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Era una de esas tardes brillantes en las que los largos días del mes de junio parecen querer compensarnos del invierno. Tras una temporada en la que el trabajo se me acumuló pensé tomarme un respiro haciendo algo distinto. Me propuse ir al campo, y lo hice.

Me dirigía a pasar un fin de semana en Casa Colomba y, de camino, paré a las afueras de un pueblo para contemplar la hermosa vista de un bosque de robles, en las estribaciones de los Montes de León, con un verde renacido que llamaba la atención a kilómetros de distancia.

Allí apareció un caminante. Su atuendo era extraño para un senderista: unas viejas botas y una americana raída me indicaban que aquel hombre no se preocupaba mucho de la moda ni de las opiniones ajenas. Me pareció que decir «buenas tardes» era lo apropiado. Y así lo hice.

Como quien no quiere la cosa, con la extraña complicidad que a veces se establece con los desconocidos a quienes nunca volveremos a ver, empezamos a hablar.

Me contó que él había sido siempre un hombre de ciudad, pero enamorado del bosque, de un bosque como concepto que anhelaba conocer a fondo en la realidad. Un día, curiosamente por razones de trabajo, se trasladó a un pueblo situado a cinco kilómetros de donde nos encontrábamos. Y allí comenzó a cambiar. Me dijo que se hizo un nuevo calendario. Le pregunté a qué se refería. Él me contestó:

-Poco a poco cumplí mi ilusión, o mi vocación, o qué sé yo cómo llamarlo. Fui conociendo el bosque. Con los años, percibí que debía acompasar mi ritmo al suyo, mi tiempo al suyo. Que además del calendario normal había otro, muy especial. En él las fechas se marcaban no por números, sino por impulsos de vida. No había domingos o días laborables, sino momentos como la caída de la hoja, hoja muerta que es esperanza de futura resurrección, o la primera nevada del otoño o del invierno, o cuando el blanco de la escarcha permanece en las sombras durante días y días, o el cuco alegrando los oídos a finales de marzo, o el humilde y colorido nacimiento de las hojas de los robles -antes en los de las zonas bajas que a los situados a mayor altitud-, o los tallos de los helechos antes de desarrollarse, cubriendo laderas enteras a la sombra de los árboles, o cuando las escobas y las retamas florecen, como saludando a las flores de las urces que viven más arriba, con los arroyos reflejando sus colores, o cuando las nubes se quedan pegadas al bosque en las laderas que miran al oeste…

Se quedó un momento en silencio. Me miró a los ojos y, sin más, se despidió:

-Bueno. He de seguir mi camino. Buen viaje y hasta otra ocasión.

Volví al coche. Arranqué y, en ese momento, pensé si aquel hombre era un excéntrico o un sabio.

Opté por no juzgar. Darle, simplemente, el beneficio de la duda.

Cuando me iba acercando al final de mi trayecto sentía cada vez más la inquietud de saber si yo también sería capaz de hacer un nuevo calendario, de ver en la Naturaleza los ritmos de la vida, de acompasarme, de alguna manera, por pequeña que fuese, con ellos.

Sí. Finalmente decidí que aquel fin de semana comenzaría a intentarlo.