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… decía la carta del restaurante. Habíamos parado para ver el paisaje y sabíamos que en el restaurante Atenuante, se comía muy bien. Ana estaba soñolienta. La había recogido de su trabajo la noche anterior y, había conducido más de la mitad del camino. Se veía más linda sin bañar, con el maquillaje regado, dejando de un lado el protocolo citadino; era ella, fresca, soñadora y lenta.
Almorzamos, fumamos y nos tiramos a un lado de la carretera para sentir el viento fresco de otoño.
El viaje seguía, lo mejor estaba por pasar. Ana tomo el volante, yo baje los vidrios de todas las ventanas del auto y pusimos nuestro himno: Fito y Fitipaldis. Cuando nos conocimos era noche de concierto, Ana había ido a ver el grupo, sola, y yo había terminado con Gabriela hacía un mes, así que estaba todavía dolido y también solo.
Cantábamos o mejor gritábamos como para que todos supieran lo felices que estábamos, nos mirábamos sin temor a encontrar otro auto en nuestro camino ¿qué importaba morir allí, cuando la felicidad nos llevaba al clímax de la vida? También podría entrelazarnos con el clímax de la muerte. La bese, hasta que una corneta de un auto nos pasó por encima de nuestra piel, nos rozó el pellejo, pero no nos importó, estábamos besándonos encontrando los sabores, ya asentados, en nuestras bocas, del arroz con leche chocolatada y mandarina…
Ana, mi Ana, le dije. Ella se abrió su blusa totalmente, dejo ver su sostén color naranja, como el sol cuando se quiere ocultar, pero quiere conservar en nuestros ojos y en nuestra piel su vivaz energía. La acaricie como si fuera mi propio cuerpo, sin pudor, sin aquí ¡no! Le tome miles de fotos. Juré no subirlas a Facebook, pero después del paseo Ana y yo no estábamos juntos. Yo eliminé todas las fotos como queriéndole decir ya no son mías, odié tu amor perfecto, tu mirada, tu rímel regado. ¡Odié tu maldito abandono!
Levantada frente a la montaña, estaba Casa Colomba, muros de piedra ancestral, maderas vivas, y la sencillez que queríamos experimentar todo el fin de semana los dos amantes. Los muros escuchaban nuestras promesas las quejas de satisfacción de nuestros cuerpos juntos. La sencillez de nuestro amor, que lo hacía único, montones de corazoncitos regados por el tranquilo espacio.
¡Ana! Quería despertarla, no perder ni un segundo sin escuchar su voz, sus palabras dulces e inspiradoras, la quería más, más que anoche cuando firmamos, en una servilleta de papel, nuestro compromiso, en un ritual mágico, Ana y yo, desnudos en la terraza privada de nuestra habitación, la luna redonda como una naranja y las estrellas adornando nuestra propia fiesta. Nos prometíamos vivir juntos por siempre. Los testigos: la Luna y las Estrellas.
Pero Ana nunca despertó, se fue sin decir a dios, con su corazón repleto de amor, Ana mi amor.