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Estamos frente a ella. La miramos. ¿Nos mira?

— ¿Cómo se llama la casa, papá? Pregunta mi hija.

— Las casas no tienen nombre, le digo. Pero ella dice que sí, que sí lo tienen. — La casa de mi muñeca se llama “mansión de la Barbie”, así que esta casa se puede llamar Casa Colomba. Sonrío ante la idea de mi hija. Colomba es el nombre de nuestra benefactora. Le digo que sí, que vale, y abro la puerta que cede después de un lamento bronco.

Nos golpea un olor acre, rancio, que parece emanar de suelos y paredes. Avanzamos con la cautela de una visita de compromiso. Ya en el salón lo primero que hacemos es abrir las ventanas. Mi hija se lanza a la mecedora y “se la pide”. “Hay que cambiar cosas”, sentencia mi mujer mirando los gruesos cortinones bermellón manoseados y cargados de olvido; tal vez atesoran los secretos de los protagonistas del enorme cuadro que preside la estancia; es curioso, es una familia de tres miembros, como la nuestra, la pequeña debe tener la edad de nuestra hija.

Llegamos al dormitorio. “De aquí hay que tirarlo todo”, anuncia mi mujer, acompañando con el gesto circular de su brazo derecho la afirmación. Se suceden visillos oscuros, suelos enmoquetados, cuadros y adornos recargados y desvaídos.

Pero la casa nos gusta. Es amplia, bien distribuida y llena de posibilidades.

El grito de nuestra hija desde la primera planta, nos empuja hacia la escalera. Cuando llegamos al salón, las ventanas están cerradas y con las cortinas echadas, nuestra pequeña está en la mecedora, una manta de ganchillo la inmoviliza, mientras el mueble la mece sin cesar. Escuchamos cerrarse todas las ventanas, correrse las cortinas y estallar lámparas y bombillas.

En la semi-oscuridad resaltan los rostros de la familia del cuadro que nos miran –severos-, con nuestros propios ojos.