Tras asomarse a la ventana de la habitación, pudo ver como estaban ahí, en el patio. Se desplegaban de forma que tuvieran todas las salidas cubiertas, poco a poco se acercaban a su presa, reduciendo el radio de acción. Subían por las dos escaleras del motel que daban al pasillo que conectaba con todas las habitaciones. El problema de todo ello, era que él mismo era la presa. Tanto tiempo huyendo y por fin le habían atrapado. Tarde o temprano, los maderos o la banda de Sigorsky le habrían encontrado, no debió haberse hecho ilusiones. Cientos de kilómetros conducidos en aquella vieja ranchera roja, para acabar su vida en un motel impersonal y cutre como cualquiera de los cientos por los que había pasado en su particular odisea. En nada se parecía a aquel hotel rural, Casa Colomba, desde donde empezó todo al llevarse el maletín propiedad de Igor, su jefe hasta ese momento en el que se auto-despidió.
Los tipos duros del FBI habían llegado antes que los hombres de Sigorsky. Mejor, se ahorraría una lenta y larga sesión de tortura, pero también sería más difícil de escapar. Equipados, como estaban, con chalecos antibalas y cascos de kevlar y armados con M4A1 con mirilla láser. Mientras que él, solo llevaba una camiseta blanca de tirantes, calzoncillos, sus inseparables botas de piel de serpiente y en la cama, junto a una bolsa de deporte llena de metanfetamina, un revolver Colt al que echó mano rápidamente. Podía coger la bolsa, el revólver y saltar por la ventana trasera. Seguramente también estaría vigilada, pero habrían menos de esos maderos. Podría robar un coche y recorrer la interestatal hasta llegar a Nuevo México, esconderse en otro motel o camping de caravanas. Vender la mercancía y comprar un billete para Seattle y de ahí cruzar la frontera hasta llegar a Vancouver.
Pero era demasiado tarde, había tomado una decisión. No huiría más, no seguiría escapando. Se enfrentaría a su destino, aunque fuera lo último que hiciera en esta vida. Así que se parapetó detrás de la cama y apuntó con su fiel revolver hacía la puerta. Los pasos se oían cada vez más cercanos, hasta que se pararon. Supo que estaban junto a la puerta. Oyó como gritaban su nombre y le pedían que abriese. Se puso su sombrero de cowboy. Moriría con las botas puestas, nunca mejor dicho. Aferró con ambas manos su arma y esperó a que el ariete de la policía reventara la puerta de su habitación