Levantó una mano en el aire, interponiéndola en el haz de luz que el sol derramaba en la habitación, un camino luminoso en el que flotaba el polvo y entonces también, la mano de Miguel y todos sus pensamientos. Estaba lejos de allí. Su cuerpo se mantenía tendido sobre aquella cama y su brazo estaba estirado, casi como si estuviera llamando un taxi o reclamando la atención de alguien que viene a tomarse una cerveza y no ve en qué mesa están sus amigos. Pero era más simple que eso. Aquel gesto no era más que un acto reflejo, una observación vana de cómo su mano cortaba la luz, proyectando una sombra, y como el vuelo de las partículas se alteraba, cambiando de ritmo; un acto reflejo de su ensimismamiento. Allí tumbado, sintiendo como sus huesos tenían por primera vez la ocasión de sentir la gravedad, no únicamente de presenciarla sino de sentirla; allí tumbado, permitiéndose escuchar el sonido de su propia respiración, concentrándose en el subir y bajar de su pecho y en nada más; allí tumbado, tranquilo. Tranquilo, por fin.
El Miguel de ciudad, el hombre nervioso al que se le caía el pelo y se le agriaba el carácter, le salían arrugas y no por sonreír, y tenía poca paciencia consigo mismo y con la vida, ese Miguel no era bienvenido en aquel lugar silencioso. El recuerdo de sí mismo bajo la presión de los dientes de la rutina, que lo masticaban sin piedad, se emborronaba al estar allí. La línea del perfil de ese hombre, entonces un extraño, se iba desvaneciendo y toda su imagen se perdía lentamente, como si su contorno actuara de presa y al desdibujarse todo él se escapara, todo el estrés se perdiera. Sucedió con aquel Miguel de ciudad igual que ocurre con las imágenes que tenemos de personas queridas a las que ya no vemos, que de tanto recurrir a ellas para tratar de evocarlas, las desgastamos hasta que ya no queda nada de lo que realmente fueron. Pero el Miguel que estaba naciendo sobre aquella cama, con el brazo estirado como despidiéndose, no iba a echar de menos al Miguel que se marchaba.
Sintió cómo una felicidad nueva le entraba por la punta de los dedos de los pies y trepaba lentamente por él hasta asentarse en la base de su estómago, donde parecía quedarse ronroneando unos instantes para después proseguir su ascenso, hasta el pecho.
En sus pulmones aliviaba la costumbre del respirar con prisas y en su corazón instalaba una calma inaudita. No era la felicidad eufórica que conduce a uno a brincar y a gritar. Era una felicidad distinta, como si todo él hubiera entrado dentro de una burbuja donde no existían la prisa, los ruidos estridentes o la ansiedad.
Sobre la mesilla de noche estaba su cartera y dentro de ella, una nota en la que una caligrafía delicada y redondeada había escrito:
«Ve a la Casa Colomba, en la calle del Río. Da tu nombre, disfruta y recuerda que te quiero.»