Recostado sobre la cama, y mirando al techo, el sueño se le antojaba lejano. Agotado por tan largo viaje, había decidido retirarse temprano, pero la extraña mezcla de alegría, nostalgia y emoción, le impedía el ansiado descanso. Se resignó, paseando la mirada por todos los rincones… A los pies, sobre una estantería de conglomerado, guardaba su acostumbrado equilibrio la entrañable foto, grande y sin enmarcar, cuyos protagonistas observaban desde su propio pasado. Junto a ella, tres despertadores antiguos, con campanilla, ofrecían tiempo detenido. Contempló el armario: alto, profundo, sobrio, capaz de albergar ropa y recuerdos de media vida. A su lado, evidenciando la diferencia de tamaño, una silla de madera con asiento de anea, custodiaba dos toallas que, orgullosas, mostraban su bordada identidad: “Casa Colomba”. La luz sepia de lámpara vieja disfrazaba el blanco otrora inmaculado de las cortinas y hacía brillar el cristal de la mesilla de noche, bajo el cual, un montón de estampas amarillentas demandaban fe y protagonismo, mientras los ramilletes del papel trepaban las paredes compitiendo en alturas.
A pesar del tiempo transcurrido, todo quedaba entrañablemente cercano en la pequeña estancia que conocía sobradamente. Sonrió y, cuando las pupilas comenzaban a rendirse, se dejó perder por el pajar de niño…
Un golpe del pie derecho contra el final de la cama lo sacó de su adormilamiento. Estaba claro que no todo había crecido con él. Sin duda para compensarlo, el colchón de lana que los abuelos aireaban de año en año, se hizo más mullido y lo envolvió con calidez. Las mantas pesaban, siempre habían pesado y, si la sábana -puro paño- se desplazaba un poco, su picor molestaba en cualquier trozo de piel; pero aún permanecía en ellas el agradable y recordado olor añoso, mezcla de baúles, naftalinas y jabón de casa…
Se trasladó sin esfuerzo a escenas pasadas. Aunque la vida había transcurrido sin detenerse, como el río, aún podía tocar dentro del corazón, todo el amor que sentía por aquella casa y aquellas personas ya ausentes.
De pronto, la sensación de unos pasos conocidos le acariciaron el recuerdo. Cerró los ojos a la vez que presentía cómo se acercaban. Eran los mismos que tantas y tantas noches de otro tiempo, en medio del silencio, conducían a su padre hasta esta misma habitación, con el propósito diario arroparlo. Entonces, se abría la puerta muy despacio, y notaba junto a su cara la respiración profunda de una persona buena, luchadora, valiente. Se acurrucó evocando el gesto protector y fuerte, tantas veces vivido. Con frecuencia deseó decirle: “no te vayas, no me he dormido todavía…”, pero sabía bien que a él le quedaban pocas horas para ir al trabajo de nuevo; el campo resultaba siempre un mal amo…
Alargados cuchillos de luna se formaban entre los pliegues de las cortinas, amansándose en la gran foto. Les dio a todas las buenas noches y pidió soñar con ellos…