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Ha muerto mi abuela Julia. Mujer fuerte, independiente y a veces un poco ausente, como en un mundo solo suyo. Me ha dejado en herencia un ruego y un secreto. Me pide que esparza sus cenizas en el Teleno, monte que presidió su infancia. Y me ha legado una vieja caja de cartón, sujeta con cuerda y lacre. Me temblaban las manos al abrirla. En su interior encontré 19 cuadernos cubiertos con polvo de décadas.

Saqué uno al azar, su caligrafía meticulosa desgranaba pasión, miedos, sentimientos…. Curiosamente, mientras incineraban su cuerpo yo descubría su alma, aquella parte secreta que intuía en su mirada, los días grises. Devorando tinta reviví los veranos de su infancia en aquel pueblo maragato, tan lejano en el tiempo y el espacio, sin embargo, ella seguía en él. Cada cuaderno es Julia: apasionado, duro y profundo por dentro. De fina piel gastada, por fuera.

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“Agosto, 1940. Estoy de vacaciones en Santa Colomba con los abuelos. He visto llegar a Jaime con su padre, venían del campo y metían hierba en el pajar que tienen frente a nuestra casa. Ya es un hombre de20 años. Trabaja sin camisa, sus brazos fuertes, su espalada dorada y sudorosa brillan bajo el sol. Salí disimulando para que me viera. Y me vio, pero fingió no verme, me puse colorada y volví a entrar en casa.

Después de cenar salimos con la pandilla de siempre. Los chicos ya fuman. Yo lo intenté. Jaime me enseñó a echar el humo, pasando el cigarro de su boca a la mía y me gustó el gesto. Me gustó mucho. Es distinto a los demás. Trabaja mucho y sonríe poco, pero cuando lo hace, siempre es para mí. Los días transcurren suaves y mis palpitaciones fuertes. Al separarnos provocamos un tímido roce o una mirada larguísima que dure hasta el día siguiente.

Se acaba el verano. Temo volver a Madrid. Esta noche, me dio la mano y me acompañó a casa. A salvo de miradas, apoyados en el portón de su pajar me dio el primer beso, tierno, nervioso y torpe. El segundo se lo di yo, aunque sé que no es correcto. El tercero fue en la intimidad de aquel portón que cedió al empuje de nuestros cuerpos. Entramos. Olvidamos el mundo e inventamos otro, solo nuestro, lleno de sabores, sonidos y tactos que no olvidaré jamás…”

Terminé de leer las confidencias de esa mujer valiente nacida a destiempo y amando a deshora. Preparé la mochila, metí la caja en el maletero y la urna con sus cenizas en el asiento del copiloto. Cuatro horas de viaje, rumbo a su infancia, me sirvieron para reposar lo leído. Llegué a Santa Colomba de Somoza. Recorrí el pueblo hasta encontrar la casa. Busqué el pajar. No lo vi. Pregunté y me dijeron que ahora es una casa rural: “Casa Colomba”. ¡Increíble! ¡El pajar está vivo, abuela! Busqué el teléfono y la reservé. El joven que me recibió parecía sorprendido al verme sola. Dije que mis amigas llegarían al día siguiente. Recorrí el jardín, las habitaciones… en una de ellas una foto llamó mi atención: un niño y su abuelo, apoyados en una vieja bici, en la puerta de un pajar. Debajo una nota: " Con mi abuelo Jaime en el lugar donde dejaba volar la mirada cada tarde, antes de ser Casa Colomba &quot. Me estremecí.

Cuando anocheció encendí la chimenea, abrí la caja, saqué el primer cuaderno e inicié la ceremonia. Leí en voz alta el legado que Julia dejó para Jaime, allí, en el lugar donde se amaron una sola vez, pero eterna…. A medida que terminaba un cuaderno se lo entregaba al fuego. Y luego otro, y otro… hasta llegar al último. “Jaime, llevo nueve años sin ti. Me exigieron olvidarte, pero escribo cada día para no perder un solo recuerdo y para mantener la cordura. Jamás amaré a nadie como a ti, sin embargo… mañana me caso con un hombre bueno. Por respeto a él debo dejar de escribirte, pero mantendré viva la llama de nuestro amor… que brilla cada día en los ojos de nuestro hijo”.

Ahí, dejó de escribir, pero no de amar. Eché el último cuaderno al fuego y el humo tatuó el mensaje en las piedras, las vigas, el aire.

Tres días después me fui sin caja. Feliz. Tu mensaje está a salvo, abuela. En vuestra casa: Casa Colomba.