Adoraba aquella casa de adobe y piedra construida por mis abuelos en la posguerra, en la umbría de Sierra Colomba. La Casa Colomba, aunque para todos fue siempre la casa del tío Calisto, tenía un zaguán, una bodega, un cuarto ciego donde no me atrevía a entrar y donde guardábamos las patatas, la cocina con una chimenea enorme y dos habitaciones. En el exterior, un horno de barro donde hacíamos el pan, el emparrado y el corral, y dentro del corral había una higuera, una pila de piedra, un gallinero y la puerta de acceso a la viña. Todo un paraíso.
La Fuente del Aliso y las numerosas pozas, que servían a su vez para el riego de huertos y prados, nos surtían de agua. En el interior de la casa nos alumbrábamos con un candil, y fuera nos alcanzaba con la luz de las estrellas, si hacía noche clara. En ocasiones, papá decía “vamos a dar un paseo hasta la Charquilla”, y nosotros le seguíamos excitados por la aventura y un poco sobrecogidos por la oscuridad. Si teníamos la suerte de encontrar gusanos de luz1, cogíamos uno entre las manos y decíamos: “Mira, papá, yo me alumbro con mi linterna”, y papá sonreía.
Después de la cena nos sentábamos todos al fresco en los poyetes de piedra del corral, debajo del emparrado que durante el día nos daba sombra. Ese momento de descanso, el de antes de irnos a la cama, era el que los mayores aprovechaban para comentar los pormenores del día y para planificar las próximas jornadas. A veces también recurrían a sus recuerdos de niñez y juventud y nosotros escuchábamos con atención. Las historias que más nos gustaban eran las de lobos: cómo acechaban por la noche y cómo aquellos ojos brillantes te hipnotizaban si los mirabas fijamente y ya no podías huir de ellos. Nos agarrábamos la mano con fuerza el uno al otro temblando de miedo, pero fascinados. Y cuando había visita, escuchábamos de nuevo aquellas historias con la emoción de la primera vez.
Aquella noche vino a vernos tío León, que vivía al otro lado de la viña de la tía Martina, y la conversación se fue animando.
– ¿Te acuerdas de Fulgencio? Se lo comieron los lobos cuando venía de ver a su novia. Sólo quedaron las alpargatas. Nosotros abrimos los ojos y nos miramos el vello de los brazos, que apuntaba hacia el cielo.
-Y anda que a Quico… porque salió tu padre dando voces, que si no se lo comen también. Justo ahí, debajo de mi corral. Lástima, a ese se lo podrían haber comido. Dijo el tío León.
-No diga eso, que están los niños. –mamá quiso hacerle un reproche, pero se le puso cara de guasa. Nosotros nos dimos un codazo y soltamos una risita. Todos sabíamos que el tío Quico tenía muy malas pulgas.
Aquella noche sentí la necesidad de orinar y cuando ya no pude más le dije a mi hermano que me acompañara. Muertos de miedo, salimos y nos acercamos a la higuera, cuidando mucho de no mirar más allá del corral, no sea que desde la cancela un par de ojos brillantes nos dejaran paralizados para siempre.
Luego corrimos los dos hacia la casa y atrancamos la puerta, y además arrimamos a ella el viejo banco corrido para hacer fuerza, por si acaso. Y me pasé el resto de la noche soñando con tío Quico y las voces del abuelo, y con las alpargatas de Fulgencio, que se habían quedado huérfanas por culpa de los lobos.