Cuatro décadas lleva Paolo persiguiéndome. Siempre está a punto de atraparme, pero en cada ocasión, en el instante postrero, vuelvo a esquivarle. Él intuye que, de nuevo, escapé por poco. En cambio, yo sé con certeza, que según se suceden los fracasos se cuestiona más mi existencia. ¿Y si realmente no le vi? ¿y si no era él? adivino que piensa, ¿y si me volví loco? Tantos años loco. Pobre Paolo. Duda de tan viejo. Desde el ventanal de este enorme salón con poderosos travesaños de madera, le veo decrépito acercarse a mi último refugio: Casa Colomba. No entiendo cómo aún tiene fuerzas para seguir buscándome. A veces considero que debería haberle matado, pero no podría vivir eternamente con la carga de dos crímenes.
Le recuerdo cuando era niño. Era hermoso: guedejas rubias, ojitos azules. Fui amigo de sus padres hasta que, agotado el período prudencial de tiempo que mi condición me exige, tuve que desaparecer para no delatarme. Muchos años después nos encontramos casualmente en la otra punta del mundo. Vivía oculto en una ciudad detestable, gigantesca y laberíntica. Puedo asegurar que hubiese resultado más sencillo acorralarme en el escondrijo más sutil del paraje más inaccesible, que en ese hormiguero de hormigón y acero. Pero sucedió. Nos topamos en el umbral de un tugurio oscuro y decadente. Atónito, me observó como si yo surgiese del mismísimo infierno, o acaso incólume del espacio temporal de su infancia. Cogiéndome del brazo con una fuerza irónicamente sobrehumana, murmuró mi nombre de entonces, Medeo. Asustado, le golpeé instintivamente, haciéndole caer por las escaleras de acceso. Esa noche, él ya rondaría los cincuenta años. Yo ni siquiera aparento treinta.
Desde entonces, Paolo me persigue con una fe inquebrantable, inagotable al desaliento. Nunca más volvimos a vernos. Solo encuentra lugares recién abandonados, aunque debe reconocer al instante mi olor a sudor y miedo, el calor de mi cuerpo sobre las sábanas aún tibias. Me pregunto qué harían conmigo ahora, en esta época, de descubrir semejante hallazgo. Ciertamente, temí más los tiempos de los circos ambulantes que ofrecían la visión de monstruos horrendos y seres sobrenaturales. Pero ya me cansé de los caminos interminables y de las guaridas de paso. En unos minutos le franquearé la puerta. A estas alturas, no creo que me delate. Sospecho que nunca le tentaron la fama ni el dinero. Además, en pocos años, quizá meses, Paolo estará muerto. Y no merece marcharse sin conocer la verdad.
Yo espero establecerme durante un nuevo período de seguridad aquí, en Casa Colomba, el lugar donde viví hace más de un siglo con Olivia, la única mujer a la que quise. Tuve que matarla para que no revelase mi naturaleza inmortal. Descansa para siempre en el fondo de la Laguna Cernea. Su recuerdo es insoportable. Y eterno.