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En los últimos días, mientras dormía, sus sueños se habían inundado de recuerdos infantiles de veranos pasados en casa de los abuelos, cerca de Casa Colomba. Quizá era la necesidad de recuperar sensaciones agradables pérdidas para encajar de la mejor manera posible todo lo que se le venía encima. Volvían desde su pasado a retrotraerle a días de calor y sol, de olor a pan y a hierba mojada, después de alguna tormenta vespertina, los besos de su abuela, la casa llena de libros y risas.

El momento no era el más adecuado para sentirse cómodo con su vida actual llena de estrés y más aún desde que le habían comunicado las palabras mágicas: “vas a tener que cambiar de aires”. Aquella frase formada exclusivamente por siete vocablos llevaba martilleando su cabeza desde hacía una semana, y su corazón desbordaba angustia. Era un reto, un nuevo comienzo, pero le faltaban las fuerzas para asimilar y vivir los futuros acontecimientos como una aventura.

Aquellos días de canícula discurrían con una rutina que proporcionaba seguridad, era el sosiego de la vida tranquila y pausada de las gentes que día a día se levantan para sus quehaceres apegados a la tierra que les vio nacer y que les verá morir. Sin más pretensiones que cultivar, regar, recolectar y guardar, pendientes de los rigores del tiempo meteorológico y compartiendo cada acontecimiento social como un evento que les pertenecía a todos.

Ahora su vida iba a dar un giro inesperado que lo llevaría a otro país, a otro continente, muy lejos de aquellas referencias de su infancia. Sabía a ciencia cierta que perdería muchas cosas en ese viaje a su vida futura, del mismo modo que ganaría experiencias nuevas y seres humanos de una cultura distinta dispuestos a convivir y crear. Ya no había vuelta atrás, La casa de los abuelos era una referencia a un pasado acogedor que ojalá le diera energía para afrontar los nuevos retos, pero no podía aferrarse a eso como tabla de salvación en la singladura por las aguas turbulentas de su empresa; él ya no era aquel niño sin malicia cuya máxima aspiración era aprender a nadar y correr por las calles empedradas del pueblo con la pandilla sin horarios ni obligaciones.

La niñez quedó atrás con el pueblo, los atardeceres rojizos y su abuela sembrando palabras con sus cuentos no escritos que siempre le acompañarán en lo más íntimo de su corazón allá dónde su nueva vida comience.