Apenas pude ver su rostro bajo el ala de su sombrero. Sus manos se cobijaban bajo una capa negra que dejaba ver, en el vaivén de su caminar, un chaleco escarlata, un cinturón de filigranas y unas anchas polainas que le llegaban hasta la rodilla. La nieve había perfumado levemente sus hombros y su sombrero, pero el frío de aquella mañana no mermó su paso.
Le saludé con amabilidad, pero el hombre no se detuvo, aunque volvió la cabeza y me sonrió fugazmente. No volví a verlo aquel día y me perdí en el reparador silencio del lugar; contemplé con calma el atardecer palpitante sobre las rocas. Había alquilado la “Casa Colomba” para sumergirme en mi próxima novela, como había sugerido mi editora. El crepúsculo parecía acuarela incendiada sobre el horizonte. Su belleza inspiró las primeras líneas de mi libro.
Al día siguiente volví a verle. La nieve, persistente, seguía dibujando los caminos, pero sus pasos no habían perdido fuerza. Aún a riesgo de que rehusara mi invitación, le ofrecí una taza de caldo, que por fortuna aceptó agradecido.
Se llamaba Veremundo y era un arriero Maragato.
—En mi sangre llevo el mapa de todos los senderos. Astorga, Castrillo, Brazuelo, los valles de Duerna y Turienzo —me explicó. —El mundo es más bello desde lo alto, aunque de vez en cuando vengo a Santa Coloma de Somoza, mi pueblo, sobre todo en invierno, para olisquear los pucheros…El cocido maragato es lo único que me hace bajar.
Tras un trago largo de caldo me habló de los “filandones”, reuniones en las que contaban historias. Allí conoció a Bernarda, su mujer. Ella hilaba, mientras él le relataba al oído la leyenda del Monte Teleno y su escalera de cien peldaños de oro.
Hablamos largo rato de la “fiesta del arado”, de la alegre música de la chifla y el tamboril; del Mayo y de lo efímero de la vida.
Antes de irse cogió mis manos con ternura y puso en ellas un collar hecho de alabastro y coral.
—Es protector. Ahuyenta los malos espíritus…Ahora debo irme, me esperan para comer. —se despidió.
Mientras se alejaba, evaporándose como un fantasma en el sendero, le escuché hablar de los romanos del Soldán, de los peregrinos de Santiago y de su abuelo Alio que llegó a las Américas y atravesó la tierra del fuego.
Nunca más volví a verle, pero he aprendido a hacer cocido Maragato por si algún día baja del Monte Teleno para visitarme. Sé que la vida de los espíritus es muy agitada.
FIN