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Para ti, prenda del atardecer, por esas mariposas de tus ojos de lluvia.

La conocí en un tren camino de Astorga donde habría de bajarse para seguir camino hacía Santa Colomba de Somoza, un pueblo recostado en mil paisajes de verdes y horizontes, donde iba a tomar posesión de su plaza de maestra. “Un pueblo, -sonrió complaciente-, que tiene una casa rural estupenda llamada Casa Colomba, que está entre un paisaje maravilloso que se enjundia en los ojos y da calor al alma”. Y dijo también, mirándome a los ojos, en un susurro cálido como gotas de lluvia cayendo lentamente sobre las amapolas, que su nombre era Magdalena, en honor a Santa María Magdalena, patrona de su bonito pueblo de Rivilla de Barajas en la Moraña abulense, donde se comía el mejor jamón con chorreras del mundo.

Tenía los ojos negros y brillantes como el carbón mojado y esas estrellas últimas que titilan en la bóveda las noches de verano donde todo es efímero, unos labios de arrope, carnosos como fruta madura, sin carmín y partidos que invitaban al beso, un lunar que hacía amagos de quedarse en la brisa y una piel de aceituna que acentuaba el deseo, porque allí, en aquel tren que serpenteaba entre pinares y enebros, me iba enamorando de su cuerpo delgado como un junco de río y esa sonrisa encantadora que desprendían sus labios.

Cuando me presenté como un escritor tímido que intentaba los versos de amor y sin remedio, (que no había ganado premio alguno y que iba hasta La Robla donde tenía parientes) llamado Patrocinio, porque ése era el nombre de mi abuela materna, esbozó una sonrisa para añadir que en su pueblo tenían al señor Agapito y a Máximo “El Chirete”, que hacían coplas al aire cuando alguien se casaba o en otros menesteres que surgieran al uso, y que si alguna vez pasaba por allí no dudara en preguntar por ella, que con mucho gusto haría de guía para enseñármelo, sobre todo la iglesia de la santa, que tiene un retablillo del XVI que es una hermosura y darme a probar el famoso jamón con chorreras y el vino de la tierra que mata en sí las penas.

Cuando se bajó en la pequeña estación llena de golondrinas y aromas de canela en chocolate, sus faldas se elevaron un tanto en aquel cielo dejando en la sonrisa un olor a tomillo y su cabello negro enarbolaba en la brisa la bandera de unos ojos alegres en piel de chiribitas que la hacían más hermosa, porque dejó en el aire, que cuando regresara de La Robla, si no tenía otra cosa mejor que hacer, me esperaba, para pasarlo juntos en el pueblo, enseñarme la escuela y alojarnos, en la casa rural “Casa Colomba”, que está en un lugar paradisiaco que hasta los sueños pueden hacerse realidad y donde, sin lugar a dudas, podría escribir los versos que hasta ahora no había escrito.

Y allí, en el adiós de su mano agitando los destinos y esa luz caprichosa que se colaba por todos los lugares, en esa espera larga de mi regreso para abrazar su cuerpo de aceituna, respondí que sí, que saliera a esperarme porque ya estaba enamorado como un tonto de baba…