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Llegué sobre las once de la mañana. Había madrugado pues el camino hasta aquí era largo. El lugar me acogió incluso antes de bajar del coche, tranquilo y sosegado. El sitio era perfecto para huir de las voces. Sí, esas voces que resuenan por todas partes y no me dan tregua. En ocasiones consigo aplacarlas, pero no por demasiado tiempo. Todo el mundo dice que se irán con el tiempo, pero… ¿Y si yo no quiero que se vayan?

Entré en la casa, incluso me descalcé para hacer el menor ruido posible.  No quería romper con mis pisadas la calma y la paz que se respiraba. Los muebles perfectamente colocados, los detalles finamente cuidados. Esta era la Casa Colomba, el lugar que muchos me habían recomendado para mi descanso. Pero yo sabía que me seguirían hasta aquí. Los instantes de tranquilidad que el lugar me brindaba se romperían en cientos de desquiciantes esquirlas que se clavarían en mi cerebro. Respiré profundamente y me resigné.

Comencé a deambular por la casa, visitando cada estancia, cada rincón. A cada cual más acogedor que el anterior. No sabía si estaba permitido, pero saqué una silla de la casa y me senté a contemplar el paisaje.  Oía el rumor de un río cercano, el canto de los pájaros que anidaban en los arboles. Todo, absolutamente todo, era perfecto.

No sé si me quedé dormido o si simplemente mi conciencia se perdió entre las ramas de aquellos árboles, volando libre a lomos de la brisa que soplaba. El caso es que para bien o para mal, hacía mucho tiempo que no me sentía tan descansado. Aunque no duró mucho. Mi mente se giró solo un segundo a ese rincón oscuro y mi se corazón aceleró.  Habían vuelto. Al principio eran solo un susurro lejano que deslizaba hasta mí, pero pronto las volví a oír.

Y ahí estaban, gritándome, ordenándome e incitándome a hacer cosas que no quería hacer. Tenía que ser fuerte, tenía que recuperar el control y demostrar que no podían manejarme a su antojo. Me levanté de la silla, respiré hondo y entré en la casa. Todos los que han vivido lo mismo que yo dicen que cuando las dejas de escuchar, las echas de menos. Por eso yo no quiero que se vayan, no quiero que se callen. Puede que a veces saquen de quicio, pero, al fin y al cabo, las voces de mi mujer y mis hijas son el sonido de aquello que más amo en el mundo. Irritantes, cálidas, mandonas y a veces también insufribles. Pero las quiero.

Tal vez pareció egoísta, pero cuando le dije a mi mujer que me adelantaba con el otro coche, solo me sonrió y me besó en señal de aprobación.  Quería llegar el primero y disfrutar del lugar. Quedarme solo para mí esos momentos de paz que nos ofrecía la Casa Colomba.