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Al principio la Casa Colomba no se sintió deshabitada más allá de tener los postigos cerrados y ni un solo pestillo sin pasar. Pensó en algo eventual hasta que comenzó a notar que las estancias se iban llenando de telarañas e insectos que campaban a sus anchas por el territorio sombrío y empezó a preocuparse. Más tarde se percató del ambiente, un aire húmedo y enrarecido invariable a los cambios de temperatura en el exterior, un aire viciado insensible a las pequeñas corrientes que atravesaban las rendijas de alguna que otra ventana mal encajada. Entre tanto silencio, los ruidos que en otro tiempo pasaban desapercibidos se convirtieron en su única distracción. Los tap, tap, tap, tap de roedores; los gemidos de la madera añeja; el viento hostigador sobre la fachada que de alguna manera se apañaba para colarse en la Casa. Sonidos reconocibles que la ayudaban a tomar conciencia del tiempo y el espacio. Otros aún estaban por llegar. Precisamente por su condición de desconocidos la pillarían desprevenida. Nada le hacía sospechar lo que se avecinaba. Centrada en el interior, en lo que de verdad importa, pensaba ella, olvidó mirar afuera.

¿Se puede hablar de elementos imprescindibles y secundarios en una casa? ¿O es el conjunto de cada detalle arquitectónico lo que posibilita un todo útil? La Casa Colomba nunca se planteó tales cuestiones, se limitó a ser. Si había un elemento del que se sentía orgullosa, era la chimenea. Las chimeneas tienen un estatus especial quizá por hallarse en la cima; la altura es sinónimo de importancia, de referencia. La responsabilidad pesa y así lo hizo en la chimenea provocando un ligero repise sobre el tejado, casi imperceptible al principio, se diría que hasta obvio y necesario, pero que con el tiempo supuso un gran problema. El punto de inflexión fue el movimiento de las tejas volteadas que la bordeaban y hacían las veces de canal. El agua comenzó entonces a reposar sobre el ángulo de unión entre chimenea y tejado. La filtración fue un proceso silencioso y paciente. Primero se abrió camino bajo la teja. Después llegó a la viga, la tanteó hasta convencerla, la poseyó sin apenas resistencia, inició una labor de engorde como de animal para la matanza, y cuando la madera podrida perdió la capacidad de sostén, el tejado se dejó vencer. Si la Casa hubiese tenido uñas, a esas alturas ya se habría mordido todas. El hundimiento de un tejado no es algo súbito, es una rendición paulatina fruto de la desesperanza y la impotencia ante el abandono.

Sin cubierta la Casa se encontró desprotegida. El sedimento acumulado entre el muro exterior y el interior se hizo cizaña. Estación tras estación el empuje divergente del agua y, sobre todo, de la helada socavó todo empeño por mantenerse erguidos. Se desconoce cuál de ellos, claudicó primero, en realidad fue un último intento desesperado de auxilio, una súplica de comprensión al compañero por no poder aguantar más. Las consecuencias fueron fatales, dejarse caer en busca de amparo provocó el desplome del otro.

El desgaste continuó inexorable, gradual. La Casa Colomba se limitó entonces a confiar en la memoria, en que alguien quisiera recuperarla y hacerla renacer de los escombros.