COCIDO MARAGATO
Relato 15
Congregados al calor de la chimenea, que en esos momentos desprende centellas, los hombres entablan una de las discusiones diarias para abrir boca. Cruje el invierno. Eugenio los mira con distanciamiento, acostumbrado como está a sus diatribas, que por regla general acaban en ninguna parte. Mientras repasa las botellas del estante y de reojo controla la cocina, de buena gana echaría un pitillo de picadura si no fuera por la prohibición. Ni dentro ni fuera, se conforma el restaurador. Anda alborotado el personal, cantándole las tripas, así que Eugenio se huele que el revuelo aumente. En la mesa del fondo hay una pareja de forasteros que hablan con acento francés. Pero las viandas se servirán en el momento oportuno.
—A ver, Tenorio, dinos por qué el cocido maragato se come al revés—, pregona Félix, el más bravío del grupo.
—Por supuesto, compañero, aunque todo el mundo en Somoza lo sabe—, replica el interfecto, que se levanta presto y dirige sus pasos hacia los primerizos clientes— ¿Quieren que se lo cuente, amigos? —les inquiere— Pues sucede que varios siglos atrás, los arrieros maragatos, nuestros antepasados, comían en el mismo carro en el que viajaban. Y para no perder tiempo, calentaban la olla de cocido en un anafe. Una vez listo y calentito todo, empezaban por la carne, luego los garbanzos y por último el caldo. Se les llaman los tres vuelcos. Así me lo ha contado mi padre, a mi padre se lo contó su padre y así sucesivamente.
A todo esto, toma la palabra el gabacho:
—Encantado de conocerlos, messieurs, pero el auténtico origen se debe a mis compatriotas franceses, durante la invasión napoleónica. Andaban por estas tierras cuando, teniendo el cocido dispuesto, temieron una inminente batalla, por lo que decidieron degustar primero la carne, lo más nutritivo, y dejar para después, si daba tiempo, los garbanzos, la verdura y la sopa. Y aquí estamos mi mujer y yo para degustar uno de sus exquisitos cocidos.
La historia indigna a los lugareños, que se sienten ofendidos por una falsa leyenda, según coinciden. Y más aún si la cuenta un francés en sus mismas narices.
Eugenio, mandil al hombro, se planta ante los comensales y dice con tono altanero:
—Mire usted, señor francés, que me da que a su leyenda le falta un punto de sal, esto es, de realidad. Porque lo cierto es que sí, ocurrió en época de la Independencia cuando las tropas napoleónicas invadieron estas tierras maragatas que sus habitantes cultivaban con esmero de sol a sol, aunque con tiempo de preparar unos suculentos cocidos, que comían tras el sonido del triángulo que tocaban las mujeres.
El silencio reina en el salón, todos le ponen oídos a Eugenio.
—Los franceses, al escucharlo, dejaban que tomaran los dos primeros vuelcos y luego asaltaban la casa para apropiarse de las carnes. Así sucedió hasta que los maragatos, que no somos tontos, cambiamos el orden de los platos, de tal guisa que a los soldados invasores sólo les quedaba el caldo cuando llegaban.
Dicho lo cual, todos los presentes proceden a zamparse un exquisito cocido maragato como manda la tradición, sea cual sea la leyenda.