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Un sobresalto la despertó. Abrió los ojos y miró el reloj. Marcaba las 4:45 am. Diferenciaban quince minutos de su hora habitual para levantarse como cada mañana. Apagó la campana del antiguo reloj que le habían regalado hacía años. Se quedó sentada y pensativa en el filo de la cama. Apoyó los pies en la pequeña alfombra tejida a mano y las palmas de las manos sobre el colchón. Miraba a la nada y casi sin parpadear. Al cabo de unos minutos volvió a la realidad que la llevaba cada mañana a esas horas. Caminó al baño. Ojeó desde la distancia el reloj y observó que la hora era perfecta. Recogió su melena lacia en un moño y se dio una ducha. La necesitaba para despertar del todo. Envuelta en la toalla se preparó el desayuno. Se detuvo en la ventana para saber qué temperatura podría hacer. Lloviznaba. Se molestó al ver las gotas caer porque ya no podía ir en bicicleta al trabajo. Se vistió unos vaqueros, una camiseta azul y se calzó sus zapatillas para caminar. Cogió sus cosas personales y cerró tras de sí la puerta.

Anduvo por el camino de siempre. Al horizonte divisaba la Casa Rural de Colomba. Soñaba con poder visitarla alguna vez. Llegó al trabajo después de veinte minutos. Entró por la puerta trasera.

− Buenos días, dijo amigablemente a su jefe.

− Buenos días, exclamó él con una sonrisa en los labios.

Entablaron conversación de cómo había despertado el día mientras Alba se abotonaba la bata de su uniforme y se calzaba los zuecos.

− Ese es el carro que hay que colocar en el mostrador.

− De acuerdo.

Alba no hablaba mucho a menos que se tratara de trabajo o le preguntaran algo concreto. Era una chica tímida pero extrovertida a la vez.

Desplazó el carro y los siguientes hacia la tienda. Allí le esperaban las estanterías vacías. Debía colocar todas las barras de pan en las cestas. Separadas por tamaño e ingredientes. Los panes redondos, por peso, en las contiguas. Y la repostería en la vitrina. Apenas restaban diez minutos para la hora de apertura cuando Alba se disponía a abrir la puerta. Y como cada mañana cuando se dirigía a colocarse detrás del mostrador sonreía. Era una sonrisa de satisfacción. De saber que su trabajo lo desempeñaba muy bien, y no sólo su jefe se lo hacía saber, sino toda la clientela que compraba cada día el pan.

– Vengo por tu sonrisa más que por el pan tan rico que hace tu jefe, ¡qué ya está bueno, eh! certificó una señora. Alba agradecía cada gesto de la gente con una sonrisa de complicidad.

Pero esa mañana presagiaba que algo pasaría. Ese sobresalto que la despertó le había dejado una sensación en su interior que aún no entendía qué significaba… Fue una jornada dura de trabajo. Ya no sólo por atender a toda la clientela diaria, sino que ese día tuvieron pedidos extras que le obligó a estar en la tienda, en el horno y en el almacén. Llegó la hora de hacer el cierre de caja. Alzó la mirada y se encontró con el espejo que, curiosamente limpiaba a diario pero que no veía nada. Solo centraba su mirada en que no hubiera huellas y estuviera impoluto. Ahí estaba la solución al “sobresalto”. Por primera vez se vio reflejada en él. Se giró sobre su pierna derecha y miró a su alrededor negando con la cabeza. Volvió al punto de partida. Observó a una chica, sonriendo, pero convencida de lo que veía. No supo calcular cuánto tiempo estuvo delante del espejo, pero sí el necesario para darse cuenta de que aquello que hacía no era lo que le gustaba. Se despidió como siempre. Volvió a casa. Se sentó frente al ordenador. Buscó una zona en el mapa y cómo llegar hasta allí. Lo consiguió.

En los días siguientes, a la salida de su trabajo, iba haciendo la maleta. Y justo ese día, mientras se desabotonaba la bata y se calzaba las zapatillas de caminar, le pidió un momento a su jefe.

− Tengo que hablar contigo. No me llevará mucho tiempo y ha de ser hoy.

Su jefe se extrañó y preocupó por la seriedad de sus palabras.

− ¿Qué ocurre?

− He decidido dejar el trabajo y el país. Me he dado cuenta de que mi vida tendrá sentido si le doy un giro. Lo tengo todo pensado y organizado. El próximo mes me marcho.

Hablaron y llegaron a un acuerdo. Se abrazaron el día de la despedida y Alba se despidió de ese lugar con una sonrisa, esta vez, la sonrisa tenía un color diferente…

Encontró trabajo y la forma de sentirse mejor persona. Conoció a gente que la respetaba y trataba maravillosamente bien.

Han pasado cinco meses desde que Alba llegó a su nuevo destino. Es consciente de todo lo que ha hecho y se siente muy orgullosa de ello. Alba sonríe, y no sólo para la gente, sino para ella misma y para la vida…