Seleccionar página

LA CASA DE LA MOURA

Relato 29

-¡Papá! ¿Desde aquí? Los ojos de Alejandro brillaban con la luz de la emoción, ésa que siempre irradiaba cuando descubría algo nuevo. Estaba nervioso, tenía miedo y le invadía la felicidad; todo a la vez. Era su sensación favorita. Llevaba quince minutos buscando las piedras perfectas. Su padre le había explicado que tenían que ser pequeñas y planas, porque así, era más probable que se mantuvieran unas encima de otras y no se deslizaran cueva abajo.

-Sí, hijo, desde ahí. José Luís conocía la leyenda desde pequeño, como todos los vecinos de Filiel, y sabía que a su hijo le iba a cautivar.  Esa tarde cogió a Alejandro de su minúscula mano y se dirigieron hacia el Piñeo. Subiendo por el camino que bordea la iglesia, llegaron a la casa de la Moura rápidamente. Era una pequeña cueva excavada en la roca y estaba repleta de piedras de todos los tamaños y formas. En ella vivía la Moura, una malvada hechicera que no dudaba en embrujarte si no accedías a cumplir sus deseos. Y su deseo era solamente uno: debías arrojar tres piedras desde el sendero y éstas tenían que permanecer dentro de la cueva, si se caían, tú también caerías bajo su encantamiento.

El castañeteo de los diminutos dientes de Alejandro se confundía con el de las tres piedrecitas que sostenía en las manos. Era la hora, tenía que lanzarlas. ¡Qué emocionante! Parecía una de las aventuras que le contaba la abuelita cuando se iba a la cama.

-Vamos, hombre, ¡no te lo pienses tanto! Su padre recordó la primera vez que fue a la casa de la Moura. También lo había llevado su padre cuando era un renacuajo, como él decía. Cogió las primeras piedras que encontró y las disparó sin contemplaciones. No había quedado dentro ninguna, ni suya, ni de otro.  Se rascó la cabeza, eran otros tiempos…

-¡Una! ¡Dos! ¡Y tres! Alejandro no cabía en sí, había acertado en el blanco las tres veces.  Permaneció inmóvil durante unos segundos, con la mirada fija en las piedras, saboreando la hazaña. No se movieron, estaba a salvo de la maldición de la Moura.

José Luis aplaudió con fuerza. Una sonrisa se dibujaba en su rostro. Se había apoderado de él una mezcla de amor, admiración y envidia, por la intensidad con la que Alejandro vivía cada pequeño acontecimiento.  Por un instante pensó si sentía aquello simplemente porque era su hijo o porque era realmente un niño extraordinario.

De repente se percató de que Alejandro estaba recogiendo piedras de todos lados, tenía las manos a rebosar.  En seguida interrumpió su ardua labor y, observándolas con detenimiento, fue descartando piedras, dejándolas caer de entre los dedos. Levantó la cabeza y miró fijamente a su padre. -Estoy recogiendo piedras de las malas para que se caigan de la cueva, ¡así conoceremos a la Moura en persona! A lo mejor no es tan mala como dice la gente, papá.

 

No había duda, era excepcional.