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El tío Jacinto, con sus 80 años, aún se le ve ir con la azada al hombro camino del huerto. Pasados los fríos del invierno, todos los días acude a quitar las malas hierbas de los cuatro palmos de tierra. Hoy también ha salido de casa temprano. Al pasar por la rústica y entrañable Casa Colomba, toma el camino del molino en dirección al huerto. Es un largo paseo flanqueado por sendas hileras de chopos.

Al llegar al lugar, contempla desolado el destrozo causado en la huerta. Está todo pisoteado. También está la compuerta de la acequia cerrada. Le han cortado el riego y está el huerto seco, sin apenas humedad. – Ya sé quién ha sido, murmuró, el de siempre. Ese hijo de Satanás algún día me va a encontrar.

Después de dejar la azada y la hoz en el suelo, se dirige apresuradamente hacia el molino.

Al llegar no fue necesario llamar a la puerta. Paco el molinero, estaba cargando unos costales de harina en el cobertizo.

– Paco, – le dijo en voz alta y con tono serio, – tu chico lo ha vuelto hacer. Paco le miró con sorna.

¿Cuala?

– De sobra lo sabes, Paco, lo de otras veces. Ya sabéis que si me cortáis el agua se me mueren los tomates.

En esto que apareció en el dintel de la puerta un mozo alto y fornido con pinta de gañán. Tenía los brazos en jarras adoptando un aire fanfarrón. La camisa la llevaba remangada hasta los codos, mostrando un llamativo tatuaje en el brazo derecho.

– Ya sabe usted, le espetó, que el agua del arroyo es para el molino. – A duras penas tenemos agua para poder moler. ¡Como para que vengan otros a quitárnosla…! Pero el tío Jacinto insistió: – ¡El agua del arroyo es de todos!,

– ¡No hay una ley que diga que es solo para el molino!

El chico se aproximó amenazante al tío Jacinto y con cara de malas pulgas se encaró con él: – Le repito que el agua es solo para el molino. Esta es la única ley que hay aquí. No voy a consentir que por cuatro tomates y cuatro lechugas se eche a perder el negocio de mi padre. Y agarrándole de malas maneras por la pechera, le dio un empellón que le hizo trastabillar y casi perder, el equilibrio.

El tío Jacinto se fue alterado. Le latía fuertemente el corazón. Tiempo atrás, ya había tenido más altercados con él.

Ese día, por la tarde, ya más tranquilo, regresó al huerto. Por el camino iba pensando. El tío Jacinto es hombre de poco pensar y más de hacer. Pero esa tarde, iba por el camino del molino muy pensativo.

Al llegar al huerto cogió la hoz y se fue a cortar un poco de hierba fresca para los conejos. Pasado un buen rato y con un fardo de hierbas bajo el brazo llegó hasta la acequia y se sentó a descansar ensimismado con sus pensamientos. Estaba cayendo la tarde, pero él no tenía prisa.

Era ya noche cerrada en el pueblo. Solo la vistosa iluminación de Casa Colomba, indicaba que había vida en el lugar.

De repente, un grito desgarrador retumbó por toda la aldea. Silencio. Le siguieron unos alaridos infrahumanos que parecía que venían del camino del molino. Silencio. Al cabo de unos segundos se oyó el rechinar de algún cerrojo.

Incluso algún rostro curioso llego a asomar la nariz por la rendija de la puerta. Volvió el silencio. La noche continuaba.

Solo el ladrido lejano de algún perro y el revoloteo de las polillas alrededor de la mortecina luz de la farola de la plaza.

Al día siguiente por la mañana, el tío Jacinto junto con algunos guardias civiles, que le tenían esposado, permanecía en la aceña del arroyo. También estaba el forense del Juzgado. Todos contemplaban una macabra estampa: un brazo seccionado a la altura del hombro estaba colgando de la compuerta de riego. Los dedos, rígidos y amoratados, se habían quedado fuertemente empuñando el asa. El brazo, que tenía grabado un gran tatuaje, se bamboleaba siniestramente con el trepidar del agua al pasar por la compuerta. Muy cerca, en la orilla del arroyo, estaba tendido el cuerpo de un muchacho fornido, rodeado de un gran charco de sangre. Al lado, estaba una hoz caída entre la hierba, con el acero embadurnado de sangre seca, ya de color marrón.

El tío Jacinto, imperturbable, seguía con la mirada perdida en el horizonte y repetía constantemente: – El agua es de todos…, el agua es de todos.