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SANTA COLOMBA

Habíamos dormido en Casa Colomba. El silencio se adueñaba de la estancia y era difícil intuir la hora de la mañana. Por las contras de la ventana se interpretaba un atisbo de luz y al asomarnos el jardín era un frágil tul de nevisca que el sol de enero lamía con suavidad.

Desayunamos ya cerca del mediodía junto al débil crepitar de algunas ascuas en la chimenea. El día anterior el Camino se había complicado, se había precipitado la noche y una fría ventisca que provenía del Teleno animaba a buscar cobijo seguro. El cansancio acumulado y el confortante calor de la casa nos llevaron rápidamente a degustar del mullido lecho. La noche había pasado como una tremenda brecha en el tiempo y solo al morder la primera tostada fuimos conscientes de las horas que habían trascurrido.

Pensando en que nuestra próxima etapa, Foncebadón, requería de renovados bríos decidimos no emprender la ruta y recuperar energías en el pueblo.

Un breve paseo por el caserío nos trasladó a un laborioso pasado. Fuertes paredes de clara y trabajada piedra contenían patios con corredores y las regulares galerías cerraban dominios que debieron acoger numerosos vecinos agrupados en grandes familias.

Sentado en un poyo de piedra nos sonreía un anciano con profundos rasgos marcados por el sol y quien sabe cuántas historias. Conversamos con él descubriendo un ánimo jovial alejado de su apariencia. En su mocedad había pocos peregrinos y el pueblo vivía de su trabajo con gran esfuerzo combinando agricultura, ganadería y frecuentemente algún miembro emigrado en la Capital.

De los tiempos más difíciles nos habló de los peligros de los vecinos montes. El maquis había permanecido muchos años y se requería cuartel de la Benemérita para mantenerlo acotado. Ambos extremos generaron tensiones y desconfianzas. Mucho más ancestral era el temor al lobo. Decenas de anécdotas de pastores, de encuentros en los caminos e incluso los aullidos que se pudieron oír de noche desde el propio pueblo hacían que el temor al cánido presidiera el ideario colectivo.

Cuando le llamaron a comer nos recomendó que nos acercáramos hasta el río, ¡ahora lleva bastante agua y en su día había buenas truchas! La presa visible desde el puente de piedra retenía un cristalino remanso donde se reflejaba un nítido cielo exento de nubes.

Pensando en comer nos adentramos en una de las casas que, señalizadas como restaurante, vimos en nuestro recorrido. Con algo de inquietud por la escasa concurrencia de parroquianos y por la correcta discreción de la atención del Servicio, comandamos platos de sonoridad local: sopas de ajo, pulpo “a feira”, bacalao al ajo arriero y chuletón. La calidad de las materias primas y el buen hacer en los fogones se materializó en una larga degustación que nos llevó a recordar sabores olvidados desde la infancia. Ante la abundancia de los platos tuvimos que prescindir de probar los postres, numerosos y caseros. Fracasamos en el intento de renunciar a los “chupitos” de orujo de los que terminamos haciendo “doblete”, no tanto por lo digestivo, sino por extender la tertulia tras tan grata comida.

Reconfortados con el condumio y tras un breve paseo retornamos a “Casa Colomba” donde acompañados por el calor de la lumbre finalizamos la más inesperada y ahora añorada jornada de nuestro Camino.