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Plantó cara durante años a la adversidad, pero como ésta, lejos de amilanarse, se envalentonó hasta adquirir los rasgos inconfundibles del fracaso inapelable, el hombre, exhausto de tanto luchar, una mañana de primavera, giró sobre sus talones y partió rumbo a la lejanía más lejana.

Subió de incógnito a un avión transoceánico que, tras un interminable vuelo de doce horas, lo dejó al otro lado del Atlántico, en el sur de Europa, a miles de kilómetros de América. En el aeropuerto de Madrid, tomó un taxi y pidió al taxista que lo trasladara lejos del mundanal ruido, a un sitio apartado y tranquilo.

-Aunque sea a unos centenares de kilómetros.

-Lo llevaré entonces a mi tierra, a un pueblo pequeño de León –dijo el taxista-. Allí hay una encantadora casa rural en la que encontrará la tranquilidad que necesita para bucear en sus entretelas.

Sí, lléveme allí. Seguro que en el corazón de Castilla él no da conmigo.

– ¿Él? ¿quién?  –preguntó el taxista.

-Uy, ese tunante siempre termina dando con nosotros, más temprano que tarde. Es ley de vida.

En Casa Colomba, frente al monte, rodeado de árboles, en un remanso de paz, el recién llegado se dispuso a emprender una nueva vida, lejos del fracaso. Pero pronto comprobó algo que a sus ancestros también les costó aprender lo suyo, a saber, que la nueva vida siempre arrastra consigo la vieja.

Cuando deshacía el equipaje en la acogedora habitación que le habían asignado, alguien llamó a la puerta.

– ¿Quién es? –preguntó con recelo.

-Tu mejor amigo –respondió una voz familiar.

Aunque se temió alguna celada, impelido por la curiosidad, abrió la puerta de la habitación. Se quedó de una pieza al ver al hombre que estaba plantado en el pasillo; parecía su vivo retrato.

– ¿Quién eres?

-Tú, o sea, el éxito y el fracaso.