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LA CUEVA DE LOS MARAGATOS

Relato 31

 

No nos lo podíamos creer, pero estaba claro que era aquella. El abuelo nos había hablado tanto de esa cueva repleta de los más extraordinarios tesoros durante las vacaciones que era imposible equivocarse. Y la habíamos encontrado así, por casualidad, de la manera más tonta: persiguiendo una pelota. Decidimos no contárselo a nadie e iniciar inmediatamente los preparativos del ritual. En primer lugar, necesitábamos una servilleta sin estrenar y una vela. Eso fue sencillo.

La abuela tenía varias mantelerías nuevas. A mí me hubiera gustado coger una con pajaritos bordados, pero mi primo Sergio dijo que era una cursilada y cogió una azul de cuadros. La vela también se la cogimos a la abuela, que tenía una pequeña colección comprada en diversos bazares de la ciudad por si algún día se iba la luz. De ellas, Sergio escogió una con caracolas en su interior, y yo me pregunté para mí, porque mi primo es mayor y me puede, cómo unas caracolas podían ser menos cursis que unos pájaros. El último ingrediente del ritual fue el más difícil. Se trataba de la flor del helecho macho cogida en San Juan. Teniendo en cuenta que estábamos en agosto, aquello era todo un reto. Afortunadamente, la solución se presentó sola: una mañana que fuimos a León con mis padres, la compramos en una floristería. Sergio no estaba muy convencido de que aquello no fuera hacer trampas, pero yo le persuadí diciendo que en aquel caso sí valía, porque la floristería en cuestión se llamaba “Flores San Juan”.

Aquella misma noche nos dirigimos a la cueva. Íbamos ansiosos y, al menos yo, un poquito asustado. La cueva estaba oscura y fría y, justo entonces, fue cuando mi primo y yo nos miramos sin saber muy bien qué hacer. El abuelo nos había hablado de los tesoros y los elementos del ritual, pero no de cómo llevarlo a cabo. “Pondremos la flor sobre la servilleta y encenderemos la vela” dijo mi primo. Aquello era tan válido como cualquier otra cosa, y además, tenía sentido, porque, por ejemplo, poner la servilleta sobre la vela y encender la flor parecía tonto. Así lo hicimos.

Colocamos todo con exquisito cuidado en el suelo y encendimos la vela. “Oye ¿qué vas a hacer con tu parte del tesoro?”, pregunté a mi primo. No pudo contestar, del interior nos llegó un sonido de arañazos que nos puso alerta y cuando unas sombras negras se abalanzaron sobre nosotros no lo dudamos más y salimos corriendo. No miramos atrás y por supuesto no volvimos en todo el verano. La vela, la servilleta y la flor quedaron en la cueva, una nueva incorporación al tesoro protegido por monstruos alados, esperando exploradores más avezados o a que nuestra abuela se enterara del hurto y nos hiciera volver por ellas.