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RELATOS 2016

CASA COLOMBA LANZA:  

RELATOS2016

En Casa Colomba deseamos colaborar con el proyecto InSitu y dar cabida al movimiento cultural mas allá de la temporada estival, por ese motivo comenzamos a trabajar esta primavera en nuestro

I CERTAMEN DE RELATO CORTO “CASA COLOMBA”.

Esperamos recibir relatos de todos aquellos que tengan algo que contar, aquellos a los que les gusta escribir o únicamente plasmar sus pensamientos o ideas en un papel y os animamos a hacerlo otorgando un premio a aquel que sea seleccionado por nuestro jurado como mejor relato. El premio consistirá en un fin de semana en nuestra casa rural para un máximo de siete personas así que no perdáis la oportunidad de compartir vuestro talento con nosotros.
Las obras deberán enviarse ONLINE, antes del 25 de Julio de 2016.

EL SILENCIO DE LAS PIEDRAS por Lali del Blanco Tejerina

Los huéspedes iban subiendo a sus habitaciones tras su primer día alojados en Casa Colomba, un lugar donde parecía que no existiera el tiempo.

Aquel pueblo de piedras calladas y balcones azules, roto a la mitad por un rio, rezumaba una calma que se les pegó al cuerpo y se metió en sus almas desde el primer momento.
Cuando la oscuridad y el silencio invadieron la casa, se produjo ese momento mágico en que rebullen las infinitas presencias que la noche lleva dentro.
Entonces los murciélagos despiertan y salen de los aleros del viejo caserón.
El rio Turienzo susurra, la humedad estira los sonidos y llega el aire del Teleno que silba al deslizarse entre las hojas de los chopos; se oye el canto de los pájaros y a lo lejos el croar de las ranas. Ningún sonido pretende armonizar con los demás, pero todos juntos, sin más dirección que el azar, se mezclan en el aire formando la melodía de la noche.
Es en ese momento cuando renace la vida.

“En el patio empedrado, figuras en blanco y negro se deslizan en silencio. María varea la lana de un viejo colchón a la sombra de una higuera mientras le canta una nana a la niña que duerme sobre una manta. Sus dos hijas mayores lavan en la alberca de la huerta y desde la cocina llegan ruidos de pucheros y olor a requesón, mezclados con los rezos solitarios de la abuela. Un hombre ya curtido llega del campo y un joven sudoroso ordeña vacas en la cuadra”.
Cada noche vienen desde el fondo de los tiempos y habitan en la casa que les vio morir, para cumplir el deseo de un joven descendiente que soñó darle otra oportunidad a la muerte, y su sueño se cumplió.

Al amanecer, los habitantes de la noche se diluyen en el espacio y se van allá donde va la oscuridad, dejando en el aire la paz de lo que ya es eterno y la calma de lo que no necesita tiempo.
El sol, aliado de la noche, madruga para convertir el patio empedrado en césped, se lleva la higuera y el olor a requesón, transforma el pajar en hermosas habitaciones antes de que despierten los viajeros.

Así, cada día, el viejo caserón renace como Casa Colomba, donde los huéspedes se preguntan de dónde llega esa misteriosa calma, sin esperar respuesta.
Simplemente disfrutan hechizados de esa paz blanca de la mañana o cuando el sol se pone perezoso cada tarde… siempre haciendo escala en el silencio.
Solo las piedras conocen el secreto.

DOMINIOS por Nestor Rojas

Iba a “Casa Colomba”. Cruzó las altas soledades de la Angostura del Orinoco. Limpió su cuerpo de la noche. Se quitó de encima las impurezas y se sentó a rezar. La oración, envuelta en una silenciosa calidez se perdió en los cielos.

SIN INSPIRACIÓN por Daniela González

Sentada frente a Casa Colomba, viendo el mundo girar bajo sus pies, la niña cierra los ojos y se deja llevar por la infinita casualidad de estar viva.

La niña no tiene inspiración. Ya no logra ver los arboles de tonalidades turquesa, ni el viento traslucido jugando con su cabello. No siente el toque efímero de las hadas, ni la caricia lejana del sol dorado. El mundo ha perdido la magia. La niña ha perdido su mirada. Sus ojos ven sin observar, sus dedos tocan sin sentir y su corazón late sin querer, como un autómata sin nada que perder.

Preguntas que antes revoloteaban en su cabeza se pierden en la obscuridad del olvido. El origen de las estrellas, la naturaleza del éter, lo ilógico del sentido… todos enigmas sin responder que desaparecen sin dejar rastro, como las olas cuyo murmullo es silenciado por la noche. El entusiasmo que antes animaba sus veladas se reduce a un recuerdo, un lejano placer que algún día sintió y que ahora hiela su sangre de nostalgia.

La niña no tiene inspiración. Chispas incandescentes, figuras de humo y duendes danzantes rodean su triste semblante. Pero ella no aprecia los colores imposibles que envuelven su realidad. Ella no entiende los cantos melodiosos escondidos en la brisa. Su mente divaga en un desierto lejano, donde no existe dolor ni alegría, ni compasión ni crueldad.

Lejos, muy lejos de esa realidad, se encuentran los recuerdos de un mundo mejor, donde su cuerpo lleno de energía bailaba a la luz del sol. Recuerdos compuestos de ópalo y nácar, de belleza onírica y paisajes imposibles.

¿Cuándo comenzó a mal funcionar la fábrica de tan bellas memorias? Tal vez estaba dañada incluso antes del nacimiento de la niña. Tal vez el dolor del exilio y la amargura de la violación tiñeron su sangre desde el momento de su concepción. Tal vez el veneno que una vez recorrió las venas de su madre impregnó su pequeño ser con un destino gris, monótono, insoportable. O bien fue algo más tardío, una muerte inesperada, un vagabundear eterno, hambre y frío, sangre y dolor.

No. La perturbación comenzó después, mucho después de los trágicos eventos que rodearon su nacimiento. Comenzó con un pequeño pellizco en el corazón, un susurro lejano y fatal: el anuncio del fin del sueño. No fue una desgracia, ni algo fuera de lo común. No fue un accidente, ni un evento contingente. Fue algo tan sencillo como peligroso, tan bello como dañino: los años que borran todo a su paso.

El tiempo inexorable marcó el fin de la magia. La niña no tiene inspiración. Ya no es niña. Pero en el fondo, lejos, dentro de su ser, espera que un milagro devuelva la alegría.

Sentada frente a Casa Colomba, viendo el mundo girar bajo sus pies, la niña cierra los ojos y se deja llevar por la infinita casualidad de estar viva.

EL ÚLTIMO VALS por Beatriz Jeannethe Navas

Corrió la cortina, empezaban a salir los primeros rayos del sol, todavía se veía algo de neblina emergiendo como espuma entre los jardines de las casas. Abrió la ventana, tomó una bocanada de aire, sintió el olor dulzón de la mañana, y el viento helado en su cara.

Extendió el vestido blanco sobre el lado izquierdo de la cama, contempló el corpiño de satén adornado con apliques de encaje y flores de seda.  Desabrochó la hilera de botones forrados en organza. Dobló con cuidado la cola del vestido. Al lado puso las enaguas de tul, los zapatos que había mandado hacer bordados a mano, en satén duquesa marfil y su lencería de encaje blanco.

Envuelta en una bata de toalla, bajó con los pies descalzos hasta el jardín. Recogió lirios, jancitos, flores de mirto y algunas ramas de hiedra, las ató con una cinta, puso el buqué sobre la cama y el ramo de mirto en la solapa del smoking.

No descuidó ningún detalle, todo estaba listo.  Entró al baño y comenzó el ritual: se sumergió en la tina invadida de espumas, sintió el placer del agua tibia, estuvo en ella hasta que su cuerpo se impregnó de esencias de flores de azahar.

Rodeó su cuerpo con la toalla, lo secó despacio. Miró sus manos, sus pies, los encontró perfectos. La cabellera ondulada la recogió con un broche de perlas, dejando dos rizos sobre el rostro y su cuello al descubierto.

Hizo sonar la música y empezó a vestirse sin afán. Se puso cada cosa, cada botón en su lugar.  Enfundó sus piernas en medias de seda y sin prisa las sujeto al ligero de encaje, luego calzó sus zapatos de satén.

Se miró en el espejo, vio por última vez la imagen de novia inmaculada, le faltaban los zarcillos de diamantes, cuando el brillo de los topos iluminó su rostro, perfumó con Coco Madeimoselle de Chanel, el lazo que colgaría de su cuello, tomó el ramo de novia, extendió la cola de su vestido, levantó el rostro de alabastro perdido entre tristezas y lentamente ascendió por la escalerilla forrada en cinta, rosas y azahares.

Cuando llegó al marco de la ventana, volteó a mirar su cuarto. Todo estaba igual, no era un sueño. Él, seguía allí sobre la cama, con las uñas de las manos y los pies pintados de carmín, vestido de smoking y corbatín rosados, el ramo de mirto marchito en su solapa y la espuma blanca saliendo de los labios. En el piso continuaba hecha triza la copa de champan.

Arrojó sobre el cuerpo inerte el buqué de novia, ajusto a su cuello el lazo perfumado. Dio un paso al vacío, sus zapatos de satén cayeron al jardín y el vestido de novia hondeó en el viento, mientras en la “Casa Colomba” seguían sonando los últimos acordes del vals fascinación.

AÑORANZAS por Marifé Ramos

Hace rato hemos dejado atrás las torres de la catedral de Astorga. Al fondo veo el Teleno, con su inmensa sábana blanca.

No puedo contener la emoción. ¡Hace tantos años que salí de aquí…!

Deseo oler, tocar y sentir intensamente todo aquello que me dejó una huella imborrable.

-Prepárate, madre, estamos llegando.

Mi hijo me pone una venda sobre los ojos. No quiero ver nada; temo que el paso del tiempo haya dejado una huella profunda en los edificios de Santa Colomba. Prefiero dejar entre paréntesis el presente y conectar sólo con el pasado.

– Es aquí –dice mi hija- Ven. Dame la mano.

Con cuidado me acerca a la pared del pajar; allí viví los mejores ratos de mi infancia.

Con las dos manos voy recorriendo sus muros y recordando texturas. De niña me gustaba acariciar una piedra casi blanca que se deshacía al tocarla. El polvillo que desprendía me dejaba las manos suaves, con un peculiar olor a tierra y humedad.

Busco a tientas esa piedra hasta que la localizo. No hay duda. Sigue deshaciéndose lentamente. La acaricio una y otra vez. Desprende el mismo olor que hace años. ¡Sigue viva!

Llego a la puerta. ¿Será la misma de antaño? La recorro con las manos buscando su DNI: el llamador, la cerradura y la gatera. ¡No hay duda, es ella!

Acaricio las grietas de la madera que recorren la puerta de arriba abajo. Cuando era niña me parecían muy profundas, ahora no. Quizá porque desde hace tiempo también mi cuerpo se ha llenado de arrugas.

Nadie sabía que la puerta del pajar nunca estaba cerrada con llave, sólo trancada con algunos geijos que yo quitaba con cuidado metiendo la mano por la gatera. Entraba con sigilo, como quien hace algo prohibido. Cerraba con cuidado el portón y me sentaba en un rincón. Allí soñaba y escribía. Sobre todo soñaba con un mundo que sólo existía de puertas adentro. A la hora de la siesta era mi refugio favorito.

– ¿Dónde vas a estas horas? –me preguntaba la familia al verme salir de casa, nada más comer.

– A dar una vuelta por el Juncal. Me encanta tumbarme sobre la hierba para ver cómo se balancean las copas de los chopos y escuchar el agua del río.

En realidad, sólo buscaba el silencio sobrecogedor del pajar.

-¡Es el momento! ¡Tengo que volver al presente!

Me quito la venda, miro el muro y veo ante mí el cartel: CASA COLOMBA.

Abro la puerta. Me envuelve un agradable olor a brezo y lavanda. Cierro los ojos y aspiro profundamente. Suspiro. Por el ventanal del salón entra el dorado sol del atardecer. Me asomo a la terraza y veo en el jardín el manzano donde antaño robé tantas manzanas, cuando aún estaban royas. Me alojaré aquí el fin de semana. Voy a recoger mis recuerdos en ramilletes. Los escribiré para que mis nietos conozcan y amen esta tierra maragata. El domingo saldré de la casa rural. Caminaré lentamente hacia la residencia de ancianos. Esa será mi casa, mi nuevo hogar. ¡Empezará otra etapa apasionante!

LIBERACIÓN por Ziortza Moya

—Nos hemos perdido y se está haciendo de noche.

—Gracias.

Sabes que me he enfadado y por eso me miras con cara de circunstancias. Hemos pasado un día de perros. Después de madrugar más que un panadero. Después de repetirme hasta la saciedad que me preparase para el «sol de justicia» que iba a caer. Después de salir de casa sin más atavíos que una camiseta de tirantes, un pantalón corto y unas sandalias, ha caído el diluvio universal a las diez de la mañana y la ira se ha apoderado de mí. Me has pedido que no te culpe, que sea comprensiva, que no eres un experto en meteorología. Vale, te perdono. Sigamos.

Hay una ruta, dices, un atajo para llegar antes. Viene en el mapa que has comprado. Te sigo, pero a veces te paras como sin comprender. Por aquí, decides al final. Tengo un frío terrible con la ropa mojada, y me duelen las articulaciones. El camino que señalas es un empinado recorrido cuesta abajo, un barrizal con un desnivel increíble. Me he caído tres veces en la bajada. Tengo contusiones y arañazos por todas partes. Tú, sin embargo, solo estás un poco mojado, como si no te merecieses lo mismo que yo. Como si tu paciencia fuera premiada con un microclima ajeno al mío.

He comido un bocadillo sentada un charco mientras me mirabas con cara de pena. Luego he engullido una chocolatina entera para dar un poco de gusto al cuerpo.

Después de pasar todo esto, me has dicho que nos habíamos perdido. Y me he enfadado del todo.

Al percatarte de la situación has intentado entretenerme. Se oían ruidos de animales. Si mugían, decías: vaca, si trinaban, decías: pájaros, si aullaban decías: hay que correr. Me has cogido de la mano y has acelerado el paso. Como no se veía nada, nos hemos vuelto a caer al tropezar con una piedra. Esta vez los dos juntos, justo encima de… una mierda de algún herbívoro con cuernos. Y entonces he comenzado a reír como una loca, no podía parar. Mientras el olor apestoso nos envolvía cada vez más, más me reía. Ha sido liberador. Y te he contagiado. Y tú tampoco podías parar. Nos hemos reído tanto que nos dolía el estomago. Me he relajado hasta tal punto, que te he plantado un beso en los labios.

Cuando hemos llegado a Casa Colomba cogidos de la mano, nuestros hermanos y cuñados nos han mirado sin saber qué decir. Nuestro aspecto no se corresponde con las caras de felicidad que mostramos.

—¿Qué ha pasado? —ha preguntado alguno. Hacen aspavientos con las manos intentando airear para que se vaya el olor. Pero es imposible.

—No hay nada como un buen y tranquilo paseo por la naturaleza. Os lo recomiendo. —Y acto seguido hemos subido a nuestra habitación.

VOLVER A DORMIR por Chelo Villalba Parra

Abrí los ojos y la luz me cegó, los cerré tan fuerte que un profundo dolor salió de ellos y se clavó en mi cerebro, un grito rompió el silencio de la uci. Con dolor comencé a vivir de nuevo después de pasarme quince años durmiendo, bueno, eso dijeron los del personal sanitario que acudieron con caras de incredulidad a socorrerme. De esto hace dos meses y medio llenos de aprender lo desaprendido, de frustración por tanto nuevo y tanto viejo desaparecido de la vida, aunque guardado en el baúl de mi mente rota y pegada con tiras de esparadrapo envejecido quince años.

“¡Me voy a casa!”- me han dicho los médicos- “¿A qué casa?”- Me da miedo regresar y ver en que se ha convertido -Dicen que ahora todo es distinto, ¡ellos sí que están distintos! Oscar y Lines cuchichean cuando creen que me he dormido, algo se traen entre manos. Mis hijos de dos años, resulta que tienen diecisiete, lo último que recuerdo de ellos es haberlos dejado en la guardería, luego nada de nada, mi mente como una página en blanco de un libro mal impreso, del accidente ni una imagen.

Los niños vienen a verme con Lines, mi hermana pequeña, me miran, pero no me reconocen, me hablan y les hablo, pero somos tres extraños, mi mente esta tan confusa que no sé si les he oído llamarla mamá o lo he soñado.

En cuanto a mis padres, a pesar de las canas, las arrugas producto de tanto sufrimiento y sus ojos casi apagados de las horas de llanto, supe nada más verlos que eran ellos, son los únicos que han experimentado un cambio exclusivamente físico, el resto no somos los mismos ni queriendo.

“Oscar ¿qué vamos a hacer ahora?, mañana la mandan para casa, no quiero vivir bajo el mismo techo que Berta aunque legalmente ella sea tu mujer y también su casa”; “No sé cómo hacerlo Lines, los médicos creen que una noticia tan fuerte le cause un shock que la  devuelva de nuevo al coma”; “Hablaremos los dos con ella, mi hermana tendrá que entenderlo,  los médicos recomendaron que la desenchufáramos, que no se despertaría nunca”; ”pero se equivocaron y ahora está despierta, ¿acaso preferirías que nunca se hubiera despertado? o ¿qué la hubiéramos desenchufado?”; “y tú ¿Lo hubieras preferido?”; “Perdona Lines, esta situación me supera, no es lo mismo hablarlo como una hipótesis creyendo que nunca se dará el caso, a tenerlo que vivir ahora. Tú eres mi presente y ella forma parte del pasado, los niños no conocen otra madre que no seas tú, pero me parece tan injusto para Berta”; “Injusto o no mi hermana tiene que saberlo y cuanto antes, mejor.”

En su última visita antes de regresar a casa, los padres de Berta le comentaron que de acuerdo con los médicos habían pensado llevarla a vivir al pueblo, “Casa Colomba” llevaba dos años siendo su hogar y ahora querían compartirlo con ella. Con sus problemas de movilidad le resultaría más fácil desenvolverse en la casa de sus padres que en la ciudad viviendo en un segundo sin ascensor.

A ella le daba igual, se sentía tan inútil, sus piernas no le respondían, a duras penas podía comer sola, hablaba con dificultad, su memoria iba y venía como si quisiera jugar al escondite con ella, sería una carga para todos, mejor volverse a dormir, pero esta vez para siempre.

HOY CREMA DE TOMATES ASADOS CHARQUICÁN RÚSTICO ARROZ CON LECHE CHOCOLATADA Y MANDARINA por Yolanda Sepúlveda

 

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… decía la carta del restaurante. Habíamos parado para ver el paisaje y sabíamos que en el restaurante Atenuante, se comía muy bien. Ana estaba soñolienta. La había recogido de su trabajo la noche anterior y, había conducido más de la mitad del camino. Se veía más linda sin bañar, con el maquillaje regado, dejando de un lado el protocolo citadino; era ella, fresca, soñadora y lenta.

Almorzamos, fumamos y nos tiramos a un lado de la carretera para sentir el viento fresco de otoño.
El viaje seguía, lo mejor estaba por pasar. Ana tomo el volante, yo baje los vidrios de todas las ventanas del auto y pusimos nuestro himno: Fito y Fitipaldis. Cuando nos conocimos era noche de concierto, Ana había ido a ver el grupo, sola, y yo había terminado con Gabriela hacía un mes, así que estaba todavía dolido y también solo.
Cantábamos o mejor gritábamos como para que todos supieran lo felices que estábamos, nos mirábamos sin temor a encontrar otro auto en nuestro camino ¿qué importaba morir allí, cuando la felicidad nos llevaba al clímax de la vida? También podría entrelazarnos con el clímax de la muerte. La bese, hasta que una corneta de un auto nos pasó por encima de nuestra piel, nos rozó el pellejo, pero no nos importó, estábamos besándonos encontrando los sabores, ya asentados, en nuestras bocas, del arroz con leche chocolatada y mandarina…

Ana, mi Ana, le dije. Ella se abrió su blusa totalmente, dejo ver su sostén color naranja, como el sol cuando se quiere ocultar, pero quiere conservar en nuestros ojos y en nuestra piel su vivaz energía. La acaricie como si fuera mi propio cuerpo, sin pudor, sin aquí ¡no! Le tome miles de fotos. Juré no subirlas a Facebook, pero después del paseo Ana y yo no estábamos juntos. Yo eliminé todas las fotos como queriéndole decir ya no son mías, odié tu amor perfecto, tu mirada, tu rímel regado. ¡Odié tu maldito abandono!

Levantada frente a la montaña, estaba Casa Colomba, muros de piedra ancestral, maderas vivas, y la sencillez que queríamos experimentar todo el fin de semana los dos amantes. Los muros escuchaban nuestras promesas las quejas de satisfacción de nuestros cuerpos juntos. La sencillez de nuestro amor, que lo hacía único, montones de corazoncitos regados por el tranquilo espacio.

¡Ana! Quería despertarla, no perder ni un segundo sin escuchar su voz, sus palabras dulces e inspiradoras, la quería más, más que anoche cuando firmamos, en una servilleta de papel, nuestro compromiso, en un ritual mágico, Ana y yo, desnudos en la terraza privada de nuestra habitación, la luna redonda como una naranja y las estrellas adornando nuestra propia fiesta. Nos prometíamos vivir juntos por siempre. Los testigos:  la Luna y las Estrellas.

Pero Ana nunca despertó, se fue sin decir a dios, con su corazón repleto de amor, Ana mi amor.

INTRUSIÓN por Yolanda Nava

Estamos frente a ella. La miramos. ¿Nos mira?

— ¿Cómo se llama la casa, papá? Pregunta mi hija.

— Las casas no tienen nombre, le digo. Pero ella dice que sí, que sí lo tienen. — La casa de mi muñeca se llama “mansión de la Barbie”, así que esta casa se puede llamar Casa Colomba. Sonrío ante la idea de mi hija. Colomba es el nombre de nuestra benefactora. Le digo que sí, que vale, y abro la puerta que cede después de un lamento bronco.

Nos golpea un olor acre, rancio, que parece emanar de suelos y paredes. Avanzamos con la cautela de una visita de compromiso. Ya en el salón lo primero que hacemos es abrir las ventanas. Mi hija se lanza a la mecedora y “se la pide”. “Hay que cambiar cosas”, sentencia mi mujer mirando los gruesos cortinones bermellón manoseados y cargados de olvido; tal vez atesoran los secretos de los protagonistas del enorme cuadro que preside la estancia; es curioso, es una familia de tres miembros, como la nuestra, la pequeña debe tener la edad de nuestra hija.

Llegamos al dormitorio. “De aquí hay que tirarlo todo”, anuncia mi mujer, acompañando con el gesto circular de su brazo derecho la afirmación. Se suceden visillos oscuros, suelos enmoquetados, cuadros y adornos recargados y desvaídos.

Pero la casa nos gusta. Es amplia, bien distribuida y llena de posibilidades.

El grito de nuestra hija desde la primera planta, nos empuja hacia la escalera. Cuando llegamos al salón, las ventanas están cerradas y con las cortinas echadas, nuestra pequeña está en la mecedora, una manta de ganchillo la inmoviliza, mientras el mueble la mece sin cesar. Escuchamos cerrarse todas las ventanas, correrse las cortinas y estallar lámparas y bombillas.

En la semi-oscuridad resaltan los rostros de la familia del cuadro que nos miran –severos-, con nuestros propios ojos.

EL REGRESO por Yolanda Nava

El poyo de piedra tiene las aristas redondeadas, erosionadas por el roce de muchas manos. Pero ahora está vacío. Las ventanas están hambrientas de colores y el interior de la casa ávido de aire fresco. Deja la maleta a unos metros de la puerta. Se queda mirando. El tejado parece vencido por el peso de un cielo que amenaza con caérsele encima; la puerta necesita unas manos de pintura y el columpio, que sigue colgando como entonces del manzano de la entrada, se hunde por el peso del vacío.

Se siente tentada a dar media vuelta. A seguir deglutiendo los recuerdos que la mantenían en pie, allá en la ciudad. No soporta la derrota de la casa. Porque eso es lo que tiene frente a sí, una casa vencida, herida de muerte por la estocada fatal del abandono.

Busca sin éxito los geranios con su orgía de colores en el balcón. Busca sin hallarlos a Mis y a Jilguero, y a las pitas en el cercado medio caído.

Prueba la llave. La puerta lanza un lamento. Se la figura un reproche, y el olor a cerrado que la recibe, otro.

En el mueble del salón siguen las fotos. Sus padres con las ropas de domingo, los abuelos vestidos con ese luto que el tiempo desvaía, pero no borraba porque lo alimentaban desde dentro, y porque siempre había un muerto reciente al que honrar.

Sale fuera. Se sienta en el poyo. Con los ojos cerrados mira en su interior y decide resucitar Casa Colomba porque, aunque parece derrotada, al igual que ella, no está hundida.

¿SUCEDIÓ ALGUNA VEZ? por Felipe Montoya

La ciudad estaba callada, un clima templado reinaba en las calles, del mismo se podía cerciorar recordando la frase del veterano indigente ayer que como a las cuatro de la tarde había capitulado con resignación asertiva “hoy no hizo ni calor, ni frío” y así fue, nunca había estado más de acuerdo con el anciano. La verdad era que aquellos días estaban cargados de una medianía inverosímil, estaba sentado en la sala de la casa Colomba (o por lo menos eso creía) y podía imaginar las aceras vacías, y la atmósfera gris casi sepia abarcando todo de izquierda a derecha, desde el asfalto silente hasta donde las nubes se arremolinaban allende en densas esferas, se sentían los estrechos pasadizos del barrio rodeados por una pesada capa etérica, que nadie osaba rasgar porque no había ningún suceso aparente que ameritara hacerlo, se diría que no incomodaba más que a unos cuantos seres inquietos, forasteros que circulaban por el parque llevados allá por sucesos de abigarrada índole con un denominador común; cada uno escapaba de su abismo personal.

Se los podría describir de entrada como criaturas ansiosas que al pasar por el barrio sentían ganas de rebelarse ante la tiranía del anquilosamiento local, sentían sus pasos siendo engullidos por una fuerza aberrante, sus movimientos exacerbados como el arrebato postrero de alimañas atrapadas en una red; en el culmen de una resistencia estéril. Un instinto inexplicable se apoderaba de los viandantes, hubieran podido gritar y de hecho una energía bullía vehemente en sus vientres, el prurito de ratificar su capacidad de desgañitarse, como un fuego que luchaba por salir descontrolado y explotar como un látigo sobre el lomo de una bestia, pero comprendían prontamente que ese energía no obtendría replica alguna en el mutismo cóncavo en el que se adentraban más y más, sentían la necesidad de corroborar su voz, saber que eran capaces de articular palabras y se encontraban con que ese látigo restallaba con fuerza sobre una inmensa roca de granito, el cual permanecía erguido sin estremecerse ni un segundo, ni siquiera desmoronarse un poco. Así que de vez en cuando se escuchaban unos chillidos frenéticos que emergían sin convicción desde los aparatos vocales de la gente, la maquinaria sin duda funcionaba, pero tenían la certeza de que no había objeto en ir por la calle gritando y al comprenderlo empezaban a vagar sin rumbo, murmurando cosas para no desesperarse.

Los devotos mascullaban plegarías que eran ininteligibles a un metro de distancia, otros cantaban muy quedamente canciones que habían olvidado que existían, él se limitaba a seguir el hilo de pensamientos confusos previos a la redacción adecuada, la observación objetiva de un suceso que podría cambiar el curso de las cosas en su mundo inmediato. Se preguntó si lo mismo ocurría en otras latitudes, otras ciudades, otros países… ya no importaba mucho porque aquella apatía empezaba a congelar sus pensamientos, y se sintió profundamente identificado con el susurro nostálgico del viento en los árboles, con las piedras, con el lápiz, con la hoja de papel y esas fueron las últimas palabras jamás escritas.

PIEDRAS EN LA MEMORIA por Raul Clavero Blazquez

Avanzamos, como avanzan los miedos en mitad de la noche.

El sol parece detenerse un instante sobre el manto relajado del río, pero nosotros avanzamos, fieles a nuestro paseo habitual de cada martes. Y a pesar de que tus pies se han quedado mudos, a pesar de que tus dedos ya no anidan en los míos, y he de empujarte, sintiendo en cada metro el peso de todas las promesas pendientes, y el de todos los sueños que ya no se han de cumplir, y el de la suma de los instantes, todos, que se pierden irremisiblemente por el sumidero del calendario, a pesar de que las palabras ya no importan, simplemente avanzamos.

Los manzanos parecen mirarnos con benevolencia, y agitan levemente sus ramas al paso lento de nuestros cuerpos encorvados, como si quisieran saludarnos o disculparse por renacer de nuevo, cuando nosotros estamos ya cerca de caducar.

Avanzamos entre estas calles de piedra en las que se cartografía nuestra historia ¿Recuerdas? Detrás de aquel muro, junto a la Casa Colomba, te encontré cuando te conocí. Jugábamos al escondite, tú acababas de mudarte con tu familia a este pueblo, y en cuanto te vi supe que al encontrarte te había encontrado para siempre. Bajo la sombra del campanario, ¿recuerdas?, nos refugiamos en otra ocasión, adolescentes ya, para besarnos por primera vez. Y sobre este adoquín, o quizá fuera encima de aquel otro, me arrodillé para ofrecerte un anillo, ¿recuerdas? No, sé que ya no puedes recordar nada, porque fue también durante uno de nuestros paseos, hace ya varios otoños, cuando me contaste que tu tiempo terminaba, que no tardarías demasiado en replegarte dentro de ti misma, en desvanecerte despacio. Entonces te hice una promesa: conservar en mi todo cuanto hubo entre nosotros, hacer lo posible por mantener hasta el final la discreta placidez de las rutinas, y por eso avanzamos, hasta llegar a esa otra pared, ya casi derruida, pero quizá la más importante de todas. Avanzamos, hasta que la roces de nuevo con tus ruedas. Avanzamos.

Cuando estemos a su lado, elevaré tu mano, y sentiré que tu piel, plagada de grietas de profundidad incalculable, de pronto se funde con la piedra que elegimos aquella tarde en la que todo fue posible, y tras deslizar tus dedos morosamente por todos los perfiles de su rugosidad, encontrarás, ya disimulado por el castigo de muchos inviernos, el contorno inconfundible de un corazón en el que aún palpitan, grabados para la eternidad, nuestros dos nombres. Y me parecerá que sonríes mientras dibujas con tus yemas cada una de mis letras, y me mirarás, y por un instante fugaz, como lo son todos los momentos de felicidad verdadera, querré creer que me reconoces.

REFUGIÁNDOME EN EL TIEMPO por Belén Moyano Moreno

Lloraba desconsoladamente, no tenía forma alguna de parar o evadirme de aquella insufrible situación en la que me encontraba, hundida, rota por dentro y lo peor, enamorada. Lo único que calmaba mi ansia era un café en el porche de Casa Colomba mientras admiraba sorprendida las estrellas sobre mí.

Desde el momento en que lo vi supe que era él, mis pupilas se dilataron, mi corazón comenzó a bombear de manera intensa y continua, mi boca se secaba constantemente y mis palabras se refugiaron en lo más profundo de mi alma para soltar breves sonrisas tímidas que no coincidían con mis pensamientos. Mis manos sudorosas y mejillas sonrojadas demostraron mi inocencia y sentimientos hacia Frank.

Lo nuestro fue algo distinto, muy diferente; hasta el punto de que solo nos preocupábamos por conocer el uno al otro, vernos a escondidas y saber cómo pasábamos los días y momentos cuando estábamos separados. A su lado el cariño y la ilusión nunca me faltaban, muchas veces llegué a pensar que lo que estaba viviendo era un sueño, que no podía ser cierto ni real. Hasta que llegó el momento en el que abrí los ojos y todo lo que sentía, pensaba y creía, se desvaneció en una milésima de segundo, dónde mi corazón quedó completamente roto y en la oscuridad más profunda que existía.

No supe cómo reaccionar, ni cómo luchar por él, no supe qué hacer. Mis únicos sentimientos eran dolor y rabia; y un profundo agujero que se preguntaba si realmente sabía quién era Frank y sobre todo, quién era yo. Lo odiaba, llegué a pensar que lo único que quería era burlarse de mí. Toda pregunta y sentimiento de culpa me cubría. ¿Era yo la culpable? ¿Había hecho algo mal? ¿Había dejado pasar demasiado tiempo?

Solamente podía hacer una cosa, dejar que todo fluyera y que se enfriase todo aquello que habíamos avivado juntos, distanciarme de sus tiernas manos y dejar de pensar, de pensarle. Quizás no fui lo suficientemente valiente para ir tras él, pedirle motivos, explicaciones… Pero, al fin y al cabo, no éramos absolutamente nada. Solo éramos recuerdos, inesperados abrazos por la espalda, visitas vespertinas y aquel beso que quedó para siempre secreto en mis labios y en mi alma. Quizás no estábamos hechos para estar juntos, ni para ser felices, quizás.

Hoy sigo sin saber si para él yo fui algo más que una simple chica o si realmente fui algo importante, más sincero y profundo de lo que imagino. Aún recuerdo cada uno de los momentos, de las peleas y sobre todo, de las risas y apodos que me ponía. Recuerdo cómo erizaba mi piel con tan solo acercarse a mi cuello, recuerdo su cara, sus profundos ojos y su olor; ese olor que me volvía loca, loca de amor; y que aún recordaría si cerrase los ojos.

A día de hoy, solo sé que mi inocencia e ingenuidad por aquel entonces posiblemente me llevaron a esconder realmente mis sentimientos y emociones. Ahora sé quién soy, y para ello solo me hizo falta tiempo.

DESHIELO INTERIOR por Raul Castañón del Río

A veces sucede. Un rayo de luz, un instante inspirado, un acierto. Incluso a mí me sucedió; anoche mismo, mientras escuchaba la radio. Estaban trascendentales virando a metafísicos, hablando nada más y nada menos que de la propia vida, de cuánto merece la pena siempre; y más aún al vivirla con plenitud. Leían en antena cartas de los oyentes, intercaladas con estrofas de poemas ilustrativos musicados muy a propósito. Y tanto que me ilustraron, porque pronto me di cuenta que debía dar un giro a mi vida. No sé si sería por el sentimiento tan marcado de las cartas y los poemas o por hallarme yo especialmente sensible y receptivo ante el receptor, pero aquel rosario de palabras que parecían todas mágicas iba encendiendo en mí luces que creía olvidadas; luces que en algún momento olvidé encender. Mientras la noche se iluminaba de poesía, noté cómo me envolvía una antigua armonía y acepté de buen grado la incitación. Experimenté el gusto superior de fondear bajo la cascada de imágenes proyectada desde las ondas. Inmerso en una rapsodia de palabras y pensamientos acordes, recordé aquel inolvidable fin de semana en la Maragatería, entre los ríos y arboledas acogedores de Casa Colomba, paradigma de reconstrucción natural desde la nada; lo que me gustaba recibir el sol de la mañana, suave y luminoso; cuánto disfruté tomando baños de luna o dejándome despeinar por una brisa acariciadora, una mano amistosa, una melodía entrañable, un aroma evocador; cómo aprecié la lluvia arroyando muelle por los cristales, el regusto dulce de un café con charla, el nombre-baluarte de un ser querido, las nostalgias de algún que otro beso, las campanas doblando por una conquista de amor, el incendio del horizonte por el crepúsculo, una palabra cálida susurrada en el momento preciso. Momentos preciosos rescatados de los desvanes de la memoria, de los desmanes del tiempo, restablecidos y vueltos a pasar, alegres y cordiales, por el corazón en un estimulante circuito de impulsos nuevos y ganas de vivir.

El receptor continuó emitiendo más y más pinceladas undosas para colorear mi noche de inflexión y de ruptura puntuales. Era la noche señalada en mis sueños, la que pondría fin a la noche permanente y a la pesadilla: el giro primaveral, el deshielo de mi propio corazón hibernado. Nada de lo descrito o evocado era fantasía; al contrario, todo era tan real que podía sentirse de primera mano con tan sólo adelantarse un paso. Así fue como me dormí anoche, noche luminaria y amanecer, arrullado por las ondas y seguro de poder cumplir el sueño de la recuperación de las pequeñas cosas que lustraban la vida. Y eso me he decidido a hacer desde que lo contemplé como posible: salir a la calle sin prisas ni cortapisas, recuperar el terreno perdido tiempo atrás, no perder más tiempo con lamentos y rencores estériles. Había demasiado premio en vivir.

LA CASA ENTRE EL RÍO Y EL CIELO por Jesús María García Albi

¿Quién dice que un pajar nunca puede evolucionar y convertirse, con el paso del tiempo, en un lugar mágico, misterioso y subyugante a su vez?

Si hay alguien, verá que está totalmente equivocado si se aposenta en la Casa Colomba, en la maragatería leonesa, un lugar increíble e irrepetible.

Y no sólo porque donde antes se almacenaban pacas de paja, ahora se aposenten cómodamente personas con mascotas si ha lugar. No sólo porque donde los aperos de labranza descansaban apoyados en sus paredes, ahora albergan éstas una chimenea que además de calor hace acogedor el lugar, estanterías con libros, TV y accesorios de cocina,…

Es también por la influencia del Río Turienzo que discurre en su cercanía y sus…

Esos “sus” dependen de cada uno de los viajeros que rindan sus cuerpos en dicha casa rural y su actitud y aptitud personal.

Lo que si puedo deciros es que a nadie dejará indiferente su estancia en dicho pajar. Unos recordarán sus años de infancia cuando ir “al pueblo” los veranos e, incluso, por Navidad, era el mejor destino al que podían aspirar. Y el que no tenía pueblo, era digno de compasión o, más bien, de lástima.

Otros recordarán sus años de infancia y de escuela, antes de partir de su pueblo natal, para la ciudad con el objetivo de hacerse un hombre de provecho y no un eterno “destripa terrones como lo soy yo, tu padre y lo eran tu abuelo y tu bisabuelo, que en gloria estén”.

A algunos, inclusive, el olor a paja les recordará sus primeros lances amorosos transgresores e inconfesables, en aquellas épocas en que un beso y un baile “agarrao” ya eran casi pecado. ¿O sin el casi?

No quiero aburriros y menos aún deseo que los seres que durante el día se desperezan por el Turienzo, llegando hasta el Río Tuerto en el que afluye y que por las noches se recogen entre las paredes de la Casa Colomba, prestándole su protección y sosiego, ayudando a conciliar el sueño a los visitantes, se puedan incomodar conmigo.

Incluso sé, de buena tinta, que algunas parejas que llegaron a dicha casa a punto de convertirse en desparejas, después de su estancia, han partido mucho más enamoradas que nunca antes lo habían estado y que su futuro saben será seguir juntas.

Sí, algunos les llamaréis duendes, otros pensareis que son hadas, aquellos incluso gnomos. Da igual. Imaginadlos como queráis, pero tened por seguro que todos y cada uno de vosotros estaréis en lo cierto. Hacen de la casa su lugar de retiro. Desde ella  expanden sus efluvios beneficiosos a los que paran entre sus cuatro paredes.

Y si sois perspicaces, cuando os encontréis junto al fuego de la chimenea, con vuestra mascota a los pies, escucharéis, entre el crepitar de la leña, alguna risita, algún cuchicheo, por su chimenea de excelente tiro, que hará levantar las orejas al lebrel.

DOS JÓVENES por Miguel Angel García

Dos jóvenes

Se besan.

Notan algo húmedo.

Un grupo de sonrisas se enamoran a lo idiota.

Es su primera vez. Están en Casa Colomba.

Encima de los cuerpos, un canto obsceno de placeres, se ponen a experimentar

de un lado a otro.

La aventura, de lo rural, inhala su esencia.

Y ya no escapan.

CARTA A JULIO por José Manuel Gómez Vega

Querido Julio:

Creo expresar la opinión de todos los meses si te digo que regresamos encantados del concejo del año celebrado en Santa Colomba de Somoza. Ya sabes que, siendo diciembre, me paso el año ocupadísimo planificando celebraciones navideñas por todo el orbe, de ahí que disfrutase tanto de esos días de relax en la Casa Colomba, los doce juntitos como en familia.

¡Cómo gozaron abril y mayo bañándose en el Turienzo! ¿Te lo comentaron? No imaginaban que en la Maragatería iban a encontrar ríos tan magníficos. A Noviembre y Aries, en cambio, les dio por el senderismo y cada noche regresaban para describirnos las asombrosas sendas que se asomaban a los montes Teleno e Irago, o lo sobrecogedoras que les resultaron las lagunas Cérnea y Fucarona donde los romanos lavaban el oro.

Pero si te escribo esta carta no es solo para decirte lo mucho que disfrutamos de la estancia y lo relajados que volvimos a nuestras estaciones, sino también para disculparme por haberme opuesto inicialmente a la celebración del concejo en verano y en tierras del interior. Compréndeme, tanto a mí como a enero y febrero los calores nos imponen mucho respeto, por eso habíamos sugerido Islandia, a lo sumo Irlanda. Pero, ¿cómo agobiarse uno a la fresca de esos bonitos patios empedrados? Además, nuestros recelos se esfumaron definitivamente ante la hospitalidad de los maragatos y su gastronomía. ¡Nunca imaginé que se pudiera disfrutar de un cocido en verano!

En el apartado de chismes, decirte que marzo y octubre, a veces, en lugar de salir a disfrutar de las actividades turísticas que nos programabas, se quedaban sentados en la terraza de la Casa Colomba poniéndose ciegos a un vino del Bierzo que juraban era excepcional. Y en cuanto a tu compadre Agosto, ¿te fijaste en cómo se arrimaba a la escultural Septiembre? ¡Como dos bolos maragatos! Hasta la acompañó a hacer senderismo por un tramo del Camino de Santiago y volvieron más agarrados que unas castañuelas.

Con todo, lo que a mí más me gusto, lo que me robó el corazón, fue la excursión que hicimos de noche hasta el Torreón de los Osorio. ¡Qué bonitas lucían nuestras casas en un cielo tan limpio!

Es más, pienso proponer a Santa Colomba de Somoza como sede permanente de nuestros concejos de verano. ¡Ya solo pienso en volver!

Un abrazo muy fuerte de (la no tan vieja) Diciembre.

DESTINO por Mercedes González Rojo

Llevaba unos cuantos días buscando un lugar en el que quedarse.  Se había enamorado de aquel paisaje que le sumergía en la magia de otros tiempos, con sus grandes bosques en los que robles y encinas se hermanaban y un aroma a jara, tomillo y cantueso lo invadía todo; aquellos caminos alejados del bullicio en que el turismo lo sumía todo; aquellos pueblos donde el tiempo parecía haberse detenido para devolverle a la vida todo su sentido.

Había llegado hasta aquí buscando un refugio en el que curar las heridas de su alma y hacerse de nuevo con las riendas de su vida. En su lista de espera cumplir con el compromiso editorial que llevaba demorando varios meses y, sobre todo y aún más importante, salvar la relación con la compañera de toda su vida que, en los últimos tiempos, se le estaba escapando de entre las manos. Había llegado hasta estas tierras siguiendo el consejo de un buen amigo que le auguró que aquí encontraría otro ritmo y, con él, su propio latido y el sentido de su vida.

No se había equivocado. Tras varios días de recorrer caminos y lugares sus pasos habían arribado a este pueblo donde la luz acariciaba las piedras de las casas, donde el silencio se enseñoreaba de las calles y un rumor de tiempo antiguo le invitaba a olvidarse de las prisas del presente.

Paseó el lugar a esa hora en que el sol comienza su lenta retirada y torna aún más hermosos los paisajes y los rostros; a esa hora en que despiertan más intensos los aromas de las flores y entonan los mirlos de nuevo sus canciones. Paseó las calles silenciosas hasta que sus pasos se detuvieron frente a aquella casa presidida por un inmenso portón de color añil que al momento atrajo su atención hacia ella. Se dejó caer en el poyo situado a uno de sus lados e instantáneamente sintió como le embargaba una paz profunda. Apoyando su cabeza en la pared aún caliente, cerró los ojos y se dejó llevar. El calor acumulado por la piedra penetró lentamente por cada uno de sus poros con una vivificadora sensación de bienestar. Respiró profundamente antes de abrirlos de nuevo y al hacerlo vio acercarse calle arriba la anciana figura de una mujer como surgida de otros tiempos. Le preguntó dónde se encontraba.

  • Está usted sentado en “Casa Colomba” – contestó la anciana.
  • Casa “Colomba” – musitó para sí mientras su mente se llenaba del significado de ese nombre y del color añil que enmarcaba sus puertas y ventanas.

Y en ese momento supo que, por fin, había llegado a su destino.

VOCES por Andrés Ruiz Díez

Llegué sobre las once de la mañana. Había madrugado pues el camino hasta aquí era largo. El lugar me acogió incluso antes de bajar del coche, tranquilo y sosegado. El sitio era perfecto para huir de las voces. Sí, esas voces que resuenan por todas partes y no me dan tregua. En ocasiones consigo aplacarlas, pero no por demasiado tiempo. Todo el mundo dice que se irán con el tiempo, pero… ¿Y si yo no quiero que se vayan?

Entré en la casa, incluso me descalcé para hacer el menor ruido posible.  No quería romper con mis pisadas la calma y la paz que se respiraba. Los muebles perfectamente colocados, los detalles finamente cuidados. Esta era la Casa Colomba, el lugar que muchos me habían recomendado para mi descanso. Pero yo sabía que me seguirían hasta aquí. Los instantes de tranquilidad que el lugar me brindaba se romperían en cientos de desquiciantes esquirlas que se clavarían en mi cerebro. Respiré profundamente y me resigné.

Comencé a deambular por la casa, visitando cada estancia, cada rincón. A cada cual más acogedor que el anterior. No sabía si estaba permitido, pero saqué una silla de la casa y me senté a contemplar el paisaje.  Oía el rumor de un río cercano, el canto de los pájaros que anidaban en los arboles. Todo, absolutamente todo, era perfecto.

No sé si me quedé dormido o si simplemente mi conciencia se perdió entre las ramas de aquellos árboles, volando libre a lomos de la brisa que soplaba. El caso es que para bien o para mal, hacía mucho tiempo que no me sentía tan descansado. Aunque no duró mucho. Mi mente se giró solo un segundo a ese rincón oscuro y mi se corazón aceleró.  Habían vuelto. Al principio eran solo un susurro lejano que deslizaba hasta mí, pero pronto las volví a oír.

Y ahí estaban, gritándome, ordenándome e incitándome a hacer cosas que no quería hacer. Tenía que ser fuerte, tenía que recuperar el control y demostrar que no podían manejarme a su antojo. Me levanté de la silla, respiré hondo y entré en la casa. Todos los que han vivido lo mismo que yo dicen que cuando las dejas de escuchar, las echas de menos. Por eso yo no quiero que se vayan, no quiero que se callen. Puede que a veces saquen de quicio, pero, al fin y al cabo, las voces de mi mujer y mis hijas son el sonido de aquello que más amo en el mundo. Irritantes, cálidas, mandonas y a veces también insufribles. Pero las quiero.

Tal vez pareció egoísta, pero cuando le dije a mi mujer que me adelantaba con el otro coche, solo me sonrió y me besó en señal de aprobación.  Quería llegar el primero y disfrutar del lugar. Quedarme solo para mí esos momentos de paz que nos ofrecía la Casa Colomba.

CUESTIÓN DE MAGIA por Lara Suárez-Mira Reija

Tenía yo seis años cuando sucedió. Vivía en León, en la comarca de Maragatería, en una preciosa casita de cuento de hadas. Era una casa muy pequeña, de tejado marrón y pintada de rosa. Allí vivíamos mi hermano, mi madre y yo. Éramos muy felices. A la derecha teníamos el supermercado y a la izquierda una frutería. Por la parte de atrás de nuestra casa había un jardín en el que se hallaban unos columpios, un tobogán, una mesa y una barbacoa. Mi habitación se encontraba en el piso de arriba y estaba repleta de juguetes. Mi hermano Fran tenía la suya en el ático y yo nunca me atrevía a subir porque las escaleras me daban mucho miedo. Enfrente tenía la casa rural “Casa Colomba”, una hermosa vivienda destinada a los turistas para pasar un buen fin de semana. Iré al grano. Íbamos andando mi hermano y yo por el medio del bosque para recoger unas bayas cuando nos dimos cuenta de que nos estaban siguiendo.

-¿Quién anda ahí? ¡Muéstrate! dijo Fran, mi hermano mayor.

-Fran, tengo mucho miedo, quiero irme a casa. Mamá se va a enfadar porque ya llegamos tarde.- mentí

-No, no nos vamos hasta que nuestro perseguidor se muestre.

Entre las sombras de los árboles pudimos ver a una persona de mediana edad, de pelo oscuro, pecas y ojos saltones. Constitución media, bajito y con cara de pocos amigos. No me gustaba nada la idea de entablar conversación con aquel extraño, así que agarré a mi hermano por el brazo y corrí hasta que mis pequeñas piernas cansadas dijeron basta. Fuimos a parar a unas ruinas. Mi hermano se sentó en una roca y observó todo el lugar desde allí.

-Fran, ¿estamos perdidos?- le pregunté.

-No cariño, ya vendrá mamá a buscarnos. Las madres tienen un sexto sentido que les dice donde están sus hijos.- me respondió él.

-¿Y esto qué son?- le expuse.

-Son ruinas romanas, lo he estudiado en el colegio.

-Fran, la magia de la casualidad nos sacará de aquí, no temas.

-La magia está en uno mismo, así que saldremos de aquí por nuestro propio pie.

-Vosotros dos salid ya de aquí, soy el guardia de seguridad de este recinto y no tenéis permiso para estar aquí.

¡Era el señor que nos habíamos encontrado en el bosque! Estábamos salvados. Nos llevó a casa con mamá y le relatamos la aventura vivida, como estoy haciendo ahora yo con vosotros, nietecitos.

-Abuela, ¿crees que la magia de la casualidad existe?

-Pues claro que no cariño. Como dijo un buen amigo mío, la magia está en uno mismo.

UN MUNDO FELIZ por Miguel Angel Cercas

Mi hija me lo contó un millón de veces. Esa noche no podía dormir, y no era porque hiciera calor -algo raro en León- o porque estuviera otra vez con su dichoso dolor de estómago. Es que una idea le rondaba por su cabeza una y otra vez: ¿qué debía hacer con aquel pajar que había heredado hacía ya tantos meses? Vuestra madre se levantó por undécima vez de la cama y se puso a ojear una revista. Aparecían todo tipo de casas rurales. Volvió a intentarlo y por fin concilió el sueño. Aunque le esperaba un día duro de trabajo, se despertó ilusionada porque, primero, se pasaría toda la tarde de tiendas -algo a lo que nunca me acostumbré- y segundo, porque había quedado para tomar el café de la diez con Gerardo, un antiguo compañero de flirteo de su época universitaria. Él, arquitecto, andaba como sin rumbo porque el negocio de la construcción había caído en picado. Marisa le contó de sus dudas y él, en una servilleta de papel, le dibujó una solución. En ese momento una paloma se posó en la mesa donde estaban y a ella le pareció que se cruzaban las miradas. “Estoy estresada de la ciudad y del trabajo; un respiro, no sé, un año sabático, o dos, me vendrían bien”, se me quejaba. Se atrevió a hablar con el director del banco donde trabajaba que, a su pesar, dio su consentimiento. Y allí estaba mi niña, en mitad de la maragatería intentando cumplir un sueño. “Ya está bien de tantas prisas, de tanta presión por cumplir objetivos, sin tiempo para buenas conversaciones; ¿no seré capaz de construir un ambiente tranquilo donde pueda saborear una comida sana sin necesidad de mirar continuamente el reloj y de dar un paseo en medio de la naturaleza? ¿no seré capaz de crear algo donde los pequeños detalles tengan valor por sí mismos?”. Entró en Google y se sorprendió al encontrar que esa filosofía de vida a la que ella aspiraba ya existía desde hacía algún tiempo: era el llamado movimiento slow (lento). Observó maravillada cómo había un slow para las comidas, y un slow para las tecnologías, y otro para la moda e incluso, y con esto alucinó, una filosofía slow para las finanzas. “¿Por qué no un slow para los negocios?”, me planteó. Al cabo de dos años ya había creado “La asociación despacito y buena letra” (ADYBL) con sede en su Casa Colomba. En la primera convocatoria presencial, y porque se movió bien por las redes sociales, consiguió reunir en un fin de semana a doscientas personas en Astorga. Vinieron de todas partes e incluso Obama, que en ese momento estaba de visita por Rota, se mostró interesado por esta nueva filosofía empresarial. A esa reunión acudieron muchos medios de comunicación; el Paí shizo un especial en sus páginas centrales sobre “Negocios slow” y citó como pionera a vuestra madre y su casa rural. Pero lo que con más cariño recuerda ella de esos principios -así lo recoge su diario- fue el encuentro que tuvo con vuestro vecino David, siempre educado, que en aquel tiempo no tendría más de doce años. Se le acercó sonriente, le cogió la mano derecha y le dijo: “Marisa, muchas gracias. El fin de semana pasado, mis padres, curiosos por conocer tu proyecto, vinieron a pasar unos días a tu Casa Colomba. No entiendo bien qué les pasó allí. Solo que ahora han vuelto a ser otra vez mis padres y ya no se gritan”. Ella le miró, le acarició la cara, y cayó en la cuenta, en ese preciso momento, de que ya no le dolía el estómago y de que ya podía volver a dormir tranquila, que su sueño empezaba a dar sus frutos: poco a poco y como a ella -desde hacía dos años- le gustaba hacer las cosas, cuidando lo pequeño.

Fue a los cuarenta cuando mi Marisa volvió a sonreír.

ROAD MOVIE por Joaquín Olmo Martínez

La joven alemana sostuvo en un castellano vergonzoso que era el destino quien la guiaba y dictaba en todo momento aquello que debía hacer. Aunque realmente pudo haber dicho lo contrario. Se limpió las foceras de tomate de los macarrones, pagó y abandonó apresurada el bar. Justino sintió aquellos cabellos de oro que le rozaron la nuca en su espantada como unos rayos tumbando a un Saulo cualquiera. Se dijo que no estaba de acuerdo en lo del destino, pues o no existía o, de hacerlo, no cabía con él preocupación alguna, pues nos era inaprensible. O quizá fuera al contrario. Esa noche, en su cama, le dio vueltas. Y sintió el ardor de aquellos rayos de media tarde. Tuvo que echar mano al bolsillo del pantalón, que reposaba en la silla, para recordar quién había ganado la partida. Tal era el encantamiento en que la presencia de la chica le había sumido. Ni siquiera le dio a su madre un beso de buenas noches al salir de la salita. «Yo también quiero descubrir mi destino» ―se oyó decir―; tanta paja mental de mierda…». Poco tuvo que preparar, pues no se le conocía oficio en el pueblo (una pensión de viuda con un huerto eran sustento suficiente para dos personas de su parquedad). A su madre, que no comprendía nada, le dijo que iba a probar, o a probarse, que necesitaba sentirse al menos una vez en la vida protagonista de su propia Easy Rider. «¿Ya estás con esas tonterías?». Que quería buscar en la carretera su propia vida, continuó él, sordo a cualquier objeción. «¿Pero y no es ésta? ―sollozó su madre― ¿Ni siquiera vas a desayunar aquí?». Justino negó con la cabeza, le dio un abrazo y se echó al Camino. Necesitaba encontrar a aquella chica alemana que ya le sacaba casi un día de ventaja.

Se notaba el buen tiempo en las decenas de peregrinos que, a mediodía, le adelantaban a un ritmo inalcanzable. Cuando por fin llegó al albergue, con el sol ya casi rendido, los gerentes le saludaron entre amables y sorprendidos; «¡coño, Justino, pero tú qué pintas aquí!». «Ya veis… Oye, ¿habéis visto a una alemana rubia de ojos claros?». «Desde luego que sí, ayer veríamos a unas siete. Y el otro día se pasó un grupo de treinta». Justino, abatido, intentó convencerse de que el destino le facilitaría las cosas; era el primer día y eso no eran más de diez minutos de metraje. Uno, dos, tres, cuatro. Y cinco albergues después, Justino empezaría a sentir cierto gozo con la ambivalencia de confirmar sus ideas iniciales y sentir que, aun así, aquel viaje hacia el oeste le estaba haciendo sentirse realmente vivo.

Sería un solo día más tarde, esperando en un bar a que una peregrina liberase el teléfono para poder hablar con su madre, cuando, entre risas y muchas consonantes fuertes impropias de un cuerpo tan menudo, distinguiría con extrema nitidez las palabras Thelma‐und‐Louise. Cuando la chica colgó y se giró para liberar el aparato, Justino se plantó delante de ella y, señalándose un dibujo de su camiseta negra, dijo: «Easy Rider». Ella sonrió. Se sentaron juntos. Hablaron de la Ruta 66, cada uno en su idioma. «Motel», dijo ella al cabo de unas horas. Y él comprendió. Preguntó entonces por algún alojamiento «más… Privado» y les indicaron una casa rural a las afueras del pueblo, «Casa Colomba». Mientras salían del albergue, Justino se preguntaba por la distancia que restaría hasta los títulos de crédito.

NOCHE DE LOBOS Y LUCIÉRNAGAS por Isabel Jiménez Moreno

Adoraba aquella casa de adobe y piedra construida por mis abuelos en la posguerra, en la umbría de Sierra Colomba. La Casa Colomba, aunque para todos fue siempre la casa del tío Calisto, tenía un zaguán, una bodega, un cuarto ciego donde no me atrevía a entrar y donde guardábamos las patatas, la cocina con una chimenea enorme y dos habitaciones. En el exterior, un horno de barro donde hacíamos el pan, el emparrado y el corral, y dentro del corral había una higuera, una pila de piedra, un gallinero y la puerta de acceso a la viña. Todo un paraíso.

La Fuente del Aliso y las numerosas pozas, que servían a su vez para el riego de huertos y prados, nos surtían de agua. En el interior de la casa nos alumbrábamos con un candil, y fuera nos alcanzaba con la luz de las estrellas, si hacía noche clara. En ocasiones, papá decía “vamos a dar un paseo hasta la Charquilla”, y nosotros le seguíamos excitados por la aventura y un poco sobrecogidos por la oscuridad. Si teníamos la suerte de encontrar gusanos de luz1, cogíamos uno entre las manos y decíamos: “Mira, papá, yo me alumbro con mi linterna”, y papá sonreía.

Después de la cena nos sentábamos todos al fresco en los poyetes de piedra del corral, debajo del emparrado que durante el día nos daba sombra. Ese momento de descanso, el de antes de irnos a la cama, era el que los mayores aprovechaban para comentar los pormenores del día y para planificar las próximas jornadas. A veces también recurrían a sus recuerdos de niñez y juventud y nosotros escuchábamos con atención. Las historias que más nos gustaban eran las de lobos: cómo acechaban por la noche y cómo aquellos ojos brillantes te hipnotizaban si los mirabas fijamente y ya no podías huir de ellos. Nos agarrábamos la mano con fuerza el uno al otro temblando de miedo, pero fascinados. Y cuando había visita, escuchábamos de nuevo aquellas historias con la emoción de la primera vez.

Aquella noche vino a vernos tío León, que vivía al otro lado de la viña de la tía Martina, y la conversación se fue animando.

– ¿Te acuerdas de Fulgencio? Se lo comieron los lobos cuando venía de ver a su novia. Sólo quedaron las alpargatas. Nosotros abrimos los ojos y nos miramos el vello de los brazos, que apuntaba hacia el cielo.

-Y anda que a Quico… porque salió tu padre dando voces, que si no se lo comen también. Justo ahí, debajo de mi corral. Lástima, a ese se lo podrían haber comido. Dijo el tío León.

-No diga eso, que están los niños. –mamá quiso hacerle un reproche, pero se le puso cara de guasa. Nosotros nos dimos un codazo y soltamos una risita. Todos sabíamos que el tío Quico tenía muy malas pulgas.

Aquella noche sentí la necesidad de orinar y cuando ya no pude más le dije a mi hermano que me acompañara. Muertos de miedo, salimos y nos acercamos a la higuera, cuidando mucho de no mirar más allá del corral, no sea que desde la cancela un par de ojos brillantes nos dejaran paralizados para siempre.

Luego corrimos los dos hacia la casa y atrancamos la puerta, y además arrimamos a ella el viejo banco corrido para hacer fuerza, por si acaso. Y me pasé el resto de la noche soñando con tío Quico y las voces del abuelo, y con las alpargatas de Fulgencio, que se habían quedado huérfanas por culpa de los lobos.

AL ALBA por Nuria Perarnau Andrés

Henchido de gozo y acariciando con su mirada la plenitud de la ladera, al alba, se inclinó sobre los matorrales para arrancar, con suavidad, una pizca de romero.

El aroma prendió enseguida entre sus manos envolviendo cada rincón del emblemático paisaje.

La naturaleza fue despertando ante sus propios ojos, provocando sonidos sugerentes de vida y el gorgoteo del pequeño riachuelo que cruzaba la montaña fue transformándose, sin querer, en un agradable repique de fondo.

Allí, a lo lejos, podía distinguir su pequeño refugio: casa Colomba.

Hacía ya mucho tiempo que frecuentaba aquel lugar, aunque, hasta entonces, no había reparado ni siquiera en ello. Era más bien una costumbre o tal vez, mejor dicho, una tradición familiar.

Lo cierto es que desde que era un niño, escuchó hablar de la casa a sus abuelos, a sus padres e, incluso, a otros familiares no tan directos.

Y a pesar de su acostumbrada manía de echar la vista atrás, tratando de detener el tiempo para su posterior y crítico análisis, no lograba asociar ningún mal recuerdo a este idílico enclave

Sorprendentemente, tan solo hallaba momentos de inusual paz.

Y no se debía al hecho de que él omitiese a los suyos, por norma o por pura cabezonería, la dirección de sus peculiares retiros.

En realidad, todos sabían dónde podían encontrarle si de verdad le necesitaban.

Hasta el momento, no había sido así.

Y al pensar en ello, una franca sonrisa iluminó su rostro limitándose a saborear, una vez más, la felicidad con que su alma, torturada por la tediosa y permanente rutina, se vio sorprendida en aquel instante tan lleno, de improviso, de pura magia.

SUYA, SUYA NADA MÁS por Inmaculada García González

Caía la tarde y Carmen paseando lentamente suspiró dejando que el aire que contenía su pecho saliera. Las cosas habían cambiado, ya no necesitaba exhalar el aire a borbotones.

Apenas recordaba el comienzo de esta historia en la que Carlos se comía el mundo, su mundo y el de ella, en la que era un rey para sí mismo, y para Carmen, hasta que las cosas cambiaron y el rey, seguía siendo el rey, y ella, de ser una princesa había pasado a ser una cenicienta callada y asustada.

Él la ignoraba en sus observaciones y ella dejó de observar, la ignoraba en sus palabras y dejó de hablar, y llegó el día que Carlos la ignoraba en su vida y ella dejó de vivir, dejó de vivir, aunque continuaba respirando. Tantas veces le había redimido de sus bruscas formas y sus malas contestaciones, que pensó que simplemente ésta sería otra vez más en la que se había excedido y le pediría perdón, y ella le perdonaría. Pero algo se le había roto por dentro y ese día dejó de saber perdonar.

Dando el paseo se encontró con María, su antigua compañera de pupitre en la escuela.

Ésta le arrastró hasta un bar para estar un rato juntas y rescatar recuerdos perdidos en el arcón del tiempo. Carmen no quería ir, pero llevaba tanto tiempo sin decir no, que no sé supo negar y el tiempo transcurrió; rememoraron las hazañas de aquellas niñas hoy convertidas en mujeres.

María quería saberlo todo. Estaba deseando escuchar lo sucedido en ese montón de años transcurridos sin saber la una de la otra. A trompicones, entre risas y gestos fue contando su recorrido y luego la tocó el turno a Carmen, que triste y apática fue desgranando, cuenta a cuenta, el rosario de su existencia en esos años. Fue al oírse en voz alta, al escuchar la radiografía de todos esos hechos, cuando Carmen oyó nítidamente la voz de una desconocida que relataba, cómo sin levantar una mano, un hombre había podido dar en su línea de flotación y hundirla hasta llegar al punto en el que hoy se encontraba y en el que no reconocía quién era ella.

María, expectante, escucha sin interrumpir esa confesión en voz alta, que se correspondía con una vida, la vida de una mujer que al querer a un hombre había dejado de quererse a sí misma.

De este encuentro casual ya ha pasado un tiempo y Carmen, ahora dueña de su vida, ha dejado de ser una sombra para volver a ser la mujer valiente y decidida que fue y ha convertido en realidad su sueño; La Casa Colomba, el antiguo pajar de familia, que como ella ha tenido una nueva oportunidad. Ambos han vuelto juntos a la vida. Ahora, entre sus muros de piedra y sus robustas maderas, Carmen se ha fortalecido. Vivir frente al monte, rodeada de árboles, se ha llenado de color, luz y de calma. Aunque ha pagado caro el peaje de transitar libre por la autopista de su propia vida, lucha por reconquistar un territorio personal que jamás debió ceder a nadie. Ahora Carmen en Casa Colomba es

SUYA, SUYA NADA MAS.

EL ÚLTIMO REFUGIO por César Hurtado Trialaso

Cuatro décadas lleva Paolo persiguiéndome. Siempre está a punto de atraparme, pero en cada ocasión, en el instante postrero, vuelvo a esquivarle. Él intuye que, de nuevo, escapé por poco. En cambio, yo sé con certeza, que según se suceden los fracasos se cuestiona más mi existencia. ¿Y si realmente no le vi? ¿y si no era él? adivino que piensa, ¿y si me volví loco? Tantos años loco. Pobre Paolo. Duda de tan viejo. Desde el ventanal de este enorme salón con poderosos travesaños de madera, le veo decrépito acercarse a mi último refugio: Casa Colomba. No entiendo cómo aún tiene fuerzas para seguir buscándome. A veces considero que debería haberle matado, pero no podría vivir eternamente con la carga de dos crímenes.

Le recuerdo cuando era niño. Era hermoso: guedejas rubias, ojitos azules. Fui amigo de sus padres hasta que, agotado el período prudencial de tiempo que mi condición me exige, tuve que desaparecer para no delatarme. Muchos años después nos encontramos casualmente en la otra punta del mundo. Vivía oculto en una ciudad detestable, gigantesca y laberíntica. Puedo asegurar que hubiese resultado más sencillo acorralarme en el escondrijo más sutil del paraje más inaccesible, que en ese hormiguero de hormigón y acero. Pero sucedió. Nos topamos en el umbral de un tugurio oscuro y decadente. Atónito, me observó como si yo surgiese del mismísimo infierno, o acaso incólume del espacio temporal de su infancia. Cogiéndome del brazo con una fuerza irónicamente sobrehumana,  murmuró mi nombre de entonces, Medeo. Asustado, le golpeé instintivamente, haciéndole caer por las escaleras de acceso. Esa noche, él ya rondaría los cincuenta años. Yo ni siquiera aparento treinta.

Desde entonces, Paolo me persigue con una fe inquebrantable, inagotable al desaliento. Nunca más volvimos a vernos. Solo encuentra lugares recién abandonados, aunque debe reconocer al instante mi olor a sudor y miedo, el calor de mi cuerpo sobre las sábanas aún tibias. Me pregunto qué harían conmigo ahora, en esta época, de descubrir semejante hallazgo. Ciertamente, temí más los tiempos de los circos ambulantes que ofrecían la visión de monstruos horrendos y seres sobrenaturales. Pero ya me cansé de los caminos interminables y de las guaridas de paso. En unos minutos le franquearé la puerta. A estas alturas, no creo que me delate. Sospecho que nunca le tentaron la fama ni el dinero. Además, en pocos años, quizá meses, Paolo estará muerto. Y no merece marcharse sin conocer la verdad.

Yo espero establecerme durante un nuevo período de seguridad aquí, en Casa Colomba, el lugar donde viví hace más de un siglo con Olivia, la única mujer a la que quise. Tuve que matarla para que no revelase mi naturaleza inmortal. Descansa para siempre en el fondo de la Laguna Cernea. Su recuerdo es insoportable. Y eterno.

CIEN MIL TRESCIENTOS DOS por Genaro Longo

A lo largo, ancho y hondo de los años, los humanos han hecho pequeños aportes al conocimiento universal. Estas contribuciones han llevado al saber a su más grande conclusión: ya no hay nada nuevo. Y no porque todo haya sido inventado, sino porque todo se repite.

La Estadística, la ciencia más respetada por la civilización conscientemente cíclica, saltando por las cabezas de centenares de estudiosos, ha podido desviar esto a la realidad: un larguísimo Informe, del que todo el mundo conoce sólo la primera página ─pues es la más importante─ establece los períodos en los que tarda en nacer, o prepararse desde la muerte o desde el polvo cósmico, un humano notable.

Así, el Informe, ya milenario, establece que cada treinta años nace un buen abogado; cada setenta, un gran empresario; cada cien, un preciso médico; cada ciento treinta y tres, un buen político y un líder revolucionario; cada ciento cincuenta un gran poeta y un importante filósofo; cada doscientos diez un gran pintor y un gran músico; y cada doscientos sesenta un visionario ingeniero.

Es un gran acontecimiento, todavía, el día en el que se cumple una de estas fechas. Todos los años, nueve meses antes ─algunas ocho, siete o incluso seis─, las parejas intentan encajar a su primogénito en la presencia de un personaje notable. Así, todos tienen una suerte de calendario y línea de tiempo, que marca únicamente las fechas exactas en las que el mundo verá nacer al gran poeta o al preciso médico. Estos calendarios sin nombre suelen pasar de generación en generación: los cálculos nunca han necesitado una revisión.

De este modo, a veces acontece que varias fechas coinciden y estos bebés con destino nacen incluso de la misma madre. El caso más increíble ha sido el de los cuatrillizos Colomba: un pintor, una cirujana, una presidente y un empresario, hijos naturales de Alfonsina y Martín.

Lo que aún no se ha podido predecir es en qué lugar nacerá cada personaje: sólo circulan ciertas creencias ─aunque ninguna actualización del Informe lo ha corroborado─, que establecen, a saber, que los ingenieros nacen más en otoño, que los filósofos se dan sólo en el hemisferio norte, o que los músicos prefieren crecer en lugares de relieve tranquilo.

Sin embargo, el hecho de que se conozcan estos datos y sea universalmente verídica su dogma, no significa que el mundo no conozca nacimientos en fechas insípidas, ni que esté condenada a la angustia y el lamento la vida de aquellos dados a luz en épocas tenues. No es el destino lo que busca todo el mundo.

Igualmente, hay una sola fecha capaz de opacar al gran músico y empresario, al visionario ingeniero o a los cuatrillizos de la memorable Casa Colomba: la que se da cada cien mil trescientos dos años.

No se conservan registros, libros ni testimonios, de por qué es tan importante este personaje, pero no cabe duda alguna del valor inconmensurable que en sí aguarda; el valor de una cosa está inversamente conectado a la facilidad con que se consigue o se logra, daba en el clavo uno de los primeros filósofos.

Hace nueve, siete, cinco y hasta cuatro meses, las parejas han comprado un número de la lotería mundial más importante. Hoy se sienten patadas en el occidente y gritos en el oriente, un taxi corre por una lejana estancia, y en una acolchonada sala de hospital nacen por parto natural, o cesárea, bebés que prometieron ser como aquel por el que se conoce el año uno.

CUCHILLOS DE LUNA por Teresa Rubira

Recostado sobre la cama, y mirando al techo, el sueño se le antojaba lejano. Agotado por tan largo viaje, había decidido retirarse temprano, pero la extraña mezcla de alegría, nostalgia y emoción, le impedía el ansiado descanso. Se resignó, paseando la mirada por todos los rincones… A los pies, sobre una estantería de conglomerado, guardaba su acostumbrado equilibrio la entrañable foto, grande y sin enmarcar, cuyos protagonistas observaban desde su propio pasado. Junto a ella, tres despertadores antiguos, con campanilla, ofrecían tiempo detenido. Contempló el armario: alto, profundo, sobrio, capaz de albergar ropa y recuerdos de media vida. A su lado, evidenciando la diferencia de tamaño, una silla de madera con asiento de anea, custodiaba dos toallas que, orgullosas, mostraban su bordada identidad: “Casa Colomba”. La luz sepia de lámpara vieja disfrazaba el blanco otrora inmaculado de las cortinas y hacía brillar el cristal de la mesilla de noche, bajo el cual, un montón de estampas amarillentas demandaban fe y protagonismo, mientras los ramilletes del papel trepaban las paredes compitiendo en alturas.

A pesar del tiempo transcurrido, todo quedaba entrañablemente cercano en la pequeña estancia que conocía sobradamente. Sonrió y, cuando las pupilas comenzaban a rendirse, se dejó perder por el pajar de niño…

Un golpe del pie derecho contra el final de la cama lo sacó de su adormilamiento. Estaba claro que no todo había crecido con él. Sin duda para compensarlo, el colchón de lana que los abuelos aireaban de año en año, se hizo más mullido y lo envolvió con calidez. Las mantas pesaban, siempre habían pesado y, si la sábana -puro paño- se desplazaba un poco, su picor molestaba en cualquier trozo de piel; pero aún permanecía en ellas el agradable y recordado olor añoso, mezcla de baúles, naftalinas y jabón de casa…

Se trasladó sin esfuerzo a escenas pasadas. Aunque la vida había transcurrido sin detenerse, como el río, aún podía tocar dentro del corazón, todo el amor que sentía por aquella casa y aquellas personas ya ausentes.

De pronto, la sensación de unos pasos conocidos le acariciaron el recuerdo.  Cerró los ojos a la vez que presentía cómo se acercaban. Eran los mismos que tantas y tantas noches de otro tiempo, en medio del silencio, conducían a su padre hasta esta misma habitación, con el propósito diario arroparlo. Entonces, se abría la puerta muy despacio, y notaba junto a su cara la respiración profunda de una persona buena, luchadora, valiente. Se acurrucó evocando el gesto protector y fuerte, tantas veces vivido. Con frecuencia deseó decirle: “no te vayas, no me he dormido todavía…”, pero sabía bien que a él le quedaban pocas horas para ir al trabajo de nuevo; el campo resultaba siempre un mal amo…

Alargados cuchillos de luna se formaban entre los pliegues de las cortinas, amansándose en la gran foto. Les dio a todas las buenas noches y pidió soñar con ellos…

 

VIAJE DE IDA por Rosendo Gallego Menarguez

Es mi día grande.

El Correo de Andalucía, más conocido como el “Sevillano”, es un tren de lo más lento. Desde Manura hay raíles interminables hasta el dichoso pueblo andaluz de Isorno, el “culo del mundo”, como dice papá.

Mis padres y tía Cleta se afanan con la maleta grande, las dos pequeñas, los bolsos de tela, la cesta de mimbre. El andén se llena de gente, de gritos y niños que lloran, ríen y corren. Mi hermana y yo ayudamos a subir a la abuelita mientras tía Cleta limpia esmeradamente los asientos con su trapo amarillo. Nos acomodamos.

Zumban las moscas en busca de oxígeno. Me divierto sacando medio cuerpo por la ventanilla. Leo los letreros que dicen coche-cama, qué raro. Un reloj grandote marca lo que falta para la salida. Dos pitidos largos, y segundos después el tren se mueve, remolón. “Ya vamos, papá”, exclamo. “Sí hijo, es la hora, siéntate bien”. Pronto se pierden los ecos del andén.

El tiempo pasa lento, retenido por el vuelo de los insectos y el estallido de los rieles. El tren se balancea. Veo desfilar tapias rojizas, campos verdes, el violeta de las viñas, trigales amarillos, y una mujer chiquita que desde su era me sopla besos con la palma de la mano. Las espigas tempranas se inclinan haciéndome la ola. En un prado, tres vacas blanquinegras engullen la hierba. La máquina sube y baja, vuelta a vuelta, tirando. Alejándonos de Manura. Papá y mamá tienen cara de preocupación. Cosas de la guerra. Empiezo a sentir pellizcos de nostalgia. La ventanilla abierta me bautiza con una ráfaga de carbonilla. Paramos cada dos por tres. Suben mujeres enlutadas con fardos gruesos que esconden bajo la falda. Pregunto a papá con la vista y me hace una seña de silencio. Luego me cuenta que es del estraperlo de patatas y pan blanco.

En mi bloc numerado, regalo de tía Cleta, anoto: Pasa un camarero bigotudo vestido de blanco. Sonríe con una ceja y da campanillazos voceando turnos de comida.

Papá le sigue un momento con los ojos y luego los baja.

Huércal Overa, estación bien puesta, quince minutos de parada. Sobre la puerta del jefe de estación pone: “España ha sido colocada providencialmente por Dios en el centro del mundo”. Me rasco dos veces la coronilla. Papá baja a la cantina, nos trae refrescos y un pastel para abuelita. Dos guardias con tricornio registran los vagones, tres mujeres gordas corren a zancadas por el otro lado de la vía.

Huyo de las moscas. “Ven”, me dice mamá, “ponte en este rincón, tápate con la manta y suéltate los zapatos, a ver si te duermes”. Según el reloj, dormí ocho horas y treinta y cinco minutos. He soñado con la Casa Colomba. Y con mi mosca de la guarda.

Con el alba, el pueblo de Isorno parece regocijado por el dindonear de las campanas de una iglesia. Mis padres están muy serios. ¿Qué nos espera?

LA NARIZ ROJA DE DAVID GARRICK por Jesús Francés

El profesor de risoterapia llegó tarde al congreso sin haberse preparado la ponencia y sin tener ni idea de lo que iba a decir. Había perdido la cadencia exquisita que proyectaba en sus palabras cuando hablaba de cómo los dioses reían ya desde la antigua religión ugarítica. No había recuperado el ademán enfático que imprimía convicción a cada una de sus frases. Carecía ahora del gesto carismático de su rostro afable y no poseía la profunda bondad sincera que emanaba de sus ojos cuando, como al azar, se fijaba en las jóvenes y bellas alumnas embobadas o en las abuelas que se lo comerían a besos como a un nieto predilecto.

Estaba cansado de las mismas recetas consabidas sobre lo fácil que era ser feliz en este mundo hecho a la medida de los ganadores, de los que luchaban, de los que se obstinaban en perseguir sus sueños. Ahora se enfrentaba con su propio vacío y no sabía cómo solucionar lo del rictus severo y agrio que se había instalado desde hacía meses en su rostro otrora risueño. Se repetía sus prefabricados mantras antes de enfrentarse al auditorio deseoso de escuchar una vez más las ocurrentes ideas de David Garrick sobre la risa y sus benéficos efectos cuasi milagrosos en la vida de los hombres. “Respira hondo, respira hondo y sonríe” se decía a sí mismo buscando la confianza que se le escapaba. “Sal ahí y diviértete y da esperanza a esa gente…” Pero sus dotes de gurú simpático se habían desleído como una sonrisa leve y fugaz, de compromiso ante un chiste malo que no hace gracia. Lo peor es que ya nada le hacía gracia. Había empezado a amargarse por todo y con todos. Sus últimos libros, aunque se habían vendido bien, destilaban un incipiente pesimismo de excombatiente que estaba de vuelta de todo, impregnado de una lucidez sombría que arañaba sutilmente el final de cada capítulo pretendidamente optimista.

De pie frente al atril delante de toda aquella gente tosió por quinta vez consecutiva, volvió a beber agua y empezó a sudar con profusión. Aflojó el nudo de su corbata por ver si las palabras elocuentes fluían hasta su boca reseca. Pretendía henchir sus pulmones de aire, pero una ansiedad indefinida e ilocalizable provocaba cortes en su respiración maltrecha. El nudo en el estómago, las ganas de llorar y de salir corriendo. La gente se inquieta. El silencio incómodo dura ya minutos. Pronto se acercarán los de la organización primero a ofrecerle ayuda y luego a pedirle explicaciones. La decepción en las caras de sus incondicionales. El vértigo. “Me ahogo”. Escalofríos. Fundido en negro.

Varios capítulos más tarde, escribe el epílogo de su último libro envuelto en la paz como de arcadia de Casa Colomba. Si cierra los ojos, fuerte, siente trotar por el páramo caballos salvajes. No más autoayuda. Ya no engaña a nadie. Ya no vende quimeras ni atajos de soluciones fáciles. Todavía no acaba de creerse que él mismo sufriera el síndrome del payaso triste. Todavía no ha descubierto qué resorte pulsó, quién sabe qué tecla para salir triunfal de aquel simposio de la risa difícil. Una idea tan brillante como simple.

Eso sí, fue raro oírle hablar sin parar durante hora y media con la voz gangosa por culpa de la nariz pinzada. Parecía un muñeco sin ventrílocuo. Era mágico oír al público reírse honestamente.

Desde aquella conferencia nunca más se ha vuelto a quitar la nariz roja David Garrick.

EL DEBER DE LA LUCHA por Oscar Felipe Fernández Aguirre

Era una mañana fría, pero la cama estaba desarreglada y la casa estaba vacía. Entonces alguien abrió la puerta, un joven con sudor en su frente y una camisa colgándole del pantalón entró en total silencio al apartamento y se acostó a dormir; aunque sus movimientos eran los de alguien normal, gemía de dolor y su rostro mostraba desagrado, se cuestionaba cómo es que lograba dormir en ese estado.

A las siete de la tarde recibió una llamada de la bodega a la que llamaban Casa Colomba; el lugar era una bodega abandonada en la que se realizaban peleas callejeras y en la que lo conocían como Tai. Tenía que presentarse en una hora para una pelea por el título de ‘rey de la pista’; no podía negarse, esa era su única fuente de ingresos y tampoco podía perder porque entonces, no le quedaría nada.

Tomó un baño, se cambió de ropa, se sentó en la cama, cerró los ojos y se concentró en el silencio de la casa. Estuvo allí por más de diez minutos. Cuando abrió los ojos le quedaban diez minutos antes de su pelea, pero no se apresuró; salió de casa de forma tan silenciosa como había entrado en la mañana. Una vez en la calle, Tai empezó a correr hacia Casa Colomba, normalmente a media hora de distancia, para él sólo serían diez minutos.

Cuando llegó a la bodega, tuvo que entrar por una puerta trasera que daba a un callejón donde un vagabundo era el único que se molestaba en saludarlo, aunque él no hiciera lo mismo. Cerró la puerta detrás de sí y se dirigió directamente al cuadrilátero; al igual que él, se hizo el anuncio de la pelea de inmediato y entró su contrincante a escena. Al ver a su rival, Tai supo que no podría recibir más que un par de golpes de la persona que tenía en frente; un hombre un par de centímetros más alto que Tai, pero con una masa corporal muy superior a la de él. Viendo la mirada de su rival y, aunque prejuicioso, Tai concluyó que mentalmente tenía ganada la batalla; podía ver el hambre de victoria y la ira que le transmitían su rival, y percibía cómo lentamente la sed de sangre del lugar nublaba el juicio del novato frente a él.

Teniendo en cuenta que su rival no se presentó ante él, Tai tampoco lo hizo, sin mencionar que aun así no lo hubiera hecho. Se preparó. Exhaló por la boca e inhaló tranquilamente por la nariz. Movió un poco los brazos, alineó los codos y muñecas de forma vertical y se cubrió el rostro. Su rival tomó una postura similar, pero con una diferencia crucial, sus codos estaban muy separados entre ellos. No estaba listo para la situación. Sonó la campana.

De inmediato, Tai tensionó sus piernas; mientras veía cómo su rival cargaba contra él, se agachó para evadir el gancho derecho del rival, dio un giro hacia la izquierda y le asestó un gancho en el costado del pecho; aunque, notoriamente, más débil que su rival el golpe fue certero y logró que este se retorciera un poco. Sorprendido por la velocidad de Tai, su rival le tendió una trampa, hizo exactamente el mismo movimiento que la primera vez, pero esta ocasión giro junto con Tai y logró lanzarlo al piso impactándole el rostro. Tai se levantó con la cara llena de sangre del lado derecho. Su mirada cambió al punto que su rival dudo un momento de quien tenía al frente. Exhaló por la boca mientras se cubría el rostro llenó de sangre. Inhaló por la nariz ferozmente. Tai atacó. Un golpe directo en el estómago que lo inclinó hacia adelante, seguido de un gancho izquierdo en el rostro que lo levantó de nuevo, y un golpe en el plexo solar, a apenas unos milímetros del corazón. El rival de Tai terminó en el piso. Tai salió por la puerta trasera y cayó al piso. Su cuerpo no respondía después de la pelea, pero agradeció que ese día hubiera terminado.

UN TREN DE ÉPOCA por Jorge Jarrillo Bahón

Era el último vagón del último tren que salía de Recoletos hacia Casa Colomba. Era lunes, lo cual explicaba que fuera el único viajero de ese tren. Iba leyendo un libro cuando el tren pitó y cerró las puertas. El tren partió con todos los vagones excepto el mío que, incomprensiblemente, se quedó varado en la vía viendo salir el resto del tren. Abrí las puertas y salí, según recorría de vuelta los pasillos los vestíbulos del tren se llenaban de vida de personajes que iban vestidos de caballeros y damas del siglo XIX, los hombres llevaban monóculos y bigotes, las mujeres sombreros de época y botines. El reloj marcaba las doce del mediodía y todos ellos me miraban como si hubiera salido de una fábula de Samaniego.

Hablaban de mi IPAD como si fuera un artilugio del diablo y de mis vaqueros desgastados y mi mochila sucia como si volviera de la guerra, se me acercaban y me daban monedas de dos reales y mendrugos de pan. Yo les hablaba de fútbol, pero ellos se reían cuando les intentaba explicar quién era Ronaldo. A la salida del tren había un hombre que vendía pitillos y cerillas, la calle era un arenal que iba desde la Castellana a la Fuente de la Cibeles en la que transitaban carros, animales y algún coche con manivela y alguna diligencia con pasajeros y maletas. La florista, descarada, que viene y va, no pudo ponerme un clavel en el ojal porque no encontró acomodo en mi sudadera. Y al no encontrar sustento me preguntó mi nombre, y al abrir la boca para decir “Jorge”, un clavel se me coló en ella. Se sirvió de los reales que tenía en la mano y me distrajo con un “pa’ servidora que tiene que comer” mientras sus dos churumbeles me cogían los mendrugos que recién había recolectado en el tren.

Dos policías en caballo con uniforme de la guardia isabelina, con casco, pluma y bayoneta se me acercaron y me preguntaron por mi paradero, les enseñé mi DNI y quisieron detenerme, afortunadamente en ese momento se produjo un alboroto en uno de los puestos del cercano mercado de San Ildefonso y el tumulto me arrastró lejos de allí.

Pasé por la calle del Almirante donde ayer cené en un japonés, y sólo pude llegar a ver un puesto ambulante de verduras y hortalizas de huerta. El monumento a Colón había desaparecido y el Teatro Fernán Gómez era una entelequia. No hacía más que preguntar por calles y objetos del siglo XXI, y lo único que reconocí fue una baraja de cartas Heraclio Fournier, un paquete de pipas Facundo y una Coca Cola en un gigantesco cartel de publicidad.

Corrí desesperado la Castellana arriba hasta que tropecé con un charlatán de feria que vendía un elixir para hacer crecer el pelo, me lo tragué pensando que era una gaseosa hasta que me di cuenta del potingue que estaba tomándome, “No importa hijo, es agua” dijo riendo un oyente del “Científico Marcelo”, que así es como se hacía llamar el charlatán.

Seguí corriendo hasta llegar exhausto a una esquina, donde una persona vestida del medievo se me acercó y me dijo: “Tú vistes raro, ¿tú también saliste de ese agujero?”, dijo señalando al tren. Pues si es así, vuelve a entrar por dónde has venido y estarás en tu casa, fuere cual fuere, de regreso. “¿Y tú no regresas?”, le pregunté, “Pues no, hijo mío, aunque por época podría ser tu tatarabuelo quinto, aquí al menos me tratan mejor que en el siglo del que vengo”.

FIN

MUDANZA por Yolanda Nava Miguélez

Ahora vivimos en el ático de un edificio de veinte plantas. Las vistas son espectaculares y estamos adaptándonos bien. El abuelo se ha hecho dueño del que califica el mejor invento conocido: el jacuzzi, y ya casi no mienta la poza del jardín. Los niños están alucinados con las videoconsolas: pulsar botones y mover mandos acapara toda su atención.

Nuestro hijo adolescente no sale del gimnasio, hechizado por los modernos aparatos ha arrinconado su inseparable bola metálica. El territorio de mi mujer es el vestidor, ocupa el tiempo clasificando por colores zapatos y trapitos. Yo me he instalado en mi lugar favorito: la biblioteca. No estoy mal, aunque los libros son un tanto extraños, estoy con uno de autoayuda para ejecutivos estresados que me está costando comprender, añoro los tomos encuadernados en piel de El Quijote.

Pero nos preocupa la abuela… no se ha movido de un rincón de la sala de estar desde que llegamos; intentamos animarla, la invitamos a salir a la terraza y perderse entre los neones que salpican la noche, pero no reacciona. Ni siquiera las cenizas de la chimenea la estimulan, tal vez le recuerden los restos de nuestra mansión. Le explicamos que doscientos años son demasiados para una vivienda y que Casa Colomba los superaba, mentimos prometiéndole volver cuando la reconstruyan, pero no se resigna y tememos que peligre su incorporeidad, y es que los fantasmas, aunque hueco, también tenemos nuestro corazoncito.

HISTORIAS DEL HOSPITAL Y OTRAS COSAS por Yeniset Baz

El beso.

Un día como cualquier otro, en mi atelier Casa Colomba, donde ahí hablo a través de mis pinturas ya que no logro ser tan eficaz y elocuente con mis palabras. En esos momentos realizaba mi obra: El beso, casualidades del destino, ¡vaya uno a saber!, cuando sonó el móvil, me retiré del lugar y fui inmediatamente.

Una vez más ingresé a ese edificio, blanco, frío con rostros de alegría mezclados con incertidumbre. Algunos pálidos, gélidos, otros simplemente tristes. Percibí ese olor inconfundible entre remedio y veneno. Caminé por ese amplio pasillo entre voces y sollozos. Observando las esperas, escuchando involuntariamente las charlas vacías y los silencios profundos. Así me fui aproximando a tu habitación, entre colores fríos, aromas y rostros. ¡Ahí estabas!, tan perfecto ante mis ojos. Como siempre.  Inmóvil y perenne, las sábanas te acariciaban. Tú piel, ¡inmaculada piel! Sutilmente alcanzada por agresores que visualizaban tus latidos y retenían tú aliento. Eras tú y no lo eras. Yo te vi perfecto, quizás te contemplaba a través de mi alma. ¡Sí!, fue eso. Respiré, suspiré, inhalé coraje, ese que se logra en esas circunstancias. La vida te apura, te moviliza, te convierte en su hoja que baila con el viento. Como el bailarín que ejecuta su danza. Con esa mezcla de emociones, que nos hiere, que nos evaporiza, que nos convierte en más humanos y más bestia.  En ese instante al exhalar coraje. Sostuve tú mano, esa que tanto anhelaba. Sentí tú calor generado por ganas, por ansías. ¡Óyeme! te dije.  Abriendo mi monólogo con mis sentimientos y con mis remordimientos. Tuve ganas de expresarme verborrágicamente. Mi timidez, ni en esa oportunidad me soltaba la mano, siempre fue mi fiel compañera. ¿Qué decirte?, ¿todo era importante?, ¿cómo expresar lo que siente el alma? ¿cómo resumir el amor? ¡No! imposible. Decidí despedirme y acto seguido. Sentí el calor de tus labios, más suaves que la seda y más ardientes que el sol. Rocé cada uno de sus pliegues. Mojé mi ansiada alma, de forma lujuriosa y angelical a la vez. Un segundo, dos o quizás tres segundos. ¡Que importaba! Sellamos nuestro final.

HOY QUIERO RECORDAR por David Andrés Fernández

–¿Sabes, Paloma? El destino quiso que cayéramos en este lugar. Al despertar lo he visto con claridad. Anoche cuando dejamos las maletas no me di cuenta, pero ahora, aquí echados en la cama, la luz de la mañana entrando por esa ventana me lo ha hecho ver. Ésta era la casa, o al menos parte de sus cimientos. El lugar de mis sueños recurrentes en ocasiones convertidos en pesadillas con las que te despierto. Fue aquí, pero en otro tiempo. Nunca te lo he contado y sé que no me vas a creer.

Creo que el primer recuerdo que tengo es un sueño, uno de tantos sueños que me han acompañado siempre. Son recuerdos de un pasado antiguo que trascienden en la noche. Recuerdos, de lo que ahora estoy seguro, fue una vida pasada. No me reconozco, pero soy yo, o lo fui. Aparezco como un guerrero de túnica blanca y cruz en el pecho. Atuendo talar de caballero templario. Recorro cada noche las rondas de guardia en mis sueños y oigo hasta los cascos del caballo en las calles empedradas. Veo un torreón entre la nogaleda que no debe encontrarse muy lejos de aquí, creo que en esa dirección. También veo… bueno…

–No pares ahora, continúa.

–Pues que también la veo a ella, descansando junto a la laguna. Nunca logro recordar su cara, pero sé que es hermosa. Perdóname, pero nadie diría que es una labradora después de sentir su tacto. En sueños nos encontramos furtivamente al abrigo de la noche entre los juncos de una chopera cercana al río. Me veo salir del campamento, y llegar a pie a su encuentro, pero noto que alguien nos observa. Tal es mi agitación que llego a despertarme. Pero no es en nada comparable a mi sueño más lúcido y turbador. Comienza con la algarabía de una fiesta y yo mismo saltando la hoguera de San Juan. Al momento aparezco aquí, en esta casa, disfrutando junto a ella.

Luego empiezan los golpes en la puerta. Nos descubren. La apresan y me arrastran apaleado hasta la plaza, donde un Maestre sostiene un libro de brujería junto a una pira.

¡No es de ella!, grito con todas mis fuerzas, pero de mi garganta no sale ni un leve murmullo. Sólo escucho el fuerte crepitar de la hoguera mientras las llamaradas la alcanzan. Al momento aparezco en medio de una batalla en una tierra lejana y puedo oír, escucho lo que no quiero…

–¡No sigas Soldán! No quiero que me digas lo último que oyes. No soporto el silbido de la flecha y tu grito ahogado, tu último grito. No es verdad porque entonces… entonces estoy loca o yo soy ella. Llevo soñando con esto desde que te conocí. Con el atardecer en la laguna. Es la laguna Cernea y está aquí al lado. No te veía la cara por el yelmo. Ahora sé que eras tú. Me dijeron que esto antes sólo era un pajar… ¿Sabes que significa Colomba? Significa Paloma. Ésta era la casa, aquí se cruzaron nuestras vidas.

–Sí, Paloma, es verdad, por algo se llama “Casa Colomba”. El descanso del guerrero y su dulce dama. De nuevo nos volvemos a encontrar en el tiempo y en el mismo lugar. De verdad lo crees, ¿no, Colomba?

–Sí, Soldán, no eran sueños, son recuerdos.

–Venga Colomba, desayunemos y vayamos hasta la laguna, hoy quiero recordar.

ME DESPERTÓ EL SILENCIO….. O TAL VEZ FUE LA LUNA por Miguel Ángel Ramos

Habíamos llegado cuando empezaba a oscurecer, porque las salidas de Madrid de los viernes son complicadas por el tráfico. Nos había dado tiempo de dar una vuelta, ver el río, las eras, las casas de piedra… y percibir una lluvia fina, mansa y refrescante que no nos caló.

Ahora eran como las tres de la madrugada y me desperté. No tenía que ir al servicio, no sudaba ni tenía frío, la cama era cómoda y la almohada perfecta. Era como que ya hubiera descansado. No se oía absolutamente nada, y me di cuenta de que la luna estaba en un ángulo del cielo que nos iluminaba y me daba en la cara (bañaba mi rostro o lamía mis mejillas que quizá dirían algunos poetas). No resistí y me levanté. Pili dormía y los niños también. Me preocupaba que se estropeara el tiempo, pero estaba despejado y se veían muchas estrellas.

No quería dar luces, encendí la linterna del móvil y salí al jardín. Abrí el portátil para ver el pronóstico del tiempo y para intentar identificar las estrellas (había muchas o mejor dicho se veían muchas). Oí algo y era el disco del portátil: nunca lo había oído.

Sabía que había vida en los árboles, en el río, en el aire y bajo la tierra. Para confirmarlo voló algo, pero no eran pájaros ¡eran murciélagos! Pero no me asusté, y quizá ellos sí viendo a alguien en ropa interior con un ordenador y mirando a las estrellas: un humano atípico, al menos a esas horas. Veía unos ojos en una rama, que podían ser de una lechuza, un búho… los de capital no entendemos.

Olía a hierba húmeda, a espliego (lavanda) como la que ponía en los armarios mi abuela en saquitos de tela que hacía ella misma, quizá a tomillo también, a hierbabuena ¿o sándalo?, tal vez a hierba luisa ¿verbena? Recordé lo que dicen que había dicho alguna vez Miguel de la Cuadra-Salcedo, que había fallecido pocos días antes: “Un ordenador no podrá nunca sustituir el olor de la tierra húmeda tras la lluvia”.

Miré donde estábamos, que era entre los términos de Turienzo de los Caballeros y Santa Colomba de Somoza, pero en el casco urbano de ésta. Imaginé a los caballeros por esas tierras, a los arrieros con sus mulos de transporte, antes a los romanos buscando oro, seguramente a los moros… después a los franceses en la Guerra de la Independencia… y los peregrinos pasando muy cerca por el camino de Santiago desde hace siglos.

Por un momento no me preocupaba la política ni la prima de riesgo, ni la declaración de la renta, ni los objetivos de ventas. Sobreviviríamos.

Pensé que me sobraba el portátil, que era suficiente lo que teníamos, que era mucho más de lo que habían tenido casi todas las generaciones anteriores, y que había que vivir ese momento. Antes de apagar el portátil puse un correo a nuestros amigos, que habían estado en Semana Santa: gracias por habernos recomendado Casa Colomba (Columba, Paloma…). Si alguna vez me pierdo que me busquen aquí, donde yo me he reencontrado. Hacía mucho que no me sentía tan bien.

Me volví a acostar. La luna no me daba de lleno, como que respetara mi privacidad y me dejara dormir, pero no podía: era como que estuviera descansado, pero cuando entraba la claridad y los niños pedían ir al río, me di cuenta de que sí me había dormido, y seguía como flotando.

VIRTUD DE LIBERTAD por Andrés Bejarano Randazzo

Día 2, 13:00 h

Por fin. He vuelto a la casa de mis padres.

Día 2, 8:00 h

Estoy en el aeropuerto. Tengo los labios secos y me duele la cabeza, quizá sea deshidratación.

Día 2, 6:00 h

Estoy en el lobby de Casa Colomba, espero un taxi, no traigo mis maletas conmigo. Mi madre me habla entre sollozos y gritos. Pobre de ella, también está en shock. Me ofrece un sorbo de su ginebra, no estoy para alcohol, le digo.

Día 2, 3:33 h

Mi madre duerme a mi lado, no puedo detener mis lágrimas, salen de mí a raudales. Me duele la cabeza. Me siento ultrajada, violada, abusada, tonta. Mi padre ha golpeado a la puerta durante los últimos 10 minutos. Han llegado los de seguridad, oigo un par de órdenes, y unos pasos que se alejan por el pasillo.

Día1, 23:45 h

Mi ahora ex marido me persigue por entre las cabañas del hotel. Yo camino y camino sin rumbo fijo. El trata de detenerme, pero no se atreve a agarrarme por el brazo, porque hay muchas personas en las terrazas. Sé que quisiera explicarme a gritos, como siempre, pero le da pena gritar. Estoy cerca del campo de golf, cuanto quisiera un “madera tres” para callarlo. Finalmente me doy media vuelta y le digo: ¡Ándate a la mierda!

Día 1, 22:50 h

Vengo del bar del hotel, estaba tomando un Gin Tonic en la compañía de mi madre. Hablábamos de lo especial y gratificante que había sido que mis padres nos acompañaran a mi esposo y a mí en ésta, nuestra luna de miel. Esa tarde mi padre jugó, con mi ahora exmarido, 18 hoyos. Mi marido no vino esta noche a cenar, y se quedó en el cuarto aquejándose de un dolor de cabeza, al mismo tiempo me prometió una sorpresa. Mi padre por su lado se levantó apenas terminó de comer y se fue a su cuarto a descansar.

Día 1, 22:55 h

Llego a la puerta de mi habitación; se escucha a un hombre gemir. Deslizo la tarjeta en la ranura, abro la puerta y entre las sabanas mi marido se estaba revolcando con mi padre.

MIÉRCOLES DE DOLORES por Sara Bureba Paredes

Un sonoro vozarrón se alzó sobre el caos reinante, mezcla de polvo, gritos, sangre y olor a panceta requemada –Mi capitán venga para acá, el costalero ya volvió en sí- El capitán Ramírez, hombre de recias maneras e irregular figura, exhibía al mundo sus ciento sesenta y cinco centímetros de legionario, mientras caminaba con paso firme y marcial hacía la zona de atención médica. El sudor chorreaba desde la frente hasta su poblado bigote.

-A ver usted, el del Madrid- le dijo al joven que presionaba un trapo con hielo contra un escandaloso hematoma en su cuello – ¿me puede empezar explicando por qué salió con esa facha en la procesión?

-Mire comandante, yo había hecho la promesa a la Virgen de que si el Madrid ganaba la Champions la llevaba a hombros este año; como faltaban costaleros, me aceptaron encantados. Lo que no sabía es que mi hermano había prometido lo mismo si el Atleti ganaba la liga. El problema apareció al no llegar nuestras túnicas a tiempo, ya que, como ninguno de los dos estaba dispuesto a fallar en su promesa a la Virgen, el resto tuvo que aceptar que fuésemos así vestidos. Lo peor fue que como el gañán de mi hermano no tenía la camiseta, se colocó el chándal rojo del Atleti, ahí, a pasar calor, hay que ser gilipollas.

Y no sabría decirle cómo empezó todo mi comandante, creo que fueron varias cosas; al vernos salir así de la iglesia, los vecinos se pusieron a insultar a un equipo u otro cabreadísimos. Por lo que cuentan algunos las voces alertaron al Eustaquio, el vaquero, que fue a ver qué pasaba y se dejó mal cerrados los goznes de las traseras, escapándose varias vacas y dos cabestros que bajaron escopetaos por la calle de la Casa Colomba. Los de la banda debieron atraer a los animales con la música, y claro, lo último que esperaba mi hermano, en pleno esfuerzo por cargar con la virgen a pulso era tener que hacer cortes al cabestro, que se abalanzó sobre él. ¡Jodido chándal rojo! ¡A ver cómo le explico la cornada a mi madre, que está en un viaje del IMSERSO a Benidorm! Gracias a Dios que intervinieron ustedes, sino el maldito bicho lo mata a cornadas. Lo que pasó después a mí ya me pilló inconsciente porque se me cayó la virgen encima.

Al ver que no iba a lograr más información sobre el posterior tiroteo de aquel desgraciado, el capitán se alejó cabreado. Tenía claro por qué habían disparado ellos, pero no lograba averiguar quién comenzó a disparar en sentido contrario, convirtiendo aquel pueblo de Castilla en una batalla campal. Y lo que realmente le carcomía era que aquel lío, que había comenzado como una trifulca futbolera de cuatro paletos, le había costado aquello que más quería. Había arrancado de su lado, a su más fiel camarada, su alférez de confianza, la cabra Blanquita. Y lo peor de todo era que, con lo madridista que era él, su nívea cabra ahora sería eternamente rojiblanca.

RECORRIDOpor Juan Francisco Cañete Romero

El tren, procedente de Madrid, estaciona en Oviedo; la noche era ya de color oscuro y él, mi padre, nos estaba esperando; la llegada fue oportuna, la lluvia arreciaba por momentos, con mayor y menor intensidad; tardamos unos minutos en encontrar un taxi, necesitado por el equipaje, que era bastante, para ser transportado por los que allí estábamos, teniendo en cuenta que una niña de un año debe ser transportada en brazos, y una niña de diez años no tenía fuerza suficiente, por el peso que había de soportarse en unos doscientos metros, hasta la salida del autobús. Conseguido el taxi a los veinticinco minutos, puesto que la circulación era movida, había fiestas en Oviedo, llegamos a la casa de mis padres y, ocasionalmente, aunque se hace largo, a la mía. Cuarenta y cuatro horas de trabajo, a partir del lunes, han sido la fiera cruel; son las que recuerdo con reciente y profunda violación de mi ser trastornado, por la idea de la esclavitud sin cadenas físicas. Cuarenta y cuatro horas de enojosa estancia, en esa fábrica de oscuras sombras y pérdida de vida vivida, a gusto del que consume su existencia. Recuerdo el ayer de hace horas, en el intermedio, entre dos luces sombrías, adaptadas y algo felices e infelices, el mecanismo de mi cuerpo, agitado sin palpitaciones, imparable, intemporal y aciago. Hoy, aquí, he vuelto a ver la proximidad del viaje puramente eterno de unos ojos cuasi fantasmas, sin reposo, hacía el extremo de lo que ya no es vivido en el conocimiento terreno, de las cosas de rutinario instante. Y va a irse desde esa cama hospitalaria, desde donde las flores y los árboles que conforman el bosque que rodea, sólo puede vislumbrarse a través del reflejo del crudo y algo borroso recuerdo de la mente…. Y el deseo de la materialización del estado natural de la selva, cercana ya la muerte…  de nuestra mente, de su mente natural, al final de cada momento vivido, en el final de los últimos secretos y manifestados alaridos; la visión de una flor o varias, de un árbol o varios, hojas multiformes, preñadas fundamentalmente de ese verde, como caricia y colorido de virtud, de esta tierra donde pasó, soñando, durante más de veinte años de comidas y sangrientas reflexiones y turbulentas sensaciones.

 

II

 

Siento un frío nada natural, si en cuenta tenemos el fogoso tiempo del exterior. El Coñac, buen coñac, me ha puesto en condiciones de introspección medianamente agudas. Debo respirar el descanso de estos días. Escucho el silbido de pájaro de un ser Humano.

 

III

 

Después del correspondiente funeral y entierro, sentí la necesidad de descansar con mi más cercana gente, y pensé en una casa rural, aire puro y calma reflexiva, y nos fuimos unos días a Casa Colomba en Santa Colomba de Somoza, en la provincia de León.

 

IV

 

Y desde entonces, todos los años, para desconectar de la rutina diaria, sigo yendo dos veces al año a Casa Colomba y de allí salgo siempre con un poema, un relato rural en mi mente y en la maleta.

MI REDACCIÓN: SUCEDIÓ EN NAVIDAD por Sandra Vicente Casas

Todo empezó cuando la tía Angustias sacaba del frigo la bandeja con el embutido. Mi tío Chuchi le gritó que faltaba un huevo “helado” o algo así (no estoy seguro, porque pronunciaba raro). Yo pensé que se confundía, porque aún no habíamos llegado al postre, así que era imposible que hubiera que sacar un helado de huevo con los entremeses. Al poco oímos un ruido como de platos rotos y un chillido de película de miedo, de esas que no me deja ver mamá, porque dice que luego tengo pesadillas (aunque yo creo que a la que le da miedo es a ella). Era mi tía Angustias, claro, porque los demás estábamos en el salón, sentados a la mesa y comiendo canapés. A mí los canapés es lo que más me gusta de la Nochebuena, porque estoy con mamá toda la tarde ayudándole a hacerlos, y ella dice que se me da muy bien, que si sigo así me va a apuntar a “Master chef junior”, a ver si gano y la saco de la miseria y por fin deja de limpiar escaleras. A mí como que me da igual, lo de cocinar, digo. Preferiría jugar al fútbol con mis primos, pero mi tía Angustias los tiene estudiando toda la tarde, porque dice que, aunque sean vacaciones, tienen que estudiar para ser hombres de provecho el día de mañana. Yo espero que el día de mañana llegue pronto para que podamos jugar al fútbol en el pueblo junto a la “Casa Colomba”, como todos los veranos.

El caso es que mi tía Espe y su novio australiano se levantaron de un salto y fueron corriendo hacia la cocina a ver qué pasaba. Bueno, el australiano se levantó porque vio a mi tía levantarse, porque de español el pobre no entiende ni papa, y por eso siempre van juntos a todas partes. Se conocieron en un viaje de esos que se hacen en barco y vas parando en muchos sitios. Yo cuando sea mayor también quiero hacer eso, irme de viaje en barco y conocer muchos sitios y a gente australiana y brasileña. Sobre todo, brasileña, porque tienen el mejor equipo de fútbol. Aunque mamá dice que me quite esa idea de la cabeza, que como no me haga futbolista famoso o gane “Master chef junior”, que nanai de viajar, y menos a Australia, que debe estar muy lejos, como en las Antípodas. Cuando estaba papá fuimos una vez en tren a Santander, que no está tan lejos como las Antípodas y me lo pasé muy bien. Me gustó mucho ver el mar y jugar con la arena. Aunque ellos estaban todo el rato discutiendo. Pero mamá ahora nunca tiene tiempo de ir de vacaciones, siempre está trabajando. Yo pienso que no quiere viajar porque no sabe inglés y cuando habla con el australiano le llama “James”, en vez de “Yeims”. A mí me da un poco de vergüenza oírla, la verdad, pero no se lo digo para que no se disguste, que luego se pone a llorar y me castiga sin ver la tele. Mi tía Angustias seguía gritando:

“¡¡¡Ya estás como siempre, exigiendo, exigiendo…pero tú no mueves un dedo…ni uno… más que para empinar el codo!!! ¡¡¡Cuándo se me llevará el señor!!!¿¡Cuándo!?” Yo no entendía nada, la verdad… hablaba con mi tío Chuchi, pero si dice que no mueve un dedo… ¿cómo es que sí mueve el codo? ¿Y qué señor quiere que se la lleve? De repente me entró miedo, porque me imaginé un papá Noel gigante, metiendo en su saco a mi tía Angustias y la bandeja de embutidos, y saliendo por la ventana de un salto. Porque aquí no es como en América, que tienen chimeneas. Aquí papá Noel entra por la ventana, trepando por la pared, como Spiderman, que es mi superhéroe favorito. Siempre he soñado que Spiderman nos traería de vuelta a papá y todo sería como antes.

El caso es que aquí en España se cuelgan adornos de papá Noel que trepa por la ventana. Pero cuando le dije a mamá que por qué no podía poner a Spiderman en nuestra ventana, se quedó callada y puso los ojos en blanco. Como cuando oyó gritar a la tía Angustias.

De repente todo fue muy rápido. La tía Angustias no paraba de sangrar, y el tío Chuchi salió de la cocina haciendo eses y mientras se dirigía a la calle, mamá le gritó que, si otra vez se iba a tender el bulto, o a escurrirlo, no me acuerdo bien. Luego mamá me besó en la frente y me frotó mucho la cabeza mientras me decía que la tía Angustias era hemofílica y había riesgos. Pero que no me preocupara, que enseguida volverían del hospital. Me asomé a la ventana al oír la sirena de la ambulancia que se acercaba, y me di cuenta de que estaba nevando. Menos mal que Spiderman no estaba en mi balcón, porque con la nieve seguramente se habría resbalado.

EL REFLEJO por Mariló Begué Olmo

Un sobresalto la despertó. Abrió los ojos y miró el reloj. Marcaba las 4:45 am. Diferenciaban quince minutos de su hora habitual para levantarse como cada mañana. Apagó la campana del antiguo reloj que le habían regalado hacía años. Se quedó sentada y pensativa en el filo de la cama. Apoyó los pies en la pequeña alfombra tejida a mano y las palmas de las manos sobre el colchón. Miraba a la nada y casi sin parpadear. Al cabo de unos minutos volvió a la realidad que la llevaba cada mañana a esas horas. Caminó al baño. Ojeó desde la distancia el reloj y observó que la hora era perfecta. Recogió su melena lacia en un moño y se dio una ducha. La necesitaba para despertar del todo. Envuelta en la toalla se preparó el desayuno. Se detuvo en la ventana para saber qué temperatura podría hacer. Lloviznaba. Se molestó al ver las gotas caer porque ya no podía ir en bicicleta al trabajo. Se vistió unos vaqueros, una camiseta azul y se calzó sus zapatillas para caminar. Cogió sus cosas personales y cerró tras de sí la puerta.

Anduvo por el camino de siempre. Al horizonte divisaba la Casa Rural de Colomba. Soñaba con poder visitarla alguna vez. Llegó al trabajo después de veinte minutos. Entró por la puerta trasera.

− Buenos días, dijo amigablemente a su jefe.

− Buenos días, exclamó él con una sonrisa en los labios.

Entablaron conversación de cómo había despertado el día mientras Alba se abotonaba la bata de su uniforme y se calzaba los zuecos.

− Ese es el carro que hay que colocar en el mostrador.

− De acuerdo.

Alba no hablaba mucho a menos que se tratara de trabajo o le preguntaran algo concreto. Era una chica tímida pero extrovertida a la vez.

Desplazó el carro y los siguientes hacia la tienda. Allí le esperaban las estanterías vacías. Debía colocar todas las barras de pan en las cestas. Separadas por tamaño e ingredientes. Los panes redondos, por peso, en las contiguas. Y la repostería en la vitrina. Apenas restaban diez minutos para la hora de apertura cuando Alba se disponía a abrir la puerta. Y como cada mañana cuando se dirigía a colocarse detrás del mostrador sonreía. Era una sonrisa de satisfacción. De saber que su trabajo lo desempeñaba muy bien, y no sólo su jefe se lo hacía saber, sino toda la clientela que compraba cada día el pan.

– Vengo por tu sonrisa más que por el pan tan rico que hace tu jefe, ¡qué ya está bueno, eh! certificó una señora. Alba agradecía cada gesto de la gente con una sonrisa de complicidad.

Pero esa mañana presagiaba que algo pasaría. Ese sobresalto que la despertó le había dejado una sensación en su interior que aún no entendía qué significaba… Fue una jornada dura de trabajo. Ya no sólo por atender a toda la clientela diaria, sino que ese día tuvieron pedidos extras que le obligó a estar en la tienda, en el horno y en el almacén. Llegó la hora de hacer el cierre de caja. Alzó la mirada y se encontró con el espejo que, curiosamente limpiaba a diario pero que no veía nada. Solo centraba su mirada en que no hubiera huellas y estuviera impoluto. Ahí estaba la solución al “sobresalto”. Por primera vez se vio reflejada en él. Se giró sobre su pierna derecha y miró a su alrededor negando con la cabeza. Volvió al punto de partida. Observó a una chica, sonriendo, pero convencida de lo que veía. No supo calcular cuánto tiempo estuvo delante del espejo, pero sí el necesario para darse cuenta de que aquello que hacía no era lo que le gustaba. Se despidió como siempre. Volvió a casa. Se sentó frente al ordenador. Buscó una zona en el mapa y cómo llegar hasta allí. Lo consiguió.

En los días siguientes, a la salida de su trabajo, iba haciendo la maleta. Y justo ese día, mientras se desabotonaba la bata y se calzaba las zapatillas de caminar, le pidió un momento a su jefe.

− Tengo que hablar contigo. No me llevará mucho tiempo y ha de ser hoy.

Su jefe se extrañó y preocupó por la seriedad de sus palabras.

− ¿Qué ocurre?

− He decidido dejar el trabajo y el país. Me he dado cuenta de que mi vida tendrá sentido si le doy un giro. Lo tengo todo pensado y organizado. El próximo mes me marcho.

Hablaron y llegaron a un acuerdo. Se abrazaron el día de la despedida y Alba se despidió de ese lugar con una sonrisa, esta vez, la sonrisa tenía un color diferente…

Encontró trabajo y la forma de sentirse mejor persona. Conoció a gente que la respetaba y trataba maravillosamente bien.

Han pasado cinco meses desde que Alba llegó a su nuevo destino. Es consciente de todo lo que ha hecho y se siente muy orgullosa de ello. Alba sonríe, y no sólo para la gente, sino para ella misma y para la vida…

EL POLIGLOTA por Arnaldo Calvo Buides

Todas las noches mi hermano gemelo Nibaldo y yo salíamos a dar un paseo por el balneario de Varadero. Desde finales del 2001 hasta el 2003 ambos trabajamos en la Empresa de la Construcción ECOA-47, enclavada en el referido lugar turístico, en la provincia Matanzas, Cuba, cuyos hoteles devienen deleites cuales las casas de turismo rural CASA COLOMBA.

Hacía poco nos habíamos graduado en la Universidad de La Habana. Él en Economía; yo, en Derecho. Anteriormente solo habíamos ejercido nuestras profesiones durante unos 9 meses en la Empresa de Cítricos Victoria de Girón, en nuestro territorio de Jagüey Grande (Matanzas-Cuba). Simplemente, un buen día nos dio por irnos para Varadero, en busca de nuevos horizontes…

En buen cubano, allí la¨ lucha¨ era tratar de enrolarse con una del más allá, como yo solía llamar a las extranjeras. Y para ello había que arroparse de un arma tan importante como el conocimiento del idioma inglés, teniendo en cuenta el predominio de turistas provenientes de países de habla inglesa, sobre todo canadienses. Bueno, a decir verdad, aunque fuesen de China, con el inglés uno se comunicaba.

Uno veía a muchos de esos constructores que apenas se les entendía el español que hablaban, y en el inglés eran un desastre, pero al menos conseguían su primer objetivo: que los entendieran. A duras penas, pero, bueno…

A mi hermano y a mí siempre nos llamó la atención un negro, de mediana estatura, muy guapo, musculoso, que siempre tenía agarrado de su mano a alguna extranjera.

Realmente el tipo ¨atrapaba¨ tremendos monumentos: rubias altas, de cuerpos hermosos y bellísimas caras. No dudo de que muchos lo envidiaran, por no tener la suerte de atraer a tantas mujeronas como él lo hacía.

Las veces que coincidimos nunca lo habíamos escuchado hablar, por lo que ni siquiera conocíamos su timbre de voz, ni cuán acertado era su acento en el idioma inglés. Pero un día en que el susodicho se encontraba acompañado de uno de sus monumentos; digo, de sus rubias, Nibaldo y yo nos quedamos perplejos, impresionados. No lo creíamos…

¡El tipo era mudo!, pues sí, intercambiaba con las extranjeras mediante señas, y según percibimos, éstas lo comprendían.

Ya ven, mientras otros dedicaban horas perfeccionando el inglés, para ¨luchar¨ una del más allá, aquel negro no perdía tiempo en eso. Su mundo del silencio más que un hándicap se convirtió en un gancho para atraerlas. ¿Qué les parece?

Y a él le daba lo mismo que fueran canadienses, japonesas, francesas, árabes… cualquiera le servía, pues era un verdadero políglota con su lenguaje de señas.

PROCESO por Silvia Pérez Sanz

Al principio la Casa Colomba no se sintió deshabitada más allá de tener los postigos cerrados y ni un solo pestillo sin pasar. Pensó en algo eventual hasta que comenzó a notar que las estancias se iban llenando de telarañas e insectos que campaban a sus anchas por el territorio sombrío y empezó a preocuparse. Más tarde se percató del ambiente, un aire húmedo y enrarecido invariable a los cambios de temperatura en el exterior, un aire viciado insensible a las pequeñas corrientes que atravesaban las rendijas de alguna que otra ventana mal encajada. Entre tanto silencio, los ruidos que en otro tiempo pasaban desapercibidos se convirtieron en su única distracción. Los tap, tap, tap, tap de roedores; los gemidos de la madera añeja; el viento hostigador sobre la fachada que de alguna manera se apañaba para colarse en la Casa. Sonidos reconocibles que la ayudaban a tomar conciencia del tiempo y el espacio. Otros aún estaban por llegar. Precisamente por su condición de desconocidos la pillarían desprevenida. Nada le hacía sospechar lo que se avecinaba. Centrada en el interior, en lo que de verdad importa, pensaba ella, olvidó mirar afuera.

¿Se puede hablar de elementos imprescindibles y secundarios en una casa? ¿O es el conjunto de cada detalle arquitectónico lo que posibilita un todo útil? La Casa Colomba nunca se planteó tales cuestiones, se limitó a ser. Si había un elemento del que se sentía orgullosa, era la chimenea. Las chimeneas tienen un estatus especial quizá por hallarse en la cima; la altura es sinónimo de importancia, de referencia. La responsabilidad pesa y así lo hizo en la chimenea provocando un ligero repise sobre el tejado, casi imperceptible al principio, se diría que hasta obvio y necesario, pero que con el tiempo supuso un gran problema. El punto de inflexión fue el movimiento de las tejas volteadas que la bordeaban y hacían las veces de canal. El agua comenzó entonces a reposar sobre el ángulo de unión entre chimenea y tejado. La filtración fue un proceso silencioso y paciente. Primero se abrió camino bajo la teja. Después llegó a la viga, la tanteó hasta convencerla, la poseyó sin apenas resistencia, inició una labor de engorde como de animal para la matanza, y cuando la madera podrida perdió la capacidad de sostén, el tejado se dejó vencer. Si la Casa hubiese tenido uñas, a esas alturas ya se habría mordido todas. El hundimiento de un tejado no es algo súbito, es una rendición paulatina fruto de la desesperanza y la impotencia ante el abandono.

Sin cubierta la Casa se encontró desprotegida. El sedimento acumulado entre el muro exterior y el interior se hizo cizaña. Estación tras estación el empuje divergente del agua y, sobre todo, de la helada socavó todo empeño por mantenerse erguidos. Se desconoce cuál de ellos, claudicó primero, en realidad fue un último intento desesperado de auxilio, una súplica de comprensión al compañero por no poder aguantar más. Las consecuencias fueron fatales, dejarse caer en busca de amparo provocó el desplome del otro.

El desgaste continuó inexorable, gradual. La Casa Colomba se limitó entonces a confiar en la memoria, en que alguien quisiera recuperarla y hacerla renacer de los escombros.

EL HILO ROJO por Virgina Mas Peinado

Querido compañero:

Hoy después de tanto tiempo, por fin caí en la cuenta. Observé mis arrugadas manos como el que lee su propia biografía. El libro de mi vida tiene en las tapas una fina capa de piel llena de surcos. Las líneas de toda una existencia como un laberinto de caminos inexplicables. Estas manos temblorosas que te escriben son las mismas que se aferraron con fuerza al pecho de mi madre, que peinaron mis cabellos rebeldes, que escribieron una novela atormentada… Las mismas que acariciaron tus cabellos en la cama de “Casa Colomba” para hacerte despertar y se fundieron con las tuyas para atravesar el sendero de la vida.

Y mientras duermes suelo abrir el baúl de la memoria, extraigo un par de retales, examino su grosor y remiendo los rotos con mi imaginación hasta recomponer nuestra biografía. Una hermosa tela de vivos colores con la que envolveré mi cuerpo menudo a modo de mortaja.

Hoy, en mi dedo meñique, encontré atado un extraño hilo rojo. Tiré de él con fuerza, pero la bobina estaba encerrada en mi corazón. El hilo era grueso y resistente. Colgaba de mi dedo como un apéndice imposible de cortar. Y fui tirando de él para encontrar el otro extremo.

Y lo he entendido ahora que sólo me quedan un par de suspiros por delante: el otro extremo está en tu mano. Comprendo que nuestra historia es completamente indiferente al tiempo y al espacio. Que no importa que haya mil vidas o sólo este boceto. Tampoco la distancia o las dificultades. Somos dos piezas de un mismo puzle que se necesitan para respirar. Sístole y diástole. Este hilo rojo nos une desde siempre y estábamos predestinados a encontrarnos. A rellenar con ingenio los actos de nuestra obra y mirar siempre en la misma dirección. Construyendo paraísos con lo que otros consideraban basura. Quizá tenga fortuna y me regalen otra vida en la que pueda conocerte con más detenimiento. Y entonces no perderé ni un segundo en frivolidades. Te amaré a manos rotas, para cuando las Parcas vengan a buscarme no quede ni un pedazo de nada para ellas.

Observo mi mano y sonrío con la certeza de que cuando el reloj se pare, cuando el tiempo sea un vacío, este hilo que nos une se irá enredando, sigiloso, hasta crear un ovillo de eternidad.

LA LAGUNA Y UN PORTÓN por Pilar Tuero

Bajo de la bicicleta para estirar las piernas, hoy llevo muchos kilómetros y me apetece descansar y caminar por un sitio solitario. Es pronto, las once de la mañana, una hora ideal para relajarme y poder seguir mi camino lleno de energía y sobre todo sin esos pensamientos obsesivos que son mi única compañía en este viaje tan especial. ¿Qué hago vagando por este pueblo? Apenas lo conozco y no está en la ruta. Quizás me ha traído hasta aquí el perfume seco de la primavera castellana o quizás sigo buscando el rastro de tus ojos oscuros. O es posible que necesite encontrar en estas calles tranquilas la paz que no encuentro en mi ciudad, tan alegre y ruidosa que apenas la puedo soportar, cuando me siento vacío y tengo miedo que mi amor por la vida se contagie de un virus letal.

 

Empiezo a sentirme mejor, creo que fue un acierto desviarme hasta este pueblo con nombre peculiar y comienzo a pasear y a perderme por lugares que se estrechan como mi ánimo, que sube cansino hacia sitios desconocidos que espero me ayuden a encontrar un poco de serenidad.

 

Entonces mi corazón late sin arritmias y mi humor se hace invariable como todo lo que me rodea y ya no me siento bipolar, y ordeno mi caos haciendo fotos a portones pintados de colores. Y esta calle se convierte en el libro que quiero escribir y en la casa que me gustaría tener, para poder salir a la galería a respirar el olor del aire seco de agosto, Entonces me imagino caminando hasta encontrar un lugar que me acoja y presiento que si lo hago lo encontraré. ¡Y de repente magia! Veo una laguna y oigo croar unas ranas y empiezo a reírme porque hacía siglos que pensaba que estaban en peligro de extinción, como mi capacidad de sorprenderme de nuevo. Cuando me siento al lado del agua me doy cuenta que nada es casual, que fueron mis botas nuevas las que me trajeron hasta ahí, que este pueblo tiene algo que necesito y que mi vida puede empezar hoy el kilómetro cero de un futuro que ya está aquí y que el ayer contigo es como estos portones: algo antiguo que se cerró.

 

Cuando bajo de la laguna me siento ligero y feliz y saludo a tres peregrinos que me preguntan dónde se pueden alojar. Miro a mi izquierda y veo unas letras que dicen Casa Colomba.

Quizás yo también me quede hasta mañana.

VOLVER A EMPEZAR por Elena Oliva

Érase una vez un sobre blanco que volaba y volaba impulsado por los vientos del sur hacia una ciudad con bonita catedral. El sobre, de los corrientes, con unas señas apenas legibles de una letra menuda y frágil como su dueño, voló y voló hasta llegar a su destino. Una chica de aspecto radiante, quizá porque corría el mes de julio y ya los cuerpos se habían curtido al sol, la recibió apenas llegaba a su casa después del trabajo. La letra no le «sonaba», aumentando su curiosidad por momentos.

“La próxima semana iré a verte» leyó en voz alta cuando se encerró en su cuarto y rasgó el sobre. Lo firmaba Juan. ¿Pero quién era ese hombre? Se sentó lentamente en el borde de la cama, empezando a repasar en su memoria todos los Juanes que conocía. Intentaba ponerles cara a todos sin conseguirlo. iQué intriga!

-Quizá será el que sentó a mi lado en la última reunión —era tal el aturdimiento que sentía que repetía en voz alta cada comentario de la carta.

«Te espero en Casa Colomba; busca en el mapa y la encontrarás. Es una sorpresa». Y la firma garabateada. Pasó la semana bastante inquieta, hasta que el sábado sonó el teléfono. Descolgó y rápidamente reconoció aquel acento andaluz tan simpático.

-Ya estoy de camino a Casa Colomba —repiqueteaba la voz masculina- En una hora estoy esperándote en la solana. Te gustará, es un sitio maravilloso y muy romántico.

Por fin encontró Casa Colomba nada más preguntar a la primera persona que encontró a la entrada del pueblo. Como él había dicho, la estaba esperando sentado en la solana, fumando tranquilamente un cigarrillo. Las habitaciones eran espléndidas y las vistas maravillosas. Fueron unos días inolvidables. Desde el primer momento Juan y ella se compenetraron. Reían como dos adolescentes. Se miraban a los ojos de vez en cuando. Él decidido a ir «a por todas»; ella no tenía ni prisa ni ganas. Sin duda Juan era amable y cariñoso, pero tampoco era el hombre que ella había soñado.

Una calurosa mañana salieron de Casa Colomba para dar un paseo por el camino hacia el río. De pronto Juan la agarró de un brazo y le dijo acercándose a su bonita cara:

-Hagámoslo aquí —le susurró al oído-. No puedo esperar más.

Ella se quedó sorprendidísima. Nunca había imaginado que la cosa fuera tan rápida y menos en pleno campo. Con un NO casi gritando, salió corriendo hacia la casa rural.

A la mañana siguiente Juan había desaparecido después de pagar la cuenta caballerosamente; sin un adiós. Se había marchado sin despedirse. Furioso.

Érase una vez un sobre blanco que volaba protegido por los vientos del norte hacia la capital del Reino. La dirección era correcta, escrita con una letra redonda aprendida en un colegio de monjas. No había pérdida. Y encontró a su destinatario.

Juan rasgó casi con desprecio el sobre. En el papel blanco tan sólo había unos labios rojos marcados. No había firma. Juan se sentó en el sillón de su despacho, intentando recordar la sonrisa de aquella mujer que le había roto el corazón desde hacía bastante tiempo. Sonriendo, dobló la carta. Sacó el móvil y marcó el número.

-Perdóname, por favor. ¿Volvemos a Casa Colomba este próximo fin de semana? —esperó ansioso la contestación.

OPERACIÓN COLOMBA por Miguel Angel Gayo Sánchez

El lugar para el contacto se estableció en un minúsculo y discreto pueblo del interior peninsular. Por su ubicación en plena ruta de peregrinos y mochileros, la presencia de dos desconocidos, pasaría desapercibida. Además, el trajín de personas dificultaría cualquier sistema de contraespionaje con el que se pretendiese abortar la operación.

Con esta seguridad entré en aquella posada y me dirigí directamente a la barra del bar. Enseguida reconocí a mi contacto. Se trataba de una mujer hermosa, exuberante en su madurez.

–“El cocido maragato sacia un rato” –dije recitando la contraseña que, en un principio, me pareció algo ridícula–. ¿Lo probó usted?

La mujer respiró hondo. Pude ver cómo las aletas de su nariz se dilataban dejando pasar el aire.

–No –respondió con la tensión contenida, sin levantar la mirada de su copa de vino.

Llamé al camarero y pedí lo mismo para mí.

–Estas gentes tienen por costumbre degustar primero las carnes y dejar para el final los garbanzos y la sopa –dije por romper la tensión del momento. La mujer impostó una leve sonrisa. Por primera vez me miró a la cara. Su pose resultaba de lo más sensual.

–El efecto de esta disociación de ingredientes resulta espectacular –proseguí por alargar la conversa–. Pero cuando hablamos de personas, la mezcla y el intercambio es lo que importa. ¿No cree?

La mujer mojó sus labios, carnosos y sensuales, en la copa de vino. Se mostró profesional:

–¿Trae el prototipo?

Esperé a que el camarero se alejase.

–Sí –dije deslizando una pequeña caja.

La mujer abrió la caja y extrajo el collar de perlas.

–He reservado alojamiento –dijo pasándome una llave y una tarjeta con la dirección de la casa rural–. Entraremos por separado.

Leí la tarjeta: “Casa Colomba”. De ahí el nombre en clave de la operación.

La mujer se levantó y me hizo un último comentario, justo antes de abandonar la barra:

–Estoy de acuerdo con usted. Las personas debemos aprender a mixturarnos.

La seguí con discreción. Llevábamos casados veinte años. Pero fue ella la que pensó que debíamos meterle un poco de misterio a nuestro aniversario.

UNA FELICIDAD NUEVA por María Mora Torres

Levantó una mano en el aire, interponiéndola en el haz de luz que el sol derramaba en la habitación, un camino luminoso en el que flotaba el polvo y entonces también, la mano de Miguel y todos sus pensamientos. Estaba lejos de allí. Su cuerpo se mantenía tendido sobre aquella cama y su brazo estaba estirado, casi como si estuviera llamando un taxi o reclamando la atención de alguien que viene a tomarse una cerveza y no ve en qué mesa están sus amigos. Pero era más simple que eso. Aquel gesto no era más que un acto reflejo, una observación vana de cómo su mano cortaba la luz, proyectando una sombra, y como el vuelo de las partículas se alteraba, cambiando de ritmo; un acto reflejo de su ensimismamiento. Allí tumbado, sintiendo como sus huesos tenían por primera vez la ocasión de sentir la gravedad, no únicamente de presenciarla sino de sentirla; allí tumbado, permitiéndose escuchar el sonido de su propia respiración, concentrándose en el subir y bajar de su pecho y en nada más; allí tumbado, tranquilo. Tranquilo, por fin.

El Miguel de ciudad, el hombre nervioso al que se le caía el pelo y se le agriaba el carácter, le salían arrugas y no por sonreír, y tenía poca paciencia consigo mismo y con la vida, ese Miguel no era bienvenido en aquel lugar silencioso. El recuerdo de sí mismo bajo la presión de los dientes de la rutina, que lo masticaban sin piedad, se emborronaba al estar allí. La línea del perfil de ese hombre, entonces un extraño, se iba desvaneciendo y toda su imagen se perdía lentamente, como si su contorno actuara de presa y al desdibujarse todo él se escapara, todo el estrés se perdiera. Sucedió con aquel Miguel de ciudad igual que ocurre con las imágenes que tenemos de personas queridas a las que ya no vemos, que de tanto recurrir a ellas para tratar de evocarlas, las desgastamos hasta que ya no queda nada de lo que realmente fueron. Pero el Miguel que estaba naciendo sobre aquella cama, con el brazo estirado como despidiéndose, no iba a echar de menos al Miguel que se marchaba.

Sintió cómo una felicidad nueva le entraba por la punta de los dedos de los pies y trepaba lentamente por él hasta asentarse en la base de su estómago, donde parecía quedarse ronroneando unos instantes para después proseguir su ascenso, hasta el pecho.

En sus pulmones aliviaba la costumbre del respirar con prisas y en su corazón instalaba una calma inaudita. No era la felicidad eufórica que conduce a uno a brincar y a gritar. Era una felicidad distinta, como si todo él hubiera entrado dentro de una burbuja donde no existían la prisa, los ruidos estridentes o la ansiedad.

Sobre la mesilla de noche estaba su cartera y dentro de ella, una nota en la que una caligrafía delicada y redondeada había escrito:

«Ve a la Casa Colomba, en la calle del Río. Da tu nombre, disfruta y recuerda que te quiero.»

ELLA por Manuel Alonso Matellan

Ella es mi mujer. Ella es mi madre. Ella es mi hermana. Ella es mi amiga, mi amante, mi confidente, mi secreto. Ella es la tierra. Ella es el fruto y la flor. Ella donde hundo mis raíces en ella. El origen. La playa donde las tortugas van a desovar. El crotoréo de las cigüeñas. El olor a lluvia en la tierra. Ella. Una mañana de invierno la vi en una oca extendiendo sus alas dando calor a sus trece polluelos junto a Casa Colomba; otra, en una lágrima de una Virgen no recuerdo dónde… Y en el pecho de Lebeña –aquí sí estoy seguro-. Y en los primeros brotes de un bosque quemado. Y en una higuera naciendo de una alcantarilla. Y en todos los lugares que nacen está ella. El amor está en ella -o ella está en el amor, no sé-; esta idea se me escurrió como peces y no me dio tiempo a atraparla en letras…Sucedió en un campo mientras una vaca pastaba mansa y serena la hierba: hablaba de vida, de entrega, de sacrificio, de bondad; hablaba con voz de madre eterna en el tiempo. Generosa. Azul.

Hablaba con mil voces y una sola. Ella. Me atravesó como el arroyo al que vuelve la anguila. La huelo al pelar las patatas que nos da. La siento al plantar un árbol. Ella. Y en este instante, también, en esos pequeños dedos de los pies que se mueven mientras ella y yo vemos una película juntos.

UNA HISTORIA DE AMOR por Patrocinio Gil Sanchez

Para ti, prenda del atardecer, por esas mariposas de tus ojos de lluvia.

La conocí en un tren camino de Astorga donde habría de bajarse para seguir camino hacía Santa Colomba de Somoza, un pueblo recostado en mil paisajes de verdes y horizontes, donde iba a tomar posesión de su plaza de maestra. “Un pueblo, -sonrió complaciente-, que tiene una casa rural estupenda llamada Casa Colomba, que está entre un paisaje maravilloso que se enjundia en los ojos y da calor al alma”. Y dijo también, mirándome a los ojos, en un susurro cálido como gotas de lluvia cayendo lentamente sobre las amapolas, que su nombre era Magdalena, en honor a Santa María Magdalena, patrona de su bonito pueblo de Rivilla de Barajas en la Moraña abulense, donde se comía el mejor jamón con chorreras del mundo.

Tenía los ojos negros y brillantes como el carbón mojado y esas estrellas últimas que titilan en la bóveda las noches de verano donde todo es efímero, unos labios de arrope, carnosos como fruta madura, sin carmín y partidos que invitaban al beso, un lunar que hacía amagos de quedarse en la brisa y una piel de aceituna que acentuaba el deseo, porque allí, en aquel tren que serpenteaba entre pinares y enebros, me iba enamorando de su cuerpo delgado como un junco de río y esa sonrisa encantadora que desprendían sus labios.

Cuando me presenté como un escritor tímido que intentaba los versos de amor y sin remedio, (que no había ganado premio alguno y que iba hasta La Robla donde tenía parientes) llamado Patrocinio, porque ése era el nombre de mi abuela materna, esbozó una sonrisa para añadir que en su pueblo tenían al señor Agapito y a Máximo “El Chirete”, que hacían coplas al aire cuando alguien se casaba o en otros menesteres que surgieran al uso, y que si alguna vez pasaba por allí no dudara en preguntar por ella, que con mucho gusto haría de guía para enseñármelo, sobre todo la iglesia de la santa, que tiene un retablillo del XVI que es una hermosura y darme a probar el famoso jamón con chorreras y el vino de la tierra que mata en sí las penas.

Cuando se bajó en la pequeña estación llena de golondrinas y aromas de canela en chocolate, sus faldas se elevaron un tanto en aquel cielo dejando en la sonrisa un olor a tomillo y su cabello negro enarbolaba en la brisa la bandera de unos ojos alegres en piel de chiribitas que la hacían más hermosa, porque dejó en el aire, que cuando regresara de La Robla, si no tenía otra cosa mejor que hacer, me esperaba, para pasarlo juntos en el pueblo, enseñarme la escuela y alojarnos, en la casa rural “Casa Colomba”, que está en un lugar paradisiaco que hasta los sueños pueden hacerse realidad y donde, sin lugar a dudas, podría escribir los versos que hasta ahora no había escrito.

Y allí, en el adiós de su mano agitando los destinos y esa luz caprichosa que se colaba por todos los lugares, en esa espera larga de mi regreso para abrazar su cuerpo de aceituna, respondí que sí, que saliera a esperarme porque ya estaba enamorado como un tonto de baba…

«CAMBIAR DE AIRES» por Julia Álvarez

En los últimos días, mientras dormía, sus sueños se habían inundado de recuerdos infantiles de veranos pasados en casa de los abuelos, cerca de Casa Colomba. Quizá era la necesidad de recuperar sensaciones agradables pérdidas para encajar de la mejor manera posible todo lo que se le venía encima. Volvían desde su pasado a retrotraerle a días de calor y sol, de olor a pan y a hierba mojada, después de alguna tormenta vespertina, los besos de su abuela, la casa llena de libros y risas.

El momento no era el más adecuado para sentirse cómodo con su vida actual llena de estrés y más aún desde que le habían comunicado las palabras mágicas: “vas a tener que cambiar de aires”. Aquella frase formada exclusivamente por siete vocablos llevaba martilleando su cabeza desde hacía una semana, y su corazón desbordaba angustia. Era un reto, un nuevo comienzo, pero le faltaban las fuerzas para asimilar y vivir los futuros acontecimientos como una aventura.

Aquellos días de canícula discurrían con una rutina que proporcionaba seguridad, era el sosiego de la vida tranquila y pausada de las gentes que día a día se levantan para sus quehaceres apegados a la tierra que les vio nacer y que les verá morir. Sin más pretensiones que cultivar, regar, recolectar y guardar, pendientes de los rigores del tiempo meteorológico y compartiendo cada acontecimiento social como un evento que les pertenecía a todos.

Ahora su vida iba a dar un giro inesperado que lo llevaría a otro país, a otro continente, muy lejos de aquellas referencias de su infancia. Sabía a ciencia cierta que perdería muchas cosas en ese viaje a su vida futura, del mismo modo que ganaría experiencias nuevas y seres humanos de una cultura distinta dispuestos a convivir y crear. Ya no había vuelta atrás, La casa de los abuelos era una referencia a un pasado acogedor que ojalá le diera energía para afrontar los nuevos retos, pero no podía aferrarse a eso como tabla de salvación en la singladura por las aguas turbulentas de su empresa; él ya no era aquel niño sin malicia cuya máxima aspiración era aprender a nadar y correr por las calles empedradas del pueblo con la pandilla sin horarios ni obligaciones.

La niñez quedó atrás con el pueblo, los atardeceres rojizos y su abuela sembrando palabras con sus cuentos no escritos que siempre le acompañarán en lo más íntimo de su corazón allá dónde su nueva vida comience.

UN RESPIRO por Margarita Carro González

Las hojas de la ventana se abrieron renqueantes, cediendo al empellón de unas fuertes manos masculinas. Una ola de calor, seco llenó toda la estancia. El sol en el centro del cielo no daba tregua en aquella siesta agostera.

El hombre respiró hondo, el aroma de las rosas que trepaban por la soleada pared y llegaban al alfeizar. Aunque el calor era sofocante él se encontraba a gusto. Una vez que sus ojos se acostumbraron a la luz solar que reinaba en aquel rincón de la casa rural de Somoza, pudo atisbar el lejano Teleno, aquel monte mítico de los astures. Donde los dioses reinaban.

El maullido de un gato llamó su atención. Era un hermoso ejemplar dorado y blanco que caminaba cansino junto a la orilla de la pared, olisqueando el aire que le traía el recordatorio de que las comidas habían acabado y tenía su recompensa en un bol cerca de la puerta de la cocina. Él lo siguió con la mirada y estuvo absorto mirándolo mientras daba cuenta de su porción alimenticia y una vez finalizada se repantigó a la sombra de un rosal repleto de flores.

Su mente voló hasta los años de su niñez y recordó a su viejo gato. Aquel felino no se parecía nada a éste, era atigrado y poco cariñoso. Sus manos solían estar repletas de arañazos, claro que, para él, su mayor diversión era tirarle del rabo o atarle latas. Eran otros tiempos.

Su mente divagó en aquellos recónditos lugares de su vida feliz. Tiempos muy lejanos que hoy le parecían una eternidad difícil de alcanzar.

Un coche se acercó lentamente hasta la puerta de entrada de “Casa Colomba”. Una vez aparcó a la sombra de un manzano salió una pareja del coche, los dos se desentumecieron, señal de llevar mucho rato sentados. Luego el hombre abrió el capó y sacó una silla de bebé, que montó mientras la mujer sacaba de dentro del coche a un rollizo niño, un poco adormilado.

Una gruesa lágrima corrió el rostro varonil mientras una punzada atravesaba su corazón. No habían valido los cientos de kilómetros huyendo de aquel horror de sangre y fuego. De aquel dolor infinito, de aquella ausencia injusta. Sólo fueron unos minutos que no olvidaría en su vida, que le perseguirían para siempre en los que un terrorista se había llevado la vida de su Anna y también del pequeño bebé que habitaba en su seno.

UN DÍA CON BERTA por Ravirula

En la pared, detrás del mostrador había fotografías y estampas de santos, de curas y monjas milagrosas, y en el centro un crucifijo de madera negra que David había quitado entre suspiros y lágrimas del ataúd de su madre; y un poco más abajo en una hornacina forrada de terciopelo granate una imagen de la Virgen del Carmen, un candelabro de seis velas encendidas se retorcía; debajo del candelabro un libro que, por las luces de las velas, parecía blando como una medusa malsana.

Un día provocarás un incendio en la tienda con esa manía que tienes de poner libros debajo de las velas.

Las imágenes, las velas y David, se indignaron a la vez y la mano derecha del librero, empezó a moverse a ritmo de tic-tac, golpeando con sus uñas pintadas compulsivamente hasta que su voz golpeó en el aire diciendo:

Son, «Las confesiones de una máscara» de mi querido japonés Yukio Mishima, hoy es el aniversario de su muerte y sabes que es mi manera de hacerles su homenaje a mis escritores favoritos fallecidos y quiero invitarte este fin de semana a la casa rural CASA COLOMBA para relajarnos y poder leerte éste libro.

David, se congratulaba de su respuesta e invitación a Berta, porque tenía el sentimiento y satisfacción de haber cumplido con su deber.

EL NUEVO CALENDARIO

Era una de esas tardes brillantes en las que los largos días del mes de junio parecen querer compensarnos del invierno. Tras una temporada en la que el trabajo se me acumuló pensé tomarme un respiro haciendo algo distinto. Me propuse ir al campo, y lo hice.

Me dirigía a pasar un fin de semana en Casa Colomba y, de camino, paré a las afueras de un pueblo para contemplar la hermosa vista de un bosque de robles, en las estribaciones de los Montes de León, con un verde renacido que llamaba la atención a kilómetros de distancia.

Allí apareció un caminante. Su atuendo era extraño para un senderista: unas viejas botas y una americana raída me indicaban que aquel hombre no se preocupaba mucho de la moda ni de las opiniones ajenas. Me pareció que decir «buenas tardes» era lo apropiado. Y así lo hice.

Como quien no quiere la cosa, con la extraña complicidad que a veces se establece con los desconocidos a quienes nunca volveremos a ver, empezamos a hablar.

Me contó que él había sido siempre un hombre de ciudad, pero enamorado del bosque, de un bosque como concepto que anhelaba conocer a fondo en la realidad. Un día, curiosamente por razones de trabajo, se trasladó a un pueblo situado a cinco kilómetros de donde nos encontrábamos. Y allí comenzó a cambiar. Me dijo que se hizo un nuevo calendario. Le pregunté a qué se refería. Él me contestó:

-Poco a poco cumplí mi ilusión, o mi vocación, o qué sé yo cómo llamarlo. Fui conociendo el bosque. Con los años, percibí que debía acompasar mi ritmo al suyo, mi tiempo al suyo. Que además del calendario normal había otro, muy especial. En él las fechas se marcaban no por números, sino por impulsos de vida. No había domingos o días laborables, sino momentos como la caída de la hoja, hoja muerta que es esperanza de futura resurrección, o la primera nevada del otoño o del invierno, o cuando el blanco de la escarcha permanece en las sombras durante días y días, o el cuco alegrando los oídos a finales de marzo, o el humilde y colorido nacimiento de las hojas de los robles -antes en los de las zonas bajas que a los situados a mayor altitud-, o los tallos de los helechos antes de desarrollarse, cubriendo laderas enteras a la sombra de los árboles, o cuando las escobas y las retamas florecen, como saludando a las flores de las urces que viven más arriba, con los arroyos reflejando sus colores, o cuando las nubes se quedan pegadas al bosque en las laderas que miran al oeste…

Se quedó un momento en silencio. Me miró a los ojos y, sin más, se despidió:

-Bueno. He de seguir mi camino. Buen viaje y hasta otra ocasión.

Volví al coche. Arranqué y, en ese momento, pensé si aquel hombre era un excéntrico o un sabio.

Opté por no juzgar. Darle, simplemente, el beneficio de la duda.

Cuando me iba acercando al final de mi trayecto sentía cada vez más la inquietud de saber si yo también sería capaz de hacer un nuevo calendario, de ver en la Naturaleza los ritmos de la vida, de acompasarme, de alguna manera, por pequeña que fuese, con ellos.

Sí. Finalmente decidí que aquel fin de semana comenzaría a intentarlo.

A LA VUELTA DE LA ESQUINA por Isabel Jiménez Moreno

Margarita Toral salió de misa de ocho y se adentró en el barrio céntrico y burgués en el que vivía desde que se trasladara a esta sombría ciudad. A pesar del poco tiempo que llevaba allí, ya estaba familiarizada con los tenderos, los porteros de las fincas, la farmacéutica, la peluquera y, por supuesto, con el centro de salud que visitaba regularmente en busca de las recetas para la pastilla de la tensión, la de los huesos, la de dormir…

Sorprendentemente para su edad y condición –jubilada desde hacía ocho años- Dña. Margarita cambiaba de ciudad con relativa frecuencia, lo que no dejaba de extrañar a las amistades que iba dejando por el camino, pero ella lo justificaba alegando que los cambios de aire siempre le sentaban bien.

Hacía una noche fría en aquella ciudad del norte, decimonónica y húmeda. Caminaba envuelta en niebla y a paso lento, pues la humedad y el reúma no son los mejores amigos, pero ella no le prestaba mucha atención a ese pequeño inconveniente. Cuando llegara a casa se tomaría un caldito, se aplicaría la manta eléctrica y problema resuelto.

Se detuvo un instante ladeando ligeramente la cabeza y prestó atención: le había parecido escuchar unos pasos detrás de ella.

“Bah, no es nada, a ver quién va a andar por la calle con este tiempo” -se dijo.

Siguió andando por la acera mojada y se detuvo un momento en el colmado y le pidió a Andrés, el tendero, un poco de pavo para la cena.

-Hola, Doña Margarita, ¿viene usted de misa? – preguntó Andrés.

-Sí, pero hoy tengo ganas de llegar a casa, que no está la noche para andar por ahí con este frío.

-Yo voy a cerrar ya, si quiere la acerco con el coche.

-No, no, gracias. En un pis-pas llego. Hasta mañana.

Andrés se quedó mirándola mientras trasponía la calle. ¡Qué mujer tan curiosa! No hacía mucho que la tenía como clienta y solo sabía de ella el nombre y que había sido maestra. Y que desde hacía unos meses vivía en el bajo de Casa Colomba, la que fuera del Indiano. Le llamaba la atención su forma de vestir, siempre de negro y con pantalones; el eterno bolso, que más bien parecía un baúl, colgado del brazo y el enorme paraguas negro que llevaba así cayera una lluvia torrencial o el cielo estuviera despejado. Y un gorro de punto que le llegaba hasta las cejas.

Se detuvo nuevamente: esta vez los pasos resonaron claros en el pavimento. Miró hacia atrás, pero no vio a nadie. Siguió andando despacio y volvió a detenerse bruscamente. Ya no había duda, alguien venía tras ella. A la vuelta de la esquina se encontró en un callejón que no solía transitar. Se ve que con el susto se había despistado, pero ya no podía retroceder.

Avanzó lentamente y se escondió entre unos contenedores de basura. Los pasos se acercaban atenuados pero firmes. Dña. Margarita temblaba ligeramente desde su escondite y cuando calculó que ya estaban a su altura, no lo pensó ni un instante: asió el paraguas con fuerza y golpeó a su perseguidor una vez, y otra, y otra.

Ya con el cuerpo yaciendo en el suelo, se acercó con precaución, dejó el paraguas manchado de sangre a un lado y sacó del bolso el martillo –qué suerte que siempre pensaba en todo-. Se disponía a darle el golpe de gracia cuando se percató de que no era más que un adolescente con el pelo rapado y un pendiente en la oreja. En la cabeza se entreveía una brecha y la nariz le sangraba profusamente. Con fastidio se dijo que no merecía la pena desperdiciar esfuerzos en ese chaval de tres al cuarto, seguro que ya había aprendido la lección y no volvería a meterse con pobres mujeres indefensas. No, en darle a ese mequetrefe no encontraba ninguna satisfacción. A ella le gustaba más el riesgo, enfrentarse a un hombre al que podía atizar con ganas y dejar reducido a una mancha en el asfalto. Ya habría otras oportunidades, que afortunadamente en esta ciudad había mucha niebla… Se agachó y recogió el móvil caído de las manos del muchacho. Se había roto el cristal de la pantalla, pero aún podía verse el rastro de la conversación de WhatsApp que mantenía con una tal Vanesa. Dña. Margarita estuvo tentada de dejarlo en uno de los contenedores de basura, pero pensó que era mejor tirarlo un poco más lejos, no sea que se hubiera activado alguna cámara de esas que llevan dentro y hubiera grabado el incidente, que estas máquinas, bien lo sabía ella, las carga el diablo.

PERDIDOS EN LA CALLE 30 por Isabel Jiménez Moreno

A – ¡Por ahí, sal!

B – ¡Que no, que no es esa salida! Fíjate bien y no me grites, que me pongo nervioso.

A -Eres tú quien se tiene que fijar que para eso vas conduciendo. Como a mí no me dejas.

B -Cómo te voy a dejar, para que nos matemos.

A -Ya salió el listo. Pues hasta que te conocí yo conducía sin ningún problema.

B -Eso es lo que tú dices, por eso tenías el coche lleno de bollos.

A -No te aguanto cuando te pones así. ¡Métete, que es esta salida!

B – ¡Ya no puedo! Eso pasa porque no paras de hablar. Ahora otra vez a dar la vuelta. Vamos a llegar cuando hayan cerrado el tanatorio.

A -Los tanatorios no cierran, a ver si te enteras. Pero mira, así nos librábamos de saludar a todos esos petardos…

B -Ya, y que nos pongan verdes. Últimamente no damos una.

A -Mira lo bueno, él ya no nos podrá poner ni verdes ni morados…

B -Cómo eres.

A -Ja, ja, cómo que tú no habrás pensado lo mismo.

B -La verdad es que me aburren, siempre con las mismas tonterías.

A -Sí, pero hay que reconocer que también tiene su lado bueno, si no a ver de qué íbamos a tener esta vida social. ¡Salte, que hay que dar la vuelta!

B – ¿No me puedes avisar antes? ¡Casi nos la damos!

A -Pero bueno, ¿no eres tú el que conduce?

B -Si es que me distraes

A -También el pobre, morirse así, y solo…

B -Y cómo se iba a morir si no, salvo que se hubiera muerto en una fiesta o en la consulta del médico… si estaba más solo que la una.

A -Ya, pero de esa manera… mira que atragantarse con un hueso de melocotón.

B -Y en albornoz, que le vieron todos los vecinos cuando vino el SAMUR, con lo tiquismiquis que era con su aspecto.

A – ¡La salida del Tanatorio! ¡Salte!

B – ¡Joder, que no me des esos sustos! ¡Ya no puedo!

A – ¡Otra vuelta no! ¡Para, para que cojo yo el coche!

B – Pero… ¡cómo voy a parar aquí, tú estás loco! Cállate y no me hables más hasta que no lleguemos.

A – ¡Casi las ocho de la noche! Desde que nos están esperando. A este paso llegamos cuando quede sólo la familia.

B -Pues vaya rollo, con lo rancios que son. Llama a alguno de estos y que nos esperen. Diles que acabo de salir de trabajar.

A -Cómo que se lo van a creer si saben que trabajas menos que un acomodador de cine.

B -Claro, aquí el que trabaja eres tú en tu papel de amo de casa. Por eso no tengo ninguna camisa limpia.

A -Oye, guapo, que no soy tu mayordomo. ¡Salte, joder!

B – ¡Otra vez! ¡Qué te calles, que no es esta!

A -Pues a ver si estás más atento, listo.

B -Si te callas a lo mejor. Oye, ¿y tú crees que habrán venido sus padres?

A -La madre a lo mejor; ya irá por la quinta vuelta del rosario. Pero el padre…

B -Ese se estará apretando el cilicio.

A -Sí, seguro, o a la doncella. Menudo golfo.

B – ¿Y los hermanos? Con todos los que son, alguno habrá venido.

A – ¡Qué nos pasamos otra vez! Mira ¡ya son casi las diez! Yo me voy a casa.

B – ¡Qué melodramático eres! Sólo son las nueve pasadas.

A -Ya, pero es que estoy harto de dar vueltas, que esto parece una noria.

B -Vale, iremos mañana a la incineración. ¿A qué hora es?

A -A las diez. Casi mejor nos vamos ya al cementerio, para asegurarnos de que al menos a eso llegamos.

B -Pero qué gracia tienes. ¿Cuántos hermanos son?

A-Yo qué sé: los dos curas, la misionera, la que tiene doce hijos, el banquero que está en la cárcel, el drogadicto…

B – Vaya panda.

A – ¿Qué haces? ¡Que te has pasado la salida de casa! Estás fatal, eh.

B -Si es que no te callas. Oye, ¿y si nos tomamos una copa en Casa Colomba?

A -Vale. Aunque mejor nos vamos directos a un after hours.

B -Anda, mira, el tanatorio, ¡qué suerte!

A – ¿Qué haces? ¿por qué te sales?

B -Por qué va a ser, porque es el tanatorio.

A -Sí, el Sur, sólo que nosotros íbamos al de la M-30.

B – ¿Yo qué sé? ¡Mira! ¿Ese no es Mario?

A -Sí, ¿qué hará aquí? ¡Mario!

C -Hola, chicos, vaya horas de llegar. Juan y yo ya nos vamos y los demás se fueron hace rato.

A -No fastidies, ¿y eso?

C -Porque llevamos aquí casi toda la tarde. Ahí os dejo con la familia, fijaos qué suerte, han venido todos….

A -A mí no me mires. Pensé que era en el otro… y si no, haberte enterado tú.

B -Te voy a matar.

CERCA DE LA DISTANCIA por Salvador Robles Miras

Plantó cara durante años a la adversidad, pero como ésta, lejos de amilanarse, se envalentonó hasta adquirir los rasgos inconfundibles del fracaso inapelable, el hombre, exhausto de tanto luchar, una mañana de primavera, giró sobre sus talones y partió rumbo a la lejanía más lejana.

Subió de incógnito a un avión transoceánico que, tras un interminable vuelo de doce horas, lo dejó al otro lado del Atlántico, en el sur de Europa, a miles de kilómetros de América. En el aeropuerto de Madrid, tomó un taxi y pidió al taxista que lo trasladara lejos del mundanal ruido, a un sitio apartado y tranquilo.

-Aunque sea a unos centenares de kilómetros.

-Lo llevaré entonces a mi tierra, a un pueblo pequeño de León –dijo el taxista-. Allí hay una encantadora casa rural en la que encontrará la tranquilidad que necesita para bucear en sus entretelas.

Sí, lléveme allí. Seguro que en el corazón de Castilla él no da conmigo.

– ¿Él? ¿quién?  –preguntó el taxista.

-Uy, ese tunante siempre termina dando con nosotros, más temprano que tarde. Es ley de vida.

En Casa Colomba, frente al monte, rodeado de árboles, en un remanso de paz, el recién llegado se dispuso a emprender una nueva vida, lejos del fracaso. Pero pronto comprobó algo que a sus ancestros también les costó aprender lo suyo, a saber, que la nueva vida siempre arrastra consigo la vieja.

Cuando deshacía el equipaje en la acogedora habitación que le habían asignado, alguien llamó a la puerta.

– ¿Quién es? –preguntó con recelo.

-Tu mejor amigo –respondió una voz familiar.

Aunque se temió alguna celada, impelido por la curiosidad, abrió la puerta de la habitación. Se quedó de una pieza al ver al hombre que estaba plantado en el pasillo; parecía su vivo retrato.

– ¿Quién eres?

-Tú, o sea, el éxito y el fracaso.

 

EN UN MOTEL CUALQUIERA por Slodovan Hermes Prous Collado

Tras asomarse a la ventana de la habitación, pudo ver como estaban ahí, en el patio. Se desplegaban de forma que tuvieran todas las salidas cubiertas, poco a poco se acercaban a su presa, reduciendo el radio de acción. Subían por las dos escaleras del motel que daban al pasillo que conectaba con todas las habitaciones. El problema de todo ello, era que él mismo era la presa. Tanto tiempo huyendo y por fin le habían atrapado. Tarde o temprano, los maderos o la banda de Sigorsky le habrían encontrado, no debió haberse hecho ilusiones. Cientos de kilómetros conducidos en aquella vieja ranchera roja, para acabar su vida en un motel impersonal y cutre como cualquiera de los cientos por los que había pasado en su particular odisea. En nada se parecía a aquel hotel rural, Casa Colomba, desde donde empezó todo al llevarse el maletín propiedad de Igor, su jefe hasta ese momento en el que se auto-despidió.

Los tipos duros del FBI habían llegado antes que los hombres de Sigorsky. Mejor, se ahorraría una lenta y larga sesión de tortura, pero también sería más difícil de escapar. Equipados, como estaban, con chalecos antibalas y cascos de kevlar y armados con M4A1 con mirilla láser. Mientras que él, solo llevaba una camiseta blanca de tirantes, calzoncillos, sus inseparables botas de piel de serpiente y en la cama, junto a una bolsa de deporte llena de metanfetamina, un revolver Colt al que echó mano rápidamente. Podía coger la bolsa, el revólver y saltar por la ventana trasera. Seguramente también estaría vigilada, pero habrían menos de esos maderos. Podría robar un coche y recorrer la interestatal hasta llegar a Nuevo México, esconderse en otro motel o camping de caravanas. Vender la mercancía y comprar un billete para Seattle y de ahí cruzar la frontera hasta llegar a Vancouver.

Pero era demasiado tarde, había tomado una decisión. No huiría más, no seguiría escapando. Se enfrentaría a su destino, aunque fuera lo último que hiciera en esta vida. Así que se parapetó detrás de la cama y apuntó con su fiel revolver hacía la puerta. Los pasos se oían cada vez más cercanos, hasta que se pararon. Supo que estaban junto a la puerta. Oyó como gritaban su nombre y le pedían que abriese. Se puso su sombrero de cowboy. Moriría con las botas puestas, nunca mejor dicho. Aferró con ambas manos su arma y esperó a que el ariete de la policía reventara la puerta de su habitación

LA CASA por Mariola Lorente Arroyo

Que yo recuerde, he pasado todos los veranos en este remoto pueblo. Una cuerda invisible me ata a él. Cuando estoy en mi ciudad, en clase, a veces pienso en este sitio detenido en el tiempo y se me antoja deshabitado. Un puñado de lugareños se funden en mi mente infantil: ancianas de luto, ganaderos encorvados. Y La Casa.

El verano es lo que da sentido a mi corta existencia. No tengo horarios, no rindo cuentas; este rincón rodeado por montañas bajas es mi universo. Despreocupada, recorro caminos, dejo atrás las calles y me invento lugares. Me pierdo en un silencio vegetal poblado por el zumbido de los insectos. Mis piernas flacas rozan indolentes juncos y zarzas; las jaras me pringan la piel.

La vida es un instante perpetuo, y yo lo ocupo en saltar entre pizarras negras, bañarme en el río, visitar La Casa. Es lo que más me gusta. La Casa Colomba, dice mi abuela, con voz como de misterio. No le agrada que merodee por allí. Sé que a la gente le da miedo: a mí me fascina.

Porque un día La Casa será mía. Uniré sus grietas descosidas, recompondré su maltrecho tejado y, por las ventanas, en vez de ortigas y cardos, asomarán cortinas pálidas mecidas por la brisa.

La Casa está a las afueras. Desde que la conozco está abandonada y su estado empeora cada año. Nadie viene por aquí, ni siquiera los gamberros en busca de destrucción. La Casa parece estar rodeada por una campana transparente que solo yo puedo atravesar. Cuando el calor me pica, busco su sombra. La del viejo peral, combado por el peso de sus frutos sin recoger. Otras veces avanzo hasta el destartalado porche que da al arroyo. Cierro los ojos y solo existe el rumor del agua, el frescor de lo inhabitado y el olor a madera húmeda. ¡Qué importa si me mancho los pantalones, si el flequillo se me enreda como un nido, si voy llena de arañazos!

No puedo resistir la atracción de La Casa. Algo desde su interior me llama, como un cántico inaudible. Despierta en mí sensaciones poderosas, alimenta mi fantasía. Su quietud mortal emana serenidad. Me apena su estado ruinoso e imagino tristezas pasadas. ¿Qué desgracias asolaron a sus habitantes? ¿Qué fue de su felicidad? Porque en Casa Colomba reinó la felicidad. Lo sé por la dulce melancolía que flota en torno al edificio. Desprende una placidez evaporada, desvaída como el color indefinido de sus paredes. Aquí hubo risas, trinos de pájaro y música de baile. Reminiscencias de una alegría malograda. Sonidos aplastados por la decadencia, que yo voy a recuperar…

Cuando sea mayor compraré La Casa y le devolveré todo su esplendor. Pintaré un letrero donde vuelva a leerse “Casa Colomba”, viviré en ella y la llenaré de color y vida. Vendré con un perro, con plantas verdosas, con amigos, flores y luces. La Casa acogerá de nuevo desayunos soleados, siestas perezosas y suaves noches estrelladas. Seremos felices, La Casa y yo.

MENSAJE CELESTIAL por José Luis Chaparro González

Su vida era excepcional. Nada llegaba a conseguir que perdiera su optimismo. Su alegría era contagiosa. Tenía la facultad de ver las cosas de otro color. Donde algunos veían días grises, ella valoraba la posibilidad de pasear bajo la lluvia. Encontraba a todos los contratiempos su lado positivo. Por eso, ni a sus padres ni a sus cuatro hermanos les extrañó que contara lo que le había sucedido esa misma tarde, pensando que no era más que fruto de su imaginación.

Según decía, mientras paseaba por el bosque se había levantado una leve brisa que hizo que cayeran hojas de los árboles, algunas de ellas presentaban formas extrañas, que rápidamente identificó como letras.

Sorprendida, se dispuso a recogerlas…

Una “C” vino a caer a sus pies, volando como una mariposa, seguida de una “A”. La “S” quedó prendida de su pelo desprendiéndose al inclinarse para recoger de nuevo otra “A”. Pudo ver cómo la “C” se posaba en el suelo suavemente y a su lado una “O”. La “L” le esperaba unos metros más adelante y sobre sus manos vino a posarse otra “O”. Se apresuró para recoger en el aire la “M” y no puedo evitar que la “B” se posase junto a la “A” que le acompañaba en su vuelo. Entonces, cesó la brisa.

Para demostrar que todo era cierto las fue colocando encima de la mesa y en el mismo orden en el que las había hallado CASA COLOMBA. ¿Qué es eso? ¿Un lugar privilegiado con paisajes maravillosos?

El resultado de un sueño… ¿Puede llevar a que otro se vea cumplido?

Simplemente pensaba que vosotros también deberíais saber lo que ocurrió.

 

* * * FIN * * *

EN EL CORAZÓN DE LA MARAGATERÍA por Cristina Neria Serrano

Parece que fue ayer pero ya ha pasado una década desde aquel fin de semana en Santa Colomba que cambió mi vida para siempre. Lo que empezó como un par de días de reunión de amigas se convirtió en un antes y un después, un precioso capítulo en la historia de una vida que todavía continúo escribiendo y en la que estoy segura que faltan muchas preciosas páginas por llenar ligadas a las tierras de la Maragatería.

Nunca olvidaré aquel viernes y nuestra llegada a la Casa Colomba, una preciosa y acogedora casita rural que nos dejó a todas impactadas por su belleza y su sencillez. Sus muros fueron silenciosos testigos del vuelco que dio mi corazón al conocer al que es y será siempre el amor de mi vida. Al entrar al gran salón de la casa allí estaba él, vestido con una camiseta negra con letras rosas en las que se podía leer en inglés “Si me quieres, págame”. Aquello me hizo soltar una pequeña risita nerviosa. Había oído hablar mucho y muy bien de él y tras una presentación tímida y temblorosa por mi parte, durante la que noté que mis mejillas empezaban a sonrojarse, las horas fueron transcurriendo entre risas y conversaciones entre dos personas que parecían conocerse desde siempre.

Pero no todo era tan sencillo. No todo es como lo pintan en los cuentos de hadas. Los sentimientos fluían entre ambos, pero mi situación sentimental en ese momento, con una relación llena de altibajos que ya duraba más de seis años, me impedía dejarme llevar. Sabía que lo que estaba sintiendo iba a dar al traste con ese noviazgo adolescente en el que me veía atrapada. Y así fue. Tras un fin de semana inolvidable de risas y confidencias, llegó el momento de despedirme de la persona que había despertado en mí sentimientos hasta entonces olvidados. Dos tímidos besos en la mejilla y un hasta pronto fueron nuestra única despedida y mi vuelta a Madrid estuvo llena de lágrimas y dudas, muchas dudas. No tenía ni idea de lo que él podía sentir por mí y ni siquiera habíamos intercambiado los teléfonos y, aunque siempre creí que ese “romance” veraniego no llegaría a ningún sitio y quedaría para siempre encerrado tras los muros de la Casa Colomba, tomé la difícil de decisión de ser fiel a mí misma y a mis sentimientos poniendo punto y final a la relación que me ataba.

Pocos días después, mientras estaba inmersa en la vorágine de tener que aguantar los interrogatorios de familiares y amigos en busca de los motivos de mi ruptura, recibí un mensaje en mi teléfono de un número que no conocía. Era él. Se había tomado la molestia de averiguar mi teléfono a través de la amiga común que nos presentó, que se ganaría el apodo de Celestina desde aquel momento. El corazón me latía tan fuerte que parecía que se iba a escapar de mi pecho. No podía creer lo que me estaba pasando, no podía imaginar que lo que yo sentía podía ser correspondido. A partir de aquel de momento empezaron las conversaciones cómplices e interminables por teléfono que darían paso poco después a una relación a distancia repleta de viajes en AVE desde Madrid a Zaragoza, donde él residía.

El tiempo pasaba, la relación se afianzaba y el amor, ese amor nacido en el verano del 2006 en Santa Colomba, fue creciendo hasta el día de hoy en el que casada y con precioso niño que ha completado aún más mi vida echo la vista atrás y sigo dando gracias por haber conocido al hombre de mi vida en pleno corazón de la Maragatería.

LINAJE por Ezequiel Barranco Moreno

LINAJE

 

Entre estos campos de pastos y árboles frutales, donde hoy se levanta Casa Colomba, justo en este amplio salón, había un gran pajar en el que, durante mucho tiempo, trabajaron, rieron y durmieron hombres y mujeres.

Allí fue donde violaron a mi abuela, Juana la Borracha, hasta en siete ocasiones la misma noche. Fueron un peregrino, un uruguayo, un borracho, un sueco, el sacristán, un militar y el boticario. Nueve meses después nació mi madre —hija de siete padres, la llamaban unos, Juanita la Borracha, otros—: peregrina y algo pía, aficionada al mate y al alcohol, rubia y con vivos ojos azules, con gran capacidad de mando y hábil en curas con brebajes y hierbas del campo en sus ratos de ocio. Durante muchos años trabajó en el campo y cada día, en la siesta y por la noche acudía a descansar al pajar.

Yo emigré pronto en busca de riquezas y harta de la monotonía de la vida en el pueblo, pero no me fue bien y aquí estoy, de vuelta, después de tantos años sin más objetivos que despertar al amanecer y conseguir un mendrugo de pan y algo de vino para poder tragarlo. Los viejos del lugar me reconocieron nada más verme y comentan entre ellos: tiene los ojos de su madre, dicen, sin atreverse a nombrar mis otros rasgos, pero sin dejar de buscar parecidos y cotillear entre ellos que, si el color de mi piel es muy blanco y que a quién habré salido tan rubia, que mi manera de reír le recordaba a alguien e incluso un peregrino que, cansado de andar se había instalado en el pueblo, me preguntó si tendría algún remedio para su debilidad.

Hoy me he levantado temprano y, como cada día, desayuné y me tomé mi carajillo y mi copa de anís, y después me entretuve en buscar entre los clientes lo que ellos buscan en mí: parecidos y rasgos comunes. Se fueron acercando algunos vecinos y me invitaron a unos vinos, y durante toda la mañana no me moví de la mesa, incluso después de comer seguí tomando una copas y mantuve una conversación cada vez más animada en la que el peluquero, un peregrino y un turista, el dueño del bar, el hijo del uruguayo, un albañil y el médico, me contaron cosas del pueblo, con Juana y Juanita la Borracha, siempre presentes, y yo les conté mis recuerdos de la infancia y de mi partida y mil aventuras más, reales unas, inventadas otras, desde que me fui hasta mi vuelta.

Mareada y cansada, me retiré a mi habitación un rato, e intenté dormirme antes que aparecieran las personitas diminutas, arañas, serpientes y fichas de ajedrez que, como es habitual últimamente, aparecen con el sueño y se van cuando me levanto y me sirvo, con las manos temblorosas, una copa de coñac. Una hora más tarde, terminada la siesta y tomada la copa, volví al bar y seguí mis conversaciones con los parroquianos entre risas y vinos hasta que, al ponerse el sol, se fueron despidiendo y yo me fui a acostar.

 

Dejé la puerta abierta. No quería dormir sola esa noche.

UN PUEBLO PRÓSPERO por Rocío Garrido Marcos

Sobre un centenario pajar se levantaba una fortaleza “Casa Colomba” que daba albergue a los transeúntes que admiraban un pueblo próspero, donde sus habitantes habían formado cooperativas de trabajo y contaba hasta con un hospital. También había un banco donde los vecinos guardaban sus ahorros y pedían créditos para ampliar sus negocios o cambiarse de casa. La economía iba viento en popa y la gente se endeudaba con préstamos a largo plazo, confiando en que no tendrían problemas para devolver el dinero. El banco concedía alegremente cientos de hipotecas y hasta productos dudosos.

Pero llegó la crisis inmobiliaria, algunos dicen que provocada por aquellos a los que les molestaba tanto paralelismo social. Se dejaron de construir viviendas y todos los que trabajaban en el sector de la construcción se quedaron sin trabajo. Los que se habían endeudado no pudieron pagar los recibos y tuvieron que negociar con el banco para refinanciarlos, con la esperanza de que el año siguiente fuera mejor. Pero llegó el año siguiente y el resto de los sectores económicos fueron cayendo uno tras otro, como fichas de dominó.

Se reunieron en el ayuntamiento las fuerzas vivas, y el banquero confesó que no había fondos para devolver el dinero a los depositarios y mucho menos para amortizar los créditos que éste a su vez había adquirido con entidades mayores. Algunos concejales propusieron una moratoria, con un poco de paciencia las aguas volverían a su cauce y en los próximos ejercicios se podrían regularizar las cuentas. Pero el banquero se negó en rotundo y amenazó con cerrar definitivamente si no recibía ayudas del municipio.

En el pleno siguiente decidieron subir impuestos y recortar gastos para reunir el importe y rescatar al banco. En poco tiempo la entidad financiera recapitalizó sus arcas y saneó sus balances, pero, en vez de renegociar de nuevo los préstamos, reclamó judicialmente a los deudores y muchos de los vecinos fueron desahuciados de sus casas.

El hospital se vendió a una empresa privada y los servicios sanitarios que antes eran gratuitos, dejaron de serlo. Los trabajadores de las cooperativas se quedaron en el paro, los pequeños talleres cerraron por falta de pedidos y los comercios bajaron sus puertas al perder la clientela.

El banquero se retiró con una pensión millonaria y los accionistas, con el dinero del pueblo, montaron otras entidades en la capital donde continuaron enriqueciéndose sin que nadie les pidiese explicaciones.

Hace poco los vecinos se manifestaron delante del ayuntamiento pidiendo soluciones y que se depurasen responsabilidades, pero el alcalde llamó a la guardia civil y fueron dispersados por la fuerza con el resultado de varios heridos y alguna que otra detención. Por su parte el consistorio ha vuelto a aumentarse el sueldo y siguen manteniendo las prerrogativas que su cargo implica.

LA RACIÓN por Tomás Bellocq

La ración

Miró la pantalla del móvil por última vez, continuaban entrando mensajes y notificaciones a las que ignoró por completo. Giró el aparato entre las palmas de las manos y lo abrió por el dorso. Acto seguido retiró la batería con cuidado y, sosteniéndola entre los dedos, la observó con detenimiento como quien acaba de destripar a una presa y descubre, dentro de las entrañas, un objeto curioso.

Hizo un gesto de disgusto frunciendo el lado derecho del rostro y pensó como algo tan liviano le había generado semejante carga. Sosteniendo todavía la batería, se paró, cruzó la sala en dirección a la cocina y se deshizo del pequeño artefacto tras arrojarlo a la basura. Sintió un alivio inmediato, como si algo que hubiera estado fuera de lugar en el universo, de golpe se hubiera acomodado. Volvió a la sala y se dejó caer, ligero, sobre el colchón anaranjado del sillón. Clavó la mirada en el techo y se dejó hipnotizar por las centenarias vigas de leño que resistían, imperturbables, al peso de las miradas.

El ruido de una puerta abriéndose lo hizo volver en sí. A pesar de que estaba solo y no esperaba a nadie, no sintió miedo, es más; ni siquiera volteó para mirar quien era. Escucho atento los golpes secos de cada paso resonando contra el piso de madera e imaginó, por la cadencia de las pisadas, una figura femenina. Lo confirmó cuando inhaló profundo el perfume que le llegó desde la puerta.

Se oyó un juego de llaves golpear contra la mesa y otra vez el filoso sonido de las pisadas cada vez más cerca. Finalmente, como en un eclipse, desde arriba y anteponiéndose frente a la visión que tenía del techo, lo encandilaron dos ojos negros. Era una joven de pelo lacio recogido a la altura de la nuca. Su rostro era delgado, pero de rasgos firmes, como las vigas. Llevaba una cazadora de cuero oscuro que no se distinguía del color de su piel. La chica se sentó decidida a la mitad del sillón.

Hizo una pausa y el hombre, que continuaba recostado, pudo vislumbrar un pequeño lunar sobre la parte derecha de la boca. La joven estiró los brazos y los apoyó detrás de la nuca del señor al mismo tiempo que acercó su rostro hasta que ambos estuvieron apenas separados por unos centímetros.

Ninguno dijo nada, y un silencio profundo inundó la sala, retumbando entre las antiguas paredes de piedra. Con un movimiento preciso, el hombre tomó por las muñecas a la joven; tenía la piel fría. Al no encontrar resistencia, se los llevó detrás de la cintura al mismo tiempo que sus labios se interceptaban.

 

Los garbanzos

¿En qué momento había dejado de soñar? Apoyó las manos sobre la cerámica del baño y le clavó la mirada al reflejo que le devolvía el espejo. Se miró bien de cerca, como tratando de identificar a alguien que lleva puesta una máscara. Se lavó los dientes automáticamente, no quiso afeitarse y cuando terminó, arrastró los pies hasta la habitación. Paró unos segundos frente a la cama: un costado estaba totalmente desecho hace varios días, el otro en cambio; intacto. En la pantalla del teléfono se veía la hora, llegaría tarde a la oficina. Cogió del piso el pantalón arrugado y buscó en el ropero alguna camisa que estuviera limpia. Al colocarse la corbata, apretó fuerte el nudo contra la nuez y dudó por un instante. Terminó por aflojarla y continuó vistiéndose. Se colocó la chaqueta y cuando se agachó en busca de los zapatos, sintió algo moverse en uno de los bolsillos. Llevó la mano al interior del saco y retiró lo que parecía una tarjeta personal. Era de papel madera, elegante, que no recordaba de donde la podría haber cogido. La dio vuelta y leyó: CASA COLOMBA.

La sopa

Tenían los pies enroscados al final de la cama como los cabos de un barco amarrado. La chica

parecía que todavía dormía, el hombre había acomodado un brazo sobre la almohada donde

apoyaba la cabeza para poder observarla mejor. No sabía nada de ella, sin embargo, al oír su respiración pausada, lo invadió una absoluta sensación de calma. Por la ventana empezaba a verse el sol revestir las hojas de los árboles de una luz broncínea. Era esa hora de la mañana donde todo puede pasar.

¡HASTA CUANDO! por Herbert Poll Gutiérrez

Usted se ha comunicado con Casa Colomba (Residencia Internacional de Musas). Si llama para acordar una cita marque el uno.

Si desea conocer por qué las ideas más geniales de todos los tiempos son confeccionadas por la misma musa, marque el dos.

Si quiere saber porque los deseos de los negros, no son ni serán jamás de interés para nuestra institución, marque el tres.

Si no tiene familia ni amigos incondicionales en la entidad y llama en busca de una musa, por favor, espere, será atendido por la operadora.

Gracias SSSS…

Graciassss… Graciassss… Graciassss… Graciasssss… Graciasssss….

Graciasssss… Graciasssss… Graciasssss… Graciasssss…

SANTA COLOMBA

SANTA COLOMBA

Habíamos dormido en Casa Colomba. El silencio se adueñaba de la estancia y era difícil intuir la hora de la mañana. Por las contras de la ventana se interpretaba un atisbo de luz y al asomarnos el jardín era un frágil tul de nevisca que el sol de enero lamía con suavidad.

Desayunamos ya cerca del mediodía junto al débil crepitar de algunas ascuas en la chimenea. El día anterior el Camino se había complicado, se había precipitado la noche y una fría ventisca que provenía del Teleno animaba a buscar cobijo seguro. El cansancio acumulado y el confortante calor de la casa nos llevaron rápidamente a degustar del mullido lecho. La noche había pasado como una tremenda brecha en el tiempo y solo al morder la primera tostada fuimos conscientes de las horas que habían trascurrido.

Pensando en que nuestra próxima etapa, Foncebadón, requería de renovados bríos decidimos no emprender la ruta y recuperar energías en el pueblo.

Un breve paseo por el caserío nos trasladó a un laborioso pasado. Fuertes paredes de clara y trabajada piedra contenían patios con corredores y las regulares galerías cerraban dominios que debieron acoger numerosos vecinos agrupados en grandes familias.

Sentado en un poyo de piedra nos sonreía un anciano con profundos rasgos marcados por el sol y quien sabe cuántas historias. Conversamos con él descubriendo un ánimo jovial alejado de su apariencia. En su mocedad había pocos peregrinos y el pueblo vivía de su trabajo con gran esfuerzo combinando agricultura, ganadería y frecuentemente algún miembro emigrado en la Capital.

De los tiempos más difíciles nos habló de los peligros de los vecinos montes. El maquis había permanecido muchos años y se requería cuartel de la Benemérita para mantenerlo acotado. Ambos extremos generaron tensiones y desconfianzas. Mucho más ancestral era el temor al lobo. Decenas de anécdotas de pastores, de encuentros en los caminos e incluso los aullidos que se pudieron oír de noche desde el propio pueblo hacían que el temor al cánido presidiera el ideario colectivo.

Cuando le llamaron a comer nos recomendó que nos acercáramos hasta el río, ¡ahora lleva bastante agua y en su día había buenas truchas! La presa visible desde el puente de piedra retenía un cristalino remanso donde se reflejaba un nítido cielo exento de nubes.

Pensando en comer nos adentramos en una de las casas que, señalizadas como restaurante, vimos en nuestro recorrido. Con algo de inquietud por la escasa concurrencia de parroquianos y por la correcta discreción de la atención del Servicio, comandamos platos de sonoridad local: sopas de ajo, pulpo “a feira”, bacalao al ajo arriero y chuletón. La calidad de las materias primas y el buen hacer en los fogones se materializó en una larga degustación que nos llevó a recordar sabores olvidados desde la infancia. Ante la abundancia de los platos tuvimos que prescindir de probar los postres, numerosos y caseros. Fracasamos en el intento de renunciar a los “chupitos” de orujo de los que terminamos haciendo “doblete”, no tanto por lo digestivo, sino por extender la tertulia tras tan grata comida.

Reconfortados con el condumio y tras un breve paseo retornamos a “Casa Colomba” donde acompañados por el calor de la lumbre finalizamos la más inesperada y ahora añorada jornada de nuestro Camino.

LA SENDA AGUDA por Daeris Yoel Reyes Pérez

LA SENDA AGUDA

Si yo hubiera tenido padre todo habría sido diferente, pero mi familia es una abuela materna y una prima que no alcanza para nada, además a ésta le faltaban casi todos los dientes. Siempre, cuando hablaba, uno creía que iba a escupir el último. Es probable que su odio hacia mí haya empezado en eso, ella se daba cuenta de lo mal que me impresionaban sus encías inermes y balbucientes, pero yo no podía evitarlo, así como ella no evitaba el odio. Sin embargo, en un pueblo como éste, que nunca había sido demasiado benigno, constituíamos un binomio abuela-nieto de tal ejemplaridad que las madres lo señalaban a sus hijos y a sus propias madres para estimular a unos o a otras el mutuo entendimiento. Era en verdad conmovedor vernos salir por la tarde a la abuela y a mí. Mi mano en su mano, sonrientes y simpáticos, deteniéndonos en la plaza para saludar al zapatero que hablaba de crímenes mientras remendaba. También en la farmacia para que el boticario me llenara el bolsillo derecho con caramelos de miel o de menta. Era conmovedor escuchar a la abuela preguntándome si quería dar una vuelta en el único autobús de la localidad, para brindarme así el placer de contemplar la chiva que estaba siempre aburrida y soñolienta un poco antes de la última curva. Era conmovedor escucharme decir que no que hoy no tenía ganas de hacer nada cuando en realidad toda sabía que yo me sacrificaba para que ella economizara diez centésimos; entonces la abuela sonreía comprensiva, sin dentadura, me invitaba a ir hasta la senda onda, a esto ya no me negaba, porque no costaba dinero. El sacrificio hubiera sido ridículo además porque la vereda alta era mi mejor experiencia de ese entonces. La vereda alta estaba cerca del molino. Sé que tenía un borde de ladrillos muy rojos que estaba como dos metros por encima de la calle de barro. Cuando los días sin lluvia se prolongaban demasiado la calle de barro era entonces de polvo; que mi abuela no me quería llevar porque el polvo se le metía en las orejas. A mí se me metía en las narices, pero eso lo arreglaba yo con un par de estornudos. Todavía hoy no comprendo bien el atractivo, sin muchas razones, que esa vereda tenía para mí. Recuerdo que allá abajo en el barro cuatro o cinco muchachos aprendían a no tenerse piedad y se tiraban con lo que encontraban más a mano, ya fuera un cascote o un aro de barrica. Cierta vez, uno de éstos suspendió su vuelo en el moño de mi abuela, luego de vacilar un poco, se decidió a caer sobre ella quedando humildemente a sus pies luego de brindarle una serie de abrazos rápidos y estertorosos. Yo reí en cuanto me dejó libre la sorpresa, los muchachos de abajo también rieron, por un rato no se pelearon más. Cuando pasaba una cosa así mi abuela castigaba en mí la travesura ajena; yo me quedaba sin vereda por un par de días, esa vez sucedió lo mismo.

Fue entonces cuando inauguré artificialmente mis meditaciones. Ya antes de eso las había tenido, pero simplemente como aficionado. Frecuentemente había pensado en mi oficio de huérfano, en las ventajas y desventajas que me acarreaba el ejercerlo. Yo no lo había elegido, estaba claro, pero tampoco lo comprendía del todo. No obstante, cuando me decidí a meditar en serio, tuve que elegir un tema de mayor enjundia con suficiente material de dudas como para llenar las horas sin vereda. Así, cuando terminaba mi composición sobre tema libre yo me sentaba frente al gallinero a comer galleta, a pensar en la muerte. Ese sí era un tema tan grande que no cabía en las composiciones, tan fuerte que me dejaba siempre un poco pálido, que cerraba los ojos todo el día. El gallinero se quedaba en paz, entonces se podía meditar. Como el tema era la muerte era preciso ante todo llegar a concebirla. Para concebirla nada mejor que no pensar en nada que llegara a no ser qué era la muerte. Era evidente, así al menos lo que yo entendía.

Pero cuando me parecía estar alcanzando el vacío completo, la total desaparición de mí mismo, hallaba que finalmente estaba pensando en no pensar, aunque fuese nada. Mi único pensamiento, por eso, sólo ya resultaba todo. Claro que esto es únicamente la traducción aproximada de aquella suerte de dialecto infantil en que entonces me llegaban las sensaciones, pero en esencia no era mucho más que eso. Fue después de la novena o décima meditación que me convencí de dos cosas bastante importantes:  la primera, que no podía existir la muerte como nada total y absoluta; la segunda, que la única forma de saberlo era morirse. En realidad, yo pensaba que esto era un negocio redondo porque si me moría después resultaba que no había nada poco me importaba perder contra mí mismo; yo estaría, por otra parte, en condiciones de lamentarlo. Por el contrario, había algo. No sólo ganaba, sino que sabría esto. Me resultaba más importante que todos los otros argumentos que eran mucho más curiosos que cobardes, por lo tanto, decidí morir a corto plazo.

Una noche mi abuela me besó con su baba de costumbre, como esta vez. Yo me porté bien, no me limpié el beso con la manga. Me anunció que la mañana siguiente iríamos de nuevo a la vereda alta. Yo estaba decidido a morir. Un paseo más o menos era muy poco para conmover a quien iba a emprender el más largo —o el más corto, ya se vería— de todos los viajes. Sin embargo, en ese momento se me ocurrió que no estaría mal aprovechar la senda después de todo. Era lo que más quería, más aún que un disco que había sido de mi padre – a quienes hacía desfilar en la cocina- cuya monotonía me volvió finalmente antimilitarista.

Al otro día me desperté temprano, lo miré todo sin melancolía, una muerte experimental no era para llorar ni para despedirse. Antes de salir me di el gusto de hacer la composición sobre el tema La abuela. Salimos a las diez pacientemente, aguanté la visita al zapatero, hasta chupé un caramelo de los usuales en lo del boticario. Así el buen hombre tendría motivo para decir después: ¡Pensar que el pobrecito se fue hoy chupando una de mis golosinas! La senda aguda estaba más linda que de costumbre. Como había llovido la noche anterior, el barro estaba fresco, los ladrillos rozagantes los muchachos de siempre jugaban abajo a la guerra de siempre. Un aro de barrica cortó el aire y aunque a mi abuela se le estremeció el moño, cayó muy lejos de nosotros.

Sin que yo se lo pidiera ella soltó mi mano, yo di algunos pasos preparatorios, miré hacia abajo, me extrañé de no sentir vértigo. Después de varias miradas prolijas elegí la piedra sobre la que pensaba caer de cabeza. Mi abuela estaba mascullando no sé qué aviso cuando yo simulé un paso en falso y me tiré. Un látigo de imágenes azotó mis ojos, enseguida sentí un dolor tremendamente intenso. Naturalmente, todo quedó en una pierna rota, un arañazo de ladrillo, pero en aquel momento yo creía que estaba muerto, que la muerte era algo, que ese algo era espantoso, que desde la altísima vereda hasta esa muerte mía de dolor y de barro, el odio de mi abuela llegaba en bofetadas, bienhechor.

TATUADO EN PIEDRA por Angeles del Blanco Tejerina

Ha muerto mi abuela Julia. Mujer fuerte, independiente y a veces un poco ausente, como en un mundo solo suyo. Me ha dejado en herencia un ruego y un secreto. Me pide que esparza sus cenizas en el Teleno, monte que presidió su infancia. Y me ha legado una vieja caja de cartón, sujeta con cuerda y lacre. Me temblaban las manos al abrirla. En su interior encontré 19 cuadernos cubiertos con polvo de décadas.

Saqué uno al azar, su caligrafía meticulosa desgranaba pasión, miedos, sentimientos…. Curiosamente, mientras incineraban su cuerpo yo descubría su alma, aquella parte secreta que intuía en su mirada, los días grises. Devorando tinta reviví los veranos de su infancia en aquel pueblo maragato, tan lejano en el tiempo y el espacio, sin embargo, ella seguía en él. Cada cuaderno es Julia: apasionado, duro y profundo por dentro. De fina piel gastada, por fuera.

Seguí leyendo:

“Agosto, 1940. Estoy de vacaciones en Santa Colomba con los abuelos. He visto llegar a Jaime con su padre, venían del campo y metían hierba en el pajar que tienen frente a nuestra casa. Ya es un hombre de20 años. Trabaja sin camisa, sus brazos fuertes, su espalada dorada y sudorosa brillan bajo el sol. Salí disimulando para que me viera. Y me vio, pero fingió no verme, me puse colorada y volví a entrar en casa.

Después de cenar salimos con la pandilla de siempre. Los chicos ya fuman. Yo lo intenté. Jaime me enseñó a echar el humo, pasando el cigarro de su boca a la mía y me gustó el gesto. Me gustó mucho. Es distinto a los demás. Trabaja mucho y sonríe poco, pero cuando lo hace, siempre es para mí. Los días transcurren suaves y mis palpitaciones fuertes. Al separarnos provocamos un tímido roce o una mirada larguísima que dure hasta el día siguiente.

Se acaba el verano. Temo volver a Madrid. Esta noche, me dio la mano y me acompañó a casa. A salvo de miradas, apoyados en el portón de su pajar me dio el primer beso, tierno, nervioso y torpe. El segundo se lo di yo, aunque sé que no es correcto. El tercero fue en la intimidad de aquel portón que cedió al empuje de nuestros cuerpos. Entramos. Olvidamos el mundo e inventamos otro, solo nuestro, lleno de sabores, sonidos y tactos que no olvidaré jamás…”

Terminé de leer las confidencias de esa mujer valiente nacida a destiempo y amando a deshora. Preparé la mochila, metí la caja en el maletero y la urna con sus cenizas en el asiento del copiloto. Cuatro horas de viaje, rumbo a su infancia, me sirvieron para reposar lo leído. Llegué a Santa Colomba de Somoza. Recorrí el pueblo hasta encontrar la casa. Busqué el pajar. No lo vi. Pregunté y me dijeron que ahora es una casa rural: “Casa Colomba”. ¡Increíble! ¡El pajar está vivo, abuela! Busqué el teléfono y la reservé. El joven que me recibió parecía sorprendido al verme sola. Dije que mis amigas llegarían al día siguiente. Recorrí el jardín, las habitaciones… en una de ellas una foto llamó mi atención: un niño y su abuelo, apoyados en una vieja bici, en la puerta de un pajar. Debajo una nota: " Con mi abuelo Jaime en el lugar donde dejaba volar la mirada cada tarde, antes de ser Casa Colomba &quot. Me estremecí.

Cuando anocheció encendí la chimenea, abrí la caja, saqué el primer cuaderno e inicié la ceremonia. Leí en voz alta el legado que Julia dejó para Jaime, allí, en el lugar donde se amaron una sola vez, pero eterna…. A medida que terminaba un cuaderno se lo entregaba al fuego. Y luego otro, y otro… hasta llegar al último. “Jaime, llevo nueve años sin ti. Me exigieron olvidarte, pero escribo cada día para no perder un solo recuerdo y para mantener la cordura. Jamás amaré a nadie como a ti, sin embargo… mañana me caso con un hombre bueno. Por respeto a él debo dejar de escribirte, pero mantendré viva la llama de nuestro amor… que brilla cada día en los ojos de nuestro hijo”.

Ahí, dejó de escribir, pero no de amar. Eché el último cuaderno al fuego y el humo tatuó el mensaje en las piedras, las vigas, el aire.

Tres días después me fui sin caja. Feliz. Tu mensaje está a salvo, abuela. En vuestra casa: Casa Colomba.

EL TÍO JACINTO por Guillermo del Pino

El tío Jacinto, con sus 80 años, aún se le ve ir con la azada al hombro camino del huerto. Pasados los fríos del invierno, todos los días acude a quitar las malas hierbas de los cuatro palmos de tierra. Hoy también ha salido de casa temprano. Al pasar por la rústica y entrañable Casa Colomba, toma el camino del molino en dirección al huerto. Es un largo paseo flanqueado por sendas hileras de chopos.

Al llegar al lugar, contempla desolado el destrozo causado en la huerta. Está todo pisoteado. También está la compuerta de la acequia cerrada. Le han cortado el riego y está el huerto seco, sin apenas humedad. – Ya sé quién ha sido, murmuró, el de siempre. Ese hijo de Satanás algún día me va a encontrar.

Después de dejar la azada y la hoz en el suelo, se dirige apresuradamente hacia el molino.

Al llegar no fue necesario llamar a la puerta. Paco el molinero, estaba cargando unos costales de harina en el cobertizo.

– Paco, – le dijo en voz alta y con tono serio, – tu chico lo ha vuelto hacer. Paco le miró con sorna.

¿Cuala?

– De sobra lo sabes, Paco, lo de otras veces. Ya sabéis que si me cortáis el agua se me mueren los tomates.

En esto que apareció en el dintel de la puerta un mozo alto y fornido con pinta de gañán. Tenía los brazos en jarras adoptando un aire fanfarrón. La camisa la llevaba remangada hasta los codos, mostrando un llamativo tatuaje en el brazo derecho.

– Ya sabe usted, le espetó, que el agua del arroyo es para el molino. – A duras penas tenemos agua para poder moler. ¡Como para que vengan otros a quitárnosla…! Pero el tío Jacinto insistió: – ¡El agua del arroyo es de todos!,

– ¡No hay una ley que diga que es solo para el molino!

El chico se aproximó amenazante al tío Jacinto y con cara de malas pulgas se encaró con él: – Le repito que el agua es solo para el molino. Esta es la única ley que hay aquí. No voy a consentir que por cuatro tomates y cuatro lechugas se eche a perder el negocio de mi padre. Y agarrándole de malas maneras por la pechera, le dio un empellón que le hizo trastabillar y casi perder, el equilibrio.

El tío Jacinto se fue alterado. Le latía fuertemente el corazón. Tiempo atrás, ya había tenido más altercados con él.

Ese día, por la tarde, ya más tranquilo, regresó al huerto. Por el camino iba pensando. El tío Jacinto es hombre de poco pensar y más de hacer. Pero esa tarde, iba por el camino del molino muy pensativo.

Al llegar al huerto cogió la hoz y se fue a cortar un poco de hierba fresca para los conejos. Pasado un buen rato y con un fardo de hierbas bajo el brazo llegó hasta la acequia y se sentó a descansar ensimismado con sus pensamientos. Estaba cayendo la tarde, pero él no tenía prisa.

Era ya noche cerrada en el pueblo. Solo la vistosa iluminación de Casa Colomba, indicaba que había vida en el lugar.

De repente, un grito desgarrador retumbó por toda la aldea. Silencio. Le siguieron unos alaridos infrahumanos que parecía que venían del camino del molino. Silencio. Al cabo de unos segundos se oyó el rechinar de algún cerrojo.

Incluso algún rostro curioso llego a asomar la nariz por la rendija de la puerta. Volvió el silencio. La noche continuaba.

Solo el ladrido lejano de algún perro y el revoloteo de las polillas alrededor de la mortecina luz de la farola de la plaza.

Al día siguiente por la mañana, el tío Jacinto junto con algunos guardias civiles, que le tenían esposado, permanecía en la aceña del arroyo. También estaba el forense del Juzgado. Todos contemplaban una macabra estampa: un brazo seccionado a la altura del hombro estaba colgando de la compuerta de riego. Los dedos, rígidos y amoratados, se habían quedado fuertemente empuñando el asa. El brazo, que tenía grabado un gran tatuaje, se bamboleaba siniestramente con el trepidar del agua al pasar por la compuerta. Muy cerca, en la orilla del arroyo, estaba tendido el cuerpo de un muchacho fornido, rodeado de un gran charco de sangre. Al lado, estaba una hoz caída entre la hierba, con el acero embadurnado de sangre seca, ya de color marrón.

El tío Jacinto, imperturbable, seguía con la mirada perdida en el horizonte y repetía constantemente: – El agua es de todos…, el agua es de todos.

EL ESPIRITU MARAGATO por Cristina Menéndez Maldonado

Apenas pude ver su rostro bajo el ala de su sombrero. Sus manos se cobijaban bajo una capa negra que dejaba ver, en el vaivén de su caminar, un chaleco escarlata, un cinturón de filigranas y unas anchas polainas que le llegaban hasta la rodilla. La nieve había perfumado levemente sus hombros y su sombrero, pero el frío de aquella mañana no mermó su paso.

Le saludé con amabilidad, pero el hombre no se detuvo, aunque volvió la cabeza y me sonrió fugazmente. No volví a verlo aquel día y me perdí en el reparador silencio del lugar; contemplé con calma el atardecer palpitante sobre las rocas. Había alquilado la “Casa Colomba” para sumergirme en mi próxima novela, como había sugerido mi editora. El crepúsculo parecía acuarela incendiada sobre el horizonte. Su belleza inspiró las primeras líneas de mi libro.

Al día siguiente volví a verle. La nieve, persistente, seguía dibujando los caminos, pero sus pasos no habían perdido fuerza. Aún a riesgo de que rehusara mi invitación, le ofrecí una taza de caldo, que por fortuna aceptó agradecido.

Se llamaba Veremundo y era un arriero Maragato.

—En mi sangre llevo el mapa de todos los senderos. Astorga, Castrillo, Brazuelo, los valles de Duerna y Turienzo —me explicó. —El mundo es más bello desde lo alto, aunque de vez en cuando vengo a Santa Coloma de Somoza, mi pueblo, sobre todo en invierno, para olisquear los pucheros…El cocido maragato es lo único que me hace bajar.

Tras un trago largo de caldo me habló de los “filandones”, reuniones en las que contaban historias. Allí conoció a Bernarda, su mujer. Ella hilaba, mientras él le relataba al oído la leyenda del Monte Teleno y su escalera de cien peldaños de oro.

Hablamos largo rato de la “fiesta del arado”, de la alegre música de la chifla  y el tamboril; del Mayo y de lo efímero de la vida.

Antes de irse cogió mis manos con ternura y puso en ellas un collar hecho de alabastro y coral.

—Es protector. Ahuyenta los malos espíritus…Ahora debo irme, me esperan para comer. —se despidió.

Mientras se alejaba, evaporándose como un fantasma en el sendero, le escuché hablar de los romanos del Soldán, de los peregrinos de Santiago y de su abuelo Alio que llegó a las Américas y atravesó la tierra del fuego.

Nunca más volví a verle, pero he aprendido a hacer cocido Maragato por si algún día baja del Monte Teleno para visitarme. Sé que la vida de los espíritus es muy agitada.

FIN