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Mi hija me lo contó un millón de veces. Esa noche no podía dormir, y no era porque hiciera calor -algo raro en León- o porque estuviera otra vez con su dichoso dolor de estómago. Es que una idea le rondaba por su cabeza una y otra vez: ¿qué debía hacer con aquel pajar que había heredado hacía ya tantos meses? Vuestra madre se levantó por undécima vez de la cama y se puso a ojear una revista. Aparecían todo tipo de casas rurales. Volvió a intentarlo y por fin concilió el sueño. Aunque le esperaba un día duro de trabajo, se despertó ilusionada porque, primero, se pasaría toda la tarde de tiendas -algo a lo que nunca me acostumbré- y segundo, porque había quedado para tomar el café de la diez con Gerardo, un antiguo compañero de flirteo de su época universitaria. Él, arquitecto, andaba como sin rumbo porque el negocio de la construcción había caído en picado. Marisa le contó de sus dudas y él, en una servilleta de papel, le dibujó una solución. En ese momento una paloma se posó en la mesa donde estaban y a ella le pareció que se cruzaban las miradas. “Estoy estresada de la ciudad y del trabajo; un respiro, no sé, un año sabático, o dos, me vendrían bien”, se me quejaba. Se atrevió a hablar con el director del banco donde trabajaba que, a su pesar, dio su consentimiento. Y allí estaba mi niña, en mitad de la maragatería intentando cumplir un sueño. “Ya está bien de tantas prisas, de tanta presión por cumplir objetivos, sin tiempo para buenas conversaciones; ¿no seré capaz de construir un ambiente tranquilo donde pueda saborear una comida sana sin necesidad de mirar continuamente el reloj y de dar un paseo en medio de la naturaleza? ¿no seré capaz de crear algo donde los pequeños detalles tengan valor por sí mismos?”. Entró en Google y se sorprendió al encontrar que esa filosofía de vida a la que ella aspiraba ya existía desde hacía algún tiempo: era el llamado movimiento slow (lento). Observó maravillada cómo había un slow para las comidas, y un slow para las tecnologías, y otro para la moda e incluso, y con esto alucinó, una filosofía slow para las finanzas. “¿Por qué no un slow para los negocios?”, me planteó. Al cabo de dos años ya había creado “La asociación despacito y buena letra” (ADYBL) con sede en su Casa Colomba. En la primera convocatoria presencial, y porque se movió bien por las redes sociales, consiguió reunir en un fin de semana a doscientas personas en Astorga. Vinieron de todas partes e incluso Obama, que en ese momento estaba de visita por Rota, se mostró interesado por esta nueva filosofía empresarial. A esa reunión acudieron muchos medios de comunicación; el Paí shizo un especial en sus páginas centrales sobre “Negocios slow” y citó como pionera a vuestra madre y su casa rural. Pero lo que con más cariño recuerda ella de esos principios -así lo recoge su diario- fue el encuentro que tuvo con vuestro vecino David, siempre educado, que en aquel tiempo no tendría más de doce años. Se le acercó sonriente, le cogió la mano derecha y le dijo: “Marisa, muchas gracias. El fin de semana pasado, mis padres, curiosos por conocer tu proyecto, vinieron a pasar unos días a tu Casa Colomba. No entiendo bien qué les pasó allí. Solo que ahora han vuelto a ser otra vez mis padres y ya no se gritan”. Ella le miró, le acarició la cara, y cayó en la cuenta, en ese preciso momento, de que ya no le dolía el estómago y de que ya podía volver a dormir tranquila, que su sueño empezaba a dar sus frutos: poco a poco y como a ella -desde hacía dos años- le gustaba hacer las cosas, cuidando lo pequeño.

Fue a los cuarenta cuando mi Marisa volvió a sonreír.