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LA LEYENDA DEL HIJO DEL CARPINTERO

Relato 24

Cuentan muchas historias de la montaña, demasiadas, y así siembran dudas. He aquí la naturaleza de la leyenda.

Se sabe de una historia, una de muy curiosa, que vendría a demostrar la existencia de los llamados guardianes de la montaña.

Cuentan que hace muchísimos años el hijo de un carpintero viudo subió con un pequeño rebaño de cabras a la montaña, en busca de pastos tiernos y verdes. Llegó hasta la Veiga Grande, una extensa planicie alejada del pueblo, a media montaña, cobijada y circundada por altas paredes de roca y monte. Una gran vasija con una única entrada, desagüe natural del riachuelo que la atraviesa.

Se dispuso a pasar allí el día, también la noche.

El sol de primavera se marchitó temprano, dejando que una luna a medio hacer despertara a las primeras criaturas de la noche, zorros y lechuzas. El día había terminado. Esas noches, aún con los aullidos de los lobos en la lejanía, no lograban amedrentar al muchacho.

Encerró el pequeño rebaño en un estrecho corral cercado por viejos tablones, adosado a una pequeña cabaña de piedra para pastores. Comió un poco y dispuso una manta en el suelo irregular del interior.

Despertó. A través de la puerta pudo ver unos veinte pequeños seres antropomorfos de color perla, únicamente ataviados con una aureola blanquecina que reseguía toda su silueta. Le miraban y le llamaban entre susurros. Sus cuerpecitos desnudos se erguían a algo más de un palmo del suelo y la cabeza duplicaba el tamaño del tronco. Sus ojos eran dos cuencas vacías de un gris más oscuro, como dos cráteres asimétricos e irregulares, ocupando dos tercios de la cara. La boca, un pequeño y oscuro surco por debajo de esos agujeros. Unas miradas tristes pero sosegadoras. Uno de esos seres le tendió una minúscula manita. El chico salió de entre las sombras y ofreció su dedo meñique. Deseaban que los acompañara.

Entonces pudo ver que centenares de seres ocupaban esa gran llanura, iluminados por luces eternas, que se iban echando a un lado a su paso.

Llegaron a los pies de un pequeño acantilado, justo para apreciar que una de las criaturas se retorcía en el suelo, con sus pequeñas patitas atrapadas en una de las grietas de la roca. Se oía un leve y desesperado chillido, el de ese pequeño luchando en vano contra esa piedra que le mantenía aprisionado.

Agarró a esa criatura luminiscente con sumo cuidado, sintiendo entre sus dedos la textura gomosa y tibia de una piel que no era piel y lo liberó sin esfuerzo.

Los pequeños duendes, agradecidos, retomaron sus susurros en una suave melodía coral. Eso le sumió otra vez en el sueño y se vio flotando por encima de todos ellos, a poca distancia de los matorrales que cubrían el terreno. Un sueño que le llevó otra vez a la cabaña y que le reposó otra vez en su lecho. Esa mañana despertó recordando todo lo acontecido, cómo quién recuerda sus sueños más hermosos, intentando no olvidar detalle.

Fue sólo un sueño, se dijo, pero en la puerta de la cabaña se hallaba un montículo de pequeñas pierdas redondeadas del color de la luna que, iluminado por los primeros rayos del sol, se erigía como la delicada y cuidadosa ofrenda agradecida de los guardianes de la montaña.