Las hojas de la ventana se abrieron renqueantes, cediendo al empellón de unas fuertes manos masculinas. Una ola de calor, seco llenó toda la estancia. El sol en el centro del cielo no daba tregua en aquella siesta agostera.
El hombre respiró hondo, el aroma de las rosas que trepaban por la soleada pared y llegaban al alfeizar. Aunque el calor era sofocante él se encontraba a gusto. Una vez que sus ojos se acostumbraron a la luz solar que reinaba en aquel rincón de la casa rural de Somoza, pudo atisbar el lejano Teleno, aquel monte mítico de los astures. Donde los dioses reinaban.
El maullido de un gato llamó su atención. Era un hermoso ejemplar dorado y blanco que caminaba cansino junto a la orilla de la pared, olisqueando el aire que le traía el recordatorio de que las comidas habían acabado y tenía su recompensa en un bol cerca de la puerta de la cocina. Él lo siguió con la mirada y estuvo absorto mirándolo mientras daba cuenta de su porción alimenticia y una vez finalizada se repantigó a la sombra de un rosal repleto de flores.
Su mente voló hasta los años de su niñez y recordó a su viejo gato. Aquel felino no se parecía nada a éste, era atigrado y poco cariñoso. Sus manos solían estar repletas de arañazos, claro que, para él, su mayor diversión era tirarle del rabo o atarle latas. Eran otros tiempos.
Su mente divagó en aquellos recónditos lugares de su vida feliz. Tiempos muy lejanos que hoy le parecían una eternidad difícil de alcanzar.
Un coche se acercó lentamente hasta la puerta de entrada de “Casa Colomba”. Una vez aparcó a la sombra de un manzano salió una pareja del coche, los dos se desentumecieron, señal de llevar mucho rato sentados. Luego el hombre abrió el capó y sacó una silla de bebé, que montó mientras la mujer sacaba de dentro del coche a un rollizo niño, un poco adormilado.
Una gruesa lágrima corrió el rostro varonil mientras una punzada atravesaba su corazón. No habían valido los cientos de kilómetros huyendo de aquel horror de sangre y fuego. De aquel dolor infinito, de aquella ausencia injusta. Sólo fueron unos minutos que no olvidaría en su vida, que le perseguirían para siempre en los que un terrorista se había llevado la vida de su Anna y también del pequeño bebé que habitaba en su seno.