LA VIDA por Eliseo Pedraza Alcántar

LA VIDA

Relato 6

 

En medio de esas casas antiguas, de esos castillos que se suspenden entre las arenas del tiempo, tiempo que viaja al son del agua que corre pendiente abajo y que lleva la historia de un pueblo lleno de orgullo, lleno de somocistas que cantan a la gloria de su propio pasado, se oye el fragmento de una leyenda que pretende explicar cómo es la vida aquí, bajo la sombra del tejado y de las casonas con muros de piedra.

Un viejo arriero que Iba junto a su nieto por los campos arbolados que pintan la naturaleza, le decía: la vida es igual a los fragmentos de un camino que se tuerce luego de cada paso, como piezas de un gran rompecabezas se va formando lo que creemos que es el destino. Y a veces, por esa misma razón, creo que la vida es sólo un reflejo, un sueño de nuestras ideas, un instante que vaga sin rumbo entre el pasado y el futuro, en medio del polvo y del tiempo.

Y a pesar de todo cuanto se piense, la vida es tan sólo un instante de la historia, una leyenda que se escribe con letras únicas, con acentos, pero, sobre todo, con signos de interrogación.

La vida es un lienzo multicolor hecho de pedazos de ideas, de fragmentos de figuras mal puestas, de colores que se sobreponen.  Es un cuadro lleno de incógnitas, de trazos largos, cortos e indefinidos donde no sobra pincelada alguna.

Para muchos, la vida es un momento de inspiración, para otros un instante de gloria, y para los demás un puente que los conduce a la eternidad.  Hay quienes no logran percibir el lienzo en el que se trazan las imágenes del pensamiento y las siluetas del amor.

Por otra parte, la vida es como un sendero hacia el más allá donde encontramos imágenes dementes, sombras y luces inciertas, vidas y amores extraños, almas llenas y vacías cuyo motivo para seguir en la penuria consiste en ir olvidando, en suspender, por tiempo indefinido la inmortalidad, en perder la perspectiva de todo sueño que se desvanece en el olvido.

Y, sin embargo, hay que tener presente que a veces nuestras sombras no viajan al ritmo de nuestros pasos, que a veces la vida se cansa antes de avanzar. A veces nuestros recuerdos se diluyen en el inmenso mar de nuestra memoria.

La existencia es un largo viaje que nos ha traído hasta Somoza sólo para transformar la pesada cruz en un suspiro que genera nuevos proyectos. Y si no entendemos eso, nuestra vida se torna un círculo sin fin, un crucigrama sin respuestas y un laberinto de soledad que nos confunde… que envenena nuestra alma.

Hay veces que un “yo” que no conozco de mí, se extasía en la profundidad de la noche, y ella, cual hechicera ilusión, le contempla en silencio.  No estamos aquí por casualidad, sino para resolver la encrucijada mística que está más allá de todos los tiempos.

Al final, la vida y el amor se vuelven ceniza, polvo negro son las risas y los llantos, la felicidad y el dolor son caminos que llevan a un sólo destino. Muchas vueltas al mismo punto, la vida es ceniza al final.

DE OREJAS VA LA LEYENDA ( RELATO GANADOR 2017) por Olga Morla Casado

DE OREJAS VA LA LEYENDA

Relato 5

 

En aquellos tiempos, quizás no tan lejanos, existía un pueblo, conocido por sus lugareños como Tonitrus* de Somoza, nombre heredado, de cuando los romanos rondaban al pie del Teleno montando más ruido que los truenos. Pues como iba diciendo, existía por aquel entonces un pueblo en el que no  se escuchaban las pisadas de las vastas suelas de los viandantes, ni el sonido de las moto sierras, ni las bocinas de los coches ni nada que pudiera vislumbrarse industrial. Por el contrario, se podía escuchar la suavidad de las caricias, el roce de los cuerpos con el aire, la textura de los campos. Y es que el poder del silencio podía con los abrumadores ruidos y no había quien se resistiera a parar en aquellos parajes a contemplar la belleza del sigilo. Y en esas estaba el pueblo, envuelto en su mudez ensordecedora cuando llegó por allí Nico, un niño robusto, díscolo, de pelo rizado, más romano que maragato, que mascaba chicle con la boca abierta y gritaba de alegría o de ansia cada vez que jugando a un videojuego, como si de un “insert coin” se tratara, se reiniciaba la partida. Pues andaba por aquel entonces, muy a su pesar, Nico con su abuela, natural de aquel lugar. Y ya se podrán imaginar cómo alguien que vive en el ruido puede hacerse al silencio. Nico probaba con todo, hacer ruido con la cuchara en el desayuno, golpear las cazuelas como si las moscas estuvieran en ellas, tocar la chifla a la hora de la siesta, meterse nueces por la nariz para roncar sin desliz, colocar cencerros en las puertas de las casas para que su sonido despertara a las vacas y a las terneras y de paso a los sapos, meter azúcar en los motores (había escuchado en alguna canción que el escándalo sería atroz), pero ¿qué creéis que pasó? Pues sucedió, que de tanto intentar escuchar ruido y de tanto encontrarse con el silencio, Nico se acostumbró a él. Y cuenta la leyenda, que Nico se quedó sin orejas, porque de no haber sabido apreciar los sonidos de la naturaleza se quedaban sin sentido los orificios auditivos.

Y dicen, que desde entonces, a aquellas tierras que presumen de leonesas solo se acerca gente a disfrutar de las sutilezas del sonido, dejando el ruido a las puertas por miedo a perder las orejas.

Y añado; porque de lo contrario os estaría engañando, que al sigiloso villorrio ya no le llaman Tonitrus, se perdió ese título como tantas otras cosas en la memoria de sus gentes. Solo sabemos que es de la Somoza, así que por no tentar a la suerte seamos prudentes. Y con todo, dicen, y cuentan, pues no hay mal que por bien no venga ,que ya somos muchos que  aun con orejas escuchamos a la naturaleza.

EL SEMBRADOR DE SUEÑOS por Nuria N. Antón

EL SEMBRADOR DE SUEÑOS

Relato 4     

 

Cuenta la leyenda que Pedro nació cuando florecían las amapolas y que la sangre que su madre perdió en el parto regó la tierra de los campos de aquel pueblo de la Somoza.

Pedro creció como crecen todos los niños que tienen la suerte de nacer en un pueblo. Cada mañana iba a la escuela y al salir de clase se entretenía tirando piedras al río, o simplemente observando el sol entre las paleras que había en el camino.

Pero había algo que diferenciaba a Pedro de los demás niños; al romper la primavera, en sus mejillas, habitualmente coloradas por el aire que curtía su rostro, aparecía la marca de un corazón. Los niños de la escuela se reían de él con esas cosas propias de la más tierna infancia. Pero a Pedro nunca le importó, decía que era una marca de AMOR, de ese amor que su madre le daba desde el mismo momento en que sola y sobre la tierra roja y árida le dio su primer abrazo,

Pasaron los años y Pedro se hizo un hombre y comenzó a cultivar los campos que había heredado de su madre. En ellos crecían las amapolas más rojas de toda la comarca, y él las trenzaba entre gavillas de paja pera adornar la fachada de su casa.

Con el tiempo Pedro empezó a sentirse solo y a medida que aumentaba su tristeza las amapolas iban perdiendo su intenso color.

Un buen día llamó a su puerta una peregrina pidiendo agua. Era una mujer madura; su pelo largo y blanco resbalaba sobre sus hombros, moviéndose al capricho del viento. La palidez de su cara y el níveo azul de sus ojos contrastaba con el curtido rostro de Pedro.

Entusiasmado por la inesperada visita, la invitó a compartir una cena frugal. La noche era calurosa, como suelen ser las noches de un agosto ya avanzado, y juntos salieron al campo a ver las estrellas.

A la mañana siguiente la mujer se despidió y Pedro continuó cultivando sus campos intentando aplacar su soledad.

Habían pasado tres semanas y Pedro seguía recordando la visita de aquella mujer, y se sentía cada vez más solo en aquella casa.

Entonces escribió una palabra en un trozo de papel y lo arrugó. Salió de la casa e hizo un hueco  en la tierra  para  poder  enterrarlo.

Pensó, que si todo florecía… tal vez aquella palabra también crecería allí. Pasó una semana, dos, y tres, y al tercer día de la cuarta semana, ni tallo asomaba de aquel trozo de tierra donde pedro había enterrado su palabra. Enfadado, escarbó con las manos para desenterrar el trozo de papel. Cuando al fin lo encontró… vio que las letras se habían borrado, y en vez de la palabra AMOR, había un corazón pintado de color rojo amapola. Se incorporó para volver a la casa y, al girarse, vio a la mujer del pelo blanco y los ojos níveos junto a él. Llevaba en las manos un trozo de papel, en el que alguien había escrito, la palabra AMOR.

CANTÉ por Julian Miranda Viñuelas

CANTÉ

Relato 3

Paré el coche. O el coche se paró. A mi derecha, en lontananza, se extendía una llanura seca y sin embargo atrayente. En mi ruta desde León había visto ríos que corrían paralelos a la carretera y árboles espaciados que, con buena voluntad, podían calificarse de alamedas. Llevaba un rato conduciendo por terreno árido. Al descender del vehículo los poros de la tierra desprendían efluvios de gestas y misterios de civilizaciones remotas, que no perdidas: Celtas, astures, bereberes… El monte Teleno, el Picu Talenu, me miraba desde su altura.

Elegí el camino de la izquierda, por el que recorrí calles empedradas y empinadas de tortuoso trazado, entre balcones de macetas floreadas, carteles de corte medieval con blasones, y farolillos en las esquinas que antes apagaba el farolero con su chuzo.  El contacto de mis pies con el suelo provocaba un soniquete que el eco de la austera piedra de muros centenarios y severos devolvía.  Una ventana enrejada me chistó. O yo le chisté a ella. Creí ver a una mujer tras las rejas. O ella creyó verme a mí. Me acerqué. Se acercó.

Antes de la parada iba camino de Luyego de Somoza para reunirme con mi ex. Un mes antes habíamos acordado darnos un tiempo. Nuestra relación se había estancado y decidimos que una separación nos vendría bien. A los dos días ya lo lamentaba. Le rogué que nos viéramos. Accedió tras vacilar, después que mi insistencia venciese su reserva.

Amaba a Sara. Quería volver con ella a toda costa. Sólo el hecho de considerar que quisiera romper definitivamente me rompía por dentro.

—Canta —dijo una voz de mujer tras tres rejas que a mitad de su verticalidad forman un cuadrado.

Canté Hello. Nuestra canción. Con ella nos conocimos Sara y yo en un albergue de Rabanal del Camino. Me olvidé de la entonación que le daba Lionel Richie. Mi quebrado timbre partía de mi anhelante interior.

—Has cantado con el corazón. Lo lograrás.

La voz de mujer enmudeció. Una contraventana se cerró resaltando la solidez de los barrotes.

Quedé inmóvil. O el silencio me paralizó. El tiempo se detuvo. O yo detuve el tiempo.

Un hombre de mediana edad y ataviado con un chaleco abotonado salió de un restaurante acariciándose el estómago con la mano.

—Amigo, si quiere saborear un cocido maragato de primera entre ahí. —Señaló una puerta de madera.

El tipo era campechano, así que le pregunté:

—Usted es de aquí. Dígame, ¿conoce alguna leyenda que pida cantar para conseguir un deseo?

—Amigo, las leyendas se crean. Si usted cree en el poder de la canción conseguirá lo que desea.

Sonreí y volví al coche, seguro de que Sara y yo, al igual que Teleno, antes Teutates, teníamos una larga historia por delante.

TRIBUTO ETERNO por Flor Méndez Villagrá

TRIBUTO ETERNO 

Relato 2

…..el vigía colocado en la cima de la montaña es el único que se da cuenta de él (…).Este con gritos y señas manda evacuar, al tiempo que desciende rápidamente. La montaña, resquebrajada, se derrumba por sí misma, con un estruendo que no puede ser imaginado por la mente humana, así como un increíble desplazamiento de aire. Los mineros contemplan el derrumbe de la Naturaleza …)  

(“Historia natural” -Plinio el viejo-). 

Aquella mañana en la Fucarona todo discurría con la normalidad habitual. Las reparaciones de las fugas detectadas en los canales que desde el rio Argañoso transportaban el agua a la explotación aurífera habían finalizado el día anterior. Taranos subió hasta alcanzar la cima de la corta principal y esperó a que el vigía comprobara el desalojo de los trabajadores para proceder al vaciado de los depósitos, que estaban a punto de desbordarse debido al repentino aumento de caudal. Descubrió a sus hermanos Fabio y Spurio entre los obreros que abandonaban apresuradamente la ladera escavada por donde tenía que discurrir el torrente de agua, y una media sonrisa se le dibujó en el rostro, casi eran unos niños pero ellos se sentían orgullosos de poder trabajar junto a su hermano mayor y  así, poder contribuir  a recuperar la empobrecida economía familiar. Los gritos del vigía aun resonaban cercanos, cuando sin previo aviso un estallido semejante al latigazo de un enorme trueno estremeció la explotación y una enorme grieta comenzó a extenderse por el muro de contención de una de las albercas situadas a escasos metros por debajo de donde se encontraba Taranos. No le dio tiempo a nada, la presión del agua acabó por desintegrar la pared y miles y miles de litros se precipitaron como una monstruosa cascada montaña abajo, llevándose con ella toda la piedra y tierra que había sido excavada. Taranos vio al guía desaparecer tras la enorme lengua de barro que el derrumbe de la montaña había provocado y taponó sus oídos ante los gritos de los trabajadores que corrían desesperados ladera abajo. No supo el tiempo que pasó hasta que el silencio junto a la desolación volvió a la Fucarona, solo recuerda sus manos aferradas con fuerza a su cabeza, su mirada incrédula y fija en las toneladas de material acumulado en la falda de la montaña y su angustioso descenso gritando el nombre de sus hermanos a la vez que rogaba al Dios Teleno un milagro que sabía imposible.

Ciento cuarenta y ocho hombres fue el tributo que se cobró la montaña herida aquel día. Taranos los conocía, la mayoría provenían al igual que él, del cercano paraje denominado “Soldán”, algunos de los cuerpos pudieron ser rescatados, casi todos mutilados, de otros, como los de sus hermanos, nunca supieron. El olor a carne putrefacta impregno durante mucho tiempo el lugar y los trabajadores del lavadero a pesar de las amenazas de los legionarios se negaron a remover las piedras de aquel derrumbe que escondían además del oro, los cuerpos de sus compañeros.

Hoy en día, son muchos los habitantes de la zona que atestiguan haber oído los lamentos de las almas, que aun por allí vagan, en los amaneceres en que el Teleno desliza su frio aliento.

LA NUTRIA DORADA por Jesús Antonio Martínez Lombó

LA NUTRIA DORADA                                                                                                           

  Relato 1

 Apenas había amanecido y padre ya estaba enganchando la mula al carro para ir a la cantera vieja de Santa Colomba. Mi hermano y yo lo acompañábamos. Quería sacar de la `losera´, lajas de piedra maragata para forrar la pared oeste del molino. Padre, sobreuna vara, guiaba el carro, nosotros apoyados en los laterales de la caja sufríamos los baches del camino.    

El Teleno soplaba `jarispas´ y el frío traspasaba embozos y gabanes. El murmullo del río nos llegaba quedo amortiguado por la escarcha de sus márgenes. Llegamos a la zona, y mientras unos escarban buscando piedras con el espesor adecuado, otros, las cargaban en el carro.            Había comenzado a nevar. Antes de regresar entramos en el refugio y encendimos un pequeño fuego, luego sacamos la tortilla y el licor de frambuesa que madre había preparado.  Fuera, los copos de nieve iban cubriendo de silencio los páramos maragatos. En ese silencio comíamos y contemplábamos como la naturaleza iba pintando una acuarela de belleza con la sensibilidad blanca de sus manos.

Al poco, padre rompió su mutismo y empezó a recordar un extraño suceso del que nunca nos había hablado. Nos contó que de joven solía pescar en las pozas del Turienzo. Allí, fue donde la vio por primera vez. En la corriente una nutria enorme jugaba entre las algas, pero lo que le dejó sin movimiento y sin habla era su color, pues no era negra ni parda, no, aquella nutria estaba cubierta por una pátina dorada. Por una centésima de tiempo las miradas de ambos se encontraron, y mientras el continuaba inmóvil, ella desapareció en las frías aguas.

Aquella mirada, casi humana, lo había obsesionado durante años. Buscó su magia en las personas que conocía, en las jóvenes con las que bailaba; preguntó a muchos y unas veces obtuvo burlas, y otras, viejas leyendas que por ahí circulaban.

Unos le dijeron que eran imaginaciones, que podían haber sido los reflejos del sol en el agua o que el espíritu de la locura se había adueñado de la juventud de su alma. A los que más creyó, le hablaron de una nutria que habitaba en una cueva áurea, y que el polvo del preciado metal tintaba su piel haciéndole parecer dorada. A nadie le dijo lo de la mirada, hasta que en una de aquellas verbenas conoció a la que habría de ser mi madre, y vislumbró en sus ojos, el rastro de ser que había conocido en el agua.         Han pasado muchos años desde que padre nos contó aquello. Desde entonces he venido dudando sobre la veracidad del suceso. Hasta ayer. Ayer, después de fallecer mi madre, padre me dijo que días antes de que Caridad se fuera, él cruzó a la altura del puente Valimbre, el río Turienzo. Bajo los ojos del puente la volvió a ver, reconoció en la mirada a la mujer con la que durante años había compartido su vida. Volvía a despedirse de él para regresar al nacimiento del río, a las cumbres doradas del Teleno de las cuales había bajado años atrás cuando su mirada de nutria se había encontrado con los ojos de un pescador solitario.

PASACALLES (fuera de concurso) por Richard García Nye

(Fuera de concurso)
Tengo en la mesa los recortes del Faro, ya amarillentos, de aquellos días de hace cuarenta años. Asertan que los fenómenos empezaron el jueves 2 de julio, pero sé que fue el miércoles día 1, porque yo estuve allí esa noche de cielos despejados. Además, sé que fui el primero en escuchar el pasacalle, aunque otros vecinos de Santa Colomba aseguren que fueran ellos.
A las cuatro y media de la madrugada en Santa Colomba de Somoza, se escucharon tamboril, flauta y castañuelas tocados por la calle y acompañados de los ladridos de los perros de la vecindad. Los vecinos, los que se despertaron, tardaron unos minutos en darse cuenta que algo extraño estaba ocurriendo, ya que Santa Colomba no estaba en fiestas. Los más curiosos se asomaron a la ventana y algunos hasta salieron a la puerta de casa para investigar la procedencia de aquella música, pero para su asombro, no había nadie en la calle. Pero la música seguía sonando, acercándose o alejándose de ellos según la parte del pueblo donde vivían. Algunos volvieron a la cama intrigados, otros asustados, y no consiguieron dormirse hasta que la fantasmagórica música dejó de sonar.
La mañana siguiente, en la cola para comprar pan, en la espera de la consulta médica y, sobre todo, en los bares, todos hablaban del tema.
-Fue a las cuatro, estaba yo…
-¿Cómo que a las cuatro? A las cuatro y veintitrés, que miré el reloj.
-Mi marido dice que siguió toda la noche.
-Si tu marido está más sordo que esa tapia.
-Yo no lo escuché, pero seguro que era la radio de un coche.
-No pasó ningún coche.
Ya por la tarde, después de cenar, algunos vecinos que estaban en el bar se envalentonaron y decidieron pasear por las calles toda la noche por si los fenómenos se repetían. Llevaban garrotes “por si acaso nos encontramos con algo malo”, y también unas petacas “por si acaso”.
Pero la música sonó de nuevo a las cuatro y media, y los bravucones, con las petacas vacías, volvieron corriendo a sus casas. Durante cinco noches, la música sonó aterrando al pueblo. Y de repente, dejó de sonar.
Sé que fui el primero en escuchar el pasacalles, por mucho que otros vecinos de Santa Colomba aseguren que fueran ellos. Lo sé porque fui yo quien escondió los radiocasetes por todo el pueblo. Así es como nacen las leyendas.