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La joven alemana sostuvo en un castellano vergonzoso que era el destino quien la guiaba y dictaba en todo momento aquello que debía hacer. Aunque realmente pudo haber dicho lo contrario. Se limpió las foceras de tomate de los macarrones, pagó y abandonó apresurada el bar. Justino sintió aquellos cabellos de oro que le rozaron la nuca en su espantada como unos rayos tumbando a un Saulo cualquiera. Se dijo que no estaba de acuerdo en lo del destino, pues o no existía o, de hacerlo, no cabía con él preocupación alguna, pues nos era inaprensible. O quizá fuera al contrario. Esa noche, en su cama, le dio vueltas. Y sintió el ardor de aquellos rayos de media tarde. Tuvo que echar mano al bolsillo del pantalón, que reposaba en la silla, para recordar quién había ganado la partida. Tal era el encantamiento en que la presencia de la chica le había sumido. Ni siquiera le dio a su madre un beso de buenas noches al salir de la salita. «Yo también quiero descubrir mi destino» ―se oyó decir―; tanta paja mental de mierda…». Poco tuvo que preparar, pues no se le conocía oficio en el pueblo (una pensión de viuda con un huerto eran sustento suficiente para dos personas de su parquedad). A su madre, que no comprendía nada, le dijo que iba a probar, o a probarse, que necesitaba sentirse al menos una vez en la vida protagonista de su propia Easy Rider. «¿Ya estás con esas tonterías?». Que quería buscar en la carretera su propia vida, continuó él, sordo a cualquier objeción. «¿Pero y no es ésta? ―sollozó su madre― ¿Ni siquiera vas a desayunar aquí?». Justino negó con la cabeza, le dio un abrazo y se echó al Camino. Necesitaba encontrar a aquella chica alemana que ya le sacaba casi un día de ventaja.

Se notaba el buen tiempo en las decenas de peregrinos que, a mediodía, le adelantaban a un ritmo inalcanzable. Cuando por fin llegó al albergue, con el sol ya casi rendido, los gerentes le saludaron entre amables y sorprendidos; «¡coño, Justino, pero tú qué pintas aquí!». «Ya veis… Oye, ¿habéis visto a una alemana rubia de ojos claros?». «Desde luego que sí, ayer veríamos a unas siete. Y el otro día se pasó un grupo de treinta». Justino, abatido, intentó convencerse de que el destino le facilitaría las cosas; era el primer día y eso no eran más de diez minutos de metraje. Uno, dos, tres, cuatro. Y cinco albergues después, Justino empezaría a sentir cierto gozo con la ambivalencia de confirmar sus ideas iniciales y sentir que, aun así, aquel viaje hacia el oeste le estaba haciendo sentirse realmente vivo.

Sería un solo día más tarde, esperando en un bar a que una peregrina liberase el teléfono para poder hablar con su madre, cuando, entre risas y muchas consonantes fuertes impropias de un cuerpo tan menudo, distinguiría con extrema nitidez las palabras Thelma‐und‐Louise. Cuando la chica colgó y se giró para liberar el aparato, Justino se plantó delante de ella y, señalándose un dibujo de su camiseta negra, dijo: «Easy Rider». Ella sonrió. Se sentaron juntos. Hablaron de la Ruta 66, cada uno en su idioma. «Motel», dijo ella al cabo de unas horas. Y él comprendió. Preguntó entonces por algún alojamiento «más… Privado» y les indicaron una casa rural a las afueras del pueblo, «Casa Colomba». Mientras salían del albergue, Justino se preguntaba por la distancia que restaría hasta los títulos de crédito.