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Bajo de la bicicleta para estirar las piernas, hoy llevo muchos kilómetros y me apetece descansar y caminar por un sitio solitario. Es pronto, las once de la mañana, una hora ideal para relajarme y poder seguir mi camino lleno de energía y sobre todo sin esos pensamientos obsesivos que son mi única compañía en este viaje tan especial. ¿Qué hago vagando por este pueblo? Apenas lo conozco y no está en la ruta. Quizás me ha traído hasta aquí el perfume seco de la primavera castellana o quizás sigo buscando el rastro de tus ojos oscuros. O es posible que necesite encontrar en estas calles tranquilas la paz que no encuentro en mi ciudad, tan alegre y ruidosa que apenas la puedo soportar, cuando me siento vacío y tengo miedo que mi amor por la vida se contagie de un virus letal.

 

Empiezo a sentirme mejor, creo que fue un acierto desviarme hasta este pueblo con nombre peculiar y comienzo a pasear y a perderme por lugares que se estrechan como mi ánimo, que sube cansino hacia sitios desconocidos que espero me ayuden a encontrar un poco de serenidad.

 

Entonces mi corazón late sin arritmias y mi humor se hace invariable como todo lo que me rodea y ya no me siento bipolar, y ordeno mi caos haciendo fotos a portones pintados de colores. Y esta calle se convierte en el libro que quiero escribir y en la casa que me gustaría tener, para poder salir a la galería a respirar el olor del aire seco de agosto, Entonces me imagino caminando hasta encontrar un lugar que me acoja y presiento que si lo hago lo encontraré. ¡Y de repente magia! Veo una laguna y oigo croar unas ranas y empiezo a reírme porque hacía siglos que pensaba que estaban en peligro de extinción, como mi capacidad de sorprenderme de nuevo. Cuando me siento al lado del agua me doy cuenta que nada es casual, que fueron mis botas nuevas las que me trajeron hasta ahí, que este pueblo tiene algo que necesito y que mi vida puede empezar hoy el kilómetro cero de un futuro que ya está aquí y que el ayer contigo es como estos portones: algo antiguo que se cerró.

 

Cuando bajo de la laguna me siento ligero y feliz y saludo a tres peregrinos que me preguntan dónde se pueden alojar. Miro a mi izquierda y veo unas letras que dicen Casa Colomba.

Quizás yo también me quede hasta mañana.