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ÚLTIMA NOCHE EN LA SOMOZA

Relato 30

Al oír el gallo de Demetrio, Vitoria abrió los ojos. Observó durante unos momentos la panza del techo resquebrajado y se levantó. Aunque no como cada mañana. Aquel día era especial porque lo pasaría con Venancio, el hombre de su vida. Así pues se incorporó, se vistió con sus mejores galas para ir a visitarlo y después recogió unas cuantas caléndulas que aún lucían lustrosas junto al poyo del patio. Cualquiera pensaría que quizás esa labor le correspondería más bien a Venancio pero al fin y al cabo ya nadie podía esperar eso de él.

Sin más dilación Vitoria se echó a andar sin prisas, pues sabía que Venancio la esperaba. Tomó la vereda de El Juncal y contempló la alfombra de hojas secas y el paisaje pintado de amarillo y ocre por los árboles de primeros de Noviembre. Pasó de largo junto a la ermita, subió la cuesta y abrió la verja.

–            Mira lo que te traigo. – le dijo.

Aunque Venancio no solía decir nada, Vitoria estaba convencida de que en el fondo lo agradecía mucho. En esas estaban cuando empezaron a aparecer otros paisanos para reunirse con los suyos. Primero llegó la señoá Antonia, después Raimunda, y también Teotiste y Otilia con los nietos… Y así echaron la mañana con sus tradicionales quehaceres, porque si de algo disponían en aquel pueblo de La Somoza era de tiempo.

Imbuida en los recuerdos e intercambiando de tanto en vez alguna que otra frase con Venancio iba cayendo la tarde. Ya todos los vecinos habían ido despidiéndose de sus difuntos y marchado del camposanto.

–            Bueno, Venancio, pues yo también marcho ya.

–            Ay, Vitoria, ¡lo que yo daría por pasar una última noche contigo! – pareció oírle decir.

–Volveré pronto. – dijo Vitoria condescendiente, y al darse la vuelta fue a apoyar el pie sobre el único tramo de losa al que en todo el día no había dado el sol y sobre el que se mantenía una plaquita de hielo.

Al deslizársele el pie, Vitoria perdió el equilibrio y cayó pausadamente de tal manera que sus ciento doce kilos fueron a parar a orilla de la lápida, quedando tendida boca arriba. No sintió dolor. La caída fue limpia y, gracias a sus estupendas grasas que amortiguaron el impacto, no se golpeó en ningún punto vital. Sin embargo ella sabía a lo que se enfrentaba. Estuvo casi una hora intentando levantarse pero la voluminosidad de su cuerpo y la fuerza de la gravedad se lo impidieron. Por más que gritó nadie la oyó, así que la mujer se acomodó como buenamente pudo y allí quedó tendida junto a su Venancio.

–            Ay, Venancio, ¿quién me iba a decir a mí que al final te ibas a salir con la tuya?

Y efectivamente allí yacieron juntos la última noche con vistas a un cielo estrellado y con el reflejo de una estrella fugaz en las pupilas de Vitoria.

La mañana siguiente también fue especial. Al salir el sol nadie oyó cantar al gallo de Demetrio. Sólo un graznido se extendió por el valle cuando los primeros rayos iluminaron la sonrisa gélida de Vitoria. Después se oyó el aleteo de un grajo, que echó a volar desde la copa de un ciprés y se perdió en el cielo azul.