LA NUTRIA DORADA
Relato 1
Apenas había amanecido y padre ya estaba enganchando la mula al carro para ir a la cantera vieja de Santa Colomba. Mi hermano y yo lo acompañábamos. Quería sacar de la `losera´, lajas de piedra maragata para forrar la pared oeste del molino. Padre, sobreuna vara, guiaba el carro, nosotros apoyados en los laterales de la caja sufríamos los baches del camino.
El Teleno soplaba `jarispas´ y el frío traspasaba embozos y gabanes. El murmullo del río nos llegaba quedo amortiguado por la escarcha de sus márgenes. Llegamos a la zona, y mientras unos escarban buscando piedras con el espesor adecuado, otros, las cargaban en el carro. Había comenzado a nevar. Antes de regresar entramos en el refugio y encendimos un pequeño fuego, luego sacamos la tortilla y el licor de frambuesa que madre había preparado. Fuera, los copos de nieve iban cubriendo de silencio los páramos maragatos. En ese silencio comíamos y contemplábamos como la naturaleza iba pintando una acuarela de belleza con la sensibilidad blanca de sus manos.
Al poco, padre rompió su mutismo y empezó a recordar un extraño suceso del que nunca nos había hablado. Nos contó que de joven solía pescar en las pozas del Turienzo. Allí, fue donde la vio por primera vez. En la corriente una nutria enorme jugaba entre las algas, pero lo que le dejó sin movimiento y sin habla era su color, pues no era negra ni parda, no, aquella nutria estaba cubierta por una pátina dorada. Por una centésima de tiempo las miradas de ambos se encontraron, y mientras el continuaba inmóvil, ella desapareció en las frías aguas.
Aquella mirada, casi humana, lo había obsesionado durante años. Buscó su magia en las personas que conocía, en las jóvenes con las que bailaba; preguntó a muchos y unas veces obtuvo burlas, y otras, viejas leyendas que por ahí circulaban.
Unos le dijeron que eran imaginaciones, que podían haber sido los reflejos del sol en el agua o que el espíritu de la locura se había adueñado de la juventud de su alma. A los que más creyó, le hablaron de una nutria que habitaba en una cueva áurea, y que el polvo del preciado metal tintaba su piel haciéndole parecer dorada. A nadie le dijo lo de la mirada, hasta que en una de aquellas verbenas conoció a la que habría de ser mi madre, y vislumbró en sus ojos, el rastro de ser que había conocido en el agua. Han pasado muchos años desde que padre nos contó aquello. Desde entonces he venido dudando sobre la veracidad del suceso. Hasta ayer. Ayer, después de fallecer mi madre, padre me dijo que días antes de que Caridad se fuera, él cruzó a la altura del puente Valimbre, el río Turienzo. Bajo los ojos del puente la volvió a ver, reconoció en la mirada a la mujer con la que durante años había compartido su vida. Volvía a despedirse de él para regresar al nacimiento del río, a las cumbres doradas del Teleno de las cuales había bajado años atrás cuando su mirada de nutria se había encontrado con los ojos de un pescador solitario.