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El poyo de piedra tiene las aristas redondeadas, erosionadas por el roce de muchas manos. Pero ahora está vacío. Las ventanas están hambrientas de colores y el interior de la casa ávido de aire fresco. Deja la maleta a unos metros de la puerta. Se queda mirando. El tejado parece vencido por el peso de un cielo que amenaza con caérsele encima; la puerta necesita unas manos de pintura y el columpio, que sigue colgando como entonces del manzano de la entrada, se hunde por el peso del vacío.

Se siente tentada a dar media vuelta. A seguir deglutiendo los recuerdos que la mantenían en pie, allá en la ciudad. No soporta la derrota de la casa. Porque eso es lo que tiene frente a sí, una casa vencida, herida de muerte por la estocada fatal del abandono.

Busca sin éxito los geranios con su orgía de colores en el balcón. Busca sin hallarlos a Mis y a Jilguero, y a las pitas en el cercado medio caído.

Prueba la llave. La puerta lanza un lamento. Se la figura un reproche, y el olor a cerrado que la recibe, otro.

En el mueble del salón siguen las fotos. Sus padres con las ropas de domingo, los abuelos vestidos con ese luto que el tiempo desvaía, pero no borraba porque lo alimentaban desde dentro, y porque siempre había un muerto reciente al que honrar.

Sale fuera. Se sienta en el poyo. Con los ojos cerrados mira en su interior y decide resucitar Casa Colomba porque, aunque parece derrotada, al igual que ella, no está hundida.