La ración
Miró la pantalla del móvil por última vez, continuaban entrando mensajes y notificaciones a las que ignoró por completo. Giró el aparato entre las palmas de las manos y lo abrió por el dorso. Acto seguido retiró la batería con cuidado y, sosteniéndola entre los dedos, la observó con detenimiento como quien acaba de destripar a una presa y descubre, dentro de las entrañas, un objeto curioso.
Hizo un gesto de disgusto frunciendo el lado derecho del rostro y pensó como algo tan liviano le había generado semejante carga. Sosteniendo todavía la batería, se paró, cruzó la sala en dirección a la cocina y se deshizo del pequeño artefacto tras arrojarlo a la basura. Sintió un alivio inmediato, como si algo que hubiera estado fuera de lugar en el universo, de golpe se hubiera acomodado. Volvió a la sala y se dejó caer, ligero, sobre el colchón anaranjado del sillón. Clavó la mirada en el techo y se dejó hipnotizar por las centenarias vigas de leño que resistían, imperturbables, al peso de las miradas.
El ruido de una puerta abriéndose lo hizo volver en sí. A pesar de que estaba solo y no esperaba a nadie, no sintió miedo, es más; ni siquiera volteó para mirar quien era. Escucho atento los golpes secos de cada paso resonando contra el piso de madera e imaginó, por la cadencia de las pisadas, una figura femenina. Lo confirmó cuando inhaló profundo el perfume que le llegó desde la puerta.
Se oyó un juego de llaves golpear contra la mesa y otra vez el filoso sonido de las pisadas cada vez más cerca. Finalmente, como en un eclipse, desde arriba y anteponiéndose frente a la visión que tenía del techo, lo encandilaron dos ojos negros. Era una joven de pelo lacio recogido a la altura de la nuca. Su rostro era delgado, pero de rasgos firmes, como las vigas. Llevaba una cazadora de cuero oscuro que no se distinguía del color de su piel. La chica se sentó decidida a la mitad del sillón.
Hizo una pausa y el hombre, que continuaba recostado, pudo vislumbrar un pequeño lunar sobre la parte derecha de la boca. La joven estiró los brazos y los apoyó detrás de la nuca del señor al mismo tiempo que acercó su rostro hasta que ambos estuvieron apenas separados por unos centímetros.
Ninguno dijo nada, y un silencio profundo inundó la sala, retumbando entre las antiguas paredes de piedra. Con un movimiento preciso, el hombre tomó por las muñecas a la joven; tenía la piel fría. Al no encontrar resistencia, se los llevó detrás de la cintura al mismo tiempo que sus labios se interceptaban.
Los garbanzos
¿En qué momento había dejado de soñar? Apoyó las manos sobre la cerámica del baño y le clavó la mirada al reflejo que le devolvía el espejo. Se miró bien de cerca, como tratando de identificar a alguien que lleva puesta una máscara. Se lavó los dientes automáticamente, no quiso afeitarse y cuando terminó, arrastró los pies hasta la habitación. Paró unos segundos frente a la cama: un costado estaba totalmente desecho hace varios días, el otro en cambio; intacto. En la pantalla del teléfono se veía la hora, llegaría tarde a la oficina. Cogió del piso el pantalón arrugado y buscó en el ropero alguna camisa que estuviera limpia. Al colocarse la corbata, apretó fuerte el nudo contra la nuez y dudó por un instante. Terminó por aflojarla y continuó vistiéndose. Se colocó la chaqueta y cuando se agachó en busca de los zapatos, sintió algo moverse en uno de los bolsillos. Llevó la mano al interior del saco y retiró lo que parecía una tarjeta personal. Era de papel madera, elegante, que no recordaba de donde la podría haber cogido. La dio vuelta y leyó: CASA COLOMBA.
La sopa
Tenían los pies enroscados al final de la cama como los cabos de un barco amarrado. La chica
parecía que todavía dormía, el hombre había acomodado un brazo sobre la almohada donde
apoyaba la cabeza para poder observarla mejor. No sabía nada de ella, sin embargo, al oír su respiración pausada, lo invadió una absoluta sensación de calma. Por la ventana empezaba a verse el sol revestir las hojas de los árboles de una luz broncínea. Era esa hora de la mañana donde todo puede pasar.