A veces sucede. Un rayo de luz, un instante inspirado, un acierto. Incluso a mí me sucedió; anoche mismo, mientras escuchaba la radio. Estaban trascendentales virando a metafísicos, hablando nada más y nada menos que de la propia vida, de cuánto merece la pena siempre; y más aún al vivirla con plenitud. Leían en antena cartas de los oyentes, intercaladas con estrofas de poemas ilustrativos musicados muy a propósito. Y tanto que me ilustraron, porque pronto me di cuenta que debía dar un giro a mi vida. No sé si sería por el sentimiento tan marcado de las cartas y los poemas o por hallarme yo especialmente sensible y receptivo ante el receptor, pero aquel rosario de palabras que parecían todas mágicas iba encendiendo en mí luces que creía olvidadas; luces que en algún momento olvidé encender. Mientras la noche se iluminaba de poesía, noté cómo me envolvía una antigua armonía y acepté de buen grado la incitación. Experimenté el gusto superior de fondear bajo la cascada de imágenes proyectada desde las ondas. Inmerso en una rapsodia de palabras y pensamientos acordes, recordé aquel inolvidable fin de semana en la Maragatería, entre los ríos y arboledas acogedores de Casa Colomba, paradigma de reconstrucción natural desde la nada; lo que me gustaba recibir el sol de la mañana, suave y luminoso; cuánto disfruté tomando baños de luna o dejándome despeinar por una brisa acariciadora, una mano amistosa, una melodía entrañable, un aroma evocador; cómo aprecié la lluvia arroyando muelle por los cristales, el regusto dulce de un café con charla, el nombre-baluarte de un ser querido, las nostalgias de algún que otro beso, las campanas doblando por una conquista de amor, el incendio del horizonte por el crepúsculo, una palabra cálida susurrada en el momento preciso. Momentos preciosos rescatados de los desvanes de la memoria, de los desmanes del tiempo, restablecidos y vueltos a pasar, alegres y cordiales, por el corazón en un estimulante circuito de impulsos nuevos y ganas de vivir.
El receptor continuó emitiendo más y más pinceladas undosas para colorear mi noche de inflexión y de ruptura puntuales. Era la noche señalada en mis sueños, la que pondría fin a la noche permanente y a la pesadilla: el giro primaveral, el deshielo de mi propio corazón hibernado. Nada de lo descrito o evocado era fantasía; al contrario, todo era tan real que podía sentirse de primera mano con tan sólo adelantarse un paso. Así fue como me dormí anoche, noche luminaria y amanecer, arrullado por las ondas y seguro de poder cumplir el sueño de la recuperación de las pequeñas cosas que lustraban la vida. Y eso me he decidido a hacer desde que lo contemplé como posible: salir a la calle sin prisas ni cortapisas, recuperar el terreno perdido tiempo atrás, no perder más tiempo con lamentos y rencores estériles. Había demasiado premio en vivir.