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LA CABRA BERRONA

(Fuera de concurso)

En el siglo pasado, había un entrañable lugar, donde los niños, que tenían unas actividades muy diferentes a las de los niños de ahora, pero eran muy felices.

Acudían a la escuela, en la que no había la tecnología con la que se cuenta hoy en las aulas. Por todo material didáctico contaba con un gran encerado, algún aburrido libro de lectura y unos cuarteados mapas que se iban desplegando colgados en la pared según el tema que se tratara en cada momento. En ella; además del aprendizaje, que en algunas materias como la tabla de multiplicar, los ríos, accidentes geográficos, capitales del mundo………se hacía a ritmo de canción; se realizaban otras sencillas tareas de ornamentación, jardinería, limpieza………..

Después de la jornada escolar y en los períodos de vacaciones, la mayoría de los niños colaboraba en tareas de la actividad de su casa y que era diferente según la estación del año. En primavera se ayudaba en los trabajos de la huerta, regando los semilleros y la plantación de las hortalizas. En verano, se pisaba la hierba en el pajar, se trillaba en la era o se iba a lavar al río. En otoño, se echaba una mano en la recolección de los frutos, en la recogida de la leña que servía de combustible para calentar el hogar en los largos meses de invierno en los que la actividad se reducía. Lo más emocionante de las largas noches de invierno, eran las tertulias y los juegos de mesa en la cocina al amor de la lumbre. En las actividades del invierno, merece mención especial las emociones que se vivían durante los días de la matanza, en los que además de saborear los manjares propios de aquellos días, también se aportaba un granito de arena para que todo aquel engranaje funcionara a la perfección y culminara con la bonita estampa de ver la “cocina vieja” adornada con aquellas sartas de chorizos,

Además de todas esas actividades, había tiempo para jugar, pillar renacuajos, coger ranas, pescar peces o truchas, buscar nidos de los que, los más apreciados. eran los de jilguero.

Pero todos los días del año, al oscurecer, sonaba el campanín de la torre, anunciando que era el momento de dejar cualquier cosa que se estuviera haciendo y acudir a la Iglesia para el rezo del Rosario al que asistían todos los niños del pueblo y muchos mayores.

Al salir del Rosario, era ya noche cerrada y cada niño se encaminaba diligentemente a su casa, no se debía deambular por el pueblo, pues se decía, que un ser extraño habitaba en el Juncal de Turienzo y se llevaba a los niños que se encontraba de noche por la calle, sobre todo si andaban solos. Los niños, en su afán de explorar y comprobar la veracidad de lo que los mayores contaban, acudían en grupo hasta “el pozo de la señora Isabel” y allí acurrucados, en el silencio de la noche aguardaban hasta oír unos extraños balidos que les hacían huir aterrados, corriendo a toda velocidad, para refugiarse en sus casas.

Efectivamente, aquellos balidos que tanto pavor causaban, los emitía la Cabra Berrona, aquella que habían oído contar que moraba en el Juncal de Turienzo y que tantos niños se había llevado ya.

Todavía hoy, durante la noche, si te acurrucas en la oscuridad y cierras los ojos, la oirás balar