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LINAJE

 

Entre estos campos de pastos y árboles frutales, donde hoy se levanta Casa Colomba, justo en este amplio salón, había un gran pajar en el que, durante mucho tiempo, trabajaron, rieron y durmieron hombres y mujeres.

Allí fue donde violaron a mi abuela, Juana la Borracha, hasta en siete ocasiones la misma noche. Fueron un peregrino, un uruguayo, un borracho, un sueco, el sacristán, un militar y el boticario. Nueve meses después nació mi madre —hija de siete padres, la llamaban unos, Juanita la Borracha, otros—: peregrina y algo pía, aficionada al mate y al alcohol, rubia y con vivos ojos azules, con gran capacidad de mando y hábil en curas con brebajes y hierbas del campo en sus ratos de ocio. Durante muchos años trabajó en el campo y cada día, en la siesta y por la noche acudía a descansar al pajar.

Yo emigré pronto en busca de riquezas y harta de la monotonía de la vida en el pueblo, pero no me fue bien y aquí estoy, de vuelta, después de tantos años sin más objetivos que despertar al amanecer y conseguir un mendrugo de pan y algo de vino para poder tragarlo. Los viejos del lugar me reconocieron nada más verme y comentan entre ellos: tiene los ojos de su madre, dicen, sin atreverse a nombrar mis otros rasgos, pero sin dejar de buscar parecidos y cotillear entre ellos que, si el color de mi piel es muy blanco y que a quién habré salido tan rubia, que mi manera de reír le recordaba a alguien e incluso un peregrino que, cansado de andar se había instalado en el pueblo, me preguntó si tendría algún remedio para su debilidad.

Hoy me he levantado temprano y, como cada día, desayuné y me tomé mi carajillo y mi copa de anís, y después me entretuve en buscar entre los clientes lo que ellos buscan en mí: parecidos y rasgos comunes. Se fueron acercando algunos vecinos y me invitaron a unos vinos, y durante toda la mañana no me moví de la mesa, incluso después de comer seguí tomando una copas y mantuve una conversación cada vez más animada en la que el peluquero, un peregrino y un turista, el dueño del bar, el hijo del uruguayo, un albañil y el médico, me contaron cosas del pueblo, con Juana y Juanita la Borracha, siempre presentes, y yo les conté mis recuerdos de la infancia y de mi partida y mil aventuras más, reales unas, inventadas otras, desde que me fui hasta mi vuelta.

Mareada y cansada, me retiré a mi habitación un rato, e intenté dormirme antes que aparecieran las personitas diminutas, arañas, serpientes y fichas de ajedrez que, como es habitual últimamente, aparecen con el sueño y se van cuando me levanto y me sirvo, con las manos temblorosas, una copa de coñac. Una hora más tarde, terminada la siesta y tomada la copa, volví al bar y seguí mis conversaciones con los parroquianos entre risas y vinos hasta que, al ponerse el sol, se fueron despidiendo y yo me fui a acostar.

 

Dejé la puerta abierta. No quería dormir sola esa noche.