras y luces inciertas, vidas y amores extraños, almas llenas y vacías cuyo motivo para seguir en la penuria consiste en ir olvidando, en suspender, por tiempo indefinido la inmortalidad, en perder la perspectiva de todo sueño que se desvanece en el olvido.

Y, sin embargo, hay que tener presente que a veces nuestras sombras no viajan al ritmo de nuestros pasos, que a veces la vida se cansa antes de avanzar. A veces nuestros recuerdos se diluyen en el inmenso mar de nuestra memoria.

La existencia es un largo viaje que nos ha traído hasta Somoza sólo para transformar la pesada cruz en un suspiro que genera nuevos proyectos. Y si no entendemos eso, nuestra vida se torna un círculo sin fin, un crucigrama sin respuestas y un laberinto de soledad que nos confunde… que envenena nuestra alma.

Hay veces que un “yo” que no conozco de mí, se extasía en la profundidad de la noche, y ella, cual hechicera ilusión, le contempla en silencio.  No estamos aquí por casualidad, sino para resolver la encrucijada mística que está más allá de todos los tiempos.

Al final, la vida y el amor se vuelven ceniza, polvo negro son las risas y los llantos, la felicidad y el dolor son caminos que llevan a un sólo destino. Muchas vueltas al mismo punto, la vida es ceniza al final.

DE OREJAS VA LA LEYENDA ( RELATO GANADOR 2017) por Olga Morla Casado

DE OREJAS VA LA LEYENDA

Relato 5

 

En aquellos tiempos, quizás no tan lejanos, existía un pueblo, conocido por sus lugareños como Tonitrus* de Somoza, nombre heredado, de cuando los romanos rondaban al pie del Teleno montando más ruido que los truenos. Pues como iba diciendo, existía por aquel entonces un pueblo en el que no  se escuchaban las pisadas de las vastas suelas de los viandantes, ni el sonido de las moto sierras, ni las bocinas de los coches ni nada que pudiera vislumbrarse industrial. Por el contrario, se podía escuchar la suavidad de las caricias, el roce de los cuerpos con el aire, la textura de los campos. Y es que el poder del silencio podía con los abrumadores ruidos y no había quien se resistiera a parar en aquellos parajes a contemplar la belleza del sigilo. Y en esas estaba el pueblo, envuelto en su mudez ensordecedora cuando llegó por allí Nico, un niño robusto, díscolo, de pelo rizado, más romano que maragato, que mascaba chicle con la boca abierta y gritaba de alegría o de ansia cada vez que jugando a un videojuego, como si de un “insert coin” se tratara, se reiniciaba la partida. Pues andaba por aquel entonces, muy a su pesar, Nico con su abuela, natural de aquel lugar. Y ya se podrán imaginar cómo alguien que vive en el ruido puede hacerse al silencio. Nico probaba con todo, hacer ruido con la cuchara en el desayuno, golpear las cazuelas como si las moscas estuvieran en ellas, tocar la chifla a la hora de la siesta, meterse nueces por la nariz para roncar sin desliz, colocar cencerros en las puertas de las casas para que su sonido despertara a las vacas y a las terneras y de paso a los sapos, meter azúcar en los motores (había escuchado en alguna canción que el escándalo sería atroz), pero ¿qué creéis que pasó? Pues sucedió, que de tanto intentar escuchar ruido y de tanto encontrarse con el silencio, Nico se acostumbró a él. Y cuenta la leyenda, que Nico se quedó sin orejas, porque de no haber sabido apreciar los sonidos de la naturaleza se quedaban sin sentido los orificios auditivos.

Y dicen, que desde entonces, a aquellas tierras que presumen de leonesas solo se acerca gente a disfrutar de las sutilezas del sonido, dejando el ruido a las puertas por miedo a perder las orejas.

Y añado; porque de lo contrario os estaría engañando, que al sigiloso villorrio ya no le llaman Tonitrus, se perdió ese título como tantas otras cosas en la memoria de sus gentes. Solo sabemos que es de la Somoza, así que por no tentar a la suerte seamos prudentes. Y con todo, dicen, y cuentan, pues no hay mal que por bien no venga ,que ya somos muchos que  aun con orejas escuchamos a la naturaleza.

EL SEMBRADOR DE SUEÑOS por Nuria N. Antón

EL SEMBRADOR DE SUEÑOS

Relato 4     

 

Cuenta la leyenda que Pedro nació cuando florecían las amapolas y que la sangre que su madre perdió en el parto regó la tierra de los campos de aquel pueblo de la Somoza.

Pedro creció como crecen todos los niños que tienen la suerte de nacer en un pueblo. Cada mañana iba a la escuela y al salir de clase se entretenía tirando piedras al río, o simplemente observando el sol entre las paleras que había en el camino.

Pero había algo que diferenciaba a Pedro de los demás niños; al romper la primavera, en sus mejillas, habitualmente coloradas por el aire que curtía su rostro, aparecía la marca de un corazón. Los niños de la escuela se reían de él con esas cosas propias de la más tierna infancia. Pero a Pedro nunca le importó, decía que era una marca de AMOR, de ese amor que su madre le daba desde el mismo momento en que sola y sobre la tierra roja y árida le dio su primer abrazo,

Pasaron los años y Pedro se hizo un hombre y comenzó a cultivar los campos que había heredado de su madre. En ellos crecían las amapolas más rojas de toda la comarca, y él las trenzaba entre gavillas de paja pera adornar la fachada de su casa.

Con el tiempo Pedro empezó a sentirse solo y a medida que aumentaba su tristeza las amapolas iban perdiendo su intenso color.

Un buen día llamó a su puerta una peregrina pidiendo agua. Era una mujer madura; su pelo largo y blanco resbalaba sobre sus hombros, moviéndose al capricho del viento. La palidez de su cara y el níveo azul de sus ojos contrastaba con el curtido rostro de Pedro.

Entusiasmado por la inesperada visita, la invitó a compartir una cena frugal. La noche era calurosa, como suelen ser las noches de un agosto ya avanzado, y juntos salieron al campo a ver las estrellas.

A la mañana siguiente la mujer se despidió y Pedro continuó cultivando sus campos intentando aplacar su soledad.

Habían pasado tres semanas y Pedro seguía recordando la visita de aquella mujer, y se sentía cada vez más solo en aquella casa.

Entonces escribió una palabra en un trozo de papel y lo arrugó. Salió de la casa e hizo un hueco  en la tierra  para  poder  enterrarlo.

Pensó, que si todo florecía… tal vez aquella palabra también crecería allí. Pasó una semana, dos, y tres, y al tercer día de la cuarta semana, ni tallo asomaba de aquel trozo de tierra donde pedro había enterrado su palabra. Enfadado, escarbó con las manos para desenterrar el trozo de papel. Cuando al fin lo encontró… vio que las letras se habían borrado, y en vez de la palabra AMOR, había un corazón pintado de color rojo amapola. Se incorporó para volver a la casa y, al girarse, vio a la mujer del pelo blanco y los ojos níveos junto a él. Llevaba en las manos un trozo de papel, en el que alguien había escrito, la palabra AMOR.

CANTÉ por Julian Miranda Viñuelas

CANTÉ

Relato 3

Paré el coche. O el coche se paró. A mi derecha, en lontananza, se extendía una llanura seca y sin embargo atrayente. En mi ruta desde León había visto ríos que corrían paralelos a la carretera y árboles espaciados que, con buena voluntad, podían calificarse de alamedas. Llevaba un rato conduciendo por terreno árido. Al descender del vehículo los poros de la tierra desprendían efluvios de gestas y misterios de civilizaciones remotas, que no perdidas: Celtas, astures, bereberes… El monte Teleno, el Picu Talenu, me miraba desde su altura.

Elegí el camino de la izquierda, por el que recorrí calles empedradas y empinadas de tortuoso trazado, entre balcones de macetas floreadas, carteles de corte medieval con blasones, y farolillos en las esquinas que antes apagaba el farolero con su chuzo.  El contacto de mis pies con el suelo provocaba un soniquete que el eco de la austera piedra de muros centenarios y severos devolvía.  Una ventana enrejada me chistó. O yo le chisté a ella. Creí ver a una mujer tras las rejas. O ella creyó verme a mí. Me acerqué. Se acercó.

Antes de la parada iba camino de Luyego de Somoza para reunirme con mi ex. Un mes antes habíamos acordado darnos un tiempo. Nuestra relación se había estancado y decidimos que una separación nos vendría bien. A los dos días ya lo lamentaba. Le rogué que nos viéramos. Accedió tras vacilar, después que mi insistencia venciese su reserva.

Amaba a Sara. Quería volver con ella a toda costa. Sólo el hecho de considerar que quisiera romper definitivamente me rompía por dentro.

—Canta —dijo una voz de mujer tras tres rejas que a mitad de su verticalidad forman un cuadrado.

Canté Hello. Nuestra canción. Con ella nos conocimos Sara y yo en un albergue de Rabanal del Camino. Me olvidé de la entonación que le daba Lionel Richie. Mi quebrado timbre partía de mi anhelante interior.

—Has cantado con el corazón. Lo lograrás.

La voz de mujer enmudeció. Una contraventana se cerró resaltando la solidez de los barrotes.

Quedé inmóvil. O el silencio me paralizó. El tiempo se detuvo. O yo detuve el tiempo.

Un hombre de mediana edad y ataviado con un chaleco abotonado salió de un restaurante acariciándose el estómago con la mano.

—Amigo, si quiere saborear un cocido maragato de primera entre ahí. —Señaló una puerta de madera.

El tipo era campechano, así que le pregunté:

—Usted es de aquí. Dígame, ¿conoce alguna leyenda que pida cantar para conseguir un deseo?

—Amigo, las leyendas se crean. Si usted cree en el poder de la canción conseguirá lo que desea.

Sonreí y volví al coche, seguro de que Sara y yo, al igual que Teleno, antes Teutates, teníamos una larga historia por delante.

TRIBUTO ETERNO por Flor Méndez Villagrá

TRIBUTO ETERNO 

Relato 2

…..el vigía colocado en la cima de la montaña es el único que se da cuenta de él (…).Este con gritos y señas manda evacuar, al tiempo que desciende rápidamente. La montaña, resquebrajada, se derrumba por sí misma, con un estruendo que no puede ser imaginado por la mente humana, así como un increíble desplazamiento de aire. Los mineros contemplan el derrumbe de la Naturaleza …)  

(“Historia natural” -Plinio el viejo-). 

Aquella mañana en la Fucarona todo discurría con la normalidad habitual. Las reparaciones de las fugas detectadas en los canales que desde el rio Argañoso transportaban el agua a la explotación aurífera habían finalizado el día anterior. Taranos subió hasta alcanzar la cima de la corta principal y esperó a que el vigía comprobara el desalojo de los trabajadores para proceder al vaciado de los depósitos, que estaban a punto de desbordarse debido al repentino aumento de caudal. Descubrió a sus hermanos Fabio y Spurio entre los obreros que abandonaban apresuradamente la ladera escavada por donde tenía que discurrir el torrente de agua, y una media sonrisa se le dibujó en el rostro, casi eran unos niños pero ellos se sentían orgullosos de poder trabajar junto a su hermano mayor y  así, poder contribuir  a recuperar la empobrecida economía familiar. Los gritos del vigía aun resonaban cercanos, cuando sin previo aviso un estallido semejante al latigazo de un enorme trueno estremeció la explotación y una enorme grieta comenzó a extenderse por el muro de contención de una de las albercas situadas a escasos metros por debajo de donde se encontraba Taranos. No le dio tiempo a nada, la presión del agua acabó por desintegrar la pared y miles y miles de litros se precipitaron como una monstruosa cascada montaña abajo, llevándose con ella toda la piedra y tierra que había sido excavada. Taranos vio al guía desaparecer tras la enorme lengua de barro que el derrumbe de la montaña había provocado y taponó sus oídos ante los gritos de los trabajadores que corrían desesperados ladera abajo. No supo el tiempo que pasó hasta que el silencio junto a la desolación volvió a la Fucarona, solo recuerda sus manos aferradas con fuerza a su cabeza, su mirada incrédula y fija en las toneladas de material acumulado en la falda de la montaña y su angustioso descenso gritando el nombre de sus hermanos a la vez que rogaba al Dios Teleno un milagro que sabía imposible.

Ciento cuarenta y ocho hombres fue el tributo que se cobró la montaña herida aquel día. Taranos los conocía, la mayoría provenían al igual que él, del cercano paraje denominado “Soldán”, algunos de los cuerpos pudieron ser rescatados, casi todos mutilados, de otros, como los de sus hermanos, nunca supieron. El olor a carne putrefacta impregno durante mucho tiempo el lugar y los trabajadores del lavadero a pesar de las amenazas de los legionarios se negaron a remover las piedras de aquel derrumbe que escondían además del oro, los cuerpos de sus compañeros.

Hoy en día, son muchos los habitantes de la zona que atestiguan haber oído los lamentos de las almas, que aun por allí vagan, en los amaneceres en que el Teleno desliza su frio aliento.

LA NUTRIA DORADA por Jesús Antonio Martínez Lombó

LA NUTRIA DORADA                                                                                                           

  Relato 1

 Apenas había amanecido y padre ya estaba enganchando la mula al carro para ir a la cantera vieja de Santa Colomba. Mi hermano y yo lo acompañábamos. Quería sacar de la `losera´, lajas de piedra maragata para forrar la pared oeste del molino. Padre, sobreuna vara, guiaba el carro, nosotros apoyados en los laterales de la caja sufríamos los baches del camino.    

El Teleno soplaba `jarispas´ y el frío traspasaba embozos y gabanes. El murmullo del río nos llegaba quedo amortiguado por la escarcha de sus márgenes. Llegamos a la zona, y mientras unos escarban buscando piedras con el espesor adecuado, otros, las cargaban en el carro.            Había comenzado a nevar. Antes de regresar entramos en el refugio y encendimos un pequeño fuego, luego sacamos la tortilla y el licor de frambuesa que madre había preparado.  Fuera, los copos de nieve iban cubriendo de silencio los páramos maragatos. En ese silencio comíamos y contemplábamos como la naturaleza iba pintando una acuarela de belleza con la sensibilidad blanca de sus manos.

Al poco, padre rompió su mutismo y empezó a recordar un extraño suceso del que nunca nos había hablado. Nos contó que de joven solía pescar en las pozas del Turienzo. Allí, fue donde la vio por primera vez. En la corriente una nutria enorme jugaba entre las algas, pero lo que le dejó sin movimiento y sin habla era su color, pues no era negra ni parda, no, aquella nutria estaba cubierta por una pátina dorada. Por una centésima de tiempo las miradas de ambos se encontraron, y mientras el continuaba inmóvil, ella desapareció en las frías aguas.

Aquella mirada, casi humana, lo había obsesionado durante años. Buscó su magia en las personas que conocía, en las jóvenes con las que bailaba; preguntó a muchos y unas veces obtuvo burlas, y otras, viejas leyendas que por ahí circulaban.

Unos le dijeron que eran imaginaciones, que podían haber sido los reflejos del sol en el agua o que el espíritu de la locura se había adueñado de la juventud de su alma. A los que más creyó, le hablaron de una nutria que habitaba en una cueva áurea, y que el polvo del preciado metal tintaba su piel haciéndole parecer dorada. A nadie le dijo lo de la mirada, hasta que en una de aquellas verbenas conoció a la que habría de ser mi madre, y vislumbró en sus ojos, el rastro de ser que había conocido en el agua.         Han pasado muchos años desde que padre nos contó aquello. Desde entonces he venido dudando sobre la veracidad del suceso. Hasta ayer. Ayer, después de fallecer mi madre, padre me dijo que días antes de que Caridad se fuera, él cruzó a la altura del puente Valimbre, el río Turienzo. Bajo los ojos del puente la volvió a ver, reconoció en la mirada a la mujer con la que durante años había compartido su vida. Volvía a despedirse de él para regresar al nacimiento del río, a las cumbres doradas del Teleno de las cuales había bajado años atrás cuando su mirada de nutria se había encontrado con los ojos de un pescador solitario.

PASACALLES (fuera de concurso) por Richard García Nye

(Fuera de concurso)
Tengo en la mesa los recortes del Faro, ya amarillentos, de aquellos días de hace cuarenta años. Asertan que los fenómenos empezaron el jueves 2 de julio, pero sé que fue el miércoles día 1, porque yo estuve allí esa noche de cielos despejados. Además, sé que fui el primero en escuchar el pasacalle, aunque otros vecinos de Santa Colomba aseguren que fueran ellos.
A las cuatro y media de la madrugada en Santa Colomba de Somoza, se escucharon tamboril, flauta y castañuelas tocados por la calle y acompañados de los ladridos de los perros de la vecindad. Los vecinos, los que se despertaron, tardaron unos minutos en darse cuenta que algo extraño estaba ocurriendo, ya que Santa Colomba no estaba en fiestas. Los más curiosos se asomaron a la ventana y algunos hasta salieron a la puerta de casa para investigar la procedencia de aquella música, pero para su asombro, no había nadie en la calle. Pero la música seguía sonando, acercándose o alejándose de ellos según la parte del pueblo donde vivían. Algunos volvieron a la cama intrigados, otros asustados, y no consiguieron dormirse hasta que la fantasmagórica música dejó de sonar.
La mañana siguiente, en la cola para comprar pan, en la espera de la consulta médica y, sobre todo, en los bares, todos hablaban del tema.
-Fue a las cuatro, estaba yo…
-¿Cómo que a las cuatro? A las cuatro y veintitrés, que miré el reloj.
-Mi marido dice que siguió toda la noche.
-Si tu marido está más sordo que esa tapia.
-Yo no lo escuché, pero seguro que era la radio de un coche.
-No pasó ningún coche.
Ya por la tarde, después de cenar, algunos vecinos que estaban en el bar se envalentonaron y decidieron pasear por las calles toda la noche por si los fenómenos se repetían. Llevaban garrotes “por si acaso nos encontramos con algo malo”, y también unas petacas “por si acaso”.
Pero la música sonó de nuevo a las cuatro y media, y los bravucones, con las petacas vacías, volvieron corriendo a sus casas. Durante cinco noches, la música sonó aterrando al pueblo. Y de repente, dejó de sonar.
Sé que fui el primero en escuchar el pasacalles, por mucho que otros vecinos de Santa Colomba aseguren que fueran ellos. Lo sé porque fui yo quien escondió los radiocasetes por todo el pueblo. Así es como nacen las leyendas.

INSITU SANTA COLOMBA CULTURAL 2017

INSITUhttps://insitusantacolomba.com/

Estamos en marcha!!!! Como cada año el Centro Cultural «El Casino», INSITU Santa Colomba y el Ayuntamiento trabajan juntos para llevar a cabo este proyecto cultural de todos y para todos: Infórmate de las actividades y fechas de los actos culturales a través de

https://insitusantacolomba.com/

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CHARLA SOBRE LAS ABEJAS

LAS ABEJAS
¿Sabías qué……?

La “Luna de Miel” deriva de una antigua costumbre europea, que consistía en
que los recién casados tomaban un vaso diario de agua miel hecha con miel
fermentada. ¿Cuánto tiempo? Un mes completo.

Durante la Primera Guerra Mundial se usó como remedio en el tratamiento de
heridas.

Las Abejas Obreras se desempeñan (en el mismo orden) como: Limpiadoras,
Niñeras, Constructoras, Almacenadoras, Soldados y Bu
scadoras de Comida.

El veneno de la Abeja es más antibacteriano que cualquier antibiótico.

La famosa “Abeja Maya” aparece por primera ve
z
en un libro publicado en 1912,
y, a mediados de los 70 como serie de animación.

Los tarros de Miel Egipcios de 4.0
00 años de antigüedad todavía se encontraban
aptos para comer.

Sólo una pequeña muestra de miel basta para detectar su lugar de origen y año
en que fue producida. También es utilizada en la Criminología.

Existen más de 20.000 especies conocidas, aunque
en el fondo son parientes de
las Hormigas.

La Abeja Fósil más antigua que se ha encontrado pertenece al “Cretácico”
temprano. Tenía, aproximadamente, 100 millones de años.
Dónde viven, como nacen, cuántos tipos de abejas hay, cómo se elabora la miel, l
os
panales,
etc.
etc. Todo esto y más lo podremos aprender en la charla sobre abejas que
presentará nuestro amigo y vecino Oscar Valero en el Centro Cultural y recreativo “El
Casino”
el viernes día 11 de agosto a las 18:30.
¡NO OS LO PERDÁIS!

EL SILENCIO DE LAS PIEDRAS por Lali del Blanco Tejerina

Los huéspedes iban subiendo a sus habitaciones tras su primer día alojados en Casa Colomba, un lugar donde parecía que no existiera el tiempo.

Aquel pueblo de piedras calladas y balcones azules, roto a la mitad por un rio, rezumaba una calma que se les pegó al cuerpo y se metió en sus almas desde el primer momento.
Cuando la oscuridad y el silencio invadieron la casa, se produjo ese momento mágico en que rebullen las infinitas presencias que la noche lleva dentro.
Entonces los murciélagos despiertan y salen de los aleros del viejo caserón.
El rio Turienzo susurra, la humedad estira los sonidos y llega el aire del Teleno que silba al deslizarse entre las hojas de los chopos; se oye el canto de los pájaros y a lo lejos el croar de las ranas. Ningún sonido pretende armonizar con los demás, pero todos juntos, sin más dirección que el azar, se mezclan en el aire formando la melodía de la noche.
Es en ese momento cuando renace la vida.

“En el patio empedrado, figuras en blanco y negro se deslizan en silencio. María varea la lana de un viejo colchón a la sombra de una higuera mientras le canta una nana a la niña que duerme sobre una manta. Sus dos hijas mayores lavan en la alberca de la huerta y desde la cocina llegan ruidos de pucheros y olor a requesón, mezclados con los rezos solitarios de la abuela. Un hombre ya curtido llega del campo y un joven sudoroso ordeña vacas en la cuadra”.
Cada noche vienen desde el fondo de los tiempos y habitan en la casa que les vio morir, para cumplir el deseo de un joven descendiente que soñó darle otra oportunidad a la muerte, y su sueño se cumplió.

Al amanecer, los habitantes de la noche se diluyen en el espacio y se van allá donde va la oscuridad, dejando en el aire la paz de lo que ya es eterno y la calma de lo que no necesita tiempo.
El sol, aliado de la noche, madruga para convertir el patio empedrado en césped, se lleva la higuera y el olor a requesón, transforma el pajar en hermosas habitaciones antes de que despierten los viajeros.

Así, cada día, el viejo caserón renace como Casa Colomba, donde los huéspedes se preguntan de dónde llega esa misteriosa calma, sin esperar respuesta.
Simplemente disfrutan hechizados de esa paz blanca de la mañana o cuando el sol se pone perezoso cada tarde… siempre haciendo escala en el silencio.
Solo las piedras conocen el secreto.

DOMINIOS por Nestor Rojas

Iba a “Casa Colomba”. Cruzó las altas soledades de la Angostura del Orinoco. Limpió su cuerpo de la noche. Se quitó de encima las impurezas y se sentó a rezar. La oración, envuelta en una silenciosa calidez se perdió en los cielos.

UNA COLOMBINA EN LA INDIA (2ªparte) – Andrea Ramos

Querid@s tod@s:

 Tras seis días off, tengo wifi otra veeeeeeez… no recibía una noticia tan buena desde la reposición de Heidi del 87. Es que ya estaba que me subía por las paredes como los gecos que hay por acá… me encantaría haber podido hacer como en las pelis, que afrontan las penas de frente y en cuanto oyen una mala noticia van directos al carrito de los alcoholes y se ponen un copazo pa olvidar. Pero vayamos por orden…

 Los primeros días de la otra semana fueron que ríete tú del destierro del Cid… se llevaron el aire acondicionado y me quedó solo el ventilador del techo, que estaba en horas bajas y vaya nochecitas toledanas. Si habéis tenido una adolescencia como dios manda, recordaréis en la peli deRebeldes (no la volváis a ver, que es un castañón sobrevalorao) al actor deKarate kid, que se churrusca salvando a unos niños de un incendio. Bueno, pues así he dormido yo, achicharrá, pero sin huequito para la cara. Además el ventilador hace un ruidaco que parece que me he tirao con un cojín a echar la siesta en la pista 2 de la base de Torrejón.

A los 4 días lo arreglaron, aunque a veces casca pa un rato/ratazo. De hecho es difícil, casi milagroso diría yo, tener a la vez los 4 elementos que me dan vida en este lugar, a saber: luz, aire, agua y wifi. Nunca suelen coincidir más de dos. Si hay wifi y agua, no hay aire; si hay luz y agua, no van el aire y el wifi… y así vamos…pero como decía Froilain María, cuando el Señor cierra una puerta, en otro sitio abre una ventana.. y ha llovido algunos días y se nota menos calor… viva el monzooooon!! Ahora mismico, cascó el ventilador tipo Torrejón asi que ando rezando que es gerundio para que el aire funcione.

Mi piel va aguantando!! salvo unos días que me salieron granos en la cara tipo ¿perdona, cuando sale la Superpop de marzo? pero que afortunadamente se han pirao.

Tema dieta: intento no comer tanta chapati que me voy a poner como un toneleti. Dice doña Elena Toscano (mujer sabia y con tablas) que eso engorda a morir. Intento comer tres al día como mucho… que me se va a quedar un tipazo cual Venus de Willendorf. Eso sin nombrar que les gusta cenar arroz, que estoy practicando pa decir en hindi los hidratos de carbono de noche le sientan al organismo como una perdigoná, ya casi lo tengo. Las vitaminas de la chapati, el curri y el yogur ya las tengo cubiertas. Las del solomillo a la pimienta no tanto… que este es el país mas vegetariano del mundo L. Lejos quedaron tb la cocacola, café, cerveza, risketos, doritos naranjas, triskis, donetes y otras piezas de mi ex-dieta básica.

Ya he ido varias veces a la ciudad, una tarde a una especie de misa-asociación de vecinos en unos salones donde se daban unos premios tipo tómbola (y pasaba un señor con vasos de zumo verde y cogí uno con unas bolitas flotando tipo smacks de kellogs) y otro día a ver a la madre de la directora, que estaba con una nuera y luego al hermano con su mujer y el hijo. La dinámica es rajar durante horas, tocarse un pie (literalmente) y sacar comida a cada rato. No puedes decir que no, te endiñan viandas hasta el juicio final.

Como solo hablan hindi, yo = sonrisitas… solo entiendo ¡atcha!, que es como “bueno, vale”, muletilla para todo. Flora Davis a saco!! (los que habéis hecho carreras pedorreras de letras imaginaréis que hablo de La comunicación no verbal).

El domingo pasado: excursión (ja-ja). Es mi día de descanso (aquí hay cole los sábados tb) y me había dicho la directora, ¿quieres venir a ver vacas?  y yo dije que sí claro, pensando que sería una excursión, que echaríamos el día… que como aquí las vacas son sagradas igual era una reserva, yo ya montándome la peli… total que me dice nos vamos a las 7.00 (tócate los webs, madrugando más que el resto de los días!!!!) y yo pensaba que estaría lejos… total, que vamos a la ciudad, que está a 4 km, entramos en la finca del hermano que tiene 8 vacas ahí muertas de pena, las vemos 3 min, y en media hora estamos de vuelta. No le pillo el punto a esta mujer. Esa misma tarde volvimos a la city y entramos a un bar porque ella tenía reunión de marujis, había como quince mujeres jugando a una cosa con botones y luego se ponen chatas a zampar.

Que quiere que le haga platos vegetarianos, así que haré lo que nunca ha hecho un español fuera de su tierra, un gazpachete y una tortilla de papas (que saldrán de aquella manera) y va que se mata. Y quiere que los niños preparen para el final de curso… una jota aragonesa! le enseñé varios videos de danzas típicas de España, que me lo pidió y le moló ese… mientras lo veíamos, yo pensaba, joe que chungo, con tanta pirueta y dice: uy, ese es fácil, ese podemos hacerlo. Pos ala, ala…

Bueno, y otras dos veces que he ido a la city fue una con la hija de una profe y otra con otra profe (ambas veinteañeras).  La 1ª : me dijo la profe de hindi que su hija quería conocerme… total, que me recogió la muchacha en su motillo y  nos fuimos de paseo. Cuando nos vimos me dijo, I´m so excited.. y yo pensando, pues anda que yo, que por fin voy a dar un p.pirulo… mu maja la chica, mu espiritual y espabilá pa su edad.

La familia fue ultra maja conmigo, venga a sacar comida (otra vez zumo con bolitas) que te tienes que comer mientras te observan. Al final, aunque sé que ellos no se tocan ni pa quitarse una mantis religiosa del hombro, me salió decirle a la madre: en España hacemos esto y la estrujé en un abrazo, jajaja.

Y hoy he ido con otra profe a su casa que ha salido toda la familia a saludarme, y mismo protocolo, te dan comida y bebida y te miran atentamente. Luego me ha regalado un gato de los que mueven la mano.

Es curioso cómo conviven tradición y modernidad aquí, con un plasma en la casa que te caes de culo y lavando la ropa a mano y sin cortarse el pelo y esperando el matrimoño…  no sé.. investigaré este tema.

Tema espiritual: lo son y mucho!! La madre tiene un altarcito en su casa con fotos de dioses y pusieron una vela y me acerqué a cotillear y me dice, ¿sabes quien son? y yo: por supuesto  (que para algo me he tragao pelis de Rama, Buda y Krishna). Luego entramos a un templo que yo la verdad no sé que hacer, compramos unas semillinas y las echamos en un altar que parecía eso que habían vaciado varios sacos de alpiste…o sea, que lo respeto pero no entiendo ná… todavía!

 Tb fui un día al super con Arminder (a mi llegada se me presentaron varias profes y gente del cole, pero solo me acuerdo de Arminder porque tiene nombre de pokemon. Nuestra primera conversación fue sobre que había estado en Estrela. En su inglés macarrónico solo hablaba de Estrela paquí, Estrela pallá y yo pensaba, no sé, será el pueblo de al lado… pues no, se refería a Australia!! jajaja, que ahí tiene un hijo y se piró a verle, y es que Arminder y marido son funcis, y aquí lo tienen todo cubiertico y ahorran que no veas) y me dice, pero qué quieres comprar, y digo: papel higiénico, nescafé o guarrería similar, detergente y pitis. Uy uy uy, careto con tema pitis. Dice no, no. Y careto de otra profe. Las dos seriotas.

Es que al parecer, me dijo la directora cuando se lo conté, aquí está superfatal visto que las mujeres fumen.  De hecho me vio el cocinero un día echar un piti y me puso una cara que si le digo que me prostituyo en mis ratos libres le cae mejor la idea. Le pregunté a la directora si hay algo más que esté mal visto y deba yo saber, le digo, ¿y beber? ¿las mujeres pueden beber o tampoco? Y me dice, ¿pero tú eres bebedora regular? y yo: noooooooooooo alguna cerveza me he tomado en alguna ocasión, así con amigos… (madre mía, si esta supiera que me bebo hasta el agua de los floreros…); vamos que por no tener una conver de choque cultural tipo: en mi país cualquiera bebe lo que le sale del pie, pues lo zanjé así.

 Entré al súper abrazando el capitalismo y el libre mercado y me llevé 4 cosas incluyendo papel higiénico, que es como el rifle en casa para los yankis, no siempre hay que usarlo pero da tranquilidad tenerlo cerca.

Los primeros días de colegio, Arminder empeñada en que yo desayune, entraba en alguna clase con mi desayuno (=una chapati con papas fritas, muy light) y yo: a ver, que muero de sed, que tengo la lengua como la piel de un kiwi!!! Por lo menos consegui que me lo guarden y comerlo en el recreo, sin hambre, pero bueno, por no oirla… es que los primeros días entraba en clase y me hacía gestos como de salte a comer que yo cuido los niños, y yo: sí, hombre, ahora que los tengo atendiendo… amos no me jodas…  A todo esto, hay que sumar estas interrupciones a otras tantas por clase: niños que piden permiso pa ir a beber, niños que piden permiso porque ya han bebido y quieren volver a entrar, niña que pasa enviada por otro profe para llevarse cuadernos de su asignatura, profes que entran a su bola con sonrisita y te invaden la clase con su just two minutes… niños que van al baño, niño que pregunta como se dice columpio, niño que me pregunta la edad o si estoy casada… diooooos!!! si no digo ni dos frases seguidas!!! Eso sí, tengo a todo el colegio diciendo hola y chao…

En las clases ando ciclotímica, a veces contenta y otras con ganas de sacar una recortada. Llevo el ordenador pa alternar grammar pills con cosas audiovisuales. Empecé con fotos de animales y les moló mucho!! Claro, pero a ver quien mantiene alto el listón despues de los elefantes del Kalahari y las foquitas de Península Valdés. Luego les he enseñado la canción de La bamba(momento campa total!!) y les he explicado que es ultrafamosa y que el chico que la rockanroléo, hizo esta canción, 4 más y chao pescao.

En una clase enseñé un video con la canción tradicional bailada, que empieza con la pareja de bailarines, que se tapan con el sombrero y se dan un beso (no se ve el beso!!) y no veáis la que se montó con “el beso”, jajaja. Como otro día, que las primeras filas me hacen gestos, caretos… y yo, verás, tengo un moco, me ha venido la regla en plan fulminante… pues no, era que se me vio un ápice de tripa 1 segundo. Una niña me dijo, es que esto es la India, y eso no se puede ver. Flipin. De todas formas, hoy en la clase de XC que son todo machirulos de 15 años con bigotico, hemos estado hablando de pelis y han visto hasta 50 sombras de grey y etc, conclusión dicha por ellos mismos: ven cochinadas pero en casa, socialmente está fatal visto.

También me he aprendido unas líneas de una canción ultrafamosa de aquí y la canto y lo flipan, jajaj, y me dicen, quien es tu cantante favorito, y yo, Akhil, por supuesto (el pollo que la canta, que lo deben conocer en su casa a la hora de comer). A ver si empatizando un poquito me hacen caso, jajaja.

Sigo recibiendo el horario de clases cada día, me lo da una mafiosilla entrañable que está en el segundo piso, igualica que Charo Reina pero con sari y zapas Yumas. Cada día me da el papelito de qué clases tocan. Como falla cual escopeta de feria, a veces se solapan las clases y llego y hay profe… y depende de las ganas que tengamos de dar clase nos miramos tipo: no, quédate tú… Hoy se han solapado tres clases y ya la he mirao como: Charo Reina-mora….tronca… un pelin de organisasao…

Por cierto, gracias a la ciudadana Susana Martínez sé que los que llevan el turbante con bolita son niños sijs… muy interesante… se lo quitan pa dormir me dice un niño… tengo ganas de ver su templo en Amritsar a cuatro horas de aquí, a ver si lo consigo!!   Ahora quiero saber por qué las mujeres se echan algo tipo talco en el “escote”. Pongo comillas porque escote poco… Alguna idea ciudadana Martínez??

Bueno amigos, que me enrollo como las persianas. Besos mil de esta sufridora del Un, dos, tres que aguanta como la canción, erguida frente a todo, y os manda un abrazo enooooooooooooooooooooooooooooooooorme!!

SIN INSPIRACIÓN por Daniela González

Sentada frente a Casa Colomba, viendo el mundo girar bajo sus pies, la niña cierra los ojos y se deja llevar por la infinita casualidad de estar viva.

La niña no tiene inspiración. Ya no logra ver los arboles de tonalidades turquesa, ni el viento traslucido jugando con su cabello. No siente el toque efímero de las hadas, ni la caricia lejana del sol dorado. El mundo ha perdido la magia. La niña ha perdido su mirada. Sus ojos ven sin observar, sus dedos tocan sin sentir y su corazón late sin querer, como un autómata sin nada que perder.

Preguntas que antes revoloteaban en su cabeza se pierden en la obscuridad del olvido. El origen de las estrellas, la naturaleza del éter, lo ilógico del sentido… todos enigmas sin responder que desaparecen sin dejar rastro, como las olas cuyo murmullo es silenciado por la noche. El entusiasmo que antes animaba sus veladas se reduce a un recuerdo, un lejano placer que algún día sintió y que ahora hiela su sangre de nostalgia.

La niña no tiene inspiración. Chispas incandescentes, figuras de humo y duendes danzantes rodean su triste semblante. Pero ella no aprecia los colores imposibles que envuelven su realidad. Ella no entiende los cantos melodiosos escondidos en la brisa. Su mente divaga en un desierto lejano, donde no existe dolor ni alegría, ni compasión ni crueldad.

Lejos, muy lejos de esa realidad, se encuentran los recuerdos de un mundo mejor, donde su cuerpo lleno de energía bailaba a la luz del sol. Recuerdos compuestos de ópalo y nácar, de belleza onírica y paisajes imposibles.

¿Cuándo comenzó a mal funcionar la fábrica de tan bellas memorias? Tal vez estaba dañada incluso antes del nacimiento de la niña. Tal vez el dolor del exilio y la amargura de la violación tiñeron su sangre desde el momento de su concepción. Tal vez el veneno que una vez recorrió las venas de su madre impregnó su pequeño ser con un destino gris, monótono, insoportable. O bien fue algo más tardío, una muerte inesperada, un vagabundear eterno, hambre y frío, sangre y dolor.

No. La perturbación comenzó después, mucho después de los trágicos eventos que rodearon su nacimiento. Comenzó con un pequeño pellizco en el corazón, un susurro lejano y fatal: el anuncio del fin del sueño. No fue una desgracia, ni algo fuera de lo común. No fue un accidente, ni un evento contingente. Fue algo tan sencillo como peligroso, tan bello como dañino: los años que borran todo a su paso.

El tiempo inexorable marcó el fin de la magia. La niña no tiene inspiración. Ya no es niña. Pero en el fondo, lejos, dentro de su ser, espera que un milagro devuelva la alegría.

Sentada frente a Casa Colomba, viendo el mundo girar bajo sus pies, la niña cierra los ojos y se deja llevar por la infinita casualidad de estar viva.

EL ÚLTIMO VALS por Beatriz Jeannethe Navas

Corrió la cortina, empezaban a salir los primeros rayos del sol, todavía se veía algo de neblina emergiendo como espuma entre los jardines de las casas. Abrió la ventana, tomó una bocanada de aire, sintió el olor dulzón de la mañana, y el viento helado en su cara.

Extendió el vestido blanco sobre el lado izquierdo de la cama, contempló el corpiño de satén adornado con apliques de encaje y flores de seda.  Desabrochó la hilera de botones forrados en organza. Dobló con cuidado la cola del vestido. Al lado puso las enaguas de tul, los zapatos que había mandado hacer bordados a mano, en satén duquesa marfil y su lencería de encaje blanco.

Envuelta en una bata de toalla, bajó con los pies descalzos hasta el jardín. Recogió lirios, jancitos, flores de mirto y algunas ramas de hiedra, las ató con una cinta, puso el buqué sobre la cama y el ramo de mirto en la solapa del smoking.

No descuidó ningún detalle, todo estaba listo.  Entró al baño y comenzó el ritual: se sumergió en la tina invadida de espumas, sintió el placer del agua tibia, estuvo en ella hasta que su cuerpo se impregnó de esencias de flores de azahar.

Rodeó su cuerpo con la toalla, lo secó despacio. Miró sus manos, sus pies, los encontró perfectos. La cabellera ondulada la recogió con un broche de perlas, dejando dos rizos sobre el rostro y su cuello al descubierto.

Hizo sonar la música y empezó a vestirse sin afán. Se puso cada cosa, cada botón en su lugar.  Enfundó sus piernas en medias de seda y sin prisa las sujeto al ligero de encaje, luego calzó sus zapatos de satén.

Se miró en el espejo, vio por última vez la imagen de novia inmaculada, le faltaban los zarcillos de diamantes, cuando el brillo de los topos iluminó su rostro, perfumó con Coco Madeimoselle de Chanel, el lazo que colgaría de su cuello, tomó el ramo de novia, extendió la cola de su vestido, levantó el rostro de alabastro perdido entre tristezas y lentamente ascendió por la escalerilla forrada en cinta, rosas y azahares.

Cuando llegó al marco de la ventana, volteó a mirar su cuarto. Todo estaba igual, no era un sueño. Él, seguía allí sobre la cama, con las uñas de las manos y los pies pintados de carmín, vestido de smoking y corbatín rosados, el ramo de mirto marchito en su solapa y la espuma blanca saliendo de los labios. En el piso continuaba hecha triza la copa de champan.

Arrojó sobre el cuerpo inerte el buqué de novia, ajusto a su cuello el lazo perfumado. Dio un paso al vacío, sus zapatos de satén cayeron al jardín y el vestido de novia hondeó en el viento, mientras en la “Casa Colomba” seguían sonando los últimos acordes del vals fascinación.

AÑORANZAS por Marifé Ramos

Hace rato hemos dejado atrás las torres de la catedral de Astorga. Al fondo veo el Teleno, con su inmensa sábana blanca.

No puedo contener la emoción. ¡Hace tantos años que salí de aquí…!

Deseo oler, tocar y sentir intensamente todo aquello que me dejó una huella imborrable.

-Prepárate, madre, estamos llegando.

Mi hijo me pone una venda sobre los ojos. No quiero ver nada; temo que el paso del tiempo haya dejado una huella profunda en los edificios de Santa Colomba. Prefiero dejar entre paréntesis el presente y conectar sólo con el pasado.

– Es aquí –dice mi hija- Ven. Dame la mano.

Con cuidado me acerca a la pared del pajar; allí viví los mejores ratos de mi infancia.

Con las dos manos voy recorriendo sus muros y recordando texturas. De niña me gustaba acariciar una piedra casi blanca que se deshacía al tocarla. El polvillo que desprendía me dejaba las manos suaves, con un peculiar olor a tierra y humedad.

Busco a tientas esa piedra hasta que la localizo. No hay duda. Sigue deshaciéndose lentamente. La acaricio una y otra vez. Desprende el mismo olor que hace años. ¡Sigue viva!

Llego a la puerta. ¿Será la misma de antaño? La recorro con las manos buscando su DNI: el llamador, la cerradura y la gatera. ¡No hay duda, es ella!

Acaricio las grietas de la madera que recorren la puerta de arriba abajo. Cuando era niña me parecían muy profundas, ahora no. Quizá porque desde hace tiempo también mi cuerpo se ha llenado de arrugas.

Nadie sabía que la puerta del pajar nunca estaba cerrada con llave, sólo trancada con algunos geijos que yo quitaba con cuidado metiendo la mano por la gatera. Entraba con sigilo, como quien hace algo prohibido. Cerraba con cuidado el portón y me sentaba en un rincón. Allí soñaba y escribía. Sobre todo soñaba con un mundo que sólo existía de puertas adentro. A la hora de la siesta era mi refugio favorito.

– ¿Dónde vas a estas horas? –me preguntaba la familia al verme salir de casa, nada más comer.

– A dar una vuelta por el Juncal. Me encanta tumbarme sobre la hierba para ver cómo se balancean las copas de los chopos y escuchar el agua del río.

En realidad, sólo buscaba el silencio sobrecogedor del pajar.

-¡Es el momento! ¡Tengo que volver al presente!

Me quito la venda, miro el muro y veo ante mí el cartel: CASA COLOMBA.

Abro la puerta. Me envuelve un agradable olor a brezo y lavanda. Cierro los ojos y aspiro profundamente. Suspiro. Por el ventanal del salón entra el dorado sol del atardecer. Me asomo a la terraza y veo en el jardín el manzano donde antaño robé tantas manzanas, cuando aún estaban royas. Me alojaré aquí el fin de semana. Voy a recoger mis recuerdos en ramilletes. Los escribiré para que mis nietos conozcan y amen esta tierra maragata. El domingo saldré de la casa rural. Caminaré lentamente hacia la residencia de ancianos. Esa será mi casa, mi nuevo hogar. ¡Empezará otra etapa apasionante!

LIBERACIÓN por Ziortza Moya

—Nos hemos perdido y se está haciendo de noche.

—Gracias.

Sabes que me he enfadado y por eso me miras con cara de circunstancias. Hemos pasado un día de perros. Después de madrugar más que un panadero. Después de repetirme hasta la saciedad que me preparase para el «sol de justicia» que iba a caer. Después de salir de casa sin más atavíos que una camiseta de tirantes, un pantalón corto y unas sandalias, ha caído el diluvio universal a las diez de la mañana y la ira se ha apoderado de mí. Me has pedido que no te culpe, que sea comprensiva, que no eres un experto en meteorología. Vale, te perdono. Sigamos.

Hay una ruta, dices, un atajo para llegar antes. Viene en el mapa que has comprado. Te sigo, pero a veces te paras como sin comprender. Por aquí, decides al final. Tengo un frío terrible con la ropa mojada, y me duelen las articulaciones. El camino que señalas es un empinado recorrido cuesta abajo, un barrizal con un desnivel increíble. Me he caído tres veces en la bajada. Tengo contusiones y arañazos por todas partes. Tú, sin embargo, solo estás un poco mojado, como si no te merecieses lo mismo que yo. Como si tu paciencia fuera premiada con un microclima ajeno al mío.

He comido un bocadillo sentada un charco mientras me mirabas con cara de pena. Luego he engullido una chocolatina entera para dar un poco de gusto al cuerpo.

Después de pasar todo esto, me has dicho que nos habíamos perdido. Y me he enfadado del todo.

Al percatarte de la situación has intentado entretenerme. Se oían ruidos de animales. Si mugían, decías: vaca, si trinaban, decías: pájaros, si aullaban decías: hay que correr. Me has cogido de la mano y has acelerado el paso. Como no se veía nada, nos hemos vuelto a caer al tropezar con una piedra. Esta vez los dos juntos, justo encima de… una mierda de algún herbívoro con cuernos. Y entonces he comenzado a reír como una loca, no podía parar. Mientras el olor apestoso nos envolvía cada vez más, más me reía. Ha sido liberador. Y te he contagiado. Y tú tampoco podías parar. Nos hemos reído tanto que nos dolía el estomago. Me he relajado hasta tal punto, que te he plantado un beso en los labios.

Cuando hemos llegado a Casa Colomba cogidos de la mano, nuestros hermanos y cuñados nos han mirado sin saber qué decir. Nuestro aspecto no se corresponde con las caras de felicidad que mostramos.

—¿Qué ha pasado? —ha preguntado alguno. Hacen aspavientos con las manos intentando airear para que se vaya el olor. Pero es imposible.

—No hay nada como un buen y tranquilo paseo por la naturaleza. Os lo recomiendo. —Y acto seguido hemos subido a nuestra habitación.

VOLVER A DORMIR por Chelo Villalba Parra

Abrí los ojos y la luz me cegó, los cerré tan fuerte que un profundo dolor salió de ellos y se clavó en mi cerebro, un grito rompió el silencio de la uci. Con dolor comencé a vivir de nuevo después de pasarme quince años durmiendo, bueno, eso dijeron los del personal sanitario que acudieron con caras de incredulidad a socorrerme. De esto hace dos meses y medio llenos de aprender lo desaprendido, de frustración por tanto nuevo y tanto viejo desaparecido de la vida, aunque guardado en el baúl de mi mente rota y pegada con tiras de esparadrapo envejecido quince años.

“¡Me voy a casa!”- me han dicho los médicos- “¿A qué casa?”- Me da miedo regresar y ver en que se ha convertido -Dicen que ahora todo es distinto, ¡ellos sí que están distintos! Oscar y Lines cuchichean cuando creen que me he dormido, algo se traen entre manos. Mis hijos de dos años, resulta que tienen diecisiete, lo último que recuerdo de ellos es haberlos dejado en la guardería, luego nada de nada, mi mente como una página en blanco de un libro mal impreso, del accidente ni una imagen.

Los niños vienen a verme con Lines, mi hermana pequeña, me miran, pero no me reconocen, me hablan y les hablo, pero somos tres extraños, mi mente esta tan confusa que no sé si les he oído llamarla mamá o lo he soñado.

En cuanto a mis padres, a pesar de las canas, las arrugas producto de tanto sufrimiento y sus ojos casi apagados de las horas de llanto, supe nada más verlos que eran ellos, son los únicos que han experimentado un cambio exclusivamente físico, el resto no somos los mismos ni queriendo.

“Oscar ¿qué vamos a hacer ahora?, mañana la mandan para casa, no quiero vivir bajo el mismo techo que Berta aunque legalmente ella sea tu mujer y también su casa”; “No sé cómo hacerlo Lines, los médicos creen que una noticia tan fuerte le cause un shock que la  devuelva de nuevo al coma”; “Hablaremos los dos con ella, mi hermana tendrá que entenderlo,  los médicos recomendaron que la desenchufáramos, que no se despertaría nunca”; ”pero se equivocaron y ahora está despierta, ¿acaso preferirías que nunca se hubiera despertado? o ¿qué la hubiéramos desenchufado?”; “y tú ¿Lo hubieras preferido?”; “Perdona Lines, esta situación me supera, no es lo mismo hablarlo como una hipótesis creyendo que nunca se dará el caso, a tenerlo que vivir ahora. Tú eres mi presente y ella forma parte del pasado, los niños no conocen otra madre que no seas tú, pero me parece tan injusto para Berta”; “Injusto o no mi hermana tiene que saberlo y cuanto antes, mejor.”

En su última visita antes de regresar a casa, los padres de Berta le comentaron que de acuerdo con los médicos habían pensado llevarla a vivir al pueblo, “Casa Colomba” llevaba dos años siendo su hogar y ahora querían compartirlo con ella. Con sus problemas de movilidad le resultaría más fácil desenvolverse en la casa de sus padres que en la ciudad viviendo en un segundo sin ascensor.

A ella le daba igual, se sentía tan inútil, sus piernas no le respondían, a duras penas podía comer sola, hablaba con dificultad, su memoria iba y venía como si quisiera jugar al escondite con ella, sería una carga para todos, mejor volverse a dormir, pero esta vez para siempre.

HOY CREMA DE TOMATES ASADOS CHARQUICÁN RÚSTICO ARROZ CON LECHE CHOCOLATADA Y MANDARINA por Yolanda Sepúlveda

 

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… decía la carta del restaurante. Habíamos parado para ver el paisaje y sabíamos que en el restaurante Atenuante, se comía muy bien. Ana estaba soñolienta. La había recogido de su trabajo la noche anterior y, había conducido más de la mitad del camino. Se veía más linda sin bañar, con el maquillaje regado, dejando de un lado el protocolo citadino; era ella, fresca, soñadora y lenta.

Almorzamos, fumamos y nos tiramos a un lado de la carretera para sentir el viento fresco de otoño.
El viaje seguía, lo mejor estaba por pasar. Ana tomo el volante, yo baje los vidrios de todas las ventanas del auto y pusimos nuestro himno: Fito y Fitipaldis. Cuando nos conocimos era noche de concierto, Ana había ido a ver el grupo, sola, y yo había terminado con Gabriela hacía un mes, así que estaba todavía dolido y también solo.
Cantábamos o mejor gritábamos como para que todos supieran lo felices que estábamos, nos mirábamos sin temor a encontrar otro auto en nuestro camino ¿qué importaba morir allí, cuando la felicidad nos llevaba al clímax de la vida? También podría entrelazarnos con el clímax de la muerte. La bese, hasta que una corneta de un auto nos pasó por encima de nuestra piel, nos rozó el pellejo, pero no nos importó, estábamos besándonos encontrando los sabores, ya asentados, en nuestras bocas, del arroz con leche chocolatada y mandarina…

Ana, mi Ana, le dije. Ella se abrió su blusa totalmente, dejo ver su sostén color naranja, como el sol cuando se quiere ocultar, pero quiere conservar en nuestros ojos y en nuestra piel su vivaz energía. La acaricie como si fuera mi propio cuerpo, sin pudor, sin aquí ¡no! Le tome miles de fotos. Juré no subirlas a Facebook, pero después del paseo Ana y yo no estábamos juntos. Yo eliminé todas las fotos como queriéndole decir ya no son mías, odié tu amor perfecto, tu mirada, tu rímel regado. ¡Odié tu maldito abandono!

Levantada frente a la montaña, estaba Casa Colomba, muros de piedra ancestral, maderas vivas, y la sencillez que queríamos experimentar todo el fin de semana los dos amantes. Los muros escuchaban nuestras promesas las quejas de satisfacción de nuestros cuerpos juntos. La sencillez de nuestro amor, que lo hacía único, montones de corazoncitos regados por el tranquilo espacio.

¡Ana! Quería despertarla, no perder ni un segundo sin escuchar su voz, sus palabras dulces e inspiradoras, la quería más, más que anoche cuando firmamos, en una servilleta de papel, nuestro compromiso, en un ritual mágico, Ana y yo, desnudos en la terraza privada de nuestra habitación, la luna redonda como una naranja y las estrellas adornando nuestra propia fiesta. Nos prometíamos vivir juntos por siempre. Los testigos:  la Luna y las Estrellas.

Pero Ana nunca despertó, se fue sin decir a dios, con su corazón repleto de amor, Ana mi amor.

INTRUSIÓN por Yolanda Nava

Estamos frente a ella. La miramos. ¿Nos mira?

— ¿Cómo se llama la casa, papá? Pregunta mi hija.

— Las casas no tienen nombre, le digo. Pero ella dice que sí, que sí lo tienen. — La casa de mi muñeca se llama “mansión de la Barbie”, así que esta casa se puede llamar Casa Colomba. Sonrío ante la idea de mi hija. Colomba es el nombre de nuestra benefactora. Le digo que sí, que vale, y abro la puerta que cede después de un lamento bronco.

Nos golpea un olor acre, rancio, que parece emanar de suelos y paredes. Avanzamos con la cautela de una visita de compromiso. Ya en el salón lo primero que hacemos es abrir las ventanas. Mi hija se lanza a la mecedora y “se la pide”. “Hay que cambiar cosas”, sentencia mi mujer mirando los gruesos cortinones bermellón manoseados y cargados de olvido; tal vez atesoran los secretos de los protagonistas del enorme cuadro que preside la estancia; es curioso, es una familia de tres miembros, como la nuestra, la pequeña debe tener la edad de nuestra hija.

Llegamos al dormitorio. “De aquí hay que tirarlo todo”, anuncia mi mujer, acompañando con el gesto circular de su brazo derecho la afirmación. Se suceden visillos oscuros, suelos enmoquetados, cuadros y adornos recargados y desvaídos.

Pero la casa nos gusta. Es amplia, bien distribuida y llena de posibilidades.

El grito de nuestra hija desde la primera planta, nos empuja hacia la escalera. Cuando llegamos al salón, las ventanas están cerradas y con las cortinas echadas, nuestra pequeña está en la mecedora, una manta de ganchillo la inmoviliza, mientras el mueble la mece sin cesar. Escuchamos cerrarse todas las ventanas, correrse las cortinas y estallar lámparas y bombillas.

En la semi-oscuridad resaltan los rostros de la familia del cuadro que nos miran –severos-, con nuestros propios ojos.

EL REGRESO por Yolanda Nava

El poyo de piedra tiene las aristas redondeadas, erosionadas por el roce de muchas manos. Pero ahora está vacío. Las ventanas están hambrientas de colores y el interior de la casa ávido de aire fresco. Deja la maleta a unos metros de la puerta. Se queda mirando. El tejado parece vencido por el peso de un cielo que amenaza con caérsele encima; la puerta necesita unas manos de pintura y el columpio, que sigue colgando como entonces del manzano de la entrada, se hunde por el peso del vacío.

Se siente tentada a dar media vuelta. A seguir deglutiendo los recuerdos que la mantenían en pie, allá en la ciudad. No soporta la derrota de la casa. Porque eso es lo que tiene frente a sí, una casa vencida, herida de muerte por la estocada fatal del abandono.

Busca sin éxito los geranios con su orgía de colores en el balcón. Busca sin hallarlos a Mis y a Jilguero, y a las pitas en el cercado medio caído.

Prueba la llave. La puerta lanza un lamento. Se la figura un reproche, y el olor a cerrado que la recibe, otro.

En el mueble del salón siguen las fotos. Sus padres con las ropas de domingo, los abuelos vestidos con ese luto que el tiempo desvaía, pero no borraba porque lo alimentaban desde dentro, y porque siempre había un muerto reciente al que honrar.

Sale fuera. Se sienta en el poyo. Con los ojos cerrados mira en su interior y decide resucitar Casa Colomba porque, aunque parece derrotada, al igual que ella, no está hundida.

¿SUCEDIÓ ALGUNA VEZ? por Felipe Montoya

La ciudad estaba callada, un clima templado reinaba en las calles, del mismo se podía cerciorar recordando la frase del veterano indigente ayer que como a las cuatro de la tarde había capitulado con resignación asertiva “hoy no hizo ni calor, ni frío” y así fue, nunca había estado más de acuerdo con el anciano. La verdad era que aquellos días estaban cargados de una medianía inverosímil, estaba sentado en la sala de la casa Colomba (o por lo menos eso creía) y podía imaginar las aceras vacías, y la atmósfera gris casi sepia abarcando todo de izquierda a derecha, desde el asfalto silente hasta donde las nubes se arremolinaban allende en densas esferas, se sentían los estrechos pasadizos del barrio rodeados por una pesada capa etérica, que nadie osaba rasgar porque no había ningún suceso aparente que ameritara hacerlo, se diría que no incomodaba más que a unos cuantos seres inquietos, forasteros que circulaban por el parque llevados allá por sucesos de abigarrada índole con un denominador común; cada uno escapaba de su abismo personal.

Se los podría describir de entrada como criaturas ansiosas que al pasar por el barrio sentían ganas de rebelarse ante la tiranía del anquilosamiento local, sentían sus pasos siendo engullidos por una fuerza aberrante, sus movimientos exacerbados como el arrebato postrero de alimañas atrapadas en una red; en el culmen de una resistencia estéril. Un instinto inexplicable se apoderaba de los viandantes, hubieran podido gritar y de hecho una energía bullía vehemente en sus vientres, el prurito de ratificar su capacidad de desgañitarse, como un fuego que luchaba por salir descontrolado y explotar como un látigo sobre el lomo de una bestia, pero comprendían prontamente que ese energía no obtendría replica alguna en el mutismo cóncavo en el que se adentraban más y más, sentían la necesidad de corroborar su voz, saber que eran capaces de articular palabras y se encontraban con que ese látigo restallaba con fuerza sobre una inmensa roca de granito, el cual permanecía erguido sin estremecerse ni un segundo, ni siquiera desmoronarse un poco. Así que de vez en cuando se escuchaban unos chillidos frenéticos que emergían sin convicción desde los aparatos vocales de la gente, la maquinaria sin duda funcionaba, pero tenían la certeza de que no había objeto en ir por la calle gritando y al comprenderlo empezaban a vagar sin rumbo, murmurando cosas para no desesperarse.

Los devotos mascullaban plegarías que eran ininteligibles a un metro de distancia, otros cantaban muy quedamente canciones que habían olvidado que existían, él se limitaba a seguir el hilo de pensamientos confusos previos a la redacción adecuada, la observación objetiva de un suceso que podría cambiar el curso de las cosas en su mundo inmediato. Se preguntó si lo mismo ocurría en otras latitudes, otras ciudades, otros países… ya no importaba mucho porque aquella apatía empezaba a congelar sus pensamientos, y se sintió profundamente identificado con el susurro nostálgico del viento en los árboles, con las piedras, con el lápiz, con la hoja de papel y esas fueron las últimas palabras jamás escritas.

PIEDRAS EN LA MEMORIA por Raul Clavero Blazquez

Avanzamos, como avanzan los miedos en mitad de la noche.

El sol parece detenerse un instante sobre el manto relajado del río, pero nosotros avanzamos, fieles a nuestro paseo habitual de cada martes. Y a pesar de que tus pies se han quedado mudos, a pesar de que tus dedos ya no anidan en los míos, y he de empujarte, sintiendo en cada metro el peso de todas las promesas pendientes, y el de todos los sueños que ya no se han de cumplir, y el de la suma de los instantes, todos, que se pierden irremisiblemente por el sumidero del calendario, a pesar de que las palabras ya no importan, simplemente avanzamos.

Los manzanos parecen mirarnos con benevolencia, y agitan levemente sus ramas al paso lento de nuestros cuerpos encorvados, como si quisieran saludarnos o disculparse por renacer de nuevo, cuando nosotros estamos ya cerca de caducar.

Avanzamos entre estas calles de piedra en las que se cartografía nuestra historia ¿Recuerdas? Detrás de aquel muro, junto a la Casa Colomba, te encontré cuando te conocí. Jugábamos al escondite, tú acababas de mudarte con tu familia a este pueblo, y en cuanto te vi supe que al encontrarte te había encontrado para siempre. Bajo la sombra del campanario, ¿recuerdas?, nos refugiamos en otra ocasión, adolescentes ya, para besarnos por primera vez. Y sobre este adoquín, o quizá fuera encima de aquel otro, me arrodillé para ofrecerte un anillo, ¿recuerdas? No, sé que ya no puedes recordar nada, porque fue también durante uno de nuestros paseos, hace ya varios otoños, cuando me contaste que tu tiempo terminaba, que no tardarías demasiado en replegarte dentro de ti misma, en desvanecerte despacio. Entonces te hice una promesa: conservar en mi todo cuanto hubo entre nosotros, hacer lo posible por mantener hasta el final la discreta placidez de las rutinas, y por eso avanzamos, hasta llegar a esa otra pared, ya casi derruida, pero quizá la más importante de todas. Avanzamos, hasta que la roces de nuevo con tus ruedas. Avanzamos.

Cuando estemos a su lado, elevaré tu mano, y sentiré que tu piel, plagada de grietas de profundidad incalculable, de pronto se funde con la piedra que elegimos aquella tarde en la que todo fue posible, y tras deslizar tus dedos morosamente por todos los perfiles de su rugosidad, encontrarás, ya disimulado por el castigo de muchos inviernos, el contorno inconfundible de un corazón en el que aún palpitan, grabados para la eternidad, nuestros dos nombres. Y me parecerá que sonríes mientras dibujas con tus yemas cada una de mis letras, y me mirarás, y por un instante fugaz, como lo son todos los momentos de felicidad verdadera, querré creer que me reconoces.

REFUGIÁNDOME EN EL TIEMPO por Belén Moyano Moreno

Lloraba desconsoladamente, no tenía forma alguna de parar o evadirme de aquella insufrible situación en la que me encontraba, hundida, rota por dentro y lo peor, enamorada. Lo único que calmaba mi ansia era un café en el porche de Casa Colomba mientras admiraba sorprendida las estrellas sobre mí.

Desde el momento en que lo vi supe que era él, mis pupilas se dilataron, mi corazón comenzó a bombear de manera intensa y continua, mi boca se secaba constantemente y mis palabras se refugiaron en lo más profundo de mi alma para soltar breves sonrisas tímidas que no coincidían con mis pensamientos. Mis manos sudorosas y mejillas sonrojadas demostraron mi inocencia y sentimientos hacia Frank.

Lo nuestro fue algo distinto, muy diferente; hasta el punto de que solo nos preocupábamos por conocer el uno al otro, vernos a escondidas y saber cómo pasábamos los días y momentos cuando estábamos separados. A su lado el cariño y la ilusión nunca me faltaban, muchas veces llegué a pensar que lo que estaba viviendo era un sueño, que no podía ser cierto ni real. Hasta que llegó el momento en el que abrí los ojos y todo lo que sentía, pensaba y creía, se desvaneció en una milésima de segundo, dónde mi corazón quedó completamente roto y en la oscuridad más profunda que existía.

No supe cómo reaccionar, ni cómo luchar por él, no supe qué hacer. Mis únicos sentimientos eran dolor y rabia; y un profundo agujero que se preguntaba si realmente sabía quién era Frank y sobre todo, quién era yo. Lo odiaba, llegué a pensar que lo único que quería era burlarse de mí. Toda pregunta y sentimiento de culpa me cubría. ¿Era yo la culpable? ¿Había hecho algo mal? ¿Había dejado pasar demasiado tiempo?

Solamente podía hacer una cosa, dejar que todo fluyera y que se enfriase todo aquello que habíamos avivado juntos, distanciarme de sus tiernas manos y dejar de pensar, de pensarle. Quizás no fui lo suficientemente valiente para ir tras él, pedirle motivos, explicaciones… Pero, al fin y al cabo, no éramos absolutamente nada. Solo éramos recuerdos, inesperados abrazos por la espalda, visitas vespertinas y aquel beso que quedó para siempre secreto en mis labios y en mi alma. Quizás no estábamos hechos para estar juntos, ni para ser felices, quizás.

Hoy sigo sin saber si para él yo fui algo más que una simple chica o si realmente fui algo importante, más sincero y profundo de lo que imagino. Aún recuerdo cada uno de los momentos, de las peleas y sobre todo, de las risas y apodos que me ponía. Recuerdo cómo erizaba mi piel con tan solo acercarse a mi cuello, recuerdo su cara, sus profundos ojos y su olor; ese olor que me volvía loca, loca de amor; y que aún recordaría si cerrase los ojos.

A día de hoy, solo sé que mi inocencia e ingenuidad por aquel entonces posiblemente me llevaron a esconder realmente mis sentimientos y emociones. Ahora sé quién soy, y para ello solo me hizo falta tiempo.

DESHIELO INTERIOR por Raul Castañón del Río

A veces sucede. Un rayo de luz, un instante inspirado, un acierto. Incluso a mí me sucedió; anoche mismo, mientras escuchaba la radio. Estaban trascendentales virando a metafísicos, hablando nada más y nada menos que de la propia vida, de cuánto merece la pena siempre; y más aún al vivirla con plenitud. Leían en antena cartas de los oyentes, intercaladas con estrofas de poemas ilustrativos musicados muy a propósito. Y tanto que me ilustraron, porque pronto me di cuenta que debía dar un giro a mi vida. No sé si sería por el sentimiento tan marcado de las cartas y los poemas o por hallarme yo especialmente sensible y receptivo ante el receptor, pero aquel rosario de palabras que parecían todas mágicas iba encendiendo en mí luces que creía olvidadas; luces que en algún momento olvidé encender. Mientras la noche se iluminaba de poesía, noté cómo me envolvía una antigua armonía y acepté de buen grado la incitación. Experimenté el gusto superior de fondear bajo la cascada de imágenes proyectada desde las ondas. Inmerso en una rapsodia de palabras y pensamientos acordes, recordé aquel inolvidable fin de semana en la Maragatería, entre los ríos y arboledas acogedores de Casa Colomba, paradigma de reconstrucción natural desde la nada; lo que me gustaba recibir el sol de la mañana, suave y luminoso; cuánto disfruté tomando baños de luna o dejándome despeinar por una brisa acariciadora, una mano amistosa, una melodía entrañable, un aroma evocador; cómo aprecié la lluvia arroyando muelle por los cristales, el regusto dulce de un café con charla, el nombre-baluarte de un ser querido, las nostalgias de algún que otro beso, las campanas doblando por una conquista de amor, el incendio del horizonte por el crepúsculo, una palabra cálida susurrada en el momento preciso. Momentos preciosos rescatados de los desvanes de la memoria, de los desmanes del tiempo, restablecidos y vueltos a pasar, alegres y cordiales, por el corazón en un estimulante circuito de impulsos nuevos y ganas de vivir.

El receptor continuó emitiendo más y más pinceladas undosas para colorear mi noche de inflexión y de ruptura puntuales. Era la noche señalada en mis sueños, la que pondría fin a la noche permanente y a la pesadilla: el giro primaveral, el deshielo de mi propio corazón hibernado. Nada de lo descrito o evocado era fantasía; al contrario, todo era tan real que podía sentirse de primera mano con tan sólo adelantarse un paso. Así fue como me dormí anoche, noche luminaria y amanecer, arrullado por las ondas y seguro de poder cumplir el sueño de la recuperación de las pequeñas cosas que lustraban la vida. Y eso me he decidido a hacer desde que lo contemplé como posible: salir a la calle sin prisas ni cortapisas, recuperar el terreno perdido tiempo atrás, no perder más tiempo con lamentos y rencores estériles. Había demasiado premio en vivir.

LA CASA ENTRE EL RÍO Y EL CIELO por Jesús María García Albi

¿Quién dice que un pajar nunca puede evolucionar y convertirse, con el paso del tiempo, en un lugar mágico, misterioso y subyugante a su vez?

Si hay alguien, verá que está totalmente equivocado si se aposenta en la Casa Colomba, en la maragatería leonesa, un lugar increíble e irrepetible.

Y no sólo porque donde antes se almacenaban pacas de paja, ahora se aposenten cómodamente personas con mascotas si ha lugar. No sólo porque donde los aperos de labranza descansaban apoyados en sus paredes, ahora albergan éstas una chimenea que además de calor hace acogedor el lugar, estanterías con libros, TV y accesorios de cocina,…

Es también por la influencia del Río Turienzo que discurre en su cercanía y sus…

Esos “sus” dependen de cada uno de los viajeros que rindan sus cuerpos en dicha casa rural y su actitud y aptitud personal.

Lo que si puedo deciros es que a nadie dejará indiferente su estancia en dicho pajar. Unos recordarán sus años de infancia cuando ir “al pueblo” los veranos e, incluso, por Navidad, era el mejor destino al que podían aspirar. Y el que no tenía pueblo, era digno de compasión o, más bien, de lástima.

Otros recordarán sus años de infancia y de escuela, antes de partir de su pueblo natal, para la ciudad con el objetivo de hacerse un hombre de provecho y no un eterno “destripa terrones como lo soy yo, tu padre y lo eran tu abuelo y tu bisabuelo, que en gloria estén”.

A algunos, inclusive, el olor a paja les recordará sus primeros lances amorosos transgresores e inconfesables, en aquellas épocas en que un beso y un baile “agarrao” ya eran casi pecado. ¿O sin el casi?

No quiero aburriros y menos aún deseo que los seres que durante el día se desperezan por el Turienzo, llegando hasta el Río Tuerto en el que afluye y que por las noches se recogen entre las paredes de la Casa Colomba, prestándole su protección y sosiego, ayudando a conciliar el sueño a los visitantes, se puedan incomodar conmigo.

Incluso sé, de buena tinta, que algunas parejas que llegaron a dicha casa a punto de convertirse en desparejas, después de su estancia, han partido mucho más enamoradas que nunca antes lo habían estado y que su futuro saben será seguir juntas.

Sí, algunos les llamaréis duendes, otros pensareis que son hadas, aquellos incluso gnomos. Da igual. Imaginadlos como queráis, pero tened por seguro que todos y cada uno de vosotros estaréis en lo cierto. Hacen de la casa su lugar de retiro. Desde ella  expanden sus efluvios beneficiosos a los que paran entre sus cuatro paredes.

Y si sois perspicaces, cuando os encontréis junto al fuego de la chimenea, con vuestra mascota a los pies, escucharéis, entre el crepitar de la leña, alguna risita, algún cuchicheo, por su chimenea de excelente tiro, que hará levantar las orejas al lebrel.

DOS JÓVENES por Miguel Angel García

Dos jóvenes

Se besan.

Notan algo húmedo.

Un grupo de sonrisas se enamoran a lo idiota.

Es su primera vez. Están en Casa Colomba.

Encima de los cuerpos, un canto obsceno de placeres, se ponen a experimentar

de un lado a otro.

La aventura, de lo rural, inhala su esencia.

Y ya no escapan.

CARTA A JULIO por José Manuel Gómez Vega

Querido Julio:

Creo expresar la opinión de todos los meses si te digo que regresamos encantados del concejo del año celebrado en Santa Colomba de Somoza. Ya sabes que, siendo diciembre, me paso el año ocupadísimo planificando celebraciones navideñas por todo el orbe, de ahí que disfrutase tanto de esos días de relax en la Casa Colomba, los doce juntitos como en familia.

¡Cómo gozaron abril y mayo bañándose en el Turienzo! ¿Te lo comentaron? No imaginaban que en la Maragatería iban a encontrar ríos tan magníficos. A Noviembre y Aries, en cambio, les dio por el senderismo y cada noche regresaban para describirnos las asombrosas sendas que se asomaban a los montes Teleno e Irago, o lo sobrecogedoras que les resultaron las lagunas Cérnea y Fucarona donde los romanos lavaban el oro.

Pero si te escribo esta carta no es solo para decirte lo mucho que disfrutamos de la estancia y lo relajados que volvimos a nuestras estaciones, sino también para disculparme por haberme opuesto inicialmente a la celebración del concejo en verano y en tierras del interior. Compréndeme, tanto a mí como a enero y febrero los calores nos imponen mucho respeto, por eso habíamos sugerido Islandia, a lo sumo Irlanda. Pero, ¿cómo agobiarse uno a la fresca de esos bonitos patios empedrados? Además, nuestros recelos se esfumaron definitivamente ante la hospitalidad de los maragatos y su gastronomía. ¡Nunca imaginé que se pudiera disfrutar de un cocido en verano!

En el apartado de chismes, decirte que marzo y octubre, a veces, en lugar de salir a disfrutar de las actividades turísticas que nos programabas, se quedaban sentados en la terraza de la Casa Colomba poniéndose ciegos a un vino del Bierzo que juraban era excepcional. Y en cuanto a tu compadre Agosto, ¿te fijaste en cómo se arrimaba a la escultural Septiembre? ¡Como dos bolos maragatos! Hasta la acompañó a hacer senderismo por un tramo del Camino de Santiago y volvieron más agarrados que unas castañuelas.

Con todo, lo que a mí más me gusto, lo que me robó el corazón, fue la excursión que hicimos de noche hasta el Torreón de los Osorio. ¡Qué bonitas lucían nuestras casas en un cielo tan limpio!

Es más, pienso proponer a Santa Colomba de Somoza como sede permanente de nuestros concejos de verano. ¡Ya solo pienso en volver!

Un abrazo muy fuerte de (la no tan vieja) Diciembre.

DESTINO por Mercedes González Rojo

Llevaba unos cuantos días buscando un lugar en el que quedarse.  Se había enamorado de aquel paisaje que le sumergía en la magia de otros tiempos, con sus grandes bosques en los que robles y encinas se hermanaban y un aroma a jara, tomillo y cantueso lo invadía todo; aquellos caminos alejados del bullicio en que el turismo lo sumía todo; aquellos pueblos donde el tiempo parecía haberse detenido para devolverle a la vida todo su sentido.

Había llegado hasta aquí buscando un refugio en el que curar las heridas de su alma y hacerse de nuevo con las riendas de su vida. En su lista de espera cumplir con el compromiso editorial que llevaba demorando varios meses y, sobre todo y aún más importante, salvar la relación con la compañera de toda su vida que, en los últimos tiempos, se le estaba escapando de entre las manos. Había llegado hasta estas tierras siguiendo el consejo de un buen amigo que le auguró que aquí encontraría otro ritmo y, con él, su propio latido y el sentido de su vida.

No se había equivocado. Tras varios días de recorrer caminos y lugares sus pasos habían arribado a este pueblo donde la luz acariciaba las piedras de las casas, donde el silencio se enseñoreaba de las calles y un rumor de tiempo antiguo le invitaba a olvidarse de las prisas del presente.

Paseó el lugar a esa hora en que el sol comienza su lenta retirada y torna aún más hermosos los paisajes y los rostros; a esa hora en que despiertan más intensos los aromas de las flores y entonan los mirlos de nuevo sus canciones. Paseó las calles silenciosas hasta que sus pasos se detuvieron frente a aquella casa presidida por un inmenso portón de color añil que al momento atrajo su atención hacia ella. Se dejó caer en el poyo situado a uno de sus lados e instantáneamente sintió como le embargaba una paz profunda. Apoyando su cabeza en la pared aún caliente, cerró los ojos y se dejó llevar. El calor acumulado por la piedra penetró lentamente por cada uno de sus poros con una vivificadora sensación de bienestar. Respiró profundamente antes de abrirlos de nuevo y al hacerlo vio acercarse calle arriba la anciana figura de una mujer como surgida de otros tiempos. Le preguntó dónde se encontraba.

  • Está usted sentado en “Casa Colomba” – contestó la anciana.
  • Casa “Colomba” – musitó para sí mientras su mente se llenaba del significado de ese nombre y del color añil que enmarcaba sus puertas y ventanas.

Y en ese momento supo que, por fin, había llegado a su destino.

VOCES por Andrés Ruiz Díez

Llegué sobre las once de la mañana. Había madrugado pues el camino hasta aquí era largo. El lugar me acogió incluso antes de bajar del coche, tranquilo y sosegado. El sitio era perfecto para huir de las voces. Sí, esas voces que resuenan por todas partes y no me dan tregua. En ocasiones consigo aplacarlas, pero no por demasiado tiempo. Todo el mundo dice que se irán con el tiempo, pero… ¿Y si yo no quiero que se vayan?

Entré en la casa, incluso me descalcé para hacer el menor ruido posible.  No quería romper con mis pisadas la calma y la paz que se respiraba. Los muebles perfectamente colocados, los detalles finamente cuidados. Esta era la Casa Colomba, el lugar que muchos me habían recomendado para mi descanso. Pero yo sabía que me seguirían hasta aquí. Los instantes de tranquilidad que el lugar me brindaba se romperían en cientos de desquiciantes esquirlas que se clavarían en mi cerebro. Respiré profundamente y me resigné.

Comencé a deambular por la casa, visitando cada estancia, cada rincón. A cada cual más acogedor que el anterior. No sabía si estaba permitido, pero saqué una silla de la casa y me senté a contemplar el paisaje.  Oía el rumor de un río cercano, el canto de los pájaros que anidaban en los arboles. Todo, absolutamente todo, era perfecto.

No sé si me quedé dormido o si simplemente mi conciencia se perdió entre las ramas de aquellos árboles, volando libre a lomos de la brisa que soplaba. El caso es que para bien o para mal, hacía mucho tiempo que no me sentía tan descansado. Aunque no duró mucho. Mi mente se giró solo un segundo a ese rincón oscuro y mi se corazón aceleró.  Habían vuelto. Al principio eran solo un susurro lejano que deslizaba hasta mí, pero pronto las volví a oír.

Y ahí estaban, gritándome, ordenándome e incitándome a hacer cosas que no quería hacer. Tenía que ser fuerte, tenía que recuperar el control y demostrar que no podían manejarme a su antojo. Me levanté de la silla, respiré hondo y entré en la casa. Todos los que han vivido lo mismo que yo dicen que cuando las dejas de escuchar, las echas de menos. Por eso yo no quiero que se vayan, no quiero que se callen. Puede que a veces saquen de quicio, pero, al fin y al cabo, las voces de mi mujer y mis hijas son el sonido de aquello que más amo en el mundo. Irritantes, cálidas, mandonas y a veces también insufribles. Pero las quiero.

Tal vez pareció egoísta, pero cuando le dije a mi mujer que me adelantaba con el otro coche, solo me sonrió y me besó en señal de aprobación.  Quería llegar el primero y disfrutar del lugar. Quedarme solo para mí esos momentos de paz que nos ofrecía la Casa Colomba.

CUESTIÓN DE MAGIA por Lara Suárez-Mira Reija

Tenía yo seis años cuando sucedió. Vivía en León, en la comarca de Maragatería, en una preciosa casita de cuento de hadas. Era una casa muy pequeña, de tejado marrón y pintada de rosa. Allí vivíamos mi hermano, mi madre y yo. Éramos muy felices. A la derecha teníamos el supermercado y a la izquierda una frutería. Por la parte de atrás de nuestra casa había un jardín en el que se hallaban unos columpios, un tobogán, una mesa y una barbacoa. Mi habitación se encontraba en el piso de arriba y estaba repleta de juguetes. Mi hermano Fran tenía la suya en el ático y yo nunca me atrevía a subir porque las escaleras me daban mucho miedo. Enfrente tenía la casa rural “Casa Colomba”, una hermosa vivienda destinada a los turistas para pasar un buen fin de semana. Iré al grano. Íbamos andando mi hermano y yo por el medio del bosque para recoger unas bayas cuando nos dimos cuenta de que nos estaban siguiendo.

-¿Quién anda ahí? ¡Muéstrate! dijo Fran, mi hermano mayor.

-Fran, tengo mucho miedo, quiero irme a casa. Mamá se va a enfadar porque ya llegamos tarde.- mentí

-No, no nos vamos hasta que nuestro perseguidor se muestre.

Entre las sombras de los árboles pudimos ver a una persona de mediana edad, de pelo oscuro, pecas y ojos saltones. Constitución media, bajito y con cara de pocos amigos. No me gustaba nada la idea de entablar conversación con aquel extraño, así que agarré a mi hermano por el brazo y corrí hasta que mis pequeñas piernas cansadas dijeron basta. Fuimos a parar a unas ruinas. Mi hermano se sentó en una roca y observó todo el lugar desde allí.

-Fran, ¿estamos perdidos?- le pregunté.

-No cariño, ya vendrá mamá a buscarnos. Las madres tienen un sexto sentido que les dice donde están sus hijos.- me respondió él.

-¿Y esto qué son?- le expuse.

-Son ruinas romanas, lo he estudiado en el colegio.

-Fran, la magia de la casualidad nos sacará de aquí, no temas.

-La magia está en uno mismo, así que saldremos de aquí por nuestro propio pie.

-Vosotros dos salid ya de aquí, soy el guardia de seguridad de este recinto y no tenéis permiso para estar aquí.

¡Era el señor que nos habíamos encontrado en el bosque! Estábamos salvados. Nos llevó a casa con mamá y le relatamos la aventura vivida, como estoy haciendo ahora yo con vosotros, nietecitos.

-Abuela, ¿crees que la magia de la casualidad existe?

-Pues claro que no cariño. Como dijo un buen amigo mío, la magia está en uno mismo.

UN MUNDO FELIZ por Miguel Angel Cercas

Mi hija me lo contó un millón de veces. Esa noche no podía dormir, y no era porque hiciera calor -algo raro en León- o porque estuviera otra vez con su dichoso dolor de estómago. Es que una idea le rondaba por su cabeza una y otra vez: ¿qué debía hacer con aquel pajar que había heredado hacía ya tantos meses? Vuestra madre se levantó por undécima vez de la cama y se puso a ojear una revista. Aparecían todo tipo de casas rurales. Volvió a intentarlo y por fin concilió el sueño. Aunque le esperaba un día duro de trabajo, se despertó ilusionada porque, primero, se pasaría toda la tarde de tiendas -algo a lo que nunca me acostumbré- y segundo, porque había quedado para tomar el café de la diez con Gerardo, un antiguo compañero de flirteo de su época universitaria. Él, arquitecto, andaba como sin rumbo porque el negocio de la construcción había caído en picado. Marisa le contó de sus dudas y él, en una servilleta de papel, le dibujó una solución. En ese momento una paloma se posó en la mesa donde estaban y a ella le pareció que se cruzaban las miradas. “Estoy estresada de la ciudad y del trabajo; un respiro, no sé, un año sabático, o dos, me vendrían bien”, se me quejaba. Se atrevió a hablar con el director del banco donde trabajaba que, a su pesar, dio su consentimiento. Y allí estaba mi niña, en mitad de la maragatería intentando cumplir un sueño. “Ya está bien de tantas prisas, de tanta presión por cumplir objetivos, sin tiempo para buenas conversaciones; ¿no seré capaz de construir un ambiente tranquilo donde pueda saborear una comida sana sin necesidad de mirar continuamente el reloj y de dar un paseo en medio de la naturaleza? ¿no seré capaz de crear algo donde los pequeños detalles tengan valor por sí mismos?”. Entró en Google y se sorprendió al encontrar que esa filosofía de vida a la que ella aspiraba ya existía desde hacía algún tiempo: era el llamado movimiento slow (lento). Observó maravillada cómo había un slow para las comidas, y un slow para las tecnologías, y otro para la moda e incluso, y con esto alucinó, una filosofía slow para las finanzas. “¿Por qué no un slow para los negocios?”, me planteó. Al cabo de dos años ya había creado “La asociación despacito y buena letra” (ADYBL) con sede en su Casa Colomba. En la primera convocatoria presencial, y porque se movió bien por las redes sociales, consiguió reunir en un fin de semana a doscientas personas en Astorga. Vinieron de todas partes e incluso Obama, que en ese momento estaba de visita por Rota, se mostró interesado por esta nueva filosofía empresarial. A esa reunión acudieron muchos medios de comunicación; el Paí shizo un especial en sus páginas centrales sobre “Negocios slow” y citó como pionera a vuestra madre y su casa rural. Pero lo que con más cariño recuerda ella de esos principios -así lo recoge su diario- fue el encuentro que tuvo con vuestro vecino David, siempre educado, que en aquel tiempo no tendría más de doce años. Se le acercó sonriente, le cogió la mano derecha y le dijo: “Marisa, muchas gracias. El fin de semana pasado, mis padres, curiosos por conocer tu proyecto, vinieron a pasar unos días a tu Casa Colomba. No entiendo bien qué les pasó allí. Solo que ahora han vuelto a ser otra vez mis padres y ya no se gritan”. Ella le miró, le acarició la cara, y cayó en la cuenta, en ese preciso momento, de que ya no le dolía el estómago y de que ya podía volver a dormir tranquila, que su sueño empezaba a dar sus frutos: poco a poco y como a ella -desde hacía dos años- le gustaba hacer las cosas, cuidando lo pequeño.

Fue a los cuarenta cuando mi Marisa volvió a sonreír.

ROAD MOVIE por Joaquín Olmo Martínez

La joven alemana sostuvo en un castellano vergonzoso que era el destino quien la guiaba y dictaba en todo momento aquello que debía hacer. Aunque realmente pudo haber dicho lo contrario. Se limpió las foceras de tomate de los macarrones, pagó y abandonó apresurada el bar. Justino sintió aquellos cabellos de oro que le rozaron la nuca en su espantada como unos rayos tumbando a un Saulo cualquiera. Se dijo que no estaba de acuerdo en lo del destino, pues o no existía o, de hacerlo, no cabía con él preocupación alguna, pues nos era inaprensible. O quizá fuera al contrario. Esa noche, en su cama, le dio vueltas. Y sintió el ardor de aquellos rayos de media tarde. Tuvo que echar mano al bolsillo del pantalón, que reposaba en la silla, para recordar quién había ganado la partida. Tal era el encantamiento en que la presencia de la chica le había sumido. Ni siquiera le dio a su madre un beso de buenas noches al salir de la salita. «Yo también quiero descubrir mi destino» ―se oyó decir―; tanta paja mental de mierda…». Poco tuvo que preparar, pues no se le conocía oficio en el pueblo (una pensión de viuda con un huerto eran sustento suficiente para dos personas de su parquedad). A su madre, que no comprendía nada, le dijo que iba a probar, o a probarse, que necesitaba sentirse al menos una vez en la vida protagonista de su propia Easy Rider. «¿Ya estás con esas tonterías?». Que quería buscar en la carretera su propia vida, continuó él, sordo a cualquier objeción. «¿Pero y no es ésta? ―sollozó su madre― ¿Ni siquiera vas a desayunar aquí?». Justino negó con la cabeza, le dio un abrazo y se echó al Camino. Necesitaba encontrar a aquella chica alemana que ya le sacaba casi un día de ventaja.

Se notaba el buen tiempo en las decenas de peregrinos que, a mediodía, le adelantaban a un ritmo inalcanzable. Cuando por fin llegó al albergue, con el sol ya casi rendido, los gerentes le saludaron entre amables y sorprendidos; «¡coño, Justino, pero tú qué pintas aquí!». «Ya veis… Oye, ¿habéis visto a una alemana rubia de ojos claros?». «Desde luego que sí, ayer veríamos a unas siete. Y el otro día se pasó un grupo de treinta». Justino, abatido, intentó convencerse de que el destino le facilitaría las cosas; era el primer día y eso no eran más de diez minutos de metraje. Uno, dos, tres, cuatro. Y cinco albergues después, Justino empezaría a sentir cierto gozo con la ambivalencia de confirmar sus ideas iniciales y sentir que, aun así, aquel viaje hacia el oeste le estaba haciendo sentirse realmente vivo.

Sería un solo día más tarde, esperando en un bar a que una peregrina liberase el teléfono para poder hablar con su madre, cuando, entre risas y muchas consonantes fuertes impropias de un cuerpo tan menudo, distinguiría con extrema nitidez las palabras Thelma‐und‐Louise. Cuando la chica colgó y se giró para liberar el aparato, Justino se plantó delante de ella y, señalándose un dibujo de su camiseta negra, dijo: «Easy Rider». Ella sonrió. Se sentaron juntos. Hablaron de la Ruta 66, cada uno en su idioma. «Motel», dijo ella al cabo de unas horas. Y él comprendió. Preguntó entonces por algún alojamiento «más… Privado» y les indicaron una casa rural a las afueras del pueblo, «Casa Colomba». Mientras salían del albergue, Justino se preguntaba por la distancia que restaría hasta los títulos de crédito.

NOCHE DE LOBOS Y LUCIÉRNAGAS por Isabel Jiménez Moreno

Adoraba aquella casa de adobe y piedra construida por mis abuelos en la posguerra, en la umbría de Sierra Colomba. La Casa Colomba, aunque para todos fue siempre la casa del tío Calisto, tenía un zaguán, una bodega, un cuarto ciego donde no me atrevía a entrar y donde guardábamos las patatas, la cocina con una chimenea enorme y dos habitaciones. En el exterior, un horno de barro donde hacíamos el pan, el emparrado y el corral, y dentro del corral había una higuera, una pila de piedra, un gallinero y la puerta de acceso a la viña. Todo un paraíso.

La Fuente del Aliso y las numerosas pozas, que servían a su vez para el riego de huertos y prados, nos surtían de agua. En el interior de la casa nos alumbrábamos con un candil, y fuera nos alcanzaba con la luz de las estrellas, si hacía noche clara. En ocasiones, papá decía “vamos a dar un paseo hasta la Charquilla”, y nosotros le seguíamos excitados por la aventura y un poco sobrecogidos por la oscuridad. Si teníamos la suerte de encontrar gusanos de luz1, cogíamos uno entre las manos y decíamos: “Mira, papá, yo me alumbro con mi linterna”, y papá sonreía.

Después de la cena nos sentábamos todos al fresco en los poyetes de piedra del corral, debajo del emparrado que durante el día nos daba sombra. Ese momento de descanso, el de antes de irnos a la cama, era el que los mayores aprovechaban para comentar los pormenores del día y para planificar las próximas jornadas. A veces también recurrían a sus recuerdos de niñez y juventud y nosotros escuchábamos con atención. Las historias que más nos gustaban eran las de lobos: cómo acechaban por la noche y cómo aquellos ojos brillantes te hipnotizaban si los mirabas fijamente y ya no podías huir de ellos. Nos agarrábamos la mano con fuerza el uno al otro temblando de miedo, pero fascinados. Y cuando había visita, escuchábamos de nuevo aquellas historias con la emoción de la primera vez.

Aquella noche vino a vernos tío León, que vivía al otro lado de la viña de la tía Martina, y la conversación se fue animando.

– ¿Te acuerdas de Fulgencio? Se lo comieron los lobos cuando venía de ver a su novia. Sólo quedaron las alpargatas. Nosotros abrimos los ojos y nos miramos el vello de los brazos, que apuntaba hacia el cielo.

-Y anda que a Quico… porque salió tu padre dando voces, que si no se lo comen también. Justo ahí, debajo de mi corral. Lástima, a ese se lo podrían haber comido. Dijo el tío León.

-No diga eso, que están los niños. –mamá quiso hacerle un reproche, pero se le puso cara de guasa. Nosotros nos dimos un codazo y soltamos una risita. Todos sabíamos que el tío Quico tenía muy malas pulgas.

Aquella noche sentí la necesidad de orinar y cuando ya no pude más le dije a mi hermano que me acompañara. Muertos de miedo, salimos y nos acercamos a la higuera, cuidando mucho de no mirar más allá del corral, no sea que desde la cancela un par de ojos brillantes nos dejaran paralizados para siempre.

Luego corrimos los dos hacia la casa y atrancamos la puerta, y además arrimamos a ella el viejo banco corrido para hacer fuerza, por si acaso. Y me pasé el resto de la noche soñando con tío Quico y las voces del abuelo, y con las alpargatas de Fulgencio, que se habían quedado huérfanas por culpa de los lobos.

AL ALBA por Nuria Perarnau Andrés

Henchido de gozo y acariciando con su mirada la plenitud de la ladera, al alba, se inclinó sobre los matorrales para arrancar, con suavidad, una pizca de romero.

El aroma prendió enseguida entre sus manos envolviendo cada rincón del emblemático paisaje.

La naturaleza fue despertando ante sus propios ojos, provocando sonidos sugerentes de vida y el gorgoteo del pequeño riachuelo que cruzaba la montaña fue transformándose, sin querer, en un agradable repique de fondo.

Allí, a lo lejos, podía distinguir su pequeño refugio: casa Colomba.

Hacía ya mucho tiempo que frecuentaba aquel lugar, aunque, hasta entonces, no había reparado ni siquiera en ello. Era más bien una costumbre o tal vez, mejor dicho, una tradición familiar.

Lo cierto es que desde que era un niño, escuchó hablar de la casa a sus abuelos, a sus padres e, incluso, a otros familiares no tan directos.

Y a pesar de su acostumbrada manía de echar la vista atrás, tratando de detener el tiempo para su posterior y crítico análisis, no lograba asociar ningún mal recuerdo a este idílico enclave

Sorprendentemente, tan solo hallaba momentos de inusual paz.

Y no se debía al hecho de que él omitiese a los suyos, por norma o por pura cabezonería, la dirección de sus peculiares retiros.

En realidad, todos sabían dónde podían encontrarle si de verdad le necesitaban.

Hasta el momento, no había sido así.

Y al pensar en ello, una franca sonrisa iluminó su rostro limitándose a saborear, una vez más, la felicidad con que su alma, torturada por la tediosa y permanente rutina, se vio sorprendida en aquel instante tan lleno, de improviso, de pura magia.

SUYA, SUYA NADA MÁS por Inmaculada García González

Caía la tarde y Carmen paseando lentamente suspiró dejando que el aire que contenía su pecho saliera. Las cosas habían cambiado, ya no necesitaba exhalar el aire a borbotones.

Apenas recordaba el comienzo de esta historia en la que Carlos se comía el mundo, su mundo y el de ella, en la que era un rey para sí mismo, y para Carmen, hasta que las cosas cambiaron y el rey, seguía siendo el rey, y ella, de ser una princesa había pasado a ser una cenicienta callada y asustada.

Él la ignoraba en sus observaciones y ella dejó de observar, la ignoraba en sus palabras y dejó de hablar, y llegó el día que Carlos la ignoraba en su vida y ella dejó de vivir, dejó de vivir, aunque continuaba respirando. Tantas veces le había redimido de sus bruscas formas y sus malas contestaciones, que pensó que simplemente ésta sería otra vez más en la que se había excedido y le pediría perdón, y ella le perdonaría. Pero algo se le había roto por dentro y ese día dejó de saber perdonar.

Dando el paseo se encontró con María, su antigua compañera de pupitre en la escuela.

Ésta le arrastró hasta un bar para estar un rato juntas y rescatar recuerdos perdidos en el arcón del tiempo. Carmen no quería ir, pero llevaba tanto tiempo sin decir no, que no sé supo negar y el tiempo transcurrió; rememoraron las hazañas de aquellas niñas hoy convertidas en mujeres.

María quería saberlo todo. Estaba deseando escuchar lo sucedido en ese montón de años transcurridos sin saber la una de la otra. A trompicones, entre risas y gestos fue contando su recorrido y luego la tocó el turno a Carmen, que triste y apática fue desgranando, cuenta a cuenta, el rosario de su existencia en esos años. Fue al oírse en voz alta, al escuchar la radiografía de todos esos hechos, cuando Carmen oyó nítidamente la voz de una desconocida que relataba, cómo sin levantar una mano, un hombre había podido dar en su línea de flotación y hundirla hasta llegar al punto en el que hoy se encontraba y en el que no reconocía quién era ella.

María, expectante, escucha sin interrumpir esa confesión en voz alta, que se correspondía con una vida, la vida de una mujer que al querer a un hombre había dejado de quererse a sí misma.

De este encuentro casual ya ha pasado un tiempo y Carmen, ahora dueña de su vida, ha dejado de ser una sombra para volver a ser la mujer valiente y decidida que fue y ha convertido en realidad su sueño; La Casa Colomba, el antiguo pajar de familia, que como ella ha tenido una nueva oportunidad. Ambos han vuelto juntos a la vida. Ahora, entre sus muros de piedra y sus robustas maderas, Carmen se ha fortalecido. Vivir frente al monte, rodeada de árboles, se ha llenado de color, luz y de calma. Aunque ha pagado caro el peaje de transitar libre por la autopista de su propia vida, lucha por reconquistar un territorio personal que jamás debió ceder a nadie. Ahora Carmen en Casa Colomba es

SUYA, SUYA NADA MAS.

PRIMAVERA por Pilar Contreras Moreno

El agua serena y cristalina se deslizaba río abajo, su sonido inconfundible se percibía claramente desde la parte superior del cialis pas cher puente de piedra romano.

Una vez pasado el arco del puente, el bullicioso caudal del agua se adentraba por un estrecho recorrido, hasta llegar bajo la inmensa sombra que proporcionaba la verde hilera de flamantes álamos.

La Casa Colomba mantenía cálida su propia esencia, sus míticas paredes y ventanas destacaban con el sorprendente esplendor de su belleza…mientras el canto melodioso de su entorno aportaba un cierto romanticismo en las primeras citas de enamorados…

Atrás iba quedando el recuerdo de la blanca nieve y el grosor del hielo acumulado, rojas amapolas aportaban alegría al paisaje con la renovada brisa de marzo, una vez más la primavera irrumpía en nuestras vidas, después de un intenso y estacional letargo.

EL ÚLTIMO REFUGIO por César Hurtado Trialaso

Cuatro décadas lleva Paolo persiguiéndome. Siempre está a punto de atraparme, pero en cada ocasión, en el instante postrero, vuelvo a esquivarle. Él intuye que, de nuevo, escapé por poco. En cambio, yo sé con certeza, que según se suceden los fracasos se cuestiona más mi existencia. ¿Y si realmente no le vi? ¿y si no era él? adivino que piensa, ¿y si me volví loco? Tantos años loco. Pobre Paolo. Duda de tan viejo. Desde el ventanal de este enorme salón con poderosos travesaños de madera, le veo decrépito acercarse a mi último refugio: Casa Colomba. No entiendo cómo aún tiene fuerzas para seguir buscándome. A veces considero que debería haberle matado, pero no podría vivir eternamente con la carga de dos crímenes.

Le recuerdo cuando era niño. Era hermoso: guedejas rubias, ojitos azules. Fui amigo de sus padres hasta que, agotado el período prudencial de tiempo que mi condición me exige, tuve que desaparecer para no delatarme. Muchos años después nos encontramos casualmente en la otra punta del mundo. Vivía oculto en una ciudad detestable, gigantesca y laberíntica. Puedo asegurar que hubiese resultado más sencillo acorralarme en el escondrijo más sutil del paraje más inaccesible, que en ese hormiguero de hormigón y acero. Pero sucedió. Nos topamos en el umbral de un tugurio oscuro y decadente. Atónito, me observó como si yo surgiese del mismísimo infierno, o acaso incólume del espacio temporal de su infancia. Cogiéndome del brazo con una fuerza irónicamente sobrehumana,  murmuró mi nombre de entonces, Medeo. Asustado, le golpeé instintivamente, haciéndole caer por las escaleras de acceso. Esa noche, él ya rondaría los cincuenta años. Yo ni siquiera aparento treinta.

Desde entonces, Paolo me persigue con una fe inquebrantable, inagotable al desaliento. Nunca más volvimos a vernos. Solo encuentra lugares recién abandonados, aunque debe reconocer al instante mi olor a sudor y miedo, el calor de mi cuerpo sobre las sábanas aún tibias. Me pregunto qué harían conmigo ahora, en esta época, de descubrir semejante hallazgo. Ciertamente, temí más los tiempos de los circos ambulantes que ofrecían la visión de monstruos horrendos y seres sobrenaturales. Pero ya me cansé de los caminos interminables y de las guaridas de paso. En unos minutos le franquearé la puerta. A estas alturas, no creo que me delate. Sospecho que nunca le tentaron la fama ni el dinero. Además, en pocos años, quizá meses, Paolo estará muerto. Y no merece marcharse sin conocer la verdad.

Yo espero establecerme durante un nuevo período de seguridad aquí, en Casa Colomba, el lugar donde viví hace más de un siglo con Olivia, la única mujer a la que quise. Tuve que matarla para que no revelase mi naturaleza inmortal. Descansa para siempre en el fondo de la Laguna Cernea. Su recuerdo es insoportable. Y eterno.

CIEN MIL TRESCIENTOS DOS por Genaro Longo

A lo largo, ancho y hondo de los años, los humanos han hecho pequeños aportes al conocimiento universal. Estas contribuciones han llevado al saber a su más grande conclusión: ya no hay nada nuevo. Y no porque todo haya sido inventado, sino porque todo se repite.

La Estadística, la ciencia más respetada por la civilización conscientemente cíclica, saltando por las cabezas de centenares de estudiosos, ha podido desviar esto a la realidad: un larguísimo Informe, del que todo el mundo conoce sólo la primera página ─pues es la más importante─ establece los períodos en los que tarda en nacer, o prepararse desde la muerte o desde el polvo cósmico, un humano notable.

Así, el Informe, ya milenario, establece que cada treinta años nace un buen abogado; cada setenta, un gran empresario; cada cien, un preciso médico; cada ciento treinta y tres, un buen político y un líder revolucionario; cada ciento cincuenta un gran poeta y un importante filósofo; cada doscientos diez un gran pintor y un gran músico; y cada doscientos sesenta un visionario ingeniero.

Es un gran acontecimiento, todavía, el día en el que se cumple una de estas fechas. Todos los años, nueve meses antes ─algunas ocho, siete o incluso seis─, las parejas intentan encajar a su primogénito en la presencia de un personaje notable. Así, todos tienen una suerte de calendario y línea de tiempo, que marca únicamente las fechas exactas en las que el mundo verá nacer al gran poeta o al preciso médico. Estos calendarios sin nombre suelen pasar de generación en generación: los cálculos nunca han necesitado una revisión.

De este modo, a veces acontece que varias fechas coinciden y estos bebés con destino nacen incluso de la misma madre. El caso más increíble ha sido el de los cuatrillizos Colomba: un pintor, una cirujana, una presidente y un empresario, hijos naturales de Alfonsina y Martín.

Lo que aún no se ha podido predecir es en qué lugar nacerá cada personaje: sólo circulan ciertas creencias ─aunque ninguna actualización del Informe lo ha corroborado─, que establecen, a saber, que los ingenieros nacen más en otoño, que los filósofos se dan sólo en el hemisferio norte, o que los músicos prefieren crecer en lugares de relieve tranquilo.

Sin embargo, el hecho de que se conozcan estos datos y sea universalmente verídica su dogma, no significa que el mundo no conozca nacimientos en fechas insípidas, ni que esté condenada a la angustia y el lamento la vida de aquellos dados a luz en épocas tenues. No es el destino lo que busca todo el mundo.

Igualmente, hay una sola fecha capaz de opacar al gran músico y empresario, al visionario ingeniero o a los cuatrillizos de la memorable Casa Colomba: la que se da cada cien mil trescientos dos años.

No se conservan registros, libros ni testimonios, de por qué es tan importante este personaje, pero no cabe duda alguna del valor inconmensurable que en sí aguarda; el valor de una cosa está inversamente conectado a la facilidad con que se consigue o se logra, daba en el clavo uno de los primeros filósofos.

Hace nueve, siete, cinco y hasta cuatro meses, las parejas han comprado un número de la lotería mundial más importante. Hoy se sienten patadas en el occidente y gritos en el oriente, un taxi corre por una lejana estancia, y en una acolchonada sala de hospital nacen por parto natural, o cesárea, bebés que prometieron ser como aquel por el que se conoce el año uno.

CUCHILLOS DE LUNA por Teresa Rubira

Recostado sobre la cama, y mirando al techo, el sueño se le antojaba lejano. Agotado por tan largo viaje, había decidido retirarse temprano, pero la extraña mezcla de alegría, nostalgia y emoción, le impedía el ansiado descanso. Se resignó, paseando la mirada por todos los rincones… A los pies, sobre una estantería de conglomerado, guardaba su acostumbrado equilibrio la entrañable foto, grande y sin enmarcar, cuyos protagonistas observaban desde su propio pasado. Junto a ella, tres despertadores antiguos, con campanilla, ofrecían tiempo detenido. Contempló el armario: alto, profundo, sobrio, capaz de albergar ropa y recuerdos de media vida. A su lado, evidenciando la diferencia de tamaño, una silla de madera con asiento de anea, custodiaba dos toallas que, orgullosas, mostraban su bordada identidad: “Casa Colomba”. La luz sepia de lámpara vieja disfrazaba el blanco otrora inmaculado de las cortinas y hacía brillar el cristal de la mesilla de noche, bajo el cual, un montón de estampas amarillentas demandaban fe y protagonismo, mientras los ramilletes del papel trepaban las paredes compitiendo en alturas.

A pesar del tiempo transcurrido, todo quedaba entrañablemente cercano en la pequeña estancia que conocía sobradamente. Sonrió y, cuando las pupilas comenzaban a rendirse, se dejó perder por el pajar de niño…

Un golpe del pie derecho contra el final de la cama lo sacó de su adormilamiento. Estaba claro que no todo había crecido con él. Sin duda para compensarlo, el colchón de lana que los abuelos aireaban de año en año, se hizo más mullido y lo envolvió con calidez. Las mantas pesaban, siempre habían pesado y, si la sábana -puro paño- se desplazaba un poco, su picor molestaba en cualquier trozo de piel; pero aún permanecía en ellas el agradable y recordado olor añoso, mezcla de baúles, naftalinas y jabón de casa…

Se trasladó sin esfuerzo a escenas pasadas. Aunque la vida había transcurrido sin detenerse, como el río, aún podía tocar dentro del corazón, todo el amor que sentía por aquella casa y aquellas personas ya ausentes.

De pronto, la sensación de unos pasos conocidos le acariciaron el recuerdo.  Cerró los ojos a la vez que presentía cómo se acercaban. Eran los mismos que tantas y tantas noches de otro tiempo, en medio del silencio, conducían a su padre hasta esta misma habitación, con el propósito diario arroparlo. Entonces, se abría la puerta muy despacio, y notaba junto a su cara la respiración profunda de una persona buena, luchadora, valiente. Se acurrucó evocando el gesto protector y fuerte, tantas veces vivido. Con frecuencia deseó decirle: “no te vayas, no me he dormido todavía…”, pero sabía bien que a él le quedaban pocas horas para ir al trabajo de nuevo; el campo resultaba siempre un mal amo…

Alargados cuchillos de luna se formaban entre los pliegues de las cortinas, amansándose en la gran foto. Les dio a todas las buenas noches y pidió soñar con ellos…

 

VIAJE DE IDA por Rosendo Gallego Menarguez

Es mi día grande.

El Correo de Andalucía, más conocido como el “Sevillano”, es un tren de lo más lento. Desde Manura hay raíles interminables hasta el dichoso pueblo andaluz de Isorno, el “culo del mundo”, como dice papá.

Mis padres y tía Cleta se afanan con la maleta grande, las dos pequeñas, los bolsos de tela, la cesta de mimbre. El andén se llena de gente, de gritos y niños que lloran, ríen y corren. Mi hermana y yo ayudamos a subir a la abuelita mientras tía Cleta limpia esmeradamente los asientos con su trapo amarillo. Nos acomodamos.

Zumban las moscas en busca de oxígeno. Me divierto sacando medio cuerpo por la ventanilla. Leo los letreros que dicen coche-cama, qué raro. Un reloj grandote marca lo que falta para la salida. Dos pitidos largos, y segundos después el tren se mueve, remolón. “Ya vamos, papá”, exclamo. “Sí hijo, es la hora, siéntate bien”. Pronto se pierden los ecos del andén.

El tiempo pasa lento, retenido por el vuelo de los insectos y el estallido de los rieles. El tren se balancea. Veo desfilar tapias rojizas, campos verdes, el violeta de las viñas, trigales amarillos, y una mujer chiquita que desde su era me sopla besos con la palma de la mano. Las espigas tempranas se inclinan haciéndome la ola. En un prado, tres vacas blanquinegras engullen la hierba. La máquina sube y baja, vuelta a vuelta, tirando. Alejándonos de Manura. Papá y mamá tienen cara de preocupación. Cosas de la guerra. Empiezo a sentir pellizcos de nostalgia. La ventanilla abierta me bautiza con una ráfaga de carbonilla. Paramos cada dos por tres. Suben mujeres enlutadas con fardos gruesos que esconden bajo la falda. Pregunto a papá con la vista y me hace una seña de silencio. Luego me cuenta que es del estraperlo de patatas y pan blanco.

En mi bloc numerado, regalo de tía Cleta, anoto: Pasa un camarero bigotudo vestido de blanco. Sonríe con una ceja y da campanillazos voceando turnos de comida.

Papá le sigue un momento con los ojos y luego los baja.

Huércal Overa, estación bien puesta, quince minutos de parada. Sobre la puerta del jefe de estación pone: “España ha sido colocada providencialmente por Dios en el centro del mundo”. Me rasco dos veces la coronilla. Papá baja a la cantina, nos trae refrescos y un pastel para abuelita. Dos guardias con tricornio registran los vagones, tres mujeres gordas corren a zancadas por el otro lado de la vía.

Huyo de las moscas. “Ven”, me dice mamá, “ponte en este rincón, tápate con la manta y suéltate los zapatos, a ver si te duermes”. Según el reloj, dormí ocho horas y treinta y cinco minutos. He soñado con la Casa Colomba. Y con mi mosca de la guarda.

Con el alba, el pueblo de Isorno parece regocijado por el dindonear de las campanas de una iglesia. Mis padres están muy serios. ¿Qué nos espera?

LA NARIZ ROJA DE DAVID GARRICK por Jesús Francés

El profesor de risoterapia llegó tarde al congreso sin haberse preparado la ponencia y sin tener ni idea de lo que iba a decir. Había perdido la cadencia exquisita que proyectaba en sus palabras cuando hablaba de cómo los dioses reían ya desde la antigua religión ugarítica. No había recuperado el ademán enfático que imprimía convicción a cada una de sus frases. Carecía ahora del gesto carismático de su rostro afable y no poseía la profunda bondad sincera que emanaba de sus ojos cuando, como al azar, se fijaba en las jóvenes y bellas alumnas embobadas o en las abuelas que se lo comerían a besos como a un nieto predilecto.

Estaba cansado de las mismas recetas consabidas sobre lo fácil que era ser feliz en este mundo hecho a la medida de los ganadores, de los que luchaban, de los que se obstinaban en perseguir sus sueños. Ahora se enfrentaba con su propio vacío y no sabía cómo solucionar lo del rictus severo y agrio que se había instalado desde hacía meses en su rostro otrora risueño. Se repetía sus prefabricados mantras antes de enfrentarse al auditorio deseoso de escuchar una vez más las ocurrentes ideas de David Garrick sobre la risa y sus benéficos efectos cuasi milagrosos en la vida de los hombres. “Respira hondo, respira hondo y sonríe” se decía a sí mismo buscando la confianza que se le escapaba. “Sal ahí y diviértete y da esperanza a esa gente…” Pero sus dotes de gurú simpático se habían desleído como una sonrisa leve y fugaz, de compromiso ante un chiste malo que no hace gracia. Lo peor es que ya nada le hacía gracia. Había empezado a amargarse por todo y con todos. Sus últimos libros, aunque se habían vendido bien, destilaban un incipiente pesimismo de excombatiente que estaba de vuelta de todo, impregnado de una lucidez sombría que arañaba sutilmente el final de cada capítulo pretendidamente optimista.

De pie frente al atril delante de toda aquella gente tosió por quinta vez consecutiva, volvió a beber agua y empezó a sudar con profusión. Aflojó el nudo de su corbata por ver si las palabras elocuentes fluían hasta su boca reseca. Pretendía henchir sus pulmones de aire, pero una ansiedad indefinida e ilocalizable provocaba cortes en su respiración maltrecha. El nudo en el estómago, las ganas de llorar y de salir corriendo. La gente se inquieta. El silencio incómodo dura ya minutos. Pronto se acercarán los de la organización primero a ofrecerle ayuda y luego a pedirle explicaciones. La decepción en las caras de sus incondicionales. El vértigo. “Me ahogo”. Escalofríos. Fundido en negro.

Varios capítulos más tarde, escribe el epílogo de su último libro envuelto en la paz como de arcadia de Casa Colomba. Si cierra los ojos, fuerte, siente trotar por el páramo caballos salvajes. No más autoayuda. Ya no engaña a nadie. Ya no vende quimeras ni atajos de soluciones fáciles. Todavía no acaba de creerse que él mismo sufriera el síndrome del payaso triste. Todavía no ha descubierto qué resorte pulsó, quién sabe qué tecla para salir triunfal de aquel simposio de la risa difícil. Una idea tan brillante como simple.

Eso sí, fue raro oírle hablar sin parar durante hora y media con la voz gangosa por culpa de la nariz pinzada. Parecía un muñeco sin ventrílocuo. Era mágico oír al público reírse honestamente.

Desde aquella conferencia nunca más se ha vuelto a quitar la nariz roja David Garrick.

EL DEBER DE LA LUCHA por Oscar Felipe Fernández Aguirre

Era una mañana fría, pero la cama estaba desarreglada y la casa estaba vacía. Entonces alguien abrió la puerta, un joven con sudor en su frente y una camisa colgándole del pantalón entró en total silencio al apartamento y se acostó a dormir; aunque sus movimientos eran los de alguien normal, gemía de dolor y su rostro mostraba desagrado, se cuestionaba cómo es que lograba dormir en ese estado.

A las siete de la tarde recibió una llamada de la bodega a la que llamaban Casa Colomba; el lugar era una bodega abandonada en la que se realizaban peleas callejeras y en la que lo conocían como Tai. Tenía que presentarse en una hora para una pelea por el título de ‘rey de la pista’; no podía negarse, esa era su única fuente de ingresos y tampoco podía perder porque entonces, no le quedaría nada.

Tomó un baño, se cambió de ropa, se sentó en la cama, cerró los ojos y se concentró en el silencio de la casa. Estuvo allí por más de diez minutos. Cuando abrió los ojos le quedaban diez minutos antes de su pelea, pero no se apresuró; salió de casa de forma tan silenciosa como había entrado en la mañana. Una vez en la calle, Tai empezó a correr hacia Casa Colomba, normalmente a media hora de distancia, para él sólo serían diez minutos.

Cuando llegó a la bodega, tuvo que entrar por una puerta trasera que daba a un callejón donde un vagabundo era el único que se molestaba en saludarlo, aunque él no hiciera lo mismo. Cerró la puerta detrás de sí y se dirigió directamente al cuadrilátero; al igual que él, se hizo el anuncio de la pelea de inmediato y entró su contrincante a escena. Al ver a su rival, Tai supo que no podría recibir más que un par de golpes de la persona que tenía en frente; un hombre un par de centímetros más alto que Tai, pero con una masa corporal muy superior a la de él. Viendo la mirada de su rival y, aunque prejuicioso, Tai concluyó que mentalmente tenía ganada la batalla; podía ver el hambre de victoria y la ira que le transmitían su rival, y percibía cómo lentamente la sed de sangre del lugar nublaba el juicio del novato frente a él.

Teniendo en cuenta que su rival no se presentó ante él, Tai tampoco lo hizo, sin mencionar que aun así no lo hubiera hecho. Se preparó. Exhaló por la boca e inhaló tranquilamente por la nariz. Movió un poco los brazos, alineó los codos y muñecas de forma vertical y se cubrió el rostro. Su rival tomó una postura similar, pero con una diferencia crucial, sus codos estaban muy separados entre ellos. No estaba listo para la situación. Sonó la campana.

De inmediato, Tai tensionó sus piernas; mientras veía cómo su rival cargaba contra él, se agachó para evadir el gancho derecho del rival, dio un giro hacia la izquierda y le asestó un gancho en el costado del pecho; aunque, notoriamente, más débil que su rival el golpe fue certero y logró que este se retorciera un poco. Sorprendido por la velocidad de Tai, su rival le tendió una trampa, hizo exactamente el mismo movimiento que la primera vez, pero esta ocasión giro junto con Tai y logró lanzarlo al piso impactándole el rostro. Tai se levantó con la cara llena de sangre del lado derecho. Su mirada cambió al punto que su rival dudo un momento de quien tenía al frente. Exhaló por la boca mientras se cubría el rostro llenó de sangre. Inhaló por la nariz ferozmente. Tai atacó. Un golpe directo en el estómago que lo inclinó hacia adelante, seguido de un gancho izquierdo en el rostro que lo levantó de nuevo, y un golpe en el plexo solar, a apenas unos milímetros del corazón. El rival de Tai terminó en el piso. Tai salió por la puerta trasera y cayó al piso. Su cuerpo no respondía después de la pelea, pero agradeció que ese día hubiera terminado.

UN TREN DE ÉPOCA por Jorge Jarrillo Bahón

Era el último vagón del último tren que salía de Recoletos hacia Casa Colomba. Era lunes, lo cual explicaba que fuera el único viajero de ese tren. Iba leyendo un libro cuando el tren pitó y cerró las puertas. El tren partió con todos los vagones excepto el mío que, incomprensiblemente, se quedó varado en la vía viendo salir el resto del tren. Abrí las puertas y salí, según recorría de vuelta los pasillos los vestíbulos del tren se llenaban de vida de personajes que iban vestidos de caballeros y damas del siglo XIX, los hombres llevaban monóculos y bigotes, las mujeres sombreros de época y botines. El reloj marcaba las doce del mediodía y todos ellos me miraban como si hubiera salido de una fábula de Samaniego.

Hablaban de mi IPAD como si fuera un artilugio del diablo y de mis vaqueros desgastados y mi mochila sucia como si volviera de la guerra, se me acercaban y me daban monedas de dos reales y mendrugos de pan. Yo les hablaba de fútbol, pero ellos se reían cuando les intentaba explicar quién era Ronaldo. A la salida del tren había un hombre que vendía pitillos y cerillas, la calle era un arenal que iba desde la Castellana a la Fuente de la Cibeles en la que transitaban carros, animales y algún coche con manivela y alguna diligencia con pasajeros y maletas. La florista, descarada, que viene y va, no pudo ponerme un clavel en el ojal porque no encontró acomodo en mi sudadera. Y al no encontrar sustento me preguntó mi nombre, y al abrir la boca para decir “Jorge”, un clavel se me coló en ella. Se sirvió de los reales que tenía en la mano y me distrajo con un “pa’ servidora que tiene que comer” mientras sus dos churumbeles me cogían los mendrugos que recién había recolectado en el tren.

Dos policías en caballo con uniforme de la guardia isabelina, con casco, pluma y bayoneta se me acercaron y me preguntaron por mi paradero, les enseñé mi DNI y quisieron detenerme, afortunadamente en ese momento se produjo un alboroto en uno de los puestos del cercano mercado de San Ildefonso y el tumulto me arrastró lejos de allí.

Pasé por la calle del Almirante donde ayer cené en un japonés, y sólo pude llegar a ver un puesto ambulante de verduras y hortalizas de huerta. El monumento a Colón había desaparecido y el Teatro Fernán Gómez era una entelequia. No hacía más que preguntar por calles y objetos del siglo XXI, y lo único que reconocí fue una baraja de cartas Heraclio Fournier, un paquete de pipas Facundo y una Coca Cola en un gigantesco cartel de publicidad.

Corrí desesperado la Castellana arriba hasta que tropecé con un charlatán de feria que vendía un elixir para hacer crecer el pelo, me lo tragué pensando que era una gaseosa hasta que me di cuenta del potingue que estaba tomándome, “No importa hijo, es agua” dijo riendo un oyente del “Científico Marcelo”, que así es como se hacía llamar el charlatán.

Seguí corriendo hasta llegar exhausto a una esquina, donde una persona vestida del medievo se me acercó y me dijo: “Tú vistes raro, ¿tú también saliste de ese agujero?”, dijo señalando al tren. Pues si es así, vuelve a entrar por dónde has venido y estarás en tu casa, fuere cual fuere, de regreso. “¿Y tú no regresas?”, le pregunté, “Pues no, hijo mío, aunque por época podría ser tu tatarabuelo quinto, aquí al menos me tratan mejor que en el siglo del que vengo”.

FIN

MUDANZA por Yolanda Nava Miguélez

Ahora vivimos en el ático de un edificio de veinte plantas. Las vistas son espectaculares y estamos adaptándonos bien. El abuelo se ha hecho dueño del que califica el mejor invento conocido: el jacuzzi, y ya casi no mienta la poza del jardín. Los niños están alucinados con las videoconsolas: pulsar botones y mover mandos acapara toda su atención.

Nuestro hijo adolescente no sale del gimnasio, hechizado por los modernos aparatos ha arrinconado su inseparable bola metálica. El territorio de mi mujer es el vestidor, ocupa el tiempo clasificando por colores zapatos y trapitos. Yo me he instalado en mi lugar favorito: la biblioteca. No estoy mal, aunque los libros son un tanto extraños, estoy con uno de autoayuda para ejecutivos estresados que me está costando comprender, añoro los tomos encuadernados en piel de El Quijote.

Pero nos preocupa la abuela… no se ha movido de un rincón de la sala de estar desde que llegamos; intentamos animarla, la invitamos a salir a la terraza y perderse entre los neones que salpican la noche, pero no reacciona. Ni siquiera las cenizas de la chimenea la estimulan, tal vez le recuerden los restos de nuestra mansión. Le explicamos que doscientos años son demasiados para una vivienda y que Casa Colomba los superaba, mentimos prometiéndole volver cuando la reconstruyan, pero no se resigna y tememos que peligre su incorporeidad, y es que los fantasmas, aunque hueco, también tenemos nuestro corazoncito.

HISTORIAS DEL HOSPITAL Y OTRAS COSAS por Yeniset Baz

El beso.

Un día como cualquier otro, en mi atelier Casa Colomba, donde ahí hablo a través de mis pinturas ya que no logro ser tan eficaz y elocuente con mis palabras. En esos momentos realizaba mi obra: El beso, casualidades del destino, ¡vaya uno a saber!, cuando sonó el móvil, me retiré del lugar y fui inmediatamente.

Una vez más ingresé a ese edificio, blanco, frío con rostros de alegría mezclados con incertidumbre. Algunos pálidos, gélidos, otros simplemente tristes. Percibí ese olor inconfundible entre remedio y veneno. Caminé por ese amplio pasillo entre voces y sollozos. Observando las esperas, escuchando involuntariamente las charlas vacías y los silencios profundos. Así me fui aproximando a tu habitación, entre colores fríos, aromas y rostros. ¡Ahí estabas!, tan perfecto ante mis ojos. Como siempre.  Inmóvil y perenne, las sábanas te acariciaban. Tú piel, ¡inmaculada piel! Sutilmente alcanzada por agresores que visualizaban tus latidos y retenían tú aliento. Eras tú y no lo eras. Yo te vi perfecto, quizás te contemplaba a través de mi alma. ¡Sí!, fue eso. Respiré, suspiré, inhalé coraje, ese que se logra en esas circunstancias. La vida te apura, te moviliza, te convierte en su hoja que baila con el viento. Como el bailarín que ejecuta su danza. Con esa mezcla de emociones, que nos hiere, que nos evaporiza, que nos convierte en más humanos y más bestia.  En ese instante al exhalar coraje. Sostuve tú mano, esa que tanto anhelaba. Sentí tú calor generado por ganas, por ansías. ¡Óyeme! te dije.  Abriendo mi monólogo con mis sentimientos y con mis remordimientos. Tuve ganas de expresarme verborrágicamente. Mi timidez, ni en esa oportunidad me soltaba la mano, siempre fue mi fiel compañera. ¿Qué decirte?, ¿todo era importante?, ¿cómo expresar lo que siente el alma? ¿cómo resumir el amor? ¡No! imposible. Decidí despedirme y acto seguido. Sentí el calor de tus labios, más suaves que la seda y más ardientes que el sol. Rocé cada uno de sus pliegues. Mojé mi ansiada alma, de forma lujuriosa y angelical a la vez. Un segundo, dos o quizás tres segundos. ¡Que importaba! Sellamos nuestro final.

HOY QUIERO RECORDAR por David Andrés Fernández

–¿Sabes, Paloma? El destino quiso que cayéramos en este lugar. Al despertar lo he visto con claridad. Anoche cuando dejamos las maletas no me di cuenta, pero ahora, aquí echados en la cama, la luz de la mañana entrando por esa ventana me lo ha hecho ver. Ésta era la casa, o al menos parte de sus cimientos. El lugar de mis sueños recurrentes en ocasiones convertidos en pesadillas con las que te despierto. Fue aquí, pero en otro tiempo. Nunca te lo he contado y sé que no me vas a creer.

Creo que el primer recuerdo que tengo es un sueño, uno de tantos sueños que me han acompañado siempre. Son recuerdos de un pasado antiguo que trascienden en la noche. Recuerdos, de lo que ahora estoy seguro, fue una vida pasada. No me reconozco, pero soy yo, o lo fui. Aparezco como un guerrero de túnica blanca y cruz en el pecho. Atuendo talar de caballero templario. Recorro cada noche las rondas de guardia en mis sueños y oigo hasta los cascos del caballo en las calles empedradas. Veo un torreón entre la nogaleda que no debe encontrarse muy lejos de aquí, creo que en esa dirección. También veo… bueno…

–No pares ahora, continúa.

–Pues que también la veo a ella, descansando junto a la laguna. Nunca logro recordar su cara, pero sé que es hermosa. Perdóname, pero nadie diría que es una labradora después de sentir su tacto. En sueños nos encontramos furtivamente al abrigo de la noche entre los juncos de una chopera cercana al río. Me veo salir del campamento, y llegar a pie a su encuentro, pero noto que alguien nos observa. Tal es mi agitación que llego a despertarme. Pero no es en nada comparable a mi sueño más lúcido y turbador. Comienza con la algarabía de una fiesta y yo mismo saltando la hoguera de San Juan. Al momento aparezco aquí, en esta casa, disfrutando junto a ella.

Luego empiezan los golpes en la puerta. Nos descubren. La apresan y me arrastran apaleado hasta la plaza, donde un Maestre sostiene un libro de brujería junto a una pira.

¡No es de ella!, grito con todas mis fuerzas, pero de mi garganta no sale ni un leve murmullo. Sólo escucho el fuerte crepitar de la hoguera mientras las llamaradas la alcanzan. Al momento aparezco en medio de una batalla en una tierra lejana y puedo oír, escucho lo que no quiero…

–¡No sigas Soldán! No quiero que me digas lo último que oyes. No soporto el silbido de la flecha y tu grito ahogado, tu último grito. No es verdad porque entonces… entonces estoy loca o yo soy ella. Llevo soñando con esto desde que te conocí. Con el atardecer en la laguna. Es la laguna Cernea y está aquí al lado. No te veía la cara por el yelmo. Ahora sé que eras tú. Me dijeron que esto antes sólo era un pajar… ¿Sabes que significa Colomba? Significa Paloma. Ésta era la casa, aquí se cruzaron nuestras vidas.

–Sí, Paloma, es verdad, por algo se llama “Casa Colomba”. El descanso del guerrero y su dulce dama. De nuevo nos volvemos a encontrar en el tiempo y en el mismo lugar. De verdad lo crees, ¿no, Colomba?

–Sí, Soldán, no eran sueños, son recuerdos.

–Venga Colomba, desayunemos y vayamos hasta la laguna, hoy quiero recordar.

ME DESPERTÓ EL SILENCIO….. O TAL VEZ FUE LA LUNA por Miguel Ángel Ramos

Habíamos llegado cuando empezaba a oscurecer, porque las salidas de Madrid de los viernes son complicadas por el tráfico. Nos había dado tiempo de dar una vuelta, ver el río, las eras, las casas de piedra… y percibir una lluvia fina, mansa y refrescante que no nos caló.

Ahora eran como las tres de la madrugada y me desperté. No tenía que ir al servicio, no sudaba ni tenía frío, la cama era cómoda y la almohada perfecta. Era como que ya hubiera descansado. No se oía absolutamente nada, y me di cuenta de que la luna estaba en un ángulo del cielo que nos iluminaba y me daba en la cara (bañaba mi rostro o lamía mis mejillas que quizá dirían algunos poetas). No resistí y me levanté. Pili dormía y los niños también. Me preocupaba que se estropeara el tiempo, pero estaba despejado y se veían muchas estrellas.

No quería dar luces, encendí la linterna del móvil y salí al jardín. Abrí el portátil para ver el pronóstico del tiempo y para intentar identificar las estrellas (había muchas o mejor dicho se veían muchas). Oí algo y era el disco del portátil: nunca lo había oído.

Sabía que había vida en los árboles, en el río, en el aire y bajo la tierra. Para confirmarlo voló algo, pero no eran pájaros ¡eran murciélagos! Pero no me asusté, y quizá ellos sí viendo a alguien en ropa interior con un ordenador y mirando a las estrellas: un humano atípico, al menos a esas horas. Veía unos ojos en una rama, que podían ser de una lechuza, un búho… los de capital no entendemos.

Olía a hierba húmeda, a espliego (lavanda) como la que ponía en los armarios mi abuela en saquitos de tela que hacía ella misma, quizá a tomillo también, a hierbabuena ¿o sándalo?, tal vez a hierba luisa ¿verbena? Recordé lo que dicen que había dicho alguna vez Miguel de la Cuadra-Salcedo, que había fallecido pocos días antes: “Un ordenador no podrá nunca sustituir el olor de la tierra húmeda tras la lluvia”.

Miré donde estábamos, que era entre los términos de Turienzo de los Caballeros y Santa Colomba de Somoza, pero en el casco urbano de ésta. Imaginé a los caballeros por esas tierras, a los arrieros con sus mulos de transporte, antes a los romanos buscando oro, seguramente a los moros… después a los franceses en la Guerra de la Independencia… y los peregrinos pasando muy cerca por el camino de Santiago desde hace siglos.

Por un momento no me preocupaba la política ni la prima de riesgo, ni la declaración de la renta, ni los objetivos de ventas. Sobreviviríamos.

Pensé que me sobraba el portátil, que era suficiente lo que teníamos, que era mucho más de lo que habían tenido casi todas las generaciones anteriores, y que había que vivir ese momento. Antes de apagar el portátil puse un correo a nuestros amigos, que habían estado en Semana Santa: gracias por habernos recomendado Casa Colomba (Columba, Paloma…). Si alguna vez me pierdo que me busquen aquí, donde yo me he reencontrado. Hacía mucho que no me sentía tan bien.

Me volví a acostar. La luna no me daba de lleno, como que respetara mi privacidad y me dejara dormir, pero no podía: era como que estuviera descansado, pero cuando entraba la claridad y los niños pedían ir al río, me di cuenta de que sí me había dormido, y seguía como flotando.

VIRTUD DE LIBERTAD por Andrés Bejarano Randazzo

Día 2, 13:00 h

Por fin. He vuelto a la casa de mis padres.

Día 2, 8:00 h

Estoy en el aeropuerto. Tengo los labios secos y me duele la cabeza, quizá sea deshidratación.

Día 2, 6:00 h

Estoy en el lobby de Casa Colomba, espero un taxi, no traigo mis maletas conmigo. Mi madre me habla entre sollozos y gritos. Pobre de ella, también está en shock. Me ofrece un sorbo de su ginebra, no estoy para alcohol, le digo.

Día 2, 3:33 h

Mi madre duerme a mi lado, no puedo detener mis lágrimas, salen de mí a raudales. Me duele la cabeza. Me siento ultrajada, violada, abusada, tonta. Mi padre ha golpeado a la puerta durante los últimos 10 minutos. Han llegado los de seguridad, oigo un par de órdenes, y unos pasos que se alejan por el pasillo.

Día1, 23:45 h

Mi ahora ex marido me persigue por entre las cabañas del hotel. Yo camino y camino sin rumbo fijo. El trata de detenerme, pero no se atreve a agarrarme por el brazo, porque hay muchas personas en las terrazas. Sé que quisiera explicarme a gritos, como siempre, pero le da pena gritar. Estoy cerca del campo de golf, cuanto quisiera un “madera tres” para callarlo. Finalmente me doy media vuelta y le digo: ¡Ándate a la mierda!

Día 1, 22:50 h

Vengo del bar del hotel, estaba tomando un Gin Tonic en la compañía de mi madre. Hablábamos de lo especial y gratificante que había sido que mis padres nos acompañaran a mi esposo y a mí en ésta, nuestra luna de miel. Esa tarde mi padre jugó, con mi ahora exmarido, 18 hoyos. Mi marido no vino esta noche a cenar, y se quedó en el cuarto aquejándose de un dolor de cabeza, al mismo tiempo me prometió una sorpresa. Mi padre por su lado se levantó apenas terminó de comer y se fue a su cuarto a descansar.

Día 1, 22:55 h

Llego a la puerta de mi habitación; se escucha a un hombre gemir. Deslizo la tarjeta en la ranura, abro la puerta y entre las sabanas mi marido se estaba revolcando con mi padre.

MIÉRCOLES DE DOLORES por Sara Bureba Paredes

Un sonoro vozarrón se alzó sobre el caos reinante, mezcla de polvo, gritos, sangre y olor a panceta requemada –Mi capitán venga para acá, el costalero ya volvió en sí- El capitán Ramírez, hombre de recias maneras e irregular figura, exhibía al mundo sus ciento sesenta y cinco centímetros de legionario, mientras caminaba con paso firme y marcial hacía la zona de atención médica. El sudor chorreaba desde la frente hasta su poblado bigote.

-A ver usted, el del Madrid- le dijo al joven que presionaba un trapo con hielo contra un escandaloso hematoma en su cuello – ¿me puede empezar explicando por qué salió con esa facha en la procesión?

-Mire comandante, yo había hecho la promesa a la Virgen de que si el Madrid ganaba la Champions la llevaba a hombros este año; como faltaban costaleros, me aceptaron encantados. Lo que no sabía es que mi hermano había prometido lo mismo si el Atleti ganaba la liga. El problema apareció al no llegar nuestras túnicas a tiempo, ya que, como ninguno de los dos estaba dispuesto a fallar en su promesa a la Virgen, el resto tuvo que aceptar que fuésemos así vestidos. Lo peor fue que como el gañán de mi hermano no tenía la camiseta, se colocó el chándal rojo del Atleti, ahí, a pasar calor, hay que ser gilipollas.

Y no sabría decirle cómo empezó todo mi comandante, creo que fueron varias cosas; al vernos salir así de la iglesia, los vecinos se pusieron a insultar a un equipo u otro cabreadísimos. Por lo que cuentan algunos las voces alertaron al Eustaquio, el vaquero, que fue a ver qué pasaba y se dejó mal cerrados los goznes de las traseras, escapándose varias vacas y dos cabestros que bajaron escopetaos por la calle de la Casa Colomba. Los de la banda debieron atraer a los animales con la música, y claro, lo último que esperaba mi hermano, en pleno esfuerzo por cargar con la virgen a pulso era tener que hacer cortes al cabestro, que se abalanzó sobre él. ¡Jodido chándal rojo! ¡A ver cómo le explico la cornada a mi madre, que está en un viaje del IMSERSO a Benidorm! Gracias a Dios que intervinieron ustedes, sino el maldito bicho lo mata a cornadas. Lo que pasó después a mí ya me pilló inconsciente porque se me cayó la virgen encima.

Al ver que no iba a lograr más información sobre el posterior tiroteo de aquel desgraciado, el capitán se alejó cabreado. Tenía claro por qué habían disparado ellos, pero no lograba averiguar quién comenzó a disparar en sentido contrario, convirtiendo aquel pueblo de Castilla en una batalla campal. Y lo que realmente le carcomía era que aquel lío, que había comenzado como una trifulca futbolera de cuatro paletos, le había costado aquello que más quería. Había arrancado de su lado, a su más fiel camarada, su alférez de confianza, la cabra Blanquita. Y lo peor de todo era que, con lo madridista que era él, su nívea cabra ahora sería eternamente rojiblanca.

RECORRIDOpor Juan Francisco Cañete Romero

El tren, procedente de Madrid, estaciona en Oviedo; la noche era ya de color oscuro y él, mi padre, nos estaba esperando; la llegada fue oportuna, la lluvia arreciaba por momentos, con mayor y menor intensidad; tardamos unos minutos en encontrar un taxi, necesitado por el equipaje, que era bastante, para ser transportado por los que allí estábamos, teniendo en cuenta que una niña de un año debe ser transportada en brazos, y una niña de diez años no tenía fuerza suficiente, por el peso que había de soportarse en unos doscientos metros, hasta la salida del autobús. Conseguido el taxi a los veinticinco minutos, puesto que la circulación era movida, había fiestas en Oviedo, llegamos a la casa de mis padres y, ocasionalmente, aunque se hace largo, a la mía. Cuarenta y cuatro horas de trabajo, a partir del lunes, han sido la fiera cruel; son las que recuerdo con reciente y profunda violación de mi ser trastornado, por la idea de la esclavitud sin cadenas físicas. Cuarenta y cuatro horas de enojosa estancia, en esa fábrica de oscuras sombras y pérdida de vida vivida, a gusto del que consume su existencia. Recuerdo el ayer de hace horas, en el intermedio, entre dos luces sombrías, adaptadas y algo felices e infelices, el mecanismo de mi cuerpo, agitado sin palpitaciones, imparable, intemporal y aciago. Hoy, aquí, he vuelto a ver la proximidad del viaje puramente eterno de unos ojos cuasi fantasmas, sin reposo, hacía el extremo de lo que ya no es vivido en el conocimiento terreno, de las cosas de rutinario instante. Y va a irse desde esa cama hospitalaria, desde donde las flores y los árboles que conforman el bosque que rodea, sólo puede vislumbrarse a través del reflejo del crudo y algo borroso recuerdo de la mente…. Y el deseo de la materialización del estado natural de la selva, cercana ya la muerte…  de nuestra mente, de su mente natural, al final de cada momento vivido, en el final de los últimos secretos y manifestados alaridos; la visión de una flor o varias, de un árbol o varios, hojas multiformes, preñadas fundamentalmente de ese verde, como caricia y colorido de virtud, de esta tierra donde pasó, soñando, durante más de veinte años de comidas y sangrientas reflexiones y turbulentas sensaciones.

 

II

 

Siento un frío nada natural, si en cuenta tenemos el fogoso tiempo del exterior. El Coñac, buen coñac, me ha puesto en condiciones de introspección medianamente agudas. Debo respirar el descanso de estos días. Escucho el silbido de pájaro de un ser Humano.

 

III

 

Después del correspondiente funeral y entierro, sentí la necesidad de descansar con mi más cercana gente, y pensé en una casa rural, aire puro y calma reflexiva, y nos fuimos unos días a Casa Colomba en Santa Colomba de Somoza, en la provincia de León.

 

IV

 

Y desde entonces, todos los años, para desconectar de la rutina diaria, sigo yendo dos veces al año a Casa Colomba y de allí salgo siempre con un poema, un relato rural en mi mente y en la maleta.

MI REDACCIÓN: SUCEDIÓ EN NAVIDAD por Sandra Vicente Casas

Todo empezó cuando la tía Angustias sacaba del frigo la bandeja con el embutido. Mi tío Chuchi le gritó que faltaba un huevo “helado” o algo así (no estoy seguro, porque pronunciaba raro). Yo pensé que se confundía, porque aún no habíamos llegado al postre, así que era imposible que hubiera que sacar un helado de huevo con los entremeses. Al poco oímos un ruido como de platos rotos y un chillido de película de miedo, de esas que no me deja ver mamá, porque dice que luego tengo pesadillas (aunque yo creo que a la que le da miedo es a ella). Era mi tía Angustias, claro, porque los demás estábamos en el salón, sentados a la mesa y comiendo canapés. A mí los canapés es lo que más me gusta de la Nochebuena, porque estoy con mamá toda la tarde ayudándole a hacerlos, y ella dice que se me da muy bien, que si sigo así me va a apuntar a “Master chef junior”, a ver si gano y la saco de la miseria y por fin deja de limpiar escaleras. A mí como que me da igual, lo de cocinar, digo. Preferiría jugar al fútbol con mis primos, pero mi tía Angustias los tiene estudiando toda la tarde, porque dice que, aunque sean vacaciones, tienen que estudiar para ser hombres de provecho el día de mañana. Yo espero que el día de mañana llegue pronto para que podamos jugar al fútbol en el pueblo junto a la “Casa Colomba”, como todos los veranos.

El caso es que mi tía Espe y su novio australiano se levantaron de un salto y fueron corriendo hacia la cocina a ver qué pasaba. Bueno, el australiano se levantó porque vio a mi tía levantarse, porque de español el pobre no entiende ni papa, y por eso siempre van juntos a todas partes. Se conocieron en un viaje de esos que se hacen en barco y vas parando en muchos sitios. Yo cuando sea mayor también quiero hacer eso, irme de viaje en barco y conocer muchos sitios y a gente australiana y brasileña. Sobre todo, brasileña, porque tienen el mejor equipo de fútbol. Aunque mamá dice que me quite esa idea de la cabeza, que como no me haga futbolista famoso o gane “Master chef junior”, que nanai de viajar, y menos a Australia, que debe estar muy lejos, como en las Antípodas. Cuando estaba papá fuimos una vez en tren a Santander, que no está tan lejos como las Antípodas y me lo pasé muy bien. Me gustó mucho ver el mar y jugar con la arena. Aunque ellos estaban todo el rato discutiendo. Pero mamá ahora nunca tiene tiempo de ir de vacaciones, siempre está trabajando. Yo pienso que no quiere viajar porque no sabe inglés y cuando habla con el australiano le llama “James”, en vez de “Yeims”. A mí me da un poco de vergüenza oírla, la verdad, pero no se lo digo para que no se disguste, que luego se pone a llorar y me castiga sin ver la tele. Mi tía Angustias seguía gritando:

“¡¡¡Ya estás como siempre, exigiendo, exigiendo…pero tú no mueves un dedo…ni uno… más que para empinar el codo!!! ¡¡¡Cuándo se me llevará el señor!!!¿¡Cuándo!?” Yo no entendía nada, la verdad… hablaba con mi tío Chuchi, pero si dice que no mueve un dedo… ¿cómo es que sí mueve el codo? ¿Y qué señor quiere que se la lleve? De repente me entró miedo, porque me imaginé un papá Noel gigante, metiendo en su saco a mi tía Angustias y la bandeja de embutidos, y saliendo por la ventana de un salto. Porque aquí no es como en América, que tienen chimeneas. Aquí papá Noel entra por la ventana, trepando por la pared, como Spiderman, que es mi superhéroe favorito. Siempre he soñado que Spiderman nos traería de vuelta a papá y todo sería como antes.

El caso es que aquí en España se cuelgan adornos de papá Noel que trepa por la ventana. Pero cuando le dije a mamá que por qué no podía poner a Spiderman en nuestra ventana, se quedó callada y puso los ojos en blanco. Como cuando oyó gritar a la tía Angustias.

De repente todo fue muy rápido. La tía Angustias no paraba de sangrar, y el tío Chuchi salió de la cocina haciendo eses y mientras se dirigía a la calle, mamá le gritó que, si otra vez se iba a tender el bulto, o a escurrirlo, no me acuerdo bien. Luego mamá me besó en la frente y me frotó mucho la cabeza mientras me decía que la tía Angustias era hemofílica y había riesgos. Pero que no me preocupara, que enseguida volverían del hospital. Me asomé a la ventana al oír la sirena de la ambulancia que se acercaba, y me di cuenta de que estaba nevando. Menos mal que Spiderman no estaba en mi balcón, porque con la nieve seguramente se habría resbalado.

EL REFLEJO por Mariló Begué Olmo

Un sobresalto la despertó. Abrió los ojos y miró el reloj. Marcaba las 4:45 am. Diferenciaban quince minutos de su hora habitual para levantarse como cada mañana. Apagó la campana del antiguo reloj que le habían regalado hacía años. Se quedó sentada y pensativa en el filo de la cama. Apoyó los pies en la pequeña alfombra tejida a mano y las palmas de las manos sobre el colchón. Miraba a la nada y casi sin parpadear. Al cabo de unos minutos volvió a la realidad que la llevaba cada mañana a esas horas. Caminó al baño. Ojeó desde la distancia el reloj y observó que la hora era perfecta. Recogió su melena lacia en un moño y se dio una ducha. La necesitaba para despertar del todo. Envuelta en la toalla se preparó el desayuno. Se detuvo en la ventana para saber qué temperatura podría hacer. Lloviznaba. Se molestó al ver las gotas caer porque ya no podía ir en bicicleta al trabajo. Se vistió unos vaqueros, una camiseta azul y se calzó sus zapatillas para caminar. Cogió sus cosas personales y cerró tras de sí la puerta.

Anduvo por el camino de siempre. Al horizonte divisaba la Casa Rural de Colomba. Soñaba con poder visitarla alguna vez. Llegó al trabajo después de veinte minutos. Entró por la puerta trasera.

− Buenos días, dijo amigablemente a su jefe.

− Buenos días, exclamó él con una sonrisa en los labios.

Entablaron conversación de cómo había despertado el día mientras Alba se abotonaba la bata de su uniforme y se calzaba los zuecos.

− Ese es el carro que hay que colocar en el mostrador.

− De acuerdo.

Alba no hablaba mucho a menos que se tratara de trabajo o le preguntaran algo concreto. Era una chica tímida pero extrovertida a la vez.

Desplazó el carro y los siguientes hacia la tienda. Allí le esperaban las estanterías vacías. Debía colocar todas las barras de pan en las cestas. Separadas por tamaño e ingredientes. Los panes redondos, por peso, en las contiguas. Y la repostería en la vitrina. Apenas restaban diez minutos para la hora de apertura cuando Alba se disponía a abrir la puerta. Y como cada mañana cuando se dirigía a colocarse detrás del mostrador sonreía. Era una sonrisa de satisfacción. De saber que su trabajo lo desempeñaba muy bien, y no sólo su jefe se lo hacía saber, sino toda la clientela que compraba cada día el pan.

– Vengo por tu sonrisa más que por el pan tan rico que hace tu jefe, ¡qué ya está bueno, eh! certificó una señora. Alba agradecía cada gesto de la gente con una sonrisa de complicidad.

Pero esa mañana presagiaba que algo pasaría. Ese sobresalto que la despertó le había dejado una sensación en su interior que aún no entendía qué significaba… Fue una jornada dura de trabajo. Ya no sólo por atender a toda la clientela diaria, sino que ese día tuvieron pedidos extras que le obligó a estar en la tienda, en el horno y en el almacén. Llegó la hora de hacer el cierre de caja. Alzó la mirada y se encontró con el espejo que, curiosamente limpiaba a diario pero que no veía nada. Solo centraba su mirada en que no hubiera huellas y estuviera impoluto. Ahí estaba la solución al “sobresalto”. Por primera vez se vio reflejada en él. Se giró sobre su pierna derecha y miró a su alrededor negando con la cabeza. Volvió al punto de partida. Observó a una chica, sonriendo, pero convencida de lo que veía. No supo calcular cuánto tiempo estuvo delante del espejo, pero sí el necesario para darse cuenta de que aquello que hacía no era lo que le gustaba. Se despidió como siempre. Volvió a casa. Se sentó frente al ordenador. Buscó una zona en el mapa y cómo llegar hasta allí. Lo consiguió.

En los días siguientes, a la salida de su trabajo, iba haciendo la maleta. Y justo ese día, mientras se desabotonaba la bata y se calzaba las zapatillas de caminar, le pidió un momento a su jefe.

− Tengo que hablar contigo. No me llevará mucho tiempo y ha de ser hoy.

Su jefe se extrañó y preocupó por la seriedad de sus palabras.

− ¿Qué ocurre?

− He decidido dejar el trabajo y el país. Me he dado cuenta de que mi vida tendrá sentido si le doy un giro. Lo tengo todo pensado y organizado. El próximo mes me marcho.

Hablaron y llegaron a un acuerdo. Se abrazaron el día de la despedida y Alba se despidió de ese lugar con una sonrisa, esta vez, la sonrisa tenía un color diferente…

Encontró trabajo y la forma de sentirse mejor persona. Conoció a gente que la respetaba y trataba maravillosamente bien.

Han pasado cinco meses desde que Alba llegó a su nuevo destino. Es consciente de todo lo que ha hecho y se siente muy orgullosa de ello. Alba sonríe, y no sólo para la gente, sino para ella misma y para la vida…

EL POLIGLOTA por Arnaldo Calvo Buides

Todas las noches mi hermano gemelo Nibaldo y yo salíamos a dar un paseo por el balneario de Varadero. Desde finales del 2001 hasta el 2003 ambos trabajamos en la Empresa de la Construcción ECOA-47, enclavada en el referido lugar turístico, en la provincia Matanzas, Cuba, cuyos hoteles devienen deleites cuales las casas de turismo rural CASA COLOMBA.

Hacía poco nos habíamos graduado en la Universidad de La Habana. Él en Economía; yo, en Derecho. Anteriormente solo habíamos ejercido nuestras profesiones durante unos 9 meses en la Empresa de Cítricos Victoria de Girón, en nuestro territorio de Jagüey Grande (Matanzas-Cuba). Simplemente, un buen día nos dio por irnos para Varadero, en busca de nuevos horizontes…

En buen cubano, allí la¨ lucha¨ era tratar de enrolarse con una del más allá, como yo solía llamar a las extranjeras. Y para ello había que arroparse de un arma tan importante como el conocimiento del idioma inglés, teniendo en cuenta el predominio de turistas provenientes de países de habla inglesa, sobre todo canadienses. Bueno, a decir verdad, aunque fuesen de China, con el inglés uno se comunicaba.

Uno veía a muchos de esos constructores que apenas se les entendía el español que hablaban, y en el inglés eran un desastre, pero al menos conseguían su primer objetivo: que los entendieran. A duras penas, pero, bueno…

A mi hermano y a mí siempre nos llamó la atención un negro, de mediana estatura, muy guapo, musculoso, que siempre tenía agarrado de su mano a alguna extranjera.

Realmente el tipo ¨atrapaba¨ tremendos monumentos: rubias altas, de cuerpos hermosos y bellísimas caras. No dudo de que muchos lo envidiaran, por no tener la suerte de atraer a tantas mujeronas como él lo hacía.

Las veces que coincidimos nunca lo habíamos escuchado hablar, por lo que ni siquiera conocíamos su timbre de voz, ni cuán acertado era su acento en el idioma inglés. Pero un día en que el susodicho se encontraba acompañado de uno de sus monumentos; digo, de sus rubias, Nibaldo y yo nos quedamos perplejos, impresionados. No lo creíamos…

¡El tipo era mudo!, pues sí, intercambiaba con las extranjeras mediante señas, y según percibimos, éstas lo comprendían.

Ya ven, mientras otros dedicaban horas perfeccionando el inglés, para ¨luchar¨ una del más allá, aquel negro no perdía tiempo en eso. Su mundo del silencio más que un hándicap se convirtió en un gancho para atraerlas. ¿Qué les parece?

Y a él le daba lo mismo que fueran canadienses, japonesas, francesas, árabes… cualquiera le servía, pues era un verdadero políglota con su lenguaje de señas.

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