Margarita Toral salió de misa de ocho y se adentró en el barrio céntrico y burgués en el que vivía desde que se trasladara a esta sombría ciudad. A pesar del poco tiempo que llevaba allí, ya estaba familiarizada con los tenderos, los porteros de las fincas, la farmacéutica, la peluquera y, por supuesto, con el centro de salud que visitaba regularmente en busca de las recetas para la pastilla de la tensión, la de los huesos, la de dormir…
Sorprendentemente para su edad y condición –jubilada desde hacía ocho años- Dña. Margarita cambiaba de ciudad con relativa frecuencia, lo que no dejaba de extrañar a las amistades que iba dejando por el camino, pero ella lo justificaba alegando que los cambios de aire siempre le sentaban bien.
Hacía una noche fría en aquella ciudad del norte, decimonónica y húmeda. Caminaba envuelta en niebla y a paso lento, pues la humedad y el reúma no son los mejores amigos, pero ella no le prestaba mucha atención a ese pequeño inconveniente. Cuando llegara a casa se tomaría un caldito, se aplicaría la manta eléctrica y problema resuelto.
Se detuvo un instante ladeando ligeramente la cabeza y prestó atención: le había parecido escuchar unos pasos detrás de ella.
“Bah, no es nada, a ver quién va a andar por la calle con este tiempo” -se dijo.
Siguió andando por la acera mojada y se detuvo un momento en el colmado y le pidió a Andrés, el tendero, un poco de pavo para la cena.
-Hola, Doña Margarita, ¿viene usted de misa? – preguntó Andrés.
-Sí, pero hoy tengo ganas de llegar a casa, que no está la noche para andar por ahí con este frío.
-Yo voy a cerrar ya, si quiere la acerco con el coche.
-No, no, gracias. En un pis-pas llego. Hasta mañana.
Andrés se quedó mirándola mientras trasponía la calle. ¡Qué mujer tan curiosa! No hacía mucho que la tenía como clienta y solo sabía de ella el nombre y que había sido maestra. Y que desde hacía unos meses vivía en el bajo de Casa Colomba, la que fuera del Indiano. Le llamaba la atención su forma de vestir, siempre de negro y con pantalones; el eterno bolso, que más bien parecía un baúl, colgado del brazo y el enorme paraguas negro que llevaba así cayera una lluvia torrencial o el cielo estuviera despejado. Y un gorro de punto que le llegaba hasta las cejas.
Se detuvo nuevamente: esta vez los pasos resonaron claros en el pavimento. Miró hacia atrás, pero no vio a nadie. Siguió andando despacio y volvió a detenerse bruscamente. Ya no había duda, alguien venía tras ella. A la vuelta de la esquina se encontró en un callejón que no solía transitar. Se ve que con el susto se había despistado, pero ya no podía retroceder.
Avanzó lentamente y se escondió entre unos contenedores de basura. Los pasos se acercaban atenuados pero firmes. Dña. Margarita temblaba ligeramente desde su escondite y cuando calculó que ya estaban a su altura, no lo pensó ni un instante: asió el paraguas con fuerza y golpeó a su perseguidor una vez, y otra, y otra.
Ya con el cuerpo yaciendo en el suelo, se acercó con precaución, dejó el paraguas manchado de sangre a un lado y sacó del bolso el martillo –qué suerte que siempre pensaba en todo-. Se disponía a darle el golpe de gracia cuando se percató de que no era más que un adolescente con el pelo rapado y un pendiente en la oreja. En la cabeza se entreveía una brecha y la nariz le sangraba profusamente. Con fastidio se dijo que no merecía la pena desperdiciar esfuerzos en ese chaval de tres al cuarto, seguro que ya había aprendido la lección y no volvería a meterse con pobres mujeres indefensas. No, en darle a ese mequetrefe no encontraba ninguna satisfacción. A ella le gustaba más el riesgo, enfrentarse a un hombre al que podía atizar con ganas y dejar reducido a una mancha en el asfalto. Ya habría otras oportunidades, que afortunadamente en esta ciudad había mucha niebla… Se agachó y recogió el móvil caído de las manos del muchacho. Se había roto el cristal de la pantalla, pero aún podía verse el rastro de la conversación de WhatsApp que mantenía con una tal Vanesa. Dña. Margarita estuvo tentada de dejarlo en uno de los contenedores de basura, pero pensó que era mejor tirarlo un poco más lejos, no sea que se hubiera activado alguna cámara de esas que llevan dentro y hubiera grabado el incidente, que estas máquinas, bien lo sabía ella, las carga el diablo.