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LAS SIETE HADAS DEL ARCOIRIS

Relato 18

Contaba la leyenda que el arcoíris solo salía una vez cada 2000 años en la comarca de la Somoza Maragata. Se reflejaban los siete colores en todas las casas y lugares recónditos de aquel lugar encantado. La luz coloreada daba calor y reconfortaba hasta lo más profundo del alma, aquellos lugares oscuros y tristes que nadie conocía. Esa luz brillaba constante y hasta conseguía amansar a las fieras. Se dice que la reacción provocada por los rayos en contacto con las almas y corazones producía una melodía sublime. Desde luego, aquella era una comarca encantada. Después de que saliera el arcoíris, miles de pequeñas hadas de cada uno de esos colores sobrevolaban los tejados y prados, llenando de felicidad a todas las personas que allí vivían. No importaba lo mal que lo pudieran estar pasando, puesto que en esos momentos se sentían felices al 100%.

Morgana era el hada mayor y dirigía las operaciones de encantamiento de la población. Su magia era poderosa. Tenía una larga melena rubia que le cubría toda la espalda y formaba hermosos tirabuzones destellantes. Sus alas, prácticamente transparentes, eran sin embargo muy resistentes y la impulsaban a gran velocidad a través del bosque en cada una de sus misiones. Su lugarteniente era la bella Elga, hada de la luna, quien la sustituía en las operaciones que tenían lugar durante la noche, pues tenía una especial habilidad para el vuelo nocturno. Su rostro era de una blancura infinita y sus ensortijados cabellos, de un negro intenso. El resto del equipo lo integraban Anjana (que siempre llevaba una chifla y un tamboril), natural de Santa

Colomba de Somoza y que, por lo tanto, jugaba en casa, Náyade, Brigitte,  Branwen y Grainé. Siete hadas para ayudar a los lugareños en sus problemas cotidianos. A los padres en la educación de sus hijos, a los enamorados en sus amoríos no correspondidos, a los labradores en el cultivo de sus campos, a los comerciantes cuando no les salían las cuentas y a todo aquél que las invocase cuando las preocupaciones le abrumaban.

La que sin duda tenía más trabajo era la buena de Anjana, una golosa empedernida que recibía de buen grado los obsequios que en forma de mantecadas y cecina le regalaban los agradecidos maragatos. Tanta era su afición por la comida, que no siempre conseguía volar para llegar a su destino, no siendo la primera vez que se veía obligada a buscar el auxilio de algún águila para trasladar toda su humanidad a algún hogar en problemas.

En cierta ocasión, el grupo de hadas hubo de emplearse a fondo. Fue un año en que llovió intensamente, durante varios días sin parar. El río incrementó mucho su caudal y los vecinos vieron cómo se desbordaba por momentos, llegando a las puertas de sus casas. Cuando a punto estuvo de inundar sus hogares, todas las hadas se pusieron a batir las alas formando una intensa corriente de aire que evaporó toda el agua. Habían salvado el pueblo. En agradecimiento, el alcalde las nombró hijas predilectas y les entregó las llaves de la ciudad, homenajeándolas con un cocido maragato que Anjana devoró con pasión. Sin duda, eran las mejores protectoras que había tenido el pueblo desde su lejana fundación.