Los huéspedes iban subiendo a sus habitaciones tras su primer día alojados en Casa Colomba, un lugar donde parecía que no existiera el tiempo.
Aquel pueblo de piedras calladas y balcones azules, roto a la mitad por un rio, rezumaba una calma que se les pegó al cuerpo y se metió en sus almas desde el primer momento.
Cuando la oscuridad y el silencio invadieron la casa, se produjo ese momento mágico en que rebullen las infinitas presencias que la noche lleva dentro.
Entonces los murciélagos despiertan y salen de los aleros del viejo caserón.
El rio Turienzo susurra, la humedad estira los sonidos y llega el aire del Teleno que silba al deslizarse entre las hojas de los chopos; se oye el canto de los pájaros y a lo lejos el croar de las ranas. Ningún sonido pretende armonizar con los demás, pero todos juntos, sin más dirección que el azar, se mezclan en el aire formando la melodía de la noche.
Es en ese momento cuando renace la vida.
“En el patio empedrado, figuras en blanco y negro se deslizan en silencio. María varea la lana de un viejo colchón a la sombra de una higuera mientras le canta una nana a la niña que duerme sobre una manta. Sus dos hijas mayores lavan en la alberca de la huerta y desde la cocina llegan ruidos de pucheros y olor a requesón, mezclados con los rezos solitarios de la abuela. Un hombre ya curtido llega del campo y un joven sudoroso ordeña vacas en la cuadra”.
Cada noche vienen desde el fondo de los tiempos y habitan en la casa que les vio morir, para cumplir el deseo de un joven descendiente que soñó darle otra oportunidad a la muerte, y su sueño se cumplió.
Al amanecer, los habitantes de la noche se diluyen en el espacio y se van allá donde va la oscuridad, dejando en el aire la paz de lo que ya es eterno y la calma de lo que no necesita tiempo.
El sol, aliado de la noche, madruga para convertir el patio empedrado en césped, se lleva la higuera y el olor a requesón, transforma el pajar en hermosas habitaciones antes de que despierten los viajeros.
Así, cada día, el viejo caserón renace como Casa Colomba, donde los huéspedes se preguntan de dónde llega esa misteriosa calma, sin esperar respuesta.
Simplemente disfrutan hechizados de esa paz blanca de la mañana o cuando el sol se pone perezoso cada tarde… siempre haciendo escala en el silencio.
Solo las piedras conocen el secreto.