Hace rato hemos dejado atrás las torres de la catedral de Astorga. Al fondo veo el Teleno, con su inmensa sábana blanca.
No puedo contener la emoción. ¡Hace tantos años que salí de aquí…!
Deseo oler, tocar y sentir intensamente todo aquello que me dejó una huella imborrable.
-Prepárate, madre, estamos llegando.
Mi hijo me pone una venda sobre los ojos. No quiero ver nada; temo que el paso del tiempo haya dejado una huella profunda en los edificios de Santa Colomba. Prefiero dejar entre paréntesis el presente y conectar sólo con el pasado.
– Es aquí –dice mi hija- Ven. Dame la mano.
Con cuidado me acerca a la pared del pajar; allí viví los mejores ratos de mi infancia.
Con las dos manos voy recorriendo sus muros y recordando texturas. De niña me gustaba acariciar una piedra casi blanca que se deshacía al tocarla. El polvillo que desprendía me dejaba las manos suaves, con un peculiar olor a tierra y humedad.
Busco a tientas esa piedra hasta que la localizo. No hay duda. Sigue deshaciéndose lentamente. La acaricio una y otra vez. Desprende el mismo olor que hace años. ¡Sigue viva!
Llego a la puerta. ¿Será la misma de antaño? La recorro con las manos buscando su DNI: el llamador, la cerradura y la gatera. ¡No hay duda, es ella!
Acaricio las grietas de la madera que recorren la puerta de arriba abajo. Cuando era niña me parecían muy profundas, ahora no. Quizá porque desde hace tiempo también mi cuerpo se ha llenado de arrugas.
Nadie sabía que la puerta del pajar nunca estaba cerrada con llave, sólo trancada con algunos geijos que yo quitaba con cuidado metiendo la mano por la gatera. Entraba con sigilo, como quien hace algo prohibido. Cerraba con cuidado el portón y me sentaba en un rincón. Allí soñaba y escribía. Sobre todo soñaba con un mundo que sólo existía de puertas adentro. A la hora de la siesta era mi refugio favorito.
– ¿Dónde vas a estas horas? –me preguntaba la familia al verme salir de casa, nada más comer.
– A dar una vuelta por el Juncal. Me encanta tumbarme sobre la hierba para ver cómo se balancean las copas de los chopos y escuchar el agua del río.
En realidad, sólo buscaba el silencio sobrecogedor del pajar.
-¡Es el momento! ¡Tengo que volver al presente!
Me quito la venda, miro el muro y veo ante mí el cartel: CASA COLOMBA.
Abro la puerta. Me envuelve un agradable olor a brezo y lavanda. Cierro los ojos y aspiro profundamente. Suspiro. Por el ventanal del salón entra el dorado sol del atardecer. Me asomo a la terraza y veo en el jardín el manzano donde antaño robé tantas manzanas, cuando aún estaban royas. Me alojaré aquí el fin de semana. Voy a recoger mis recuerdos en ramilletes. Los escribiré para que mis nietos conozcan y amen esta tierra maragata. El domingo saldré de la casa rural. Caminaré lentamente hacia la residencia de ancianos. Esa será mi casa, mi nuevo hogar. ¡Empezará otra etapa apasionante!