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EL  FORASTERO

Relato 12

 

-Aquí es donde encontré a Leónidas -dijo señalando el camino de San

Martín. Habíamos ido caminando por la carretera hasta la curva del transformador. Añadió:

-Llevaba toda la mañana buscándolo. Hasta que me dijeron que lo vieron merodeando por la Corona. Lo llamé y vino corriendo. Traía una zapatilla en la boca. Creí que sería una zapatilla vieja que habría encontrado por ahí. Pero, cuando la dejó a mis pies, la vi demasiado limpia para haber estado abandonada en el campo. Le pregunté, «Leónidas, ¿de dónde la sacaste?» Y, sonará bobo, pero fue como si me entendiese. Echó a andar hacia los robles, volviéndose cada poco para comprobar que le seguía. Me llevó hacia la ladera sur de la Corona. Allí, bueno…

Calló ensimismado, mirando con fijeza la Corona. Luego siguió:

-Nada más comenzar a ascender la ladera, encontré un calcetín. Aún llevaba la zapatilla en la mano y me agaché preguntándome si ambas cosas tendrían relación. Entonces Leónidas empezó a ladrar, parado un trecho más arriba. Seguí subiendo parar averiguar qué quería mostrarme. Junto a Leónidas, escondido entre unas escobas, había algo que no distinguía. Pero al acercarme lo vi. Y no lo podía creer. Lo miraba y me decía «no puede ser lo que parece». Pero lo era. Del talud asomaban, como ramas secas, dos pies. Uno llevaba zapatilla y calcetín. El otro estaba desnudo.

El peso grave de los recuerdos le hizo balancear la cabeza en silencio. Después continuó:

-Tuve que subir a lo alto de la Corona para poder usar el teléfono. Pedí ayuda. Y me quedé allí. Leónidas se echó a mi lado. Veía Murias a un lado, al otro Pedredo y allá, al frente, el Teleno. No sabía qué hacer. Me costaba respirar. Me temblaban las piernas. Había dos niñas en el jardín de la casa de ladrillos que hay cerca al cruce. Jugaban a lanzarse una pelota. Estuve mirándolas hasta que oí la sirena de la Guardia Civil.

Calló otra vez. Yo tenía en mente que no llegó a averiguarse qué había llevado al forastero a terminar sus días semienterrado en una tejonera. Se lo comenté.

Me miró. Pareció dudar. Al fin, dijo:

-Mi abuelo me contó que, de chico, solía subir con sus amigos a la Corona para buscar un tesoro escondido. Un pote lleno de oro, decía él. Subían y escarbaban en cualquier grieta u oquedad que encontraban, por ver si hallaban el oro. Nunca encontraron más que piedras y pedacinos de loza, claro. Pero esas excursiones eran frecuentes porque, en el pueblo, desde siempre, se contó una historia sobre unas gentes que vivieron aquí hace mucho tiempo. Un día tuvieron que escapar precipitadamente. Antes de marchar, escondieron sus riquezas en un profundo pozo en algún lugar de la Corona. Con intención de volver a recuperar el oro cuando tuvieran oportunidad. Pero nunca regresaron.

O quizá sí.