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Corrió la cortina, empezaban a salir los primeros rayos del sol, todavía se veía algo de neblina emergiendo como espuma entre los jardines de las casas. Abrió la ventana, tomó una bocanada de aire, sintió el olor dulzón de la mañana, y el viento helado en su cara.

Extendió el vestido blanco sobre el lado izquierdo de la cama, contempló el corpiño de satén adornado con apliques de encaje y flores de seda.  Desabrochó la hilera de botones forrados en organza. Dobló con cuidado la cola del vestido. Al lado puso las enaguas de tul, los zapatos que había mandado hacer bordados a mano, en satén duquesa marfil y su lencería de encaje blanco.

Envuelta en una bata de toalla, bajó con los pies descalzos hasta el jardín. Recogió lirios, jancitos, flores de mirto y algunas ramas de hiedra, las ató con una cinta, puso el buqué sobre la cama y el ramo de mirto en la solapa del smoking.

No descuidó ningún detalle, todo estaba listo.  Entró al baño y comenzó el ritual: se sumergió en la tina invadida de espumas, sintió el placer del agua tibia, estuvo en ella hasta que su cuerpo se impregnó de esencias de flores de azahar.

Rodeó su cuerpo con la toalla, lo secó despacio. Miró sus manos, sus pies, los encontró perfectos. La cabellera ondulada la recogió con un broche de perlas, dejando dos rizos sobre el rostro y su cuello al descubierto.

Hizo sonar la música y empezó a vestirse sin afán. Se puso cada cosa, cada botón en su lugar.  Enfundó sus piernas en medias de seda y sin prisa las sujeto al ligero de encaje, luego calzó sus zapatos de satén.

Se miró en el espejo, vio por última vez la imagen de novia inmaculada, le faltaban los zarcillos de diamantes, cuando el brillo de los topos iluminó su rostro, perfumó con Coco Madeimoselle de Chanel, el lazo que colgaría de su cuello, tomó el ramo de novia, extendió la cola de su vestido, levantó el rostro de alabastro perdido entre tristezas y lentamente ascendió por la escalerilla forrada en cinta, rosas y azahares.

Cuando llegó al marco de la ventana, volteó a mirar su cuarto. Todo estaba igual, no era un sueño. Él, seguía allí sobre la cama, con las uñas de las manos y los pies pintados de carmín, vestido de smoking y corbatín rosados, el ramo de mirto marchito en su solapa y la espuma blanca saliendo de los labios. En el piso continuaba hecha triza la copa de champan.

Arrojó sobre el cuerpo inerte el buqué de novia, ajusto a su cuello el lazo perfumado. Dio un paso al vacío, sus zapatos de satén cayeron al jardín y el vestido de novia hondeó en el viento, mientras en la “Casa Colomba” seguían sonando los últimos acordes del vals fascinación.